Aprender a hablar es aprender a
traducir; cuando el niño pregunta a su madre por el significado de esta o
aquella palabra, lo que realmente pide es que traduzca a su lenguaje el término
desconocido. La traducción dentro de una lengua no es, en este sentido,
esencialmente distinta a la traducción entre dos lenguas, y la historia de
todos los pueblos repite la experiencia infantil: incluso la tribu más aislada
tiene que enfrentarse, en un momento o en otro, al lenguaje de un pueblo extraño.
El asombro, la cólera, el horror o la divertida perplejidad que sentimos ante
los sonidos de una lengua que ignoramos, no tarda en transformarse en una duda
sobre la que hablamos. El lenguaje pierde su universalidad y se revela como una
pluralidad de lenguas, todas ellas extrañas e ininteligibles las unas para las otras.
En el pasado, la traducción disipaba la duda: si no hay una lengua universal, las
lenguas forman unas sociedades universales en la que todos, vencidas ciertas dificultades,
se entienden y comprenden. Y se comprenden porque en lenguas distintas los
hombres dicen siempre las mismas cosas. La universalidad del espíritu era la
respuesta a la confusión babélica: hay muchas lenguas, pero el sentido es uno.
Pascal encontraba en la pluralidad de las religiones una prueba de la verdad del
cristianismo; la traducción respondía con el ideal de una inteligibilidad universal
a la diversidad de las lenguas. Así, la traducción no sólo era una prueba suplementaria,
sino una garantía de la unidad del espíritu. La Edad Moderna destruyó esa
seguridad. Al redescubrir la infinita variedad de los temperamentos y pasiones,
y ante el espectáculo de la multiplicidad de costumbres e instituciones, el
hombre empezó a dejar de reconocerse en los hombres. Hasta entonces el salvaje
había sido una excepción que había que suprimir por la conversión o la
exterminación, el bautismo o la espada; el salvaje que aparece en los salones
del siglo XVIII es una criatura nueva y que, aunque hable a la perfección la lengua
de sus anfitriones, encarna una extrañeza irreductible. No es un sujeto de
conversión, sino de polémica y crítica; la originalidad de sus juicios, la
simplicidad de sus costumbres y hasta la violencia de sus pasiones son una
prueba de la locura y la vanidad, cuando no de la infamia, de los bautismos y
conversiones. Cambio de dirección: a la búsqueda religiosa de una identidad
universal sucede una curiosidad intelectual empeñada en descubrir diferencias
no menos universales. La extrañeza deja de ser un extravío y se vuelve ejemplar.
Su ejemplaridad es paradójica y reveladora: el salvaje es la nostalgia del civilizado,
su otro yo, su mitad perdida. La traducción refleja estos cambios: ya no es una
operación tendiente a mostrar la identidad última de los hombres, sino que es
el vehículo de sus singularidades. Su función había consistido en mostrar las semejanzas
por encima de las diferencias; de ahora en adelante manifiesta que estas diferencias
son infranqueables, trátese de la extrañeza del salvaje o de la de nuestro vecino.
Una reflexión del Dr. Johnson en
el curso de un viaje expresa muy bien la nueva actitud: A blade of grass is
always a blade ofgrass, whether in one country or another... Men and women are my subjects of
inquiry; let us see how these differ from those we have left behind. ("Una brizna
de hierba es siempre una brizna de hierba, tanto en un país como en otro... Los
hombres y las mujeres son mis objetos de estudio; veamos pues cómo estos se
diferencian de aquellos que hemos dejado atrás"). La frase del Dr. Johnson
tiene dos sentidos, y ambos prefiguran el doble camino que había de emprender
la Edad Moderna. El primero se refiere a la separación entre el hombre y la
naturaleza, una separación que se transformaría en oposición y combate: la
nueva misión del hombre no es salvarse, sino dominar la naturaleza; el segundo
se refiere a la separación entre los hombres. El mundo deja de ser un mundo,
una totalidad indivisible, y se escinde entre naturaleza y cultura; y la
cultura se parcela en culturas. Pluralidad de lenguas y sociedades: cada lengua
es una visión del mundo. El sol que canta el poema azteca es distinto al sol
del himno egipcio, aunque el astro sea el mismo. Durante más de dos siglos,
primero los filósofos y los historiadores, ahora los antropólogos y los
lingüistas, han acumulado pruebas sobre las irreductibles diferencias entre los
individuos, las sociedades y las épocas. La gran división, apenas menos
profunda que la establecida entre naturaleza y cultura, es la que separa a los
primitivos de los civilizados; en seguida, la variedad y heterogeneidad de las
civilizaciones. En el interior de cada civilización renacen las diferencias:
las lenguas que nos sirven para comunicarnos también nos encierran en una malla
invisible de sonidos y significados, de modo que las naciones son prisioneras
de las lenguas que hablan. Dentro de cada lengua se reproducen las divisiones:
épocas históricas, clases sociales, generaciones. En cuanto a las relaciones
entre individuos aislados y que pertenecen a la misma comunidad: cada uno es
emparedado vivo en su propio yo.
Todo esto debería haber desanimado a los
traductores. No ha sido así: por un movimiento contradictorio y complementario,
se traduce más y más. La razón de esta paradoja es la siguiente: por una parte
la traducción suprime las diferencias entre una lengua y otra; por la otra, las
revela más plenamente: gracias a la traducción nos enteramos de que nuestros
vecinos hablan y piensan de un modo distinto al nuestro. En un extremo el mundo
se nos presenta como una colección de heterogeneidades; en el otro, como una
superposición de textos, cada uno ligeramente distinto al anterior:
traducciones de traducciones de traducciones. Cada texto es único y,
simultáneamente, es la traducción de otro texto. Ningún texto es enteramente
original, porque el lenguaje mismo, en su esencia, es ya una traducción:
primero, del mundo no verbal y, después, porque cada signo y cada frase es la
traducción de otro signo y de otra frase. Pero ese razonamiento puede invertirse
sin perder validez: todos los textos son originales porque cada traducción es
distinta. Cada traducción es, hasta cierto punto, una invención y así
constituye un texto único.
Los descubrimientos de la antropología y
la lingüística no condenan la traducción, sino cierta idea ingenua de la
traducción. O sea: la traducción literal que en español llamamos,
significativamente, servil. No digo que la traducción literal sea
imposible, sino que no es una traducción. Es un dispositivo, generalmente
compuesto por una hilera de palabras, para ayudarnos a leer el texto en su
lengua original. Algo más cerca del diccionario que de la traducción, que es siempre
una operación literaria. En todos los casos, sin excluir aquellos en que sólo es
necesario traducir el sentido, como en las obras de ciencia, la traducción
implica una transformación del original. Esa transformación no es ni puede ser
sino literaria, porque todas las traducciones son operaciones que se sirven de
los dos modos de expresión a que, según Román Jakobson, se reducen todos los procedimientos
literarios: la metonimia y la metáfora. El texto original jamás reaparece
(sería imposible) en la otra lengua; no obstante, está presente siempre, porque
la traducción, sin decirlo, lo menciona constantemente, o lo convierte en un objeto
verbal que, aunque distinto, lo reproduce: metonimia o metáfora. Las dos, a diferencia
de las traducciones explicativas y de las paráfrasis, son formas rigurosas y
que no están reñidas con la exactitud: la primera es una descripción indirecta,
y la segunda una ecuación verbal.
La condena mayor sobre la posibilidad de
traducción ha caído sobre la poesía. Condena singular, si se recuerda que
muchos de los mejores poemas de cada lengua en Occidente son traducciones, y
que muchas de estas traducciones son obra de grandes poetas. En el libro que
hace unos años dedicó a la traducción, el crítico y lingüista Georges Mounin1
señala que en general se concede, aunque de mala gana, que sí es posible
traducir los significados denotativos de un texto; en cambio, es casi unánime
la opinión que juzga imposible la traducción de los significados connotativos.
Hecha de ecos, reflejos y correspondencias entre el sonido y el sentido, la
poesía es un tejido de connotaciones y, por tanto, es intraducible. Confieso
que esta idea me repugna, no sólo porque se opone a la imagen que yo me he
hecho de la universalidad de la poesía, sino porque se funda en una concepción
errónea de lo que es traducción. No todos comparten mis ideas y muchos poetas
modernos afirman que la poesía es intraducible. Los mueve, tal vez, un amor
inmoderado a la materia verbal o se han enredado en la materia de la subjetividad.
Una trampa mortal, como Quevedo nos advierte: "las aguas del abismo/donde
me enamoraba de mí mismo..." Un ejemplo de este engolosinamiento verbal es
Unamuno, que en uno de sus arranques lírico patrióticos dice:
Ávila, Málaga, Cáceres,
Játiva, Mérida, Córdoba,
Ciudad Rodrigo, Sepúlveda,
Ubeda, Arévalo, Frómista,
Zumárraga,
Salamanca,
Turégano, Zaragoza,
Lérida, Zamarramala,
sois nombres de
cuerpo entero,
libres,
propios, los de nómina,
el tuétano intraducible
de nuestra lengua española.
"El tuétano intraducible de la
lengua española" es una metáfora estrafalaria (¿tuétano y lengua?) pero
perfectamente traducible y que alude a una experiencia universal. Muchísimos
poetas se han servido del mismo procedimiento retórico, sólo que en otras
lenguas: las listas de palabras son distintas pero el contexto, la emoción y el
sentido son análogos. Es curioso, por lo demás, que la intraducible esencia de
España consista en una sucesión de nombres romanos, árabes, celtíberos y
vascos. También lo es que Unamuno traduzca al castellano el nombre de la ciudad
catalana Lleida (Lérida). Y lo más extraño es que, sin darse cuenta de que así
desmentía la pretendida intraductibilidad de esos nombres, haya citado estos versos
de Victor Hugo como epígrafe de su poema:
Et tout tremble, Irún, Cóimbre
Santander, Almodóvar,
sitót qu 'on entena le timbre
des cymbals
de Bivar.
(Y todo tiembla, Irún, Coimbra
Santander, Almodóvar,
en cuanto se escucha el timbre
de
los platillos de Vivar.)
En español y en francés el sentido y la
emoción son los mismos. Como los nombres propios, en rigor, no son traducibles,
Hugo se limita a repetirlos en español sin tratar siquiera de afrancesarlos. La
repetición es eficaz porque esas palabras, despejadas de todo significado
preciso y convertidas, suenan en francés con más extrañeza aún que en
castellano... Traducir es muy difícil - no menos
difícil que escribir textos más o
menos originales -, pero no es imposible. Los poemas de Hugo y Unamuno muestran
que los significados connotativos pueden preservarse si el poeta-traductor
logra reproducir la situación verbal, el contexto poético, en que se engastan.
Wallace Stevens nos ha dado una suerte de imagen arquetípica de esta situación
en un pasaje admirable:
the hard hidalgo
Lives in the mountainous character of his speech;
And in that
mountainous mirror Spain acquires
The knowledge of Spain and of the hidalgo's hat -
A seeming of the Spaniard, a style of life,
The invention of a nation in a phrase...2
(el inflexible
hidalgo
Vive en el montañoso carácter de
su lengua;
Y en ese espejo montañoso adquiere España
El conocimiento de
España y del sombrero del hidalgo:
Una apariencia del español, un modo de vida,
La invención de una nación en una frase.)
El lenguaje se vuelve paisaje y este
paisaje, a su vez, es una invención, la metáfora de una nación o de un
individuo. Topografía verbal en la que todo se comunica, todo es traducción:
las frases son una cadena de montañas, y las montañas son los signos, los
ideogramas de una civilización. Pero el juego de los ecos y las
correspondencias verbales, además de ser vertiginoso, esconde un peligro
cierto. Rodeados de palabras por todas partes, hay un momento en que nos sentimos
sobrecogidos: angustiosa extrañeza de vivir entre nombres y no entre cosas.
Extrañeza de tener nombre:
Entre los juncos y la
baja tarde
¡qué raro que me llame Federico!
También esta experiencia es universal:
García Lorca habría sentido la misma extrañeza si se hubiese llamado Tom, Jean
o Chuang-Tzu. Perder nuestro nombre es como perder nuestra sombra; ser sólo
nuestro nombre es reducirnos a ser sombra. La ausencia de relación ente las
cosas y sus nombres es doblemente insoportable: o el sentido se evapora o las
cosas se desvanecen. Un mundo de puros significados es tan inhospitalario como
un mundo de cosas sin sentido – sin nombres. El lenguaje vuelve habitable el
mundo. Al instante de perplejidad ante la extrañeza de llamarse Federico o So
Ji, sucede inmediatamente la invención de otro nombre, un nombre que es, en
cierto modo, la traducción del antiguo: la metáfora o la metonimia que, sin
decirlo, lo dicen.
En los últimos años, debido tal vez al
imperialismo de la lingüística, se tiende a minimizar la naturaleza
eminentemente literaria de la traducción. No, no hay ni puede haber una ciencia
de la traducción, aunque ésta puede y debe estudiarse científicamente. Del
mismo modo que la literatura es una función especializada del lenguaje, la
traducción es una función especializada de la literatura. ¿Y las máquinas que
traducen? Cuando estos aparatos logren realmente traducir, realizarán
una operación literaria; no harán nada distinto a lo que hacen ahora los
traductores: literatura. La traducción es una tarea en la que, descontados los
indispensables conocimientos lingüísticos, lo decisivo es la iniciativa del traductor,
sea este una máquina "programada" por un hombre o un hombre rodeado de
diccionarios. Para convencernos oigamos al poeta británico Arthur Waley: "A
French scholar wrote recently with regará to translators: «Qu'ils s'effacent
derriére les textes et ceux-ci, s'ils ont été vraiment compris, parleront
d'eux mentes». Except
in the rare case of plain concrete statements such as «The cat chases the mouse» there are
seldom sentences that have exact word to word exact equivalents in
another language. It becomes a question of choosing between various
approximations... I have always found that it was I, not the texts that had
to do the talking." ("Un estudioso francés escribió
recientemente: «Que desaparezcan tras los textos, y estos, si en verdad han
sido comprendidos, hablarán por sí mismos». Salvo en el caso, bastante raro, de
afirmaciones sencillas y concretas como «El gato persigue al ratón», pocas
frases tienen un equivalente exacto, literal, en otra lengua. El asunto se
convierte en una elección entre varias aproximaciones... A mí siempre me
ocurrió que era yo, y no los textos, quien tenía que hablar."). Sería
difícil añadir una palabra más a esta declaración.
En teoría, sólo los poetas deberían
traducir poesía; en la realidad, pocas veces los poetas son buenos traductores.
No lo son porque casi siempre usan el poema ajeno como un punto de partida para
escribir su poema. El buen traductor se mueve en una dirección contraria: su
punto de llegada es un poema análogo, ya que no idéntico, al poema original. No
se aparta del poema sino para seguirlo más de cerca. El buen traductor de
poesía es un traductor que, además, es un poeta – como Arthur Waley - ; o un
poeta que, además, es un buen traductor - como Gérard de Nerval cuando tradujo
el primer Fausto -. En otros casos Nerval hizo "imitaciones"
admirables y realmente originales de Goethe, Jean-Paul y otros poetas alemanes.
La "imitación" es la hermana gemela de la traducción: se parecen pero
no hay que confundirlas. Son como Justine y Juliette, las dos hermanas de las novelas
de Sade... La razón de la incapacidad de muchos poetas para traducir poesía no
es de orden puramente psicológico, aunque la egolatría tenga su parte, sino
funcional: la traducción poética, según me propongo mostrar enseguida, es una
operación análoga a la creación poética, sólo que se despliega en sentido inverso.
Cada palabra encierra cierta
pluralidad de significados virtuales; en el momento en que la palabra se asocia
a otras para constituir una frase, uno de estos sentidos se actualiza y se
vuelve predominante. En la prosa la significación tiende a ser unívoca mientras
que, según se ha dicho con frecuencia, una de las características de la poesía,
tal vez la cardinal, es preservar la pluralidad de sentidos. En verdad se trata
de una propiedad general del lenguaje; la poesía la acentúa pero, atenuada, se
manifiesta también en el habla corriente y aun en la prosa. (Esta circunstancia
confirma que la prosa, en el sentido riguroso del término, no tiene existencia
real: es una exigencia ideal del pensamiento.) Los críticos se han detenido en
esta turbadora particularidad de la poesía, sin reparar que a esta suerte de
movilidad e indeterminación de los significados corresponde otra particularidad
igualmente fascinante: la inmovilidad de los signos. La poesía transforma
radicalmente el lenguaje y en dirección contraria a la de la prosa. En un caso,
a la movilidad de los signos corresponde la tendencia a fijar un solo significado;
en el otro, a la pluralidad de significados corresponde la fijeza de los signos.
Ahora bien, el lenguaje es un sistema de signos móviles que, hasta cierto punto,
pueden ser intercanjeables: una palabra puede ser sustituida por otra y cada frase
puede ser dicha (traducida) por otra. Parodiando a Charles Sanders Peirce podría
decirse que el significado de una palabra es siempre otra palabra. Para comprobarlo
basta con recordar que cada vez que preguntamos: "¿Qué quiere decir esta
frase?", se nos responde con otra frase. Pues bien, apenas nos internamos
en los dominios de la poesía, las palabras pierden su movilidad y su intercanjeabilidad.
Los sentidos del poema son múltiples y cambiantes; las palabras del mismo poema
son únicas e insustituibles. Cambiarlas sería destruir el poema. La poesía, sin
cesar de ser lenguaje, es un más allá del lenguaje.
El poeta, inmerso en el
movimiento del idioma, continuo ir y venir verbal, escoge unas cuantas palabras
- o es escogido por ellas. Al combinarlas, construye su poema: un objeto verbal
hecho de signos insustituibles e inamovibles. El punto de partida del traductor
no es el lenguaje en movimiento, materia prima del poeta, sino el lenguaje fijo
del poema. Lenguaje congelado y, no obstante, perfectamente vivo. Su operación
es inversa a la del poeta: no se trata de construir con signos móviles un texto
inamovible, sino desmontar los elementos de ese texto, poner de nuevo en circulación
los signos y devolverlos al lenguaje. Hasta aquí, la actividad del traductor es
parecida a la del lector y a la del crítico: cada lectura es una traducción, y
cada crítica es, o comienza por ser, una interpretación. Pero la lectura es una
traducción dentro del mismo idioma y la crítica es una versión libre del poema
o, más exactamente, una trasposición. Para el crítico un poema es un punto de
partida hacia otro texto, el suyo, mientras que el traductor, en otro lenguaje,
y con signos diferentes, debe componer un poema análogo al original. Así, en su
segundo momento, la actividad del traductor es paralela a la del poeta, con
esta diferencia capital: al escribir, el poeta no sabe cómo será su poema; al
traducir, el traductor sabe que su poema deberá reproducir el poema que tiene
bajo los ojos. En sus dos momentos la traducción es una operación paralela,
aunque en sentido inverso, a la creación poética. El poema traducido deberá
reproducir el poema original que, como ya se ha dicho, no es tanto su copia
como su transmutación. El ideal de la traducción poética, según alguna vez lo
definió Paul Valéry de manera insuperable, consiste en producir con medios
diferentes efectos análogos.
Traducción y creación son
operaciones gemelas. Por una parte, según lo muestran los casos de Charles
Baudelaire y de Ezra Pound, la traducción es muchas veces indistinguible de la
creación; por la otra, hay un incesante reflujo entre las dos, una continua y
mutua fecundación. Los grandes períodos creadores de la poesía de Occidente,
desde su origen en Provenza hasta nuestros días, han sido precedidos o
acompañados por entrecruzamientos entre diferentes tradiciones poéticas. Esos
entrecruzamientos a veces adoptan la forma de la imitación y otras la de la
traducción. Desde este punto de vista la historia de la poesía europea podría verse
como la historia de las conjunciones de las diversas tradiciones que componen
lo que se llama la literatura de Occidente, para no hablar de la presencia árabe
en la lírica provenzal o la del haiku y la poesía china en la poesía
moderna. Los críticos estudian las "influencias" pero este término es
equívoco; más cuerdo sería considerar la literatura de Occidente como un todo
unitario en el que los personajes centrales no son las tradiciones nacionales,
ni siquiera el llamado "nacionalismo artístico". Todos los estilos
han sido translingüísticos: John Donne está más cerca de Quevedo que de William
Wordsworth; entre Góngora y Giambattista Marino hay una evidente afinidad, en
tanto que nada, salvo la lengua, une a Góngora con el Arcipreste de Hita, que a
su vez hace pensar por momentos en Geoffrey Chaucer. Los estilos son colectivos
y pasan de una lengua a otra; las obras, todas arraigadas a su suelo verbal,
son únicas... Únicas pero no aisladas: cada una de ellas nace y vive en
relación con otras obras de lenguas distintas. Así, ni la pluralidad de las
lenguas ni la singularidad de las obras significa heterogeneidad irreductible o
confusión, sino lo contrario: un mundo de relaciones hecho de contradicciones y
correspondencias, uniones y separaciones.
En cada período los poetas europeos -
ahora también los del continente americano, en sus dos mitades - escriben el
mismo poema en lenguas diferentes. Cada una de estas versiones es, asimismo, un
poema original y distinto. Cierto, la sincronía no es perfecta, pero basta
alejarse un poco para advertir que oímos un concierto en el que los músicos,
con diferentes instrumentos, sin obedecer a ningún director de orquesta ni
seguir partitura alguna, componen una obra colectiva en la que la improvisación
es inseparable de la traducción y la invención de la imitación.
A veces, uno de los músicos se
lanza a un solo inspirado; al poco tiempo, los demás lo siguen, no sin
variaciones que vuelven irreconocible al motivo original. A fines del siglo
pasado la poesía francesa maravilló y escandalizó a Europa con ese solo que
inicia Baudelaire y que cierra Stéphane Mallarmé. Los poetas modernistas hispanoamericanos
fueron de los primeros en percibir esta nueva música; al imitarla, la hicieron
suya, la cambiaron y la transmitieron a España que, a su vez, volvió a
recrearla. Un poco más tarde los poetas de lengua inglesa realizaron algo parecido
pero con instrumentos distintos y diferentes tonalidad y tempo. Una versión
más sobria y crítica en la que Jules Laforgue, y no Paul Verlaine, ocupa un lugar
central. La posición singular de Laforgue en el modernismo angloamericano contribuye
a explicar el carácter de ese movimiento que fue, simultáneamente, simbolista y
antisimbolista. Pound y T. S. Eliot, siguiendo en esto a Laforgue, introducen
dentro del simbolismo la crítica del simbolismo, la burla de lo que el mismo,
Pound llama funny symbolist trappings ("graciosos ornatos
simbolistas"). Esta actitud crítica los preparó para escribir, un poco
después, una poesía no modernista, sino moderna, y así iniciar, con Wallace
Stevens, William Carlos Williams y otros, un nuevo solo - el solo de la poesía
angloamericana contemporánea.
La fortuna de Laforgue en la poesía
inglesa y en la de lengua castellana es un ejemplo de la interdependencia entre
creación e imitación, traducción y obra original. La influencia del poeta
francés en Eliot y Pound es muy conocida, pero apenas si lo es la que ejerció
sobre los poetas hispanoamericanos. En 1905 el argentino Leopoldo Lugones, uno
de los grandes poetas de nuestra lengua y uno de los menos estudiados, publica
un volumen de poemas. Los crepúsculos del jardín, en el que aparecen por
primera vez en español algunos rasgos laforguianos; ironía, choque entre el
lenguaje coloquial y el literario, imágenes violentas que yuxtaponen el absurdo
urbano al de una naturaleza convertida en grotesca matrona. Algunos de los
poemas de este libro parecían escritos en uno de esos dimanches bannis
de l'Infini, domingos de la burguesía hispanoamericana de fin de siglo. En 1909
Lugones publica Lunario sentimental: a despecho de ser una imitación de Laforgue,
este libro fue uno de los más originales de su tiempo y todavía puede leerse
con asombro y delicia. La influencia del Lunario sentimental fue inmensa
entre los poetas latinoamericanos pero en ninguno fue más benéfica y
estimulante que en el mexicano Ramón López Velarde. En 1919 López Velarde
publica Zozobra, el libro central del postmodernismo hispanoamericano,
es decir, de nuestro simbolismo antisimbolista. Dos años antes Eliot había
publicado Prufrock and other observations. En Boston, recién
salido de Harvard, un Laforgue protestante; en Zacatecas, escapado de un
seminario, un Laforgue católico. Erotismo, blasfemias, humor y, como decía
López Velarde, una "íntima tristeza reaccionaria". El poeta mexicano
murió poco después, en 1921, a los treinta y tres años de edad. Su obra termina
donde comienza la de Eliot... Boston y Zacatecas: la unión de estos dos nombres
nos hace sonreír como si se tratase de una de esas asociaciones incongruentes
en las que se complacía Laforgue. Dos poetas escriben, casi en los mismos años,
en lenguas distintas y sin que ninguno de los dos sospeche siquiera la
existencia del otro, dos versiones diferentes e igualmente originales de
unos poemas que unos años antes había escrito un tercer poeta en otra lengua.
(1) Problémes théoriques de la traduction, Gallimard, 1963.
(2) De Description without Place, VII,
en Transpon to Summer, recogido en Collected Poems, Nueva
York, Alfred A. Knopf. 1978, pág. 345.
(Traducción:
literatura y literalidad, Barcelona, Tusquets, 1971.)
OCTAVIO PAZ (MÉXICO, 1914-1998)