Como los planetas en sus órbitas,
el mundo de las ideas tiende a la
circularidad.
Amos Oz, Amor tardío
Cambien de royaumes nous ignorent!
Pascal, Pensées.
10
Yo
vi todo esto. La caída de la gran ciudad azteca, en medio del rumor
de atabales, el choque del acero contra el pedernal y el fuego de los
cañones castellanos. Vi el agua quemada de la laguna sobre la cual
se asentó esta Gran Tenochtitlan, dos veces más grande que Córdoba.
Cayeron
los templos, las insignias, los trofeos. Cayeron los mismísimos
dioses. Y al día siguiente de la derrota, con las piedras de los
templos indios, comenzamos a edificar las iglesias cristianas. Quien
sienta curiosidad o sea topo, encontrará en la base de las columnas
de la catedral de México las divisas mágicas del Dios de la Noche,
el espejo humeante de Tezcatlipoca. ¿Cuánto durarán las nuevas
mansiones de nuestro único Dios, construidas sobre las ruinas de no
uno, sino mil dioses? Acaso tanto como el nombre de éstos; Lluvia,
Agua, Viento, Fuego, Basura...
En
realidad, no lo sé. Yo acabo de morir de bubas. Una muerte atroz,
dolorosa, sin remedio. Un ramillete de plagas que me regalaron mis
propios hermanos indígenas, a cambio de los males que los españoles
les trajimos a ellos. Me maravilla ver, de la noche a la mañana,
esta ciudad de México poblada de rostros carcarañados, marcados por
la viruela, tan devastados como las calzadas de la ciudad
conquistada. Se agita, hirviente, el agua de la laguna; los muros han
contraído una lepra incurable; los rostros han perdido para siempre
su belleza oscura, su perfil perfecto: Europa le ha arañado para
siempre el rostro a este Nuevo Mundo que, bien visto, es más viejo
que el europeo. Aunque desde esta perspectiva olímpica que me da la
muerte, en verdad veo todo lo que ha ocurrido como el encuentro de
dos viejos mundos, ambos milenarios, pues las piedras que aquí hemos
encontrado son tan antiguas como las del Egipto y el destino de todos
los imperios ya estaba escrito, para siempre, en los muros del festín
de Baltasar.
Lo
he visto todo. Quisiera contarlo todo. Pero mis apariciones en la
historia están severamente limitadas a lo que de mí se dijo.
Cincuenta y ocho veces soy mencionado por el cronista Bernal Díaz
del Castillo en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva
España. Lo último que se sabe de mí es que ya estaba muerto cuando
Hernán Cortés, nuestro capitán, salió en su desventurada
expedición a Honduras en octubre de 1524. Así lo describe el
cronista y pronto se olvida de mí.
Reaparezco,
es cierto, en el desfile final de los fantasmas, cuando Bemal Díaz
enumera el destino de los compañeros de la Conquista. El escritor
posee una memoria prodigiosa; recuerda todos los nombres, no se le
olvida un solo caballo, ni quien lo montaba. Quizás no tiene otra
cosa sino el recuerdo con el cual salvarse, él mismo, de la muerte.
O de algo peor: la desilusión y la tristeza. No nos engañemos;
nadie salió ileso de estas empresas de descubrimiento y conquista,
ni los vencidos, que vieron la destrucción de su mundo, ni los
vencedores, que jamás alcanzaron la satisfacción total de sus
ambiciones, antes sufrieron injusticias y desencantos sin fin. Ambos
debieron construir un nuevo mundo a partir de la derrota compartida.
Esto lo sé yo porque ya me morí; no lo sabía muy bien el cronista
de Medina del Campo al escribir su fabulosa historia, y de allí que
le sobre memoria, pero le falte imaginación.
No
falta en su lista un solo compañero de la Conquista. Pero la inmensa
mayoría son despachados con un lacónico epitafio: "Murió de
su muerte". Unos cuantos, es cierto, se distinguen porque
murieron "en poder de indios". Los más interesantes son
los que tuvieron un destino singular y, casi siempre, violento.
La
gloria y la abyección, debo añadir, son igualmente notorias en
estas andanzas de la Conquista. A Pedro Escudero y a Juan Cermeño,
Cortés los mandó ahorcar porque intentaron escaparse con un navío
a Cuba, mientras que a su piloto, Gonzalo de Umbría, sólo le mandó
cortar los dedos de los pies y así, mocho y todo, el tal Umbría
tuvo el valor de presentarse ante el rey a quejarse, obteniendo
rentas en oro y pueblos de indios. Cortés debió arrepentirse de no
haberle ahorcado también. Ved así, lectores, auditores, penitentes,
o lo que seáis al acercaros a mi tumba, cómo se toman decisiones
cuando el tiempo urge y la historia ruge. Siempre pudo ocurrir
exactamente lo contrario de lo que la crónica consigna. Siempre.
Además,
es para deciros que en esta empresa de todo hubo, desde el deleite
personal de un fulano Morón que era gran músico, un Porras muy
bermejo y que era gran cantor, o un Ortiz, gran tañedor de vihuela y
que enseñaba a danzar, hasta las desgracias de un Enrique, natural
de Palencia, que se ahogó de cansado y del peso de las armas y del
calor que le daban.
Hay
destinos contrastados; a Alfonso de Grado, me lo casa Cortés nada
menos que con doña Isabel, hija del emperador azteca Moctezuma; en
cambio, un tal Xuárez dicho El Viejo, acaba matando a su mujer con
una piedra de moler maíz. ¿Quién gana, quién pierde en una guerra
de conquista? Juan Sedeño llegó con fortuna —navío propio, nada
menos; con una yegua y un negro para servirle, tocinos y pan cazabe
en abundancia y aquí hizo más. —Un tal Burguillos, en cambio, se
hizo de riquezas y buenos indios, y lo dejó todo para irse de
franciscano. Pero la mayor parte regresó de la Conquista o se quedó
en México sin ahorrar un maravedí.
¿Cuánto
monta, pues, un destino más, el mío, en medio de esta parada de
glorias y miserias? Sólo diré que, en esto de los destinos, yo creo
que el más sabio de todos nosotros fue el llamado Solís
"Tras-de-la-Puerta", quien se la pasaba en su casa detrás
de la puerta viendo a los demás pasar por la calle, sin entrometerse
y sin ser entrometido. Ahora creo que en la muerte todos estamos,
como Solís, tras de la puerta, viendo pasar sin ser vistos, y
leyendo lo que de uno se dice en las crónicas de los sobrevivientes.
Sobre
mí, entonces, ésta es la consignación final:
"Pasó
otro soldado que se decía Jerónimo de Aguilar; este Aguilar pongo
en esta cuenta porque fue el que hallamos en la Punta de Catoche, que
estaba en poder de indios e fue nuestra lengua. Murió tullido de
bubas".
9
Tengo
muchas impresiones finales de la gran empresa de la conquista de
México, en la que menos de seiscientos esforzados españoles
sometimos a un imperio nueve veces mayor que España en territorio, y
tres veces mayor en población. Para no hablar de las fabulosas
riquezas que aquí hallamos y que, enviadas a Cádiz y Sevilla,
hicieron la fortuna no sólo de las Españas, sino de la Europa
entera, por los siglos de los siglos, hasta el día de hoy.
Yo,
Jerónimo de Aguilar, veo al Mundo Nuevo antes de cerrar para siempre
los ojos y lo último que miro es la costa de Veracruz y los navíos
que zarpan llenos del tesoro mexicano, guiados por el más seguro de
los compases: un sol de oro y una luna de plata, suspendidos ambos,
al mismo tiempo, sobre un cielo azul negro y tormentoso en las
alturas, pero ensangrentado, apenas toca la superficie de las aguas.
Me
quiero despedir del mundo con esta imagen del poder y la riqueza bien
plantada en el fondo de la mirada; cinco navíos bien abastecidos,
gran número de soldados y muchos caballos y tiros y escopetas y
ballestas, y todo género de armas, cargados hasta los mástiles y
lastrados hasta las bodegas: ochenta mil pesos en oro y plata, joyas
sin fin, y las recámaras enteras de Moctezuma y Guatemuz, los
últimos reyes mexicanos. Limpia operación de conquista, justificada
por el tesoro que un esforzado capitán al servicio de la Corona
envía a Su Majestad, el rey Carlos.
Pero
mis ojos no llegan a cerrarse en paz, pensando ante todo en la
abundancia de protección, armas, hombres y caballos, que acompañó
de regreso a España el oro y la plata de México, en contraste cruel
con la inseguridad de los escasos recursos y bajo número con que
Cortés y sus hombres llegaron desde Cuba en la hora primeriza de una
incierta gesta. Mirad, sin embargo, lo que son las ironías de la
historia.
Quiñones,
capitán de la guardia de Cortés, enviado a proteger el tesoro,
cruzó la Bahama pero se detuvo en la isla de La Tercera con el botín
de México, se enamoró de una mujer allí, y por esta causa, murió
acuchillado, en tanto que Alonso de Dávila, quien iba al frente de
la expedición, se topó con el pirata francés Jean Fleury, que
nosotros llamamos, familiarmente, Juan Florín, y fue quien se robó
el oro y la plata y a Dávila lo encarceló en Francia, donde el rey
Francisco I había declarado repetidas veces, "Mostradme la
cláusula del testamento de Adán en la que se le otorga al rey de
España la mitad del mundo", a lo que sus corsarios, en coro,
respondieron: "Cuando Dios creó el mar, nos lo regaló a todos
sin excepción". Vaya, pues, de moraleja: el propio Florín, o
Fleury, fue capturado en alta mar por vizcaínos (Valladolid, Burgos,
Vizcaya: ¡el Descubrimiento y la Conquista acabaron por unir y
movilizar a toda España!) y ahorcado en el puerto de Pico...
Y
no termina allí la cosa, sino que un tal Cárdenas, piloto natural
de Triana y miembro de nuestra expedición, denunció a Cortés en
Castilla, diciendo que no había visto tierra donde hubiese dos reyes
como en la Nueva España, pues Cortés tomaba para sí, sin derecho,
tanto como le enviaba a Su Majestad y por su declaración el Rey le
dio a este trianero mil pesos de renta y una encomienda de indios.
Lo
malo es que tenía razón. Todos fuimos testigos de la manera como
nuestro capitán se llevaba la parte del león y nos prometía a los
soldados recompensas al terminar la guerra. ¡Tan largo me lo fiáis!
Nos quedamos pues, después de sudar los dientes, sin saco ni papo ni
nada so el sobaco... Cortés fue juzgado y despojado del poder, sus
lugartenientes perdieron la vida, la libertad y lo que es peor, el
tesoro, y éste acabó desparramándose por los cuatro rincones de la
Europa...
¿Hay
justicia, hoy me pregunto, en todo ello? ¿No hicimos más que darle
su destino mejor al oro de los aztecas, arrancarlo de un estéril
oficio para difundirlo, distribuirlo, otorgarle un propósito
económico en vez de ornamental o sagrado, ponerlo a circular,
rundirlo para difundirlo?
8
Trato,
desde mi tumba, de juzgar serenamente; pero una imagen se impone una
y otra vez a mis razones. Veo frente a mí a un hombre joven, de unos
veintidós años, de color moreno claro, de muy gentil disposición,
así de cuerpo como de facciones.
Estaba
casado con una sobrina de Moctezuma. Era llamado Guatemuz o
Guatimozín y tenía, sin embargo, una nube de sangre en los ojos y
cuando sentía que se le empañaba la mirada, bajaba los párpados y
yo se los vi: uno era de oro y el otro de plata. Fue el último
emperador de los aztecas, una vez que su tío Moctezuma fue muerto a
pedradas por el populacho desencantado. Los españoles matamos algo
más que el poder indio: matamos la magia que lo rodeaba. Moctezuma
no luchó. Guatemuz se batió como un héroe, sea dicho en su honor.
Capturado
junto con sus capitanes y llevado ante Cortés un día 13 de agosto,
a hora de vísperas, el día de San Hipólito y en el año de 1521,
el Guatemuz dijo que él había hecho en defensa de su pueblo y
vasallos todo lo que estaba obligado a hacer por pundonor y también
(añadió) por pasión, fuerza y convicción. "Y pues vengo por
fuerza y preso —le dijo entonces a Cortés— ante tu persona y
poder, toma luego este puñal que traes en la cintura y mátame luego
con él."
Este
indio joven y valiente, el último emperador de los aztecas, empezó
a llorar pero Cortés le contestó que por haber sido tan valiente
que viniera en paz a la ciudad caída y que mandase en México y en
sus provincias como antes lo solía hacer.
Yo
sé todo esto porque fui el traductor en la entrevista de Cortés con
Guatemuz, que no podían comprenderse entre sí. Traduje a mi antojo.
No le comuniqué al príncipe vencido lo que Cortés realmente le
dijo, sino que puse en boca de nuestro jefe una amenaza: —Serás mi
prisionero, hoy mismo te torturaré, quemándote los pies igual que a
tus compañeros, hasta que confieses dónde está el resto del tesoro
de tu tío Moctezuma (la parte que no fue a dar a manos de los
piratas franceses).
Añadí,
inventando por mi cuenta y burlándome de Cortés: —No podrás
caminar nunca más, pero me acompañarás en mis futuras conquistas,
baldado y lloroso, como símbolo de la continuidad y fuente de
legitimidad para mi empresa/cuyas banderas, bien altas, son oro y
fama, poder y religión.
Traduje,
traicioné, inventé. En el acto se secó el llanto del Guatemuz y en
vez de lágrimas, por una mejilla le rodó el oro y por la otra la
plata, surcándolas como cuchilladas y dejando para siempre en ellas
una herida que, ojalá, la muerte haya cicatrizado.
Yo,
desde la mía, recuerdo aquella víspera de San Hipólito, consignada
por Bernal Díaz como una eterna noche de lluvia y relámpagos, y me
descubro ante la posteridad y la muerte como un falsario, un traidor
a mi capitán Cortés que en vez de hacer un ofrecimiento de paz al
príncipe caído, lo hizo de crueldad, de opresión continuada y sin
piedad, y de vergüenza eterna para el vencido.
Mas
como así sucedió en efecto, convirtiéndose mis falsas palabras en
realidad, ¿no tuve razón en traducir al revés al capitán y
decirle, con mis mentiras, la verdad al azteca? ¿O fueron mis
palabras, acaso, un mero trueque y no fui yo sino el intermediario
(el traductor) y el resorte de una fatalidad que transformó el
engaño en verdad?
Sólo
confirmé, aquella noche de San Hipólito, jugando el papel de lengua
entre el conquistador y el vencido, el poder de las palabras cuando
las impulsa, como en este caso, la imaginación enemiga, la
advertencia implícita en el sesgo crítico del verbo cuando es
verdadero, y el conocimiento que yo había adquirido del alma de mi
capitán, Hernán Cortés, mezcla deslumbrante de razón y quimera,
de voluntad y flaquezas, de escepticismo y de candor fabuloso, de
fortuna y mal hado, de gallardía y burlas, de virtud y maldad, pues
todo esto fue el hombre de Extremadura y conquistador de México, a
quien yo acompañé desde Yucatán hasta la corte de Moctezuma.
Tales
son, sin embargo, los poderes de la quimera y la burla, de la maldad
y la fortuna cuando no casan bien sino que se confían de las
palabras para existir, que la historia del último rey Guatemuz se
resolvió, no en el cauce del poder prometido por Cortés, ni en el
honor con que se rindió el indio, sino en una comedia cruel, la
misma que yo inventé y volví fatal con mis mentiras. El joven
emperador fue el rey de burlas, arrastrado sin pies por la carroza
del vencedor, coronado de nopales y al cabo colgado de cabeza, desde
las ramas de una ceiba sagrada, como un animal cazado. Sucedió
exactamente lo que yo, mentirosamente, inventé.
Por
todo ello no duermo en paz. Las posibilidades incumplidas, las
alternativas de la libertad, me quitan el sueño.
La
culpable fue una mujer.
7
Entre
todas las novedades producidas por mi capitán don Hernán Cortés
para impresionar a los indios —fuego de arcabuces, espadas de
fierro, abalorios de cristal— ninguna importó tanto como los
caballos de la Conquista. Una escopeta lanza un estallido que se
desvanece en humo; una tizona puede ser vencida por una espada india
de dos manos; el vidrio engaña, pero la esmeralda también. En
cambio, el caballo es, está allí, tiene vida propia, se mueve,
tiene la suma de poder del nervio, el lustre, el músculo, el belfo
babeante y las pezuñas como alianza del terreno, resortes del trueno
y gemelas del acero. Los ojos hipnóticos. El jinete que la monta y
desmonta, añadiendo a la metamorfosis perpetua de la bestia vista
ahora y jamás imaginada antes, no digamos por los indios, ni
siquiera por uno solo de sus dioses.
—¿Será
el caballo el sueño de un dios que nunca nos comunicó su pesadilla
secreta?
Nunca
pudo un indio encontrar la manera de vencer a un jinete castellano
armado y éste es el verdadero secreto de la Conquista, no sueño o
profecía alguna. Cortés explotó hasta el límite a su menguada
caballería, no sólo en el ataque o en la carrera de combate a campo
traviesa, sino en cabalgatas especialmente preparadas a orillas del
mar, donde los corceles parecían agitar las olas —al grado de que
nosotros mismos, los españoles, imaginamos que estas costas, sin
caballos, serian plácidas como un espejo de agua.
Miramos
con asombro una fraternidad nunca pensada entre la espuma de los
océanos y la espuma de los hocicos.
Y
cuando el capitán Cortés quiso asombrar en Tabasco a los enviados
del Gran Moctezuma, juntó a un garañón con una yegua en celo y los
escondió, instruyéndome a mí mismo para que los hiciera relinchar
en el momento oportuno. Los enviados del Rey jamás habían escuchado
ese ruido y sucumbieron, espantados, a los poderes del Teúl o Dios
español, como lo llamaron a Cortés desde entonces.
Lo
cierto es que ni yo, ni nadie, había escuchado salir del silencio un
relincho que, despojado de sus cuerpos, revelara el deseo animal, la
lujuria bestial, con tan cruda fuerza. El teatro de mi capitán se
superó a sí mismo y nos impresionó a los propios españoles. Nos
hizo, un poco, sentimos bestias a todos...
Pero
los emisarios del Gran Moctezuma habían visto, además, todos los
portentos de ese año previsto por sus magos para el regreso de un
Dios rubio y barbado. Nuestras maravillas —los caballos, los
cañones— sólo confirmaron las que ellos traían en la mirada:
Cometas
a mediodía, aguas en llamas, torres desplomadas, griterío nocturno
de mujeres errantes, niños secuestrados por el aire...
Hételas
aquí que llega en ese preciso instante don Hernán Cortés blanco
como los inviernos en la sierra de Gredos, duro como la tierra de
Medellín y Trujillo, y con una barba más vieja que él. Que esperan
el regreso de los dioses y en cambio les cae gente como Rodrigo Jara
El Corcovado o Juan Pérez que mató a su mujer llamada La Hija de la
Vaquera, o Pedro Perón de Toledo, de turbulenta descendencia, o un
tal Izquierdo natural de Castromocho. Vaya dioses, que hasta en la
tumba me carcajeo de pensarlo.
Una
imagen me corta la risa. Es el caballo.
Pues
hasta Valladolid El Gordo se veía bien a caballo; digo: inspiraba
respeto y asombro. La mortalidad del hombre era salvada por la
inmortalidad del caballo. Con razón Cortés nos dijo desde la
primera hora:
—Enterremos
a los muertos de noche y en sigilo. Que nuestros enemigos nos crean
inmortales.
Caía
el jinete; nunca, el corcel. Nunca, el castaño zaino de Cortés, ni
la yegua rucia de buena carrera de Alonso Hernández, ni el alazán
de Montejo, ni el overo, labrado de las manos, de Moran. No fuimos,
pues, sólo hombres quienes entramos a la Gran Tenochtitlan en el 3
de noviembre de 1520, sino centauros: seres mitológicos, con dos
cabezas y seis patas, armados de trueno y vestidos de roca. Y además,
gracias a las coincidencias del calendario, confundidos con el Dios
que regresaba, Quetzalcóatl.
Con
razón Moctezuma nos recibió, de pie, en la mitad de la calzada que
unía al valle con la ciudad lacustre, diciendo:
—Bienvenidos.
Han llegado a su casa. Ahora descansen.
Nadie,
entre nosotros, ni en el Viejo ni en el Nuevo Mundo, había visto
ciudad más espléndida que la capital de Moctezuma, los canales, las
canoas, las torres y amplias plazas, los mercados tan bien
abastecidos, y las novedades que mostraban, jamás vistas por
nosotros ni mencionadas en la Biblia: el tomate y el pavo, el ají y
el chocolate, el maíz y la patata, el tabaco y el alcohol del agave;
esmeraldas, jades, oro y plata en abundancia, obrajes de pluma y
suaves cánticos adoloridos...
Lindas
mujeres, recámaras bien barridas, patios llenos de aves, y jaulas
repletas de tigres; jardines y enanos albinos a nuestro servicio.
Como Alejandro en Capua, nos amenazaban las delicias del triunfo.
Éramos recompensados por nuestro esfuerzo. Los caballos eran bien
cuidados.
Hasta
que una mañana, estando Moctezuma, el gran rey que con tanta
hospitalidad nos había recibido en su ciudad y en su palacio,
rodeado de todos nosotros en una recámara real, sucedió algo que
cambió el curso de nuestra empresa.
Pedro
de Alvarado, el audaz y galante, cruel y sinvergüenza lugarteniente
de Cortés, era rojo de cabellera y barba, razón por la cual los
indios lo llamaban El Tonatío, que quiere decir El Sol. Simpático y
caradura, el Tonatío tenía entretenido al rey Moctezuma en un juego
de dados —otra novedad para estos indios— y el monarca se
encontraba distraído e incapaz, por el momento, de adivinar su
suerte más allá de la siguiente tirada de dados, aun cuando le
hiciera trampa, como en ese momento, el irreprimible Alvarado. Se
veía irritado el Rey, porque solía cambiar de ropas varias veces al
día y en éste sus doncellas andaban retrasadas y la túnica ya le
hedía o picaba, vaya usted a saber...
Hete
aquí que en ese momento cuatro tamemes o cargadores indios entran al
aposento, seguidos por el alboroto natural de nuestra guardia, y con
impasible ademán dejan caer frente a Cortés y el emperador la
cabeza cortada de un caballo.
Fue
entonces que la segunda lengua del conquistador, una princesa esclava
de Tabasco bautizada doña Marina, pero apodada La Malinche,
interpretó velozmente a los mensajeros que, llegados de la costa,
traían noticia de un levantamiento de mexicanos en Veracruz contra
la guarnición dejada allí por Cortés. La tropa azteca logró matar
a Juan de Escalante, alguacil mayor del puerto, y a seis españoles.
Sobre
todo, mataron al caballo. Aquí estaba la prueba.
Noté
que Alvarado se quedó con la mano llena de dados en el aire, mirando
los ojos vidriosos, entreabiertos, del caballo, como si en ellos se
reconociera y como si en el cuello cortado a pedernal, como con
rabia, el rabioso y colorado capitán advirtiese su propio final.
Moctezuma
perdió interés en el juego, encogiéndose un poco de hombros, y
miró fijamente la cabeza del caballo. Su elocuente mirada, empero,
nos decía en silencio a los españoles: —¿De manera que sois
teúles? Mirad la mortalidad de vuestros poderes, entonces. ¿Sois
dioses o no? ¿Mortales o inmortales? ¿Qué me conviene más a mí?
Veo una cabeza cortada de caballo, y, me digo en verdad que soy yo el
que tiene el poder de vida o muerte sobre vosotros.
Cortés,
en cambio, se quedó mirando a Moctezuma con una cara de traición
tal que yo sólo pude leer en ella lo que nuestro capitán quería
ver en la del Rey.
Jamás
he sentido que tantas cosas eran dichas sin pronunciar palabra, pues
Moctezuma, acercándose en actitud devota, casi humillada, a la
cabeza del caballo, decía sin decir nada que así como el caballo
murió podían morir los españoles, si él lo decidía; y él lo
decidiría, si los extranjeros no se retiraban en paz. Los dioses
habían regresado, cumpliendo la profecía. Ahora debían retirarse a
fin de que los reinos se gobernasen solos, con voluntad renovada de
honrar a los dioses.
Cortés,
sin decir palabra, le advertía al Rey que no le convenía comenzar
una guerra que acabaría destruyéndoles a él y a su ciudad.
Pedro
de Alvarado, que no sabía de discursos sutiles, dichos o no dichos,
arrojó con violencia los dados contra la cara de la espantosa
divinidad que presidía el aposento, la diosa llamada de la falda de
serpientes, pero antes de que pudiera decir nada. Cortés se adelantó
y le ordenó al Rey dejar su palacio y venirse a vivir al de los
españoles. Nuestro capitán había leído la amenaza, pero también
la duda, en los movimientos y el rostro de Moctezuma.
—Si
alboroto o voces dáis, seréis muerto por mis capitanes —dijo con
tono parejo Cortés, impresionando más a Moctezuma con ello que la
furia física de Alvarado. Sin embargo, a su espanto y desmayo
iniciales, respondió el Rey quitándose del brazo y muñeca el sello
de Huichilobos, dios de la guerra, como si fuese a mandar nuestra
carnicería; pero sólo se excusó:
—Nunca
ordené el ataque en la Veracruz. Castigaré a mis capitanes por
haberlo hecho.
Entraron
las doncellas con las ropas nuevas. Parecían azoradas por el
ambiente de fonda barata que hallaron. Moctezuma recuperó la
dignidad y dijo que no saldría de su palacio. Alvarado se enfrentó
entonces a Cortés:
—¿Qué
haces con tantas palabras? O le llevamos preso o le daremos de
estocadas.
Una
vez más, fue la intérprete doña Marina la que decidió la
contienda, aconsejándole con fuerza al Rey: —Señor Moctezuma, lo
que yo os recomiendo es que vayáis luego con ellos a su aposento sin
ruido alguno. Sé que os harán honra, como gran señor que sois. De
otra manera, aquí quedarás muerto.
Ustedes
entienden que esto se lo dijo la mujer al emperador por su propia
iniciativa, no traduciendo a Cortés, sino hablando con fluidez la
lengua mexicana de Moctezuma. El Rey parecía un animal acorralado,
sólo que en vez de girar sobre cuatro patas, se tambaleaba sobre sus
dos pies. Ofreció a sus hijos en rehenes. Repitió varias veces
estas palabras: —"No me hagáis esta afrenta; ¿qué dirán
mis principales si me ven llevar preso?; esta afrenta no".
¿Era
este ser pusilánime el gran señor que tenía sometidas por el
terror a todas las tribus desde Xalisco hasta Nicaragua? ¿Era el
déspota cruel que un día mandó matar a los que soñaban el fin de
su reino, para que al morir los soñadores muriesen los sueños
también? El enigma de la debilidad de Moctezuma ante los españoles
sólo lo puedo entender mediante la explicación de las palabras.
Llamado el Tlatoani o Señor de la Gran Voz, Moctezuma estaba
perdiendo poco a poco el dominio sobre las palabras, más que sobre
los hombres. Fue ésta, creo yo, la novedad que lo desconcertó, y
doña Marina acababa de demostrarle, argumentando con él cara a
cara, que las palabras del Rey ya no eran soberanas. Entonces,
tampoco lo era él mismo. Otros, los extranjeros, pero también esta
tabasqueña traidora, eran dueños de un vocabulario vedado por
Moctezuma. ¿A cuántos más acabaría por extenderse el poder de la
palabra?
En
esta segunda oportunidad entre el dicho, el hecho y las consecuencias
imprevisibles de ambos, vi la mía y esa noche, bajo manto de sigilo,
le hablé en mexicano al Rey y le dije en secreto los peligros que
acechaban a los españoles. ¿Sabía Moctezuma que el gobernador de
Cuba había enviado una expedición a detener a Cortés, a quien
consideraba un sublevado vil que actuaba sin autorización y digno,
él mismo, de ser encarcelado, en vez de andar cogiendo prisionero a
tan alto señor como Moctezuma, el igual tan sólo de otro rey, don
Carlos, al que Cortés pretendía, sin credenciales, representar?
Repito
estas palabras como las dije, de un solo tiro, sin aliento ni matiz
ni sutileza, odiándome a mí mismo por mi traición pero, sobre
todo, por mi inferioridad en las artes del disimulo, la treta y la
pausa, en la que excedían mis rivales, Cortés y La Malinche.
Terminé
tan abruptamente como empecé, yéndome, como se dice, al grano:
—Esta
expedición contra Cortés la encabeza Panfilo de Narváez, un
capitán tan esforzado como el propio Cortés, sólo que con cinco
veces más hombres.
—¿Son
cristianos también? —preguntó Moctezuma.
Le
dije que sí, y que representaban al rey Carlos, de quien Cortés
huía.
Moctezuma
me acarició la mano y me ofreció un anillo verde como un loro. Yo
se lo regresé y le dije que mi amor por este pueblo era premio
suficiente. El Rey me miró con incomprensión, como si él mismo
jamás hubiese entendido que encabezaba a un conjunto de seres
humanos. Me pregunté entonces y me pregunto ahora, ¿qué clase de
poder creía tener Moctezuma, y sobre quiénes? Quizás sólo cumplía
una pantomima frente a los dioses, agotándose en el esfuerzo de
escucharles y hacerse oír de ellos. Pues no eran joyas ni caricias
lo que ahí se trocaba, sino palabras que podían darle más fuerza a
Moctezuma que todos los caballos y arcabuces de los españoles, si el
rey azteca, tan sólo, se decidiese a hablarles a los hombres, su
pueblo, en vez de a los dioses, su panteón.
Le
di al Rey el secreto de la debilidad de Cortés, como doña Marina le
había dado a Cortés el secreto de la debilidad azteca: la división,
la discordia, la envidia, la pugna entre hermanos, que lo mismo
afectaba a España que a México: una mitad del país perpetuamente
muriéndose de la otra mitad.
6
Me
asocié de este modo a la esperanza de una victoria indígena. Todos
mis actos, ya lo habéis adivinado y yo os lo puedo decir desde mi
sudario intangible, iban dirigidos a esta meta: el triunfo de los
indios contra los españoles. Moctezuma desaprovechó, una vez más,
la oportunidad. Se adelantó a los acontecimientos, se jactó ante
Cortés de saberlo amenazado por Narváez, en vez de apresurarse a
pactar con Narváez contra Cortés, derrotar al extremeño, y luego
lanzar a la nación azteca contra el fatigado regimiento de Narváez.
De esta manera, México se hubiera salvado...
Debo
decir a estas alturas que siempre, en Moctezuma, la vanidad fue más
fuerte que la astucia, aunque aún más fuerte que la vanidad, fue el
sentimiento de que todo estaba predicho, por lo cual al Rey sólo le
correspondía desempeñar el papel determinado por el ceremonial
religioso y político. Esta fidelidad a las formas acarreaba, en el
espíritu del Rey, su propia recompensa. Así había sucedido
siempre, ¿no era verdad?
Yo
no supe decir que no, argumentar con él. Quizás mi vocabulario
mexicano era insuficiente y desconocía las formas más sutiles del
razonamiento filosófico y moral de los aztecas. Lo que sí quise fue
frustrar el designio fatal, si tal cosa existía, mediante las
palabras, la imaginación, la mentira. Pero cuando palabra,
imaginación y mentira se confunden, su producto es la verdad...
El
rey azteca esperaba que Cortés fuese vencido por la expedición
punitiva del gobernador de Cuba, pero nada hizo para apresurar la
derrota de nuestro capitán. Su certeza es comprensible. Si Cortés,
con sólo quinientos hombres, había derrotado a los caciques de
Tabasco y de Cempoala, así como a los fieros tlaxcaltecas, ¿cómo
no iban a derrotarlo a él más de dos mil españoles armados también
con fuego y caballos?
Mas
el habilísimo Cortés, acompañado de sus nuevos aliados indios,
derrotó a la gente de Narváez y capturó a su jefe. Ved la ironía
de este asunto: ahora teníamos dos prisioneros de enjundia, uno
azteca y el otro español, Moctezuma y Narváez. ¿No tenían límite
nuestras victorias?
—En
verdad que no os entiendo —nos dijo, secuestrado, pero bañándose
muy regalado por sus lindas doncellas, el Gran Moctezuma.
¿Lo
entendíamos nosotros a él?
Esta
pregunta, lector, me obliga a una pausa reflexiva antes de que los
acontecimientos, una vez más, se precipiten, siempre más veloces
que la pluma del narrador, aunque en esta ocasión se escriban desde
la muerte.
Moctezuma:
¿Entendíamos hasta qué grado le era ajena la práctica política
engañosa y familiar, en cambio, la vecindad de un mundo religioso
impenetrable para los europeos? Impenetrable por olvidado: nuestro
contacto con Dios y sus emanaciones primeras se había perdido hacía
muchísimo tiempo. En esto sí que se parecían Moctezuma y su
pueblo, sin saberlo ni él ni éste: los humedecía aún el barro de
la creación, la proximidad de los dioses.
¿Lo
entendíamos, cobijado como estaba en otro tiempo, el del origen, que
para él era tiempo actual, inmediato, refugio y amenaza portentosos?
Comparélo
con bestia acorralada. Más bien, este hombre refinado se me parece,
ahora que la muerte nos iguala, no sólo como el individuo
escrupuloso y de infinitas cortesías que conocimos al entrar a
México, sino como el primer hombre, siempre el primero, azorado de
que el mundo existiese y la luz avanzara diariamente antes de
disiparse en la crueldad de cada noche. Su obligación consistía en
ser siempre, en nombre de todos, ese primer hombre que pregunta:
—¿Volverá
a amanecer?
Ésta
era una pregunta más urgente para Moctezuma y los aztecas, que saber
si Narváez derrotaba a Cortés, Cortés a Narváez, los tlaxcaltecas
a Cortés, o si Moctezuma sucumbía ante todos ellos: con tal de que
no sucumbiese ante los dioses.
¿Volvería
a llover, a crecer el maíz, a correr el río, a bramar la fiera?
Todo
el poder, la elegancia, la lejanía misma de Moctezuma, eran el
disfraz de un hombre recién llegado a las regiones de la aurora. Era
testigo del primer grito y el primer terror. Miedo y gratitud de ser
se confundían en él, detrás del aparato de penachos y collares,
doncellas, caballeros tigres y sacerdotes sangrientos.
Una
mujer indígena como él, Marina, fue quien en realidad lo venció
desde su tierra, aunque con dos lenguas. Fue ella la que le reveló a
Cortés que el imperio azteca estaba dividido, los pueblos sujetos a
Moctezuma lo odiaban, pero también se odiaban entre sí y los
españoles podían pescar en el río revuelto; fue ella la que
entendió el secreto que unía a nuestras dos tierras, el odio
fratricida, la división, ya lo dije: dos países, cada uno muñéndose
de la otra mitad...
Demasiado
tarde, pues, le comuniqué a Moctezuma que Cortés también era
odiado y asediado desde una España imperial tan contenciosa como el
imperio mexicano que estaba conquistando.
Me
olvidé de dos cosas.
Cortés
escuchaba a Marina no sólo como lengua, sino como amante. Y como
lengua y amante, prestaba atención a las voces humanas de esta
tierra. Moctezuma sólo escuchaba a los dioses; yo no lo era; y la
atención que me prestaba era una manifestación más de su cortesía,
rica como una esmeralda, pero volátil como la voz de un loro.
Yo,
que también poseía las dos voces, las de Europa y América, había
sido derrotado. Pues tenía también dos patrias; y ésta, quizás,
fue mi debilidad más que mi fuerza. Marina, La Malinche, acarreaba
el dolor y el rencor profundos, pero también la esperanza, de su
estado; tuvo que jugarse toda entera para salvar la vida y tener
descendencia. Su arma fue la misma que la mía: la lengua. Pero yo me
encontraba dividido entre España y el Nuevo Mundo. Yo conocía las
dos orillas.
Marina
no; pudo entregarse entera al Nuevo Mundo, no a su pasado sometido,
cierto, sino a su futuro ambiguo, incierto y por ello, invicto. Acaso
merecí mi derrota. No pude salvar, contándole un secreto, una
verdad, una infidencia, al pobre rey de mi patria adoptiva, México.
Luego
vino la derrota que ya conté.
5
Doña
Marina y yo nos medimos, verdaderamente, en el drama de Cholula. No
siempre poseí el idioma mexicano. Mi ventaja inicial era saber
español y maya, después de mi larga temporada entre los indios de
Yucatán. Doña Marina —La Malinche— sólo hablaba maya y
mexicano cuando le fue entregada como esclava a Cortés. De modo que
durante un tiempo yo era el único que podía traducir al idioma de
Castilla. Los mayas de la costa me decían lo que yo traducía al
español, o se lo decían a La Malinche, pero ella dependía de mí
para hacérselo saber a Cortés. O bien, los mexicanos le decían a
la mujer las cosas que ella me decía a mí en maya para que yo las
tradujera al español. Y aunque ésta era ya una ventaja para ella,
pues podía inventar lo que quisiera al pasar del náhuatl al maya,
yo seguía siendo el amo de la lengua. La versión castellana que
llegaba a oídos del conquistador, era siempre la mía.
Llegamos
entonces a Cholula, después de las vicisitudes de la costa, la
fundación de la Veracruz, la toma de Cempoala y su cacique gordo,
quien nos reveló, bufando, desde su litera, que los pueblos
sometidos se unirían a nosotros contra Moctezuma. Llegamos tras de
nuestro combate con los altivos tlaxcaltecas, que aunque enemigos
mortales de Moctezuma, no querían cambiar el poder de México por la
nueva opresión de los españoles.
Se
dirá durante siglos que la culpa de todo la tienen siempre los
tlaxcaltecas; el orgullo y la traición pueden ser fíeles
compañeros, disimulándose entre sí. El hecho es que,
presentándonos con los batallones de los feroces guerreros de
Tlaxcala ante las puertas de Cholula, Cortés y nuestra pequeña
banda española fuimos detenidos por los sacerdotes de esos santos
lugares, ya que Cholula era el panteón de todos los dioses de estas
tierras, admitidos como en Roma, sin distinción de origen, en el
gran templo colectivo de las divinidades. Los cholultecas levantaron
para ello la pirámide más grande de todas, un panal de siete
estructuras contenidas una dentro de la otra y comunicadas entre sí
por hondos laberintos de reverberaciones rojas y amarillas.
Yo
ya sabía que en esta tierra todo lo rigen los astros, el Sol y la
Luna, Venus que es preciosa gemela de sí misma en la aurora y el
crepúsculo, y un calendario que da cuenta exacta del año agrícola
y sus 360 días de bonanza, más cinco días aciagos: los días
enmascarados.
En
uno de éstos debimos llegar allí los españoles, pues mandando por
delante a la hueste de Tlaxcala, nos topamos con un valladar de
sacerdotes vestidos de negro, negras túnicas, negras cabelleras,
pieles prietas, todo negro como los lobos nocturnos de estas
comarcas, y con un solo brillo encendido en los mechones, los ojos y
las togas, que era el lustre de la sangre como un sudor pegajoso y
brillante, propio de su oficio.
Alto
y recio hablaron estos papas, negando la entrada de los violentos
tlaxcaltecas, a lo cual accedió Cortés, pero a cambio de que los de
Cholula presto abandonaran a sus ídolos.
—¡Aún
no entran y ya nos piden traicionar a los dioses! —exclamaron los
papas, con un tono difícil de definir, entre lamento y desafío,
entre suspiro y cólera, entre fatalidad y disimulo, como si
estuvieran dispuestos a morir por sus divinidades, pero resignándose,
también, a darlas por perdidas.
Todo
esto lo tradujo del mexicano al español La Malinche, y yo, Jerónimo
de Aguilar, el primero entre todos los intérpretes, me quedé en una
suerte de limbo, esperando mi turno para traducir al castellano hasta
que, aturdido acaso por los insoportables hedores de sangre embarrada
y copal sahumante, mierda de caballo andaluz, sudores excedentes de
Cáceres, cocinas disímiles de ají y tocino, de ajo y guajolote,
indistinguibles de la cocina sacrificial que despedía sus humos y
salmodias desde la pirámide, aturdido por todo ello, digo, me di
cuenta de que Jerónimo de Aguilar ya no hacía falta, la hembra
diabólica lo estaba traduciendo todo, la tal Marina hideputa y puta
ella misma había aprendido a hablar el español, la malandrína, la
mohatrera, la experta en mamonas, la coima del conquistador, me había
arrebatado mi singularidad profesional, mi insustituible función,
vamos, por acuñar un vocablo, mi monopolio de la lengua
castellana... La Malinche le había arrancado la lengua española al
sexo de Cortés, se la había chupado, se la había castrado sin que
él lo supiera, confundiendo la mutilación con el placer...
Ya
no era, esta lengua, sólo mía. Ahora era de ella y esa noche me
torturé, en mi propia soledad resguardada dentro del clamor de
Cholula con su gente apiñonada en calles y azoteas viéndonos pasar
con caballos y escopetas y cascos y barbas, imaginando las noches de
amor del extremeño y su barragana, el cuerpo de ella, lampiño y
canela, con los rosetones excitables con los que estas mujeres
embisten y el recogido y profundo sexo que esconden, escaso en vello,
abundante en jugos, entre sus anchas caderas; imaginé la tersura
inigualable de los muslos de india, acostumbrados a que les escurra
el agua y les lave las costras del tiempo, el pasado y el dolor que
se emplastan entre las piernas de nuestras madres españolas. Lisura
de hembra, la imaginé en mi soledad, recónditos hoyuelos por donde
mi señor don Hernán Cortés ha metido los dedos, la lengua y la
verga, atrapados aquellos entre anillos para la hora del sarao y
manoplas para la hora de la guerra: las manos del conquistador, entre
la joya y el fierro, uñas de metal, yemas de sangre y líneas de
fuego: fortuna, amor, inteligencia en llamas, guiando hacia el
níspero perfumado de la india primero el sexo enfundado en una barba
púbica que debe ser huraña como la vegetación de Extremadura y un
par de cojones que me imagino tensos, duros, como las pelotas de
nuestros arcabuces.
Pero
el sexo de Cortés resultaba menos sexual al cabo que su boca y su
barba, esa barba que parece demasiado antigua para un hombre de
treinta y cuatro años, como si se la hubieran heredado, desde los
tiempos de Viriato y sus bosques de heno incendiado contra el invasor
romano, desde los tiempos de la asediada ciudad de Numancia y sus
escuadrones vestidos de luto, desde los tiempos de Pelayo y sus
lanzas hechas de pura bruma asturiana: una barba más vieja que el
hombre sobre cuyas quijadas crecía. Quizás los mexicanos tenían
razón y el imberbe Cortés se ponía, prestada, la luenga barba del
mismísimo dios Quetzalcóatl, con el cual le confundieron estos
naturales...
Lo
más terrible, lo escandaloso, sin embargo, no era el sexo de Cortés,
sino que desde el fondo del bosque, del luto, de la bruma, emergiese
la lengua, que era el sexo verdadero del conquistador, y se la
clavase en la boca a la india, con más fuerza, más germen y más
gravidez, ¡Dios mío, deliro!, ¡sufro, Señor!, con más fecundidad
que el propio sexo. Lengua corbacho, fustigante, dura y dúctil a la
vez: pobre de mí, Jerónimo de Aguilar, muerto todo este tiempo, con
la lengua cortada a la mitad, bífida, como la serpiente emplumada.
¿Quién soy, para qué sirvo?
4
Dijeron
los de Cholula que podíamos entrar sin los tlaxcaltecas; que a sus
dioses no podían renunciar; pero que con gusto obedecerían al rey
de España. Lo dijeron a través de La Malinche, que lo tradujo del
mexicano al español mientras yo me quedaba como un soberano
papanatas, meditando sobre el siguiente paso para recuperar mi
dignidad maltrecha. (Me quedo corto: la lengua era más que la
dignidad, era el poder; y más que el poder, era la vida misma que
animaba mis propósitos, mi propia empresa de descubrimiento, único,
sorprendente, irrepetible...)
Pero
como no podía acostarme con Cortés, mejor se me ocurrió devolverle
al diablo el hato y el garabato y decidir que por esta vez, la muerte
no se asustaría de la degollada.
Los
primeros días, los cholultecas nos dieron comida y fardaje
abastadamente. Mas sucedió que luego comenzaron a faltar los víveres
y los de Cholula a hacerse los necios y rejegos y yo a mirar a doña
Marina con sospechas y ella a mí inmutable, apoyada en su intimidad
camal con nuestro capitán.
Una
nube perpetua se cernía sobre la ciudad sagrada; el humo se volvió
tan espeso que no pudimos ver las cimas de los templos, ni la
proximidad de las calles. La cabeza y los pies de Cholula se
disolvieron en la niebla, siendo imposible saber si ésta provenía,
como dije al llegar, de los escaños de la pirámide, de los culos de
los caballos o de las entrañas de los montes. La rareza es que
Cholula está en llano, pero ahora nada lo era aquí, sino que todo
parecía insondable y abrupto.
Ved
así como las palabras transformaban hasta el paisaje, pues la nueva
geografía de Cholula no era sino el reflejo del sinuoso combate de
palabras, abismal a veces como una barranca, abrupto otras, como un
monte de espinas; rumoroso y sedante como un gran río, o agitado y
ruidoso como un océano que arrastrase piedras sueltas: un griterío
de sirenas heridas por la marea.
Yo
les dije a los papas: He vivido ocho años en Yucatán. Allí tengo a
mis verdaderos amigos. Si los abandoné, fue para seguir a estos
dioses blancos y averiguar sus secretos, pues ellos no vienen en son
de hermandad, sino a sujetar esta tierra y quebrar vuestros dioses.
Oídme
bien, les dije a los sacerdotes: estos extranjeros sí son dioses,
pero son dioses enemigos de los vuestros.
Yo
le dije a Cortés: No hay peligro. Están convencidos de que somos
dioses y como tales nos honrarán.
Cortés
dijo: ¿Entonces por qué nos niegan la comida y el forraje?
Marina
le dijo a Cortés: La ciudad está llena de estacas muy agudas para
matar a tus caballos si los lanzas a correr; precávete, señor; las
azoteas están llenas de piedras y mamparas de adobes y albarradas de
maderos gruesos las calles.
Yo
les dije a los papas: Son dioses malos, pero dioses al cabo. No les
hace falta comer.
Los
papas me dijeron: ¿Cómo que no comen? ¿Pues qué clase de dioses
serán? Los teúles comen. Exigen sacrificios.
Yo
insistí: Son teúles distintos. No quieren sacrificio.
Lo
dije y me mordí la lengua, pues vi en mi argumento una inadvertente
justificación de la religión cristiana. Los papas se miraron entre
sí y yo sufrí un escalofrío. Se habían dado cuenta. Los dioses
aztecas exigían el sacrificio de los hombres. El dios cristiano,
clavado en la cruz, se sacrificaba a sí mismo. Los papas miraron el
crucifijo levantado a la entrada de la casa tomada por los españoles
y sintieron que su razón se les venía abajo. Yo, en ese momento,
hubiera cambiado gustoso el lugar con Jesús crucificado, aceptando
sus heridas, con tal de que este pueblo no hiciese el trueque
invencible entre una religión que pedía el sacrificio humano y otra
que otorgaba el sacrificio divino.
No
hay peligro, le dije a Cortés, sabiendo que lo había.
Hay
peligro, le dijo Marina a Cortés, sabiendo que no lo había.
Yo
quería perder al conquistador para que nunca llegara a las puertas
de la Gran Tenochtitlan: que Cholula fuese su tumba, el final de su
audaz jomada.
Marina
quería un escarmiento contra Cholula para excluir futuras
traiciones. Ella tenía que inventar el peligro. Trajo a cuento el
testimonio de una vieja y de su hijo, que aseguraron que una gran
celada se preparaba contra los españoles y que los indios tenían
aparejadas las ollas con sal, ají y tomates para hartarse de
nuestras carnes. ¿Es cierto, o inventaba doña Marina tanto como yo?
No
hay peligro, le dije a Cortés y a Marina.
Hay
peligro, nos dijo Marina a todos.
Esa
noche, la matanza española cayó sobre la ciudad de los dioses a la
señal de una escopeta, y los que no sucumbieron atravesados por
nuestras espadas o despedazados por nuestros arcabuces, se quemaron
vivos y los tlaxcaltecas, cuando entraron, cruzaron la ciudad como
una pestilencia bárbara, robando y violando, sin que los pudiéramos
detener.
No
quedó en Cholula ídolo de pie ni altar incólume. Los 365
adoratorios indios fueron encalados para desterrar a los demonios y
dedicados a 365 santos, vírgenes y mártires de nuestro santoral,
pasando para siempre al servicio de Dios Nuestro Señor.
El
castigo de Cholula presto fue sabido en todas las provincias de
México. En la duda, los españoles optarían por la fuerza.
Mi
derrota, menos conocida, la consigno hoy aquí.
Pues
entonces entendí que en la duda, Cortés le creería a La Malinche,
su mujer, y no a mí, su coterráneo.
3
No
siempre fue así. En las costas de Tabasco, yo fui la única lengua.
Con qué alegría recuerdo nuestro desembarco en Champotón, cuando
Cortés dependía totalmente de mí y nuestras almadías cursaron el
rio frente a los escuadrones indios alineados en las orillas y Cortés
proclamó en español que veníamos en paz, como hermanos, mientras
yo traducía al maya, pero también al idioma de las sombras:
—¡Miente!
Viene a conquistarnos, defiéndanse, no le crean...
¡Qué
impunidad la mía, cómo me regocija recordarla desde el lecho de una
eternidad aún más sombría que mi traición!
—¡Somos
hermanos!
—¡Somos
enemigos!
—¡Venimos
en paz!
—¡Venimos
en guerra!
Nadie,
nadie en la espesura de Tabasco, su río, su selva, sus raíces
hundidas para siempre en la oscuridad donde sólo las guacamayas
parecen tocadas por el sol; Tabasco del primer día de la creación,
cuna del silencio roto por el chirrido del pájaro, Tabasco eco de la
aurora inicial: nadie allí, digo, podía saber que traduciendo al
conquistador yo mentía y sin embargo yo decía la verdad.
Las
palabras de paz de Hernán Cortés, traducidas por mí al vocabulario
de la guerra, provocaron una lluvia de flechas indias. Desconcertado,
el capitán vio el cielo herido por las flechas y reaccionó
empeñando el combate sobre las orillas mismas del río... Al
desembarcar, perdió una alpargata en el lodo y por recuperársela yo
mismo recibí un flechazo en el muslo; catorce españoles fueron
heridos, en gran medida gracias a mí, pero dieciocho indios cayeron
muertos... Allí dormimos aquella noche, tras de la victoria que yo
no quise, con grandes velas y escuchas, sobre la tierra mojada, y si
mis sueños fueron inquietos, pues los indios a los que lancé al
combate habían sido derrotados, también fueron placenteros, pues
comprobé mi poder para decidir la paz o la guerra gracias a la
posesión de las palabras.
Necio
de mí: Viví en un falso paraíso en el cual, por un instante, la
lengua y el poder coincidieron para mi fortuna, pues al unirme yo en
Yucatán a los españoles, el anterior intérprete, un indio bizco
llamado Melchorejo, me dijo al oído, como si adivinase mis
intenciones:
—Son
invencibles. Hablan con los animales.
A
la mañana siguiente, el tal Melchorejo había desaparecido, dejando
sus ropas españolas colgadas de la misma ceiba donde Cortés, para
significar la posesión española, había dado tres cuchilladas.
Alguien
vio al primer intérprete huir desnudo en una canoa. Yo me quedé
pensando en lo que dijo. Todos dirían que los españoles eran dioses
y con los dioses hablaban. Sólo Melchorejo adivinó que su fuerza
era hablar con los caballos. ¿Estaría en lo cierto?
Días
más tarde, los caciques derrotados de esta región nos entregaron
veinte mujeres como esclavas a los españoles. Una de ellas llamó mi
atención, no sólo por su belleza, sino por su altivez que se
imponía a las otras esclavas, e incluso a los propios caciques. Es
decir, que tenía lo que se llama mucho ser y mandaba absolutamente.
Nuestras
miradas se cruzaron y yo le dije sin hablar, se mía, yo hablo tu
lengua maya y quiero a tu pueblo, no sé cómo combatir la fatalidad
de cuanto ocurre, no puedo impedirlo, pero acaso tú y yo juntos,
india y español, podamos salvar algo, si nos ponemos de acuerdo y
sobre todo, si nos queremos un poco...
—¿Quieres
que te enseñe a hablar la castilla?— le pregunté.
La
sangre me pulsaba cerca de ella; uno de esos casos en los que la
simple vista provoca el placer y la excitación, aumentadas, quizás,
porque volvía a usar bragas españolas por primera vez en mucho
tiempo, después de andar con camisa suelta y nada debajo, dejando
que el calor y la brisa me ventilaran libremente los cojones. Ahora
la tela me acariciaba y el cuero me apretaba y la mirada me
enganchaba a la mujer que vi como mi pareja ideal para hacerle frente
a lo que ocurría. Imaginé que juntos podríamos cambiar el curso de
las cosas.
Se
llamaba Malintzin, que quiere decir "Penitencia".
Ese
mismo día el mercedario Olmedo la bautizó "Marina",
convirtiéndola en la primera cristiana de la Nueva España.
Pero
su pueblo le puso "La Malinche", la traidora.
Le
hablé. No me contestó nada. Me dejó, sin embargo, admirarla.
—¿Quieres
que te enseñe a hablar...? Esa tarde de marzo del año 1519, ella se
desnudó ante mí, entre los manglares, y un coro simultáneo de
colibríes, libélulas, serpientes de cascabel, lagartos y perros
lampiños, se desató en tomo a su desnudez transfigurada, pues la
india cautiva, en ese instante, era esbelta y abultada, grávida y
etérea, animal y humana, loca y razonable. Era todo esto, como si
fuese no sólo inseparable de la tierra que la rodeaba, sino su
resumen y símbolo. Y también como si me dijera que lo que esa noche
yo veía, no lo vería nunca más. Se desnudó para negarse.
Soñé
toda la noche con su nombre, Marina, Malintzin, soñé con un hijo
nuestro, soñé que juntos ella y yo, Marina y Jerónimo, dueños de
las lenguas, seríamos también dueños de las tierras, pareja
invencible porque entendíamos las dos voces de México, la de los
hombres pero también la de los dioses.
La
imaginé revolcándose entre mis sábanas.
Al
día siguiente, Cortés la escogió como su concubina y su lengua.
Yo
ya era lo segundo para el capitán español. Lo primero, no podía
serlo.
—Tú
hablas español y maya —me dijo ella en la lengua de Yucatán. Yo
hablo maya y mexicano. Enséñame el español.
—Que
te lo enseñe tu amo —le contesté con rencor.
Desde
la tumba, os lo aseguro, vemos nuestros rencores como la parte más
estéril de nuestras vidas. El rencor, y la envidia también, que es
desgracia del bien ajeno, sigue de cerca al resentimiento como
desgracia que hiere más al que lo sufre que a quien lo provoca. El
celo no, que puede ser origen de agonías exquisitas y excitaciones
incomparables. La vanidad tampoco, pues es condición mortal que nos
hermana a todos, gran igualadora de pobres y ricos, de fuertes y
débiles. En ello, se parece a la crueldad que es lo mejor
distribuido del mundo. Pero rencor y envidia —¿cómo iba yo a
triunfar sobre quienes me los provocaban, él y ella, la pareja de la
Conquista, Cortés y La Malinche, la pareja que pudimos ser ella y
yo? —Pobre Marina, abandonada al cabo por su conquistador, cargada
con un hijo sin padre, estigmatizada por su pueblo con el mote de la
traición y, sin embargo, por todo ello, madre y origen de una nación
nueva, que acaso sólo podía nacer y crecer en contra de las cargas
del abandono, la bastardía y la traición...
Pobre
Malinche, pero rica Malinche también, que con su hombre determinó
la historia pero que conmigo, el pobre soldado muerto de bubas que no
de indios, no hubiese pasado del anonimato que rodeó a las indias
barraganas de Francisco de Barco, natural de Ávila, o de Juan
Álvarez Chico, natural de Fregenal...
¿Me
rebajo demasiado a mí mismo? La muerte me autoriza a decir que me
parece poco frente a la humillación y el fracaso que entonces sentí.
Privado de la hembra deseada, la sustituí por el poder de la lengua.
Mas ya habéis visto, hasta eso me lo quitó La Malinche, antes de
que los gusanos me la merendaran para siempre.
La
crueldad de Cortés fue refinada. Me encargó que, pues ella y yo
hablábamos las lenguas indias, yo me encargara de comunicarle las
verdades y misterios de nuestra santa religión. Jamás ha tenido el
demonio catequizador más desgraciado.
2
Digo
que hablo el español. Es hora de confesar que yo también debí
aprenderlo de vuelta, pues en ocho años de vida entre los indios por
poco lo pierdo. Ahora con la tropa de Cortés, redescubrí mi propia
lengua, la que fluyó hacia mis labios desde los pechos de mi madre
castellana, y enseguida aprendí el mexicano, para poder hablarle a
los aztecas. La Malinche siempre se me adelantó.
La
pregunta persistente, sin embargo, es otra: ¿Me redescubrí a mí
mismo al regresar a la compañía y la lengua de los españoles?
Cuando
me encontraron entre los indios de Yucatán, creyeron que yo mismo
era un indio.
Así
me vieron; Moreno, trasquilado, remo al hombro, calzando viejísimas
cotaras irreparables, manta vieja muy ruin y una tela para cubrir mis
vergüenzas.
Así
me vieron, pues: Tostado por el sol, la melena enredada y la barba
cortada con flechas, mi sexo añoso e incierto bajo el taparrabos,
mis viejos zapatos y mi lengua perdida.
Cortés,
como era su costumbre, dictó órdenes precisas para sobrevolar toda
duda u obstáculo. Me mandó dar de vestir camisa y jubón,
zaragüelles, caperuza y alpargatas, y me mandó decir cómo había
llegado hasta aquí. Se lo conté lo más sencillamente posible.
"Soy
natural de Écija. Hace ocho años nos perdimos quince hombres más
dos mujeres que íbamos del Darién a la isla de Santo Domingo.
Nuestros capitanes se pelearon entre sí por cuestiones de dinero, ya
que llevábamos diez mil pesos en oro de Panamá a La Española y el
navío, desgobernado, fue a estrellarse contra unos arrecifes en Los
Alacranes. Mis compañeros y yo abandonamos a nuestros torpes e
infieles jefes, tomando el batel del mismo navío naufragado. Creímos
coger la dirección de Cuba, pero las grandes corrientes nos echaron
lejos de allí hacia esta tierra llamada Yucatán."
No
pude dejar de mirar, en ese instante, hacia un hombre con la cara
labrada y horadadas las orejas y el bozo de abajo, rodeado de mujer y
tres niños, cuya mirada me suplicaba lo que yo ya sabía. Proseguí
devolviendo la mirada a Cortés y mirando que él todo lo mirara.
"Llegamos
aquí diez hombres. Nueve fueron matados y sólo sobreviví yo. ¿Por
qué me dejaron a mi con vida? Me moriré sin saberlo. Hay misterios
que más vale no cuestionar. Éste es uno de ellos... Imaginaos a un
náufrago casi ahogado, desnudo y arrojado a una playa dura como la
cal, con una sola choza y en ella un perro que al verme no ladró.
Quizás eso me salvó, pues me acogí a ese refugio mientras el perro
salía a ladrarles a mis compañeros, provocando así la alarma y el
ataque de indios. Cuando me encontraron escondido en la choza, con el
perro lamiéndome la mano, se rieron y dijeron cosas animadas. El
perro movió gozoso la cola y fui llevado, no con honores, sino
camaradería, al conjunto de chozas rústicas levantadas al lado de
las grandes construcciones piramidales, ahora cubiertas de
vegetación..."
"Desde
entonces he sido útil. He ayudado a construir. Les he ayudado a
plantar sus pobres cultivos. Y en cambio, yo planté las semillas de
un naranjo que venían, junto con un saco de trigo y una barrica de
tinto, en el batel que nos arrojó a estas costas."
Me
preguntó Cortés por los otros compañeros, mirando fijamente al
indio de cara labrada acompañado de una mujer y tres niños.
—No
me has dicho qué pasó con tus compañeros.
A
fin de distraer la insistente mirada de Cortés, proseguí mi relato,
cosa que no deseaba hacer, por verme obligado a decir lo que entonces
dije.
—Los
caciques de estas comarcas nos repartieron entre sí.
—Eran
diez. Sólo te veo a ti. Volví a caer en al trampa: —La mayoría
fueron sacrificados a los ídolos.
—¿Y
las dos mujeres?
—También
se murieron porque las hacían moler y no estaban acostumbradas a
pasársela de hinojos bajo el sol.
—¿Y
tú?
—Me
tienen por esclavo. No hago más que traer leña y cavar en los
maíces.
—¿Quieres
venir con nosotros? Esto me lo preguntó Cortés mirando otra vez al
indio de cara labrada.
—Jerónimo
de Aguilar, natural de Écija— espeté atropellado, para distraer
la atención del capitán.
Cortés
se acercó al indio de cara labrada, le sonrió y acarició la cabeza
de uno de los niños, rizada y rubia a pesar de la piel oscura y los
ojos negros: —Canibalismo, esclavitud y costumbres bárbaras —dijo
Cortés haciendo lo que digo—. ¿En esto queréis permanecer?
Mi
afán era distraerle, llamar su atención. Por fortuna, en mi vieja
manta traía guardada una de las naranjas, fruto del árbol que aquí
plantamos Guerrero y yo. La mostré como si por un minuto yo fuese el
rey de oros: tenía el sol en mis manos. ¿Hay imagen que mejor
refrende nuestra identidad que un español comiendo una naranja?
Mordí con alborozo la cascara amarga, hasta que mis dientes desnudos
encontraron la carne oculta de la naranja, ella, la mujer-fruta, la
fruta-fémina. El jugo me escurrió por la barbilla. Reí, como
diciéndole a Cortés: —¿Quieres mejor prueba de que soy español?
El
capitán no me contestó, pero alabó el hecho de que aquí crecieran
naranjas. Me preguntó si nosotros las habíamos traído y yo, para
distraerlo de su atención puesta en el irreconocible Guerrero le
dije que sí, pero que en estas tierras la naranja se daba más
grande, menos colorada y más agria, casi como una toronja. Dije a
los mayas que le juntaran un saco de semillas de naranja al capitán
español, pero él no renunció a su pertinaz pregunta, mirando al
imperturbable Guerrero:
—¿En
esto queréis permanecer?
Se
lo dijo al de la cara labrada, pero yo me apresuré a contestar que
no, yo renunciaba a vivir entre paganos y me unía gozoso a la tropa
española para erradicar toda costumbre o creencia nefanda e
implantar aquí nuestra Santa Religión... Cortés se rió y dejó de
acariciar la cabeza del niño. Me dijo entonces que pues yo hablaba
la lengua de los naturales y un español ruin aunque comprensible, me
uniría a él como su lengua para interpretar del español al maya y
de éste a la lengua castellana. Le dio la espalda al indio de cara
labrada.
Yo
le había prometido a mi amigo Gonzalo Guerrero, el otro náufrago
superviviente, no revelar su identidad. De todos modos era difícil
penetrarla. La cara labrada y las orejas horadadas. La mujer india. Y
los tres niños mestizos, que Cortés acarició y miró con tanta
curiosidad retenida.
—Hermano
Aguilar —me dijo Guerrero cuando llegaron los españoles— Yo soy
casado, tengo tres hijos, y aquí me tienen por cacique y capitán
cuando hay guerras. Idos vos con Dios; pero yo tengo labrada la cara
y horadadas las orejas. ¿Qué dirán de mí cuando me vean los
españoles de esta manera? Y ya veis mis tres hijitos cuánto bonicos
son, y gustosa mi hembra...
Ésta
también me increpó muy enojada, diciéndome que me largara ya con
los españoles y dejara en paz a su marido...
No
era otro mi propósito. Era indispensable que Gonzalo Guerrero
permaneciese aquí, para que mi propia y grande empresa de
descubrimiento y conquista se cumpliese. Pues desde que llegamos
aquí, ocho años antes, Guerrero y yo nos deleitábamos viendo las
grandes torres mayas de noche, cuando parecían regresar a la vida y
revelar, a la luz de la luna, el primoroso trabajo de greguerías que
Guerrero, original de Palos, decía haber visto en misquitas árabes
y aun en la recién reconquistada Granada. Mas de día el sol
blanqueaba hasta la ceguera a las grandes moles y la vida se
concentraba en la minucia del fuego, la resina, el tinte y la
lavandería, el llanto de los niños y el sápido sabor del venado
crudo: la vida de la aldea que vivía a orillas de los templos
muertos.
Entramos
a esa vida naturalmente, porque no teníamos otro horizonte, es
cierto, pero sobre todo porque la dulzura y dignidad de esta gente
nos conquistó. Tenían tan poco y sin embargo no querían más.
Nunca nos dijeron qué había sucedido con los pobladores de las
espléndidas ciudades, parecidas a las bíblicas descripciones de la
Babilonia, que como centinelas vigilaban la minucia del quehacer
diario en la aldea; nosotros sentimos que era un respeto como el que
se le reserva a los muertos.
Sólo
poco a poco nos dimos cuenta, pegando trozos de relatos aquí y allá,
a medida que aprendíamos la lengua de nuestros captores, que una vez
hubo aquí grandes poderes que, como todos, dependían de la
debilidad del pueblo y necesitaban, para convencerse de su propio
poder, combatir a otras fuertes naciones. Pudimos deducir que las
naciones indias se destruyeron entre sí en tanto que el débil
pueblo, en cambio, sobrevivió, más fuerte que los poderosos. La
grandeza del poder sucumbió; la pequeñez de la gente sobrevivió.
¿Por qué? Tendremos tiempo de entenderlo.
Gonzalo
Guerrero, como llevo dicho, se casó con india y tuvo tres hijos. Él
era hombre de mar, y había trabajado en astilleros de Palos. De
manera que cuando, un año antes de Cortés, vino a esta tierra la
expedición de Francisco Hernández de Córdoba, Guerrero organizó
el contrataque de indios que causó, en las costas, el descalabro de
la expedición. Gracias a ello fue elevado a cacique y capitán,
convirtiéndose en parte de la organización defensiva de estos
indios. Gracias a ello, también, determinó quedarse entre ellos
cuando yo salí de allí con Cortés.
¿Por
qué lo dejó Cortés, habiendo adivinado —todos sus gestos lo
revelaban— que sabía de quién se trataba? Acaso, he pensado
después, porque no quería cargar con un traidor. Pudo haberlo
matado en el acto: pero entonces no hubiera contado con la paz y
buena voluntad de los mayas de Catoche. Quizás pensó que era mejor
abandonarlo a un destino sin destino: la guerra bárbara del
sacrificio. A Cortés le gustaba, es cierto, aplazar las revanchas
para saborearlas más.
En
cambio, me llevó a mí con él, sin sospechar siquiera que el
verdadero traidor era yo. Pues si yo me fui con Cortés y Guerrero se
quedó en Yucatán, fue por común acuerdo. Queríamos aseguramos, yo
cerca de los extranjeros, Guerrero cerca de los naturales, que el
mundo indio triunfase sobre el europeo. Os diré, en resumen, y con
el escaso aliento que me va quedando, por qué.
Mientras
viví entre los mayas, permanecí célibe, como si esperase a una
mujer que fuese perfectamente mía en complemento de carácter,
pasión y cariño. Me enamoré de mi nuevo pueblo, de su sencillez
para tratar los asuntos de la vida, dando cauce natural a las
necesidades diarias sin disminuir la importancia de las cosas graves.
Sobre todo, cuidaban su tierra, su aire, su agua preciosa y escasa,
escondida en hondos pozos, pues esta llanura de Yucatán no tiene
ríos visibles, sino un panal de flujos subterráneos.
Cuidar
la tierra; era su misión fundamental; eran servidores de la tierra,
para eso habían nacido. Sus cuentos mágicos, sus ceremonias, sus
oraciones, no tenían, me di cuenta, más propósito que mantener
viva y fecunda la tierra, honrar a los antepasados que la habían, a
su vez, mantenido y heredado, y pasarla en seguida, pródiga o dura,
pero viva, a los descendientes.
Obligación
sin fin, larga sucesión que al principio pudo parecemos tarea de
hormigas, fatal y repetitiva, hasta que nos dimos cuenta de que hacer
lo que hacían era su propia recompensa. Era el obsequio cotidiano
que los indios, al servir a la naturaleza, se hacían a sí mismos.
Vivían para sobrevivir, es cierto; pero también vivían para que el
mundo continuara alimentando a sus descendientes cuando ellos
muriesen. La muerte, para ellos, era el premio para la vida de sus
descendientes.
Nacimiento
y muerte eran por ello celebraciones parejas para estos naturales,
hechos igualmente dignos de alegría y honor. Recordaré siempre la
primera ceremonia fúnebre a la que asistimos, pues en ella
distinguimos una celebración del principio y continuidad de todas
las cosas, idéntico a lo que celebramos al nacer. La muerte,
proclamaban los rostros, los gestos, los ritmos musicales, es el
origen de la vida, la muerte es el primer nacimiento. Venimos de la
muerte. No nacemos si antes alguien no muere por nosotros, para
nosotros.
Nada
poseían, todo era común; pero había guerras, rivalidades
incomprensibles para nosotros, como si nuestra inocencia sólo
mereciese las bondades de la paz y no las crueldades de la guerra.
Guerrero, animado por su mujer, decidió unirse a las guerras entre
pueblos, admitiendo que no las comprendía. Pero una vez que empleó
su habilidad de armador para rechazar la expedición de Hernández de
Córdoba, su voluntad y la mía, el arte de armar barcos —y el de
ordenar palabras—, se juntaron y juramentaron en silencio, con una
inteligencia compartida y una meta definitiva...
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Poco
a poco —ocho años nos tomó saberlo — reunimos Gonzalo Guerrero
y yo, Jerónimo de Aguilar, la información suficiente para adivinar
—jamás lo sabríamos con certeza— el destino de los pueblos
mayas, la contigüidad de la grandeza caída y de la miseria
sobreviviente. ¿Por qué se derrumbó aquélla, por qué sobrevivió
ésta?
Vimos,
en ocho años, la fragilidad de la tierra y nos preguntamos, hijos al
cabo de agricultores castellanos y andaluces, cómo pudo sostenerse
la vida de las grandes ciudades abandonadas sobre suelo tan magro y
selvas tan impenetrables. Teníamos las respuestas de nuestros
propios abuelos: explotad poco la riqueza de la selva, explotad bien
la fragilidad del llano, cuidad de ambas. Ésta era la conducta
inmemorial de los campesinos. Cuando coincidió con la de las
dinastías, Yucatán vivió. Cuando las dinastías pusieron la
grandeza del poder por encima de la grandeza de la vida, la delgada
tierra y la tupida selva no bastaron para alimentar, tanto y tan
rápidamente, las exigencias de reyes, sacerdotes, guerreros y
funcionarios. Vinieron las guerras, el abandono de las tierras, la
fuga a las ciudades primero, y de las ciudades después. La tierra ya
no pudo mantener al poder. Cayó el poder. Permaneció la tierra.
Permanecieron los hombres sin más poder que el de la tierra.
Permanecieron
las palabras.
En
sus ceremonias públicas, pero también en sus oraciones privadas,
repetían incesantemente el siguiente cuento:
El
mundo fue creado por dos dioses, el uno llamado Corazón de los
Cielos y el otro Corazón de la Tierra. Al encontrarse, entrambos
fertilizaron todas las cosas al nombrarlas. Nombraron a la tierra, y
la tierra fue hecha. La creación, a medida que fue nombrada, se
disolvió y multiplicó, llamándose niebla, nube o remolino de
polvo. Nombradas, las montañas se dispararon desde el fondo del mar,
se formaron mágicos valles y en ellos crecieron pinares y cipreses.
Los
dioses se llenaron de alegría cuando dividieron las aguas y dieron
nacimiento a los animales. Pero nada de esto poseía lo mismo que lo
había creado, esto es la palabra. Bruma, ocelote, pino y agua,
mudos. Entonces los dioses decidieron crear los únicos seres capaces
de hablar y de nombrar a todas las cosas creadas por la palabra de
los dioses.
Y
así nacieron los hombres, con el propósito de mantener día con día
la creación divina mediante lo mismo que dio origen a la tierra, el
cielo y cuanto en ellos se halla: la palabra. Al entender estas
cosas, Guerrero y yo supimos que la verdadera grandeza de este pueblo
no estaba ni en sus magníficos templos ni en sus hazañas guerreras,
sino en la más humilde vocación de repetir, a cada minuto, en todas
las actividades de la vida, lo más grande y heroico de todo, que era
la creación misma del mundo por los dioses.
Nos
empeñamos desde entonces en fortalecer esta misión y en devolverle
a nuestra tierra española de origen el tiempo, la belleza, el candor
y la humanidad que encontramos entre estos indios... Pues la palabra
era, al cabo, el poder gemelo que compartían los dioses y los
hombres. Supimos que la caída de los imperios liberaba a la palabra
y a los hombres de una servidumbre falsificada. Pobres, limpios,
dueños de sus palabras, los mayas podían renovar sus vidas y las
del mundo entero, más allá del mar...
En
el lugar llamado Bahía de la Mala Pelea, allí mismo donde los
conocimientos de Gonzalo Guerrero permitieron a los indios derrotar a
los españoles, fueron talados los bosques, serradas las planchas,
fabricados los utensilios y levantados los armazones para nuestra
escuadra india...
Desde
mi tumba mexicana, yo animé a mi compañero, el otro español
sobreviviente, para que contestase a la conquista con la conquista;
yo fracasé en mi intento de hacer fracasar a Cortés, tú, Gonzalo,
no debes fracasar, haz lo que me juraste que harías, mira que te
estoy observando desde mi lecho en el fondo del antiguo lago de
Tenochtitlan, yo, el cincuenta y ocho veces nombrado Jerónimo de
Aguilar, el hombre que fue amo transitorio de las palabras y las
perdió en desigual combate con una mujer...
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Yo
vi todo esto. La caída de la gran ciudad andaluza, en medio del
rumor de atabales, el choque del acero contra el pedernal y el fuego
de los lanzallamas mayas. Vi el agua quemada del Guadalquivir y el
incendio de la Torre del Oro.
Cayeron
los templos, de Cádiz a Sevilla; las insignias, las torres, los
trofeos. Y al día siguiente de la derrota, con las piedras de la
Giralda, comenzamos a edificar el templo de las cuatro religiones,
inscrito con el verbo de Cristo, Mahoma, Abraham y Quetzalcóatl,
donde todos los poderes de la imaginación y la palabra tendrían
cupo, sin excepción, durando acaso tanto como los nombres de los mil
dioses de un mundo súbitamente animado por el encuentro con todo lo
olvidado, prohibido, mutilado...
Cometimos,
algunos, crímenes,.. es cierto. A los miembros de la Santa
Inquisición les dimos una sopa de su propio chocolate, quemándoles
en las plazas públicas de Logroño a Barcelona y de Oviedo a
Córdoba... Sus archivos los quemamos también, junto con las leyes
de pureza de la sangre y cristianismo antiguo. Viejos judíos, viejos
musulmanes y ahora viejos mayas, abrazamos a cristianos viejos y
nuevos, y si algunos conventos y sus inquilinas fueron violados, el
resultado, al cabo, fue un mestizaje acrecentado, indio y español,
pero también árabe y judío, que en pocos años cruzó los Pirineos
y se desparramó por toda Europa... La pigmentación del viejo
continente se hizo en seguida más oscura, como ya lo era la de la
España levantina y árabe.
Pues
derogamos los decretos de expulsión de judíos y moriscos. Aquéllos
regresaron con las llaves heladas de sus casas abandonadas en Toledo
y Sevilla /para abrir de nuevo las puertas de madera y clavar de
nuevo en los roperos, con manos ardientes, el viejo canto de su amor
a España, la madre cruel que los expulsó y a la que ellos, los
hijos de Israel, nunca dejaron de amar a pesar de todas las
crueldades... Y el regreso de los moros llenó el aire de cantes a
veces profundos como un gemido sexual, a veces tan altos como la voz
de la puntual adoración del Muecín. Dulces cantos mayas se unieron
al de los trovadores provenzales, la flauta a la vihuela, la chirimía
a la mandolina, y del mar cerca del Puerto de Santa María emergieron
sirenas de todos los colores, que nos habían acompañado desde las
islas del Caribe... Cuantos contribuimos a la conquista india de
España sentimos de inmediato que un universo a la vez nuevo y
recuperado, permeable, complejo, fecundo, nació del contacto entre
las culturas, frustrando el fatal designio purificador de los Reyes
Católicos.
No
creáis, sin embargo, que el descubrimiento de España por los indios
mayas fue un idilio. No pudimos frenar los atavismos religiosos de
algunos de nuestros capitanes. Lo cierto, empero, es que los
españoles sacrificados por los mayas en los altares de Valladolid y
Burgos, en las plazas de Cáceres y Jaén, tuvieron la distinción de
morir ingresando a un rito cósmico y no, como pudo sucederles, por
una de esas riñas callejeras tan habituales en España. O, para
decirlo con símil más gastronómico, por una indigestión de
cocido. Es cierto que esta razón fue mal comprendida por todos los
humanistas, poetas, filósofos y erasmianos españoles, que al
principio celebraron nuestra llegada, considerándola una liberación,
pero que ahora se preguntaban si no habían cambiado, simplemente, la
opresión de los Reyes Católicos por la de unos sanguinarios papas y
caciques indios...
Mas
me preguntaréis a mí, Jerónimo de Aguilar natural de Écija,
muerto de bubas al caer la Gran Tenochtitlan y que ahora acompaño
como una estrella lejana a mi amigo y compañero Gonzalo de Guerrero,
natural de Palos, en la conquista de España, ¿cuál fue nuestra
arma principal?
Y
aunque primeramente cabe hablar de un ejército de dos mil mayas
partidos de la Bahía de la Mala Pelea en Yucatán, al cual se
añadieron escuadras de marineros caribes recogidos y adiestrados por
Guerrero en Cuba, Borinquen, Caicos y el Gran Abaco, enseguida debe
añadirse otra razón.
Desembarcados
en Cádiz en medio del asombro más absoluto, la respuesta (ya la
habéis adivinado) fue la misma que la de los indios en México, es
decir, la sorpresa.
Sólo
que en México, los españoles, es decir, los dioses blancos,
barbados y rubios, eran esperados. Aquí, en cambio, nadie esperaba a
nadie. La sorpresa fue total, pues todos los dioses ya estaban en
España. Lo que pasa es que habían sido olvidados. Los indios
llegaron a reanimar a los propios dioses españoles y el asombro
mayor que hoy comparto con ustedes, lectores de este manuscrito que
al alimón hemos pergeñado dos náufragos españoles abandonados
durante ocho años en la costa de Yucatán, es que estéis leyendo
esta memoria en la lengua española de Cortés que Marina, La
Malinche, debió aprender, y no en la lengua maya que Marina debió
olvidar o en la lengua mexicana que yo debí aprender para
comunicarme a traición con el grande pero abúlico rey Moctezuma.
La
razón es clara. La lengua española ya había aprendido, antes, a
hablar en fenicio, griego, latín, árabe y hebreo; estaba lista para
recibir, ahora, los aportes mayas y aztecas, enriquecerse con ellos,
enriquecerlos, darles flexibilidad, imaginación, comunicabilidad y
escritura, convirtiéndolas a todas en lenguas vivas, no lenguas de
los imperios, sino de los hombres y sus encuentros, contagios,
sueños, y pesadillas también.
Quizás
el propio Hernán Cortés lo supo, y por eso se hizo el disimulado el
día que nos descubrió a Guerrero y a mí viviendo entre los mayas,
entiznados y trasquilados; yo con un remo al hombro, una cotara vieja
calzada y la otra atada a la cintura, y una manta muy ruin, y un
braguero peor; y Guerrero con la cara labrada y horadadas las
orejas... Quizás, como si adivinara su propio destino, el capitán
español dejó a Guerrero entre los indios para que un día
acometiese esta empresa, réplica de la suya, y conquistara a España
con el mismo ánimo que él conquistó a México, que era el de traer
otra civilización a una que consideraba admirable pero manchada por
excesos, aquí y allá: sacrificio y hoguera, opresión y represión,
la humanidad sacrificada siempre al poder de los fuertes y al
pretexto de los dioses... Sacrificado el propio Hernán Cortés al
juego de la ambición política, necesariamente reducido a la
impotencia para que ningún conquistador soñara con colocarse por
encima del poder de la Corona y humillado por los mediocres, sofocado
por la burocracia, recompensado con dinero y títulos cuando su
ambición había sido exterminada, ¿tuvo Hernán Cortés la
brillante intuición de que, perdonado, Gonzalo de Guerrero,
regresaría con una armada maya y caribe a vengarlo a él en su
propia tierra?
No
lo sé. Porque el propio Hernán Cortés, con toda su maliciosa
inteligencia, careció siempre de la imaginación mágica que me, por
un lado, la flaqueza del mundo indígena, pero, por el otro, puede
ser un día su fuerza: su aporte para el futuro, su resurrección...
Digo
esto porque, acompañando con mi alma a Gonzalo de Guerrero, de la
Bahama a Cádiz, yo mismo me convertí en estrella a fin de poder
hacer el viaje. Mi luz antigua (toda estrella luminosa, lo sé ahora,
es estrella muerta) es sólo la de las preguntas.
¿Qué
habría pasado si lo que sucedió, no sucede?
¿Qué
habría pasado si lo que no sucedió, sucede?
Hablo
y pregunto desde la muerte, porque sospecho que mi amigo el otro
náufrago, Gonzalo Guerrero, está demasiado ocupado combatiendo y
conquistando. No tiene tiempo de narrar. Es más: se niega a narrar.
Tiene que actuar, decidir, ordenar, castigar... En cambio, desde la
muerte, yo tengo todo el tiempo del mundo para narrar. Incluso (sobre
todo) las hazañas de mi amigo Guerrero en esta gran empresa de la
conquista de España.
Temo
por él y por la acción que con tanto éxito ha acometido. Me
pregunto si un evento que no es narrado, ocurre en realidad. Pues lo
que no se inventa, sólo se consigna. Algo más: una catástrofe (y
toda guerra lo es) sólo es disputada si es narrada. La narración la
sobrepasa. La narración disputa el orden de las cosas. El silencio
lo confirma.
Por
ello, al narrar, por fuerza me pregunto dónde está el orden, la
moral, la ley de todo esto.
No
sé. Y tampoco lo sabe mi hermano Guerrero porque le he contagiado un
doloroso sueño. Se acuesta en su nueva sede, que es el Alcázar de
Sevilla, y sus noches son inquietas; las atraviesa como un fantasma
la mirada dolorosa del último rey azteca, Guatemuz. Una nube de
sangre le cubre los ojos. Cuando siente que se le empaña la mirada,
baja los párpados. Uno es de oro, el otro de plata.
Cuando
despierta, llorando por la suerte de la nación azteca, se da cuenta
de que en vez de lágrimas, por una mejilla le rueda el oro y por la
otra la plata, surcándolas como cuchilladas y dejando para siempre
en ellas una herida que, ojalá, la muerte cicatrice un día.
Ésta
es, ya lo sé, una incertidumbre. En cambio, mi única certeza, ya lo
veis, es que la lengua y las palabras triunfaron en las dos orillas.
Lo sé porque la forma de este relato, que es una cuenta al revés,
ha sido identificada demasiadas veces con explosiones mortales,
vencimientos de un contendiente, u ocurrencias apocalípticas. Me
gusta emplearla hoy, partiendo de diez para llegar a cero, a fin de
indicar, en vez, un perpetuo reinicio de historias perpetuamente
inacabadas, pero sólo a condición de que las presida, como en el
cuento maya de los Dioses de los Cielos y de la Tierra, la palabra.
Ésa
es quizás la verdadera estrella que cruza el mar y hermana a las dos
orillas. Los españoles, debo aclararlo a tiempo, no lo entendieron
al principio. Cuando llegué a Sevilla montado en mi estrella verbal,
confundieron su fugacidad y su luz con la de un pájaro terrible,
suma de todas las aves de presa que vuelan en la oscuridad más
profunda, pero menos aterradora por su vuelo que por su aterrizaje,
su capacidad de arrastrarse por la tierra con la mercúrea
destrucción de un veneno: buitre de las alturas, serpiente del
suelo, este ser mitológico que voló sobre Sevilla y se arrastró
por Extremadura cegó a los santos y sedujo a los demonios de España,
a todos espantó con su novedad y fue, como los caballos españoles
en México, invencible.
Transformada
en monstruo, esta bestia, sin embargo, era sólo una palabra. Y la
palabra se despliega, en el aire de escamas, en la tierra de plumas,
como una sola pregunta;
¿Cuánto
faltará para que llegue el presente? Gemela de Dios, gemela del
hombre: sobre la laguna de México, cabe el rio de Sevilla, se abren
al mismo tiempo los párpados del Sol y los de la Luna. Nuestros
rostros están rayados por el fuego, pero al mismo tiempo nuestras
lenguas están surcadas por la memoria y el deseo. Las palabras viven
en las dos orillas. Y no cicatrizan.
Londres-México,
invierno de 1991-1992.
(de "El Naranjo", Ed. Alfaguara, 1993.)
CARLOS FUENTES
(PANAMÁ/MÉXICO, 1928-2012)