Desde que él
enloquecía por su cuerpo, la niña ya no sufría por tenerlo, por su
delgadez y, al mismo tiempo, extrañamente, su madre ya no se
inquietaba como lo hacía antes, como si también hubiera descubierto
que ese cuerpo era finalmente plausible, aceptable, igual que otro.
El hombre, el amante de Cholen, cree que el desarrollo de la pequeña
blanca ha acusado el calor demasiado fuerte. También ha nacido y ha
crecido en este calor. Descubre que tiene ese parentesco con ella.
Dice que todos esos años pasados aquí, en este calor intolerable,
son la causa de que se haya convertido en una muchacha de ese país
de Indochina. Que posee la finura de sus muñecas, sus cabellos
tupidos de los que diríase que han acaparado en sí todo el vigor,
largos como los suyos, y, sobre todo, esa piel, esa piel de todo el
cuerpo que es producto del agua de la lluvia que aquí se guarda para
el baño de las mujeres y de los niños. Dice que las mujeres de
Francia, a su lado, tienen la piel del cuerpo dura, casi áspera.
Añade que la alimentación pobre de los trópicos, hecha de
pescados, de frutas, sirve también para algo. Y también los
algodones y las sedas de las que están hechos los vestidos, esos
vestidos siempre anchos, que dejan el cuerpo lejos de la tela, libre,
desnudo.
El amante de
Cholen se ha acostumbrado a la adolescencia de la niña blanca hasta
perderse. El placer que cada tarde recibe de ella ha dominado su
tiempo, su vida. Ya casi no le habla. Quizá cree que la pequeña no
comprendería lo que le diría respecto a ella, respecto a ese amor
que aún no conocía y del que no sabe decir nada. Quizá descubre
que nunca se han hablado, excepto cuando se llaman entre los gritos
de la habitación, por la noche. Sí, creo que él no sabía,
descubre que no sabía.
La mira. Con
los ojos cerrados la sigue mirando. Respira su rostro. Respira la
niña, con los ojos cerrados respira su respiración, ese aire cálido
que ella exhala. Distingue cada vez menos claramente los límites de
su cuerpo, no es como los otros, no está acabado, en la habitación
sigue creciendo, aún no ha alcanzado las formas definitivas, se hace
a cada instante, no sólo está ahí donde lo ve, también está en
otras partes, se extiende más allá de la vista, hacia el juego, la
muerte, es flexible, se lanza todo entero al placer como si fuera
mayor, en edad, carece de malicia, es de una inteligencia terrible.
Contemplaba lo
que hacía de mí, cómo se servía de mí y yo nunca había pensado
que pudiera hacerse de este modo, iba más allá de mis esperanzas y
conforme al destino de mi cuerpo. Así me convertía en su niña.
Para mí él se había convertido en otra cosa. Empezaba a reconocer
la dulzura indecible de su piel, de su sexo, más allá de él mismo.
La sombra de otro hombre debió cruzar también por la habitación,
la de un joven asesino, pero yo no lo sabía aún, nada de eso
aparecía aún ante mis ojos. La de un joven cazador debió de cruzar
también por la habitación, pero en lo que se refería a ésta, sí,
lo sabía, a veces estaba presente en el placer y se lo decía, al
amante de Cholen, le hablaba de su cuerpo y también de su sexo, de
su inefable dulzura, de su valor en la selva y en los ríos de las
desembocaduras de las panteras negras. Todo eso provocaba su deseo y
le incitaba a tomarme. Me había convertido en su niña. Era con su
niña con quien hacía el amor cada tarde. Y, a veces, tenía miedo,
de repente se inquietaba por su salud como si descubriera que era
mortal y como si se le ocurriera la idea de que podía perderla.
Porque es tan delgada, también le entra miedo de repente por eso,
brutalmente. Y también por ese dolor de cabeza, que a menudo la hace
desfallecer, lívida, inmóvil, una venda húmeda en los ojos. Y
también por esa desgana que a veces le inspira la vida, cuando no la
domina, y piensa en su madre y de repente grita y llora de rabia ante
la idea de no poder cambiar las cosas, hacer feliz a su madre antes
de que muera, matar a quienes han provocado ese daño. El rostro de
la pequeña en el suyo, el hombre toma esos llantos, los aplasta,
loco de deseo por sus lágrimas, por su rabia.
La toma como
tomaría a su niña. Tomaría a su niña de la misma manera. Juega
con el cuerpo de su niña, le da vuelta, se cubre con ella el rostro,
la boca, los ojos. Y la pequeña, la pequeña sigue abandonándose
en la dirección exacta que él ha emprendido cuando ha empezado a
jugar. Y de pronto es ella quien le suplica, sin decir qué, y el
hombre, el hombre le grita que se calle, grita que ya no quiere saber
nada de ella, que no quiere gozarla, y helos de nuevo atornillados
entre sí, prisioneros entre sí en el espanto, y hete aquí que este
espanto vuelve a diluirse, que se le entregan, entre lágrimas,
desespero y felicidad.
Callan a lo
largo de la noche. En el coche negro que la lleva al pensionado apoya
la cabeza en su hombro. El la abraza. Le dice que está bien que el
barco de Francia llegue pronto y se la lleve y los separe. Callan
durante el trayecto. A veces el hombre le pide al chófer que vaya a
lo largo del río para dar una vuelta. Se duerme, extenuada, contra
él. La despierta con sus besos.
(De "El Amante", 1984.)
Traducción de Ana María Moix
Traducción de Ana María Moix
MARGUERITE DURAS (VIETNAM/FRANCIA, 1914-1996)
nos la llevamos a MACONDO, obviamente respetando la fuente y difundiendo el espacio
ResponderBorrarPEDRO VALCI
REDACCION