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enero 26, 2015

LOS SIETE PUENTES de Yukio Mishima

Foto: Eikoh Hosoe. Ordeal by Roses (Barakei) #32, 1961.

Eran las once y media de una noche de luna llena del mes de septiembre. Al terminar la reunión a la cual habían asistido, Koyumi y Kanako regresaron a la Casa del Laurel e inmediatamente vistieron sus kimonos de algodón. Hubieran preferido bañarse antes de cambiar su ropa, pero aquella noche no quedaba tiempo para eso.

Koyumi tenía cuarenta y dos años, una figura regordeta, alrededor de cinco pies de altura y un kimono estampado con hojas negras. Kanako, la otra geisha, aun cuando sólo tenía veintidós años y era buena bailarina, no tenía protector y parecía destinada a no desempeñar nunca un papel de importancia en los bailes anuales de otoño y primavera de las geishas. Su kimono de crêpe tenía remolinos azules sobre un fondo blanco.

—Me gustaría saber qué dibujos tendrá el kimono de Masako esta noche —dijo Kanako.

—Tréboles. Ni lo dudes. Está desesperada por tener un hijo.

—¿A tanto ha llegado?

—No, y ése es el problema— repuso Koyumi—. Todavía le falta mucho para obtener tal triunfo. Si no, sería como la Virgen María. ¡Tendría un niño simplemente por haberse enamorado de un hombre!

Una superstición común entre las geishas es que, cuando una mujer usa un kimono de verano estampado con tréboles o uno de invierno con paisajes dibujados, ha de quedar embarazada en un corto lapso.

Cuando, por fin, terminaron su arreglo, Koyumi sintió súbitos alfilerazos de hambre. Esto le sucedía cada vez que salía para la ronda de fiestas nocturnas. El hambre se le antojaba como una catástrofe inesperada que le llegaba desde afuera y sin previo aviso.

Nunca la asaltaba el apetito frente a los dientes por más aburrida que resultara la reunión; pero, antes y después de su actuación, el hambre la atacaba por sorpresa. Koyumi no podía nunca prever esta eventualidad comiendo en el tiempo debido. A veces, por ejemplo, cuando concurría a la peluquería durante la tarde, observaba a las otras geishas encargar su comida y probarla con deleite mientras aguardaban su turno. Aquello no producía a Koyumi ninguna impresión. Ni siquiera podía imaginar que el risotto o cualquier otro plato, resultara apetitoso. Sin embargo, una hora después, comenzaban los dolores provocados por el hambre y la saliva fluía, tibia, desde las raíces de sus pequeños y fuertes dientes.

Koyumi y Kanako pagaban cierta cantidad mensual a la Casa del Laurel en concepto de publicidad y alimentos. La cuenta de Koyumi era siempre excepcionalmente abultada. No sólo era muy golosa, sino que también era de gustos delicados. Sin embargo, desde que había adoptado el hábito de comer solamente antes y después de sus apariciones en público, su cuenta había ido decreciendo y amenazaba, ahora, con ser menor que la de Kanako.

Koyumi no recordaba el origen de esta excéntrica costumbre ni el día en que comenzó a detenerse en la cocina antes de la primera reunión de la noche y a pedir, con impaciencia, mientras bailaba:

«¿No hay alguna cosita para comer?». Ahora había adquirido la costumbre de cenar en la cocina de la primera casa y de efectuar un último refrigerio en las dependencias de la vivienda en la que terminaba la noche. Su estómago se había acostumbrado a esta rutina y, en consecuencia, su cuenta en materia de alimentos en la Casa del Laurel, había disminuido notablemente.

El Ginza estaba casi desierto cuando las dos geishas comenzaron a caminar hacia la Casa Yonei en Shimbashi.
Kanako señaló el cielo que se vislumbraba sobre el techo de un Banco cuyas ventanas estaban protegidas por gruesos barrotes:

—Tenemos suerte con el tiempo, ¿no es cierto? Hoy hasta se podría ver a un hombre en la Luna.

Los pensamientos de Koyomi estaban concentrados en su estómago. Su primera reunión había tenido lugar en lo de Yonei y, la última, en lo de Fuminoya. Sólo en aquel momento caía en la cuenta de que había sido un error no cenar en lo de Fuminoya antes de marcharse. Había tenido que salir precipitadamente rumbo a la Casa del Laurel y el tiempo había resultado escaso. Tendría que reclamar su cena en lo de Yonei, en la misma cocina donde había comido horas antes. Este pensamiento la apesadumbró.

Sin embargo, la ansiedad de Koyumi se disipó tan pronto como hubo puesto un pie dentro de la cocina. Masako, la muy cuidada hija de la dueña del lugar, las aguardaba en la puerta. Llevaba, efectivamente, el kimono con tréboles que sus fantasías le habían adjudicado. Al ver a Koyumi, dijo con gran tacto:

—No las esperaba tan pronto. No tenemos prisa. ¿Por qué no entran y comen algo antes de irse?

La cocina estaba en desorden, colmada de sobras de las fiestas de la noche. Enormes pilas de platos y bols brillaban a la luz de las lamparillas sin pantalla. Masako estaba de pie, con una mano apoyada en el marco de la puerta. Ocultaba la luz con su cuerpo y su rostro permanecía en la sombra. Koyumi se alegró que aquella circunstancia no revelara la expresión de alivio Mientras Koyumi se instalaba frente a su cena, Masako llevó a Kanako hasta su cuarto. De todas las geishas que frecuentaban la Casa Yonei, era ella con quien más congeniaba. Tenían la misma edad, habían concurrido a la misma escuela primaria y su belleza era muy semejante. Pero, por encima de estas razones, lo cierto es que Kanako realmente le gustaba.

Kanako era tan modesta que parecía lista para ser arrebatada por la más ligera brisa. Sin embargo, había acumulado toda la experiencia necesaria y una palabra dicha por ella como al descuido, traía enormes beneficios a Masako. La alegre Masako era, por el contrario, tímida y aniñada en todo lo referente al amor. Su puerilidad era de todos conocida y su madre estaba tan segura de la inocencia de la muchacha, que el kimono con tréboles no había despertado sus sospechas.
Masako estudiaba en la Facultad de Artes de la Universidad de Waseda. Siempre había sentido profunda admiración por R, el actor de cine. Esta pasión no había hecho sino aumentar desde el día en que el actor visitara la Casa Yonei.

Su habitación estaba atiborrada con fotografías del astro y había encargado un jarrón esmaltado con su foto junto a él obtenida en ocasión de tan memorable visita. Se destacaba sobre su escritorio, siempre lleno de flores.

Kanako se sentó y dijo:

—Hoy dieron a conocer el reparto. —Frunció su boca en un mohín.

—¿Ah, sí? —Apenada por Kanako, Masako fingió no estar enterada del asunto.

—No he conseguido más que un pequeño papel. Nunca lograré algo mejor. Es como para descorazonarme. Me siento como una chica que, en un espectáculo musical, permanece año tras año en el coro.

—Estoy segura de que el año que viene te darán un buen papel.

Kanako sacudió la cabeza:

—Mientras tanto, envejezco. Sin siquiera advertirlo, pronto seré como Koyumi.

—No seas tonta. Todavía te faltan veinte años.

Aquella noche no hubiera sido apropiado, para ninguna de las jóvenes, mencionar, en el curso de la conversación, el objeto de sus plegarias elevadas al cielo. Pero, aun sin preguntarlo, todas lo sabían. Masako deseaba una aventura con R.; Kanako un buen protector, y ambas no dudaban de que Koyumi pedía dinero.

Estaba claro que sus plegarias tenían diferentes objetivos todos ellos muy razonables. Si la Luna no se los otorgaba, sería el astro, y no ellas, quien fallaría. Sus esperanzas se reflejaban simple y honestamente en sus rostros y eran deseos tan humanos que cualquiera que contemplara a aquellas tres mujeres caminando a la luz de la luna, no podría dudar de que el astro de la noche reconocería su sinceridad y respondería a sus plegarias.

—Vendrá alguien con nosotros esta noche —anunció Masako.

—¿Quién?

—Una sirvienta. Se llama Mina y ha llegado del campo hace un mes. Le dije a mi madre que no quería que viniera conmigo, pero Mamá insistió en que se quedaría preocupada si no enviaba a alguien para acompañarme.

—¿Cómo es? —preguntó Kanako.

—Ya la verás. Es, lo que podríamos llamar, bien desarrollada.

En aquel momento Mina entreabrió las puertas corredizas ubicadas tras ellas y asomó la cabeza.

—Ya te he dicho que cuando abras las puertas corredizas, deberás, primero, arrodillarte, y luego, abrirlas. —El tono de Masako era altanero.

—Sí, señorita.

Kanako contuvo la risa frente a la aparición de la muchacha que llevaba un vestido entero hecho con retazos y parches de tela de kimono. Sus cabellos se rizaban en una apretada permanente y unos brazos extraordinariamente morenos asomaban de sus mangas y rivalizaban con el colorido de su rostro. Las mejillas abultadas aplastaban sus rasgos abotagados y sus ojos parecían dos ranuras. Aun cuando cerrara la boca, sus dientes irregulares y prominentes se ingeniaban para aparecer entre los labios. Resultaba difícil descubrir en aquel rostro expresión alguna.

—¡Un buen guardaespaldas! —murmuró Kasako al oído de su amiga.

Masako adoptó un tono severo:

—Vuelvo a repetir lo que ya os he dicho antes. En cuanto salgamos de esta casa, ya no podréis abrir la boca, pase lo que pase, hasta que hayamos cruzado los siete puentes. Una sola palabra y no obtendréis lo deseado. Si alguien conocido nos habla, mala suerte. Sin embargo, no creo que exista ningún peligro en ese sentido. Algo más. No podéis usar dos veces el mismo camino, y es menester que nos limitemos a seguir a Koyumi, quien lo dirigirá todo.

Masako había tenido que presentar en la Universidad una monografía sobre Marcel Proust pero, en lo referente a cuestiones de esta naturaleza, la moderna educación recibida en la escuela no le hacía mella alguna.

—Sí, señorita —contestó Mina, de quien no podía saberse si había comprendido o no.

—Como tienes que venir de todos modos, también puedes formular un deseo. ¿Has pensado en algo?

—Sí, señorita —y una sonrisa se extendió lentamente por su rostro.

—¡Bueno, bueno, parece que reacciona como todo el mundo!— comentó Kanako.

En aquel momento apareció Koyumi, palmeándose alegremente el estómago:

—Ya estoy lista —anunció.

—¿Has elegido buenos puentes? —preguntó Masako.

—Comenzaremos con el puente Miyoshi. Como pasa sobre dos ríos, ¡cuenta como dos puentes! ¿No es cierto que eso facilita las cosas? Si se me permite decirlo, apuntaré que esta elección significa una gran muestra de inteligencia de mi parte.

Sabiendo que una vez afuera ya no podrían pronunciar una sola palabra, las tres mujeres comenzaron a hablar en voz alta y todas al mismo tiempo como para desquitarse del obligatorio silencio que luego deberían guardar. La conversación prosiguió hasta llegar a la puerta de la cocina. Las Geta de laca negra de Masako la esperaban sobre el piso de tierra junto a la puerta, y mientras deslizaba sus pies desnudos en ellas, las uñas esmaltadas de sus dedos brillaron suavemente en la oscuridad.

—¡Esto sí que es elegancia! ¡Esmalte de uñas y geta negras! ¡Ni la Luna podrá resistirlo! —exclamó Koyumi.

Las cuatro mujeres, guiadas por Koyumi, salieron a la avenida Showa. Pasaron frente a una playa de estacionamiento donde gran cantidad de taxis, ya finalizado el trabajo del día, reflejaban la luna en sus negras carrocerías. Se escuchaba el rumor de los insectos alojados bajo los autos. El tráfico era aún denso en la Avenida Showa, pero la calle ya estaba dormida y el rugido de las motocicletas resonaba tristemente solitario sin el habitual acompañamiento de ruidos callejeros. Algunas pequeñas nubes cruzaban el cielo iluminado por la Luna. Apenas rozaban el gran banco de nubarrones que se cernía en el horizonte. La luna brillaba limpiamente. Cuando se silenciaba el rumor del tráfico, el repiquetear de las geta sobre la calzada parecía repercutir directamente en la superficie azul del cielo.

A Koyumi, que caminaba al frente, le agradaba ver ante sus ojos la ancha calle desierta. Se jactaba de no tener que depender de nadie y estaba contenta porque tenía el estómago lleno. Mientras caminaba alegremente le costaba vislumbrar la razón por la cual ansiaba más dinero. Sentía como si su verdadero deseo fuera fundirse suave e involuntariamente en la luz de la luna que bañaba el pavimento. Fragmentos de vidrio brillaban aquí y allá. Hasta el vidrio podía resplandecer bajo la luz de la luna... Reflexionó y se dijo que, quizás, su deseo tan largamente acariciado era como aquel vidrio roto.

Masako y Kanako, con los meñiques entrelazados, iban pisando la larga sombra que Koyumi arrastraba a sus espaldas. El aire de la noche era fresco y ambas sentían cómo la brisa suave penetraba en sus mangas enfriando sus pechos húmedos por la transpiración provocada en la excitación de la partida. A través de los dedos entrelazados se comunicaban sus ruegos aún con más elocuencia que por intermedio de la palabra.

Masako soñaba con la dulce voz de R., con sus largos ojos bien delineados, con su pelo ondulándose bajo las sienes. Ella, como hija del dueño de un restaurante de primera categoría en Shimbashi, no podía ser confundida con otras admiradoras..., no veía, pues, ningún motivo para que su plegaria no fuera escuchada. Recordó que al hablarle R. al oído, su aliento era fragante y sin rastros de alcohol. No podía olvidar aquel aliento joven, masculino, lleno de calor como el heno en verano. Cuando estos recuerdos la asaltaban sentía algo semejante a una onda de agua deslizándose sobre su piel desde las rodillas hasta los muslos. Estaba segura, y tan insegura también, de que el cuerpo de R. existía en alguna parte del mundo. La duda la torturaba constantemente.

Kanako soñaba con un hombre maduro, rico y gordo. Tenía que ser gordo, pues si no, no parecería rico. Pensó en la felicidad que le dispensaría ¡cerrar los ojos y sentirse rodeada de su liberal y generosa protección! Kanako estaba acostumbrada a soñar, pero hasta aquel momento su experiencia le había demostrado que, al abrir los párpados nuevamente, el hombre en cuestión había desaparecido.

Como movidas por un mismo impulso, las dos muchachas volvieron la cabeza y por encima de sus hombros vieron que Mina las seguía pesadamente. Apretaba sus mejillas con las manos, se balanceaba en forma grotesca e iba golpeando el ruedo de su vestido a cada paso. Masako y Kanako coincidieron en que la presencia de Mina constituía un insulto a sus plegarias.

Giraron hacia la derecha, en la Avenida Showa, en el punto donde se encuentran el primero y segundo barrio del Ginza Este. La luz de los faroles bajaba como caída de agua a intervalos regulares a lo largo de los edificios. En la calle angosta, las sombras ocultaban la luz de la luna.

En seguida contemplaron el Puente Miyoshi, frente a ellas. Era el primero de los siete puentes que deberían cruzar. Está construido en forma curiosa. Se asemeja a una «Y» debido a la bifurcación del río en dicho lugar.

En la orilla opuesta los sombríos edificios de la Oficina del Distrito Central parecían achatarse y la blanca cara de un reloj en su torre proclamaba una hora absurda e incorrecta contra el cielo oscuro.

El puente Miyoshi tiene una balaustrada de escasa altura, y en cada esquina de su parte central, allí donde se encuentran los tres brazos del puente, hay un farol antiguo del que cuelgan un grupo de lamparillas eléctricas.

No todas estaban encendidas y los globos apagados lucían opacos y mortecinos bajo la luz de la luna. Gran cantidad de insectos voladores se arremolinaban junto a las luces.

El agua del río se encrespaba bajo el resplandor lunar.

Antes de cruzar el puente, las mujeres, dirigidas por Koyumi juntaron las manos para formular sus ruegos. Una débil luz brillaba en la ventana de un edificio cercano y un hombre, que aparentemente había cumplido labores fuera de horario salió de él. Estaba echando llave a la puerta, cuando, advirtiendo el extraño espectáculo, suspendió su ocupación.

Las mujeres comenzaron a cruzar el puente lentamente. No era sino una prolongación del pavimento; pero al hollarlo, sus pasos se hicieron más pesados e inseguros, como si estuvieran subiendo a un escenario. Faltaban pocos metros para franquear el primer brazo del puente, pero ello les infundió una sensación de alivio y tarea cumplida.

Koyumi se detuvo bajo un farol y juntó nuevamente las manos. Las demás la imitaron. De acuerdo con los cálculos de Koyumi, el cruzar dos de los tres brazos del puente, equivalía a dos puentes por separado. Esto significaba que deberían formular sus peticiones cuatro veces en el Puente Miyoshi.

Masako observó los rostros asombrados de los pasajeros de un taxi que pasaba. Pero Koyumi no prestaba atención a tales cosas. Cuando las mujeres llegaron frente a la Oficina del Distrito, oraron por cuarta vez. Kanako y Masako comenzaron a sentir que, junto con el alivio que les proporcionaba el haber cruzado sin inconvenientes los dos primeros puentes, las oraciones, que hasta aquel momento no habían tomado demasiado en serio, representaban algo de trascendental importancia.

Masako llegó a convencerse de que prefería estar muerta si no podía consumar su encuentro con R. El solo hecho de cruzar dos puentes había multiplicado la intensidad de sus deseos. Por otra parte, Kanako creía ahora que la vida no merecía la pena de ser vivida si no encontraba un buen protector. Sus corazones se llenaron de emoción y los ojos de Masako se humedecieron repentinamente.

A su lado, Mina, con los ojos cerrados, mantenía reverentemente las manos juntas. Masako no dudó de que, cualquiera fuera la plegaria de Mina, jamás sería tan importante como la suya. Sintió desprecio y también envidia por la cueva vacía e insensible que era el corazón de la sirvienta.

Caminaron hacia el Sur, siguiendo el río hasta la estación de tranvías. El último coche había partido hacía ya largo rato, y las vías que quemaban durante el día bajo el sol de otoño, eran ahora dos líneas blancas y frías.

Aun antes de llegar a la estación, Kanako había comenzado a sentir extraños dolores en su abdomen. Algo le había caído mal. Los primeros síntomas de un calambre se desvanecieron a los dos o tres pasos seguidos por la sensación de alivio al olvidar el dolor. Mientras se felicitaba por ello, el calambre comenzó a atenacearla nuevamente.

El Puente Tsukiji era el tercero en la lista. Al término de este sombrío puente, ubicado en el centro de la ciudad, distinguieron un sauce plantado a la usanza tradicional. Era un sauce solitario que, normalmente, no se hubieran detenido a mirar mientras pasaban rápidamente en auto. Crecía en una pequeña franja de tierra salvada del cemento. Sus hojas, fieles a la tradición, temblaban con la brisa del río. A aquellas avanzadas horas de la noche los edificios bulliciosos morían a su alrededor. Sólo el sauce se agitaba, vivo.

Koyumi se detuvo bajo el sauce y juntó las manos para orar. Era quizás su responsabilidad como guía, pero lo cierto es que su rolliza figura se erguía en forma desacostumbrada. En realidad, hacía ya tiempo que Koyumi había olvidado el motivo de sus ruegos. En aquel momento, lo más importante era, para ella, cruzar los siete puentes sin inconvenientes. Esta determinación era la manifestación de que cruzar los puentes se había convertido en el objeto de sus oraciones. Podrá parecer ésta una meta bastante peculiar, pero, como sus repentinos ataques de hambre, pertenecía a su modo de vivir. Mientras caminaba bajo la luna, estos pensamientos se convirtieron en extrañas convicciones. Mantuvo la espalda más derecha que nunca y fijó la mirada hacia adelante.

El Puente Tsukiji es un puente totalmente desprovisto de encanto. Los cuatro pilares de sus extremos carecen de todo atractivo. Sin embargo, mientras lo cruzaban, las cuatro mujeres pudieron oler por primera vez algo parecido al aroma del mar. Soplaba un viento con reminiscencias de brisa salada. Hasta un aviso de neón rojo perteneciente a una compañía de seguros, que podía divisarse hacia el sur, parecía un faro proclamando la proximidad del océano.

Cruzaron el puente y oraron de nuevo. Kanako sintió que su dolor, ahora agudo, le provocaba náuseas. Pasaron por la terminal de tranvías y caminaron entre los viejos edificios amarillos de las empresas S. y el río. Kanako comenzó a rezagarse. Masako, preocupada, aminoró el paso, pero no pudo romper el silencio para preguntarle si se sentía mal. Finalmente, Kanako se hizo entender oprimiendo su vientre y haciendo muecas de dolor.

Sin advertir lo que sucedía, Koyumi seguía marchando triunfalmente hacia adelante. Se agrandó la distancia entre ella y sus compañeras.

Cuando por fin un excelente protector aparecía frente a sus ojos, tan cerca que sólo necesitaba estirar la mano para tocarlo, Kanako sintió con desesperación que sus manos no podrían estirarse lo suficiente. Su rostro estaba mortalmente pálido y una pegajosa transpiración brotaba de su frente.

El corazón humano es sorprendentemente mudable. A medida que el dolor de su abdomen se hacía más intenso, Kanako comprendió que cuanto había deseado con tanto fervor minutos atrás, perdía toda realidad y sólo quedaba reducido a un sueño pueril, irreal y fantástico. Mientras luchaba contra el palpitante e implacable dolor, pensó que, si abandonaba aquellas tontas ilusiones, sus sufrimientos cesarían de inmediato.

Cuando, por fin, el cuarto puente apareció ante sus ojos, Kanako posó suavemente una mano sobre el hombro de Masako y, con ademanes semejantes al lenguaje de la danza, señaló su estomago y sacudió la cabeza. Los mechones de pelo pegados a sus mejillas por la transpiración expresaban bien a las claras que no podía continuar. Abruptamente volvió la espalda y se alejó precipitadamente rumbo a la estación terminal de tranvías.

El primer impulso de Masako fue el de seguirla; pero, recordando que su plegaria quedaría anulada si la interrumpía, se contuvo y sólo miró alejarse a Kanako.

Sólo al llegar al puente, Koyumi advirtió que algo andaba mal. Para ese entonces, Kanako corría frenéticamente bajo la luna sin importarle su aspecto desaliñado. Su kimono azul y blanco flameaba en la brisa y sus geta resonaban entre los edificios cercanos. Un taxi solitario parecía esperarla providencialmente en una esquina.

El cuarto puente era el de Irifuna. Era menester atravesarlo en dirección opuesta a la del Puente Tsukiji.

Las tres mujeres se congregaron en el extremo del puente y oraron con idéntico fervor. Masako sentía pena por Kanako, pero su compasión no brotaba tan espontáneamente como de costumbre. Sólo reflexionaba fríamente que quien desertara del grupo, tomaría, de ahora en adelante, un camino diferente al suyo.

Las plegarias de cada una eran una cuestión personal y ni siquiera en una emergencia era dable esperar que Masako cargara con responsabilidades ajenas.

Las palabras «Puente de Irifuna» se destacaban en letras blancas sobre una placa metálica clavada horizontalmente en un poste al extremo del puente. Este se destacaba en la oscuridad con su lisa superficie de cemento recortada por el crudo reflejo de la estación de gasolina Caltex, ubicada en la otra orilla. Podía verse una lucecita en el río, bajo la sombra del puente. Aparentemente pertenecía a la choza semiderruída de un hombre que vivía en el extremo del muelle de pescadores. La choza estaba adornada con plantas y un letrero anunciaba allí «Botes de placer, Remolcadores, Botes de Pesca y Botes para redes».

El cielo nocturno parecía abrirse sobre los techos de la apretada fila de edificios que descendía gradualmente del otro lado del puente. Las jóvenes advirtieron que la luna, tan brillante minutos atrás, apenas se traslucía a través de finas nubes. El cielo estaba, ahora, completamente nublado.

Las mujeres cruzaron el puente Irifuna sin ningún contratiempo.

El río dobla allí en ángulo recto. El quinto puente se encontraba bastante alejado. Sería menester seguir el río por el terraplén ancho y desierto hasta el puente Akatsuki.

Hacia la derecha la mayoría de los edificios eran restaurantes. En cambio, en la orilla izquierda, montañas de piedra, arena y pedregullo esperaban ser empleadas en alguna construcción. En ciertos lugares su masa oscura ocupaba más de la mitad de la carretera. Poco después contemplaron el edificio del Hospital de San Lucas, que emergía, lúgubre, bajo la velada luna. La enorme cruz dorada instalada en su techo estaba brillantemente iluminada y las luces rojas, destinadas al tráfico aéreo, emitían destellos y delimitaban techos contra el cielo: No había luz en la capilla ubicada a los fondos del Hospital, pero su ventanal gótico se distinguía claramente. Algunas luces permanecían encendidas en las ventanas del Hospital.

Las tres mujeres marchaban en silencio. Masako, la mente ocupada por la tarea que la esperaba, no podía pensar en otra cosa. Sin advertirlo, habían acelerado la marcha y ahora estaba bañada en su transpiración.

El cielo se oscureció en forma amenazadora, y Masako sintió las primeras gotas de lluvia sobre su frente. Afortunadamente, aquello parecía no tener intenciones de convertirse en un aguacero.

En aquel momento apareció frente a ellas el Puente Akatsuki. Era el quinto del recorrido. Los postes de cemento pintados de blanco emitían una tonalidad fantasmal en medio de la noche.

Masako juntó las manos para orar en el extremo del puente, sin advertir las imperfecciones del suelo. Trastabillando casi, hubo de dar con sus huesos sobre un caño de hierro en reparación.

En el otro extremo del puente se encontraba el desvío para automóviles del Hospital San Lucas.

El puente no era largo. Las mujeres caminaban tan rápidamente que lo cruzaron en un breve lapso. Sin embargo, la adversidad aguardaba a Koyumi. Una mujer con el pelo suelto y mojado y con una vasija de metal en la mano se acercaba en dirección opuesta. Masako miró fugazmente a la mujer y se atemorizó ante la palidez mortal de aquel rostro bajo el pelo mojado.

La mujer se detuvo en la mitad del puente:

—Pero, ¡si es Koyumi! Han pasado tantos años, ¿no es cierto? ¡Koyumi! ¿Estás fingiendo que no me reconoces? ¡Koyumi!

Estiró su cuello hacia Koyumi, cerrándole el paso.

Koyumi bajó los ojos y no contestó. La voz de la mujer era aguda y destemplada como el viento a través de una grieta.

Su monólogo no parecía dirigido a Koyumi, sino a otra persona que no se encontraba allí:

—En este momento volvía de la casa de baños. ¡Hace realmente tanto tiempo! ¡Mira que encontrarnos aquí!

Al sentir la mano de la mujer sobre su hombro, Koyumi abrió finalmente los ojos. Comprendió que era inútil negarse a responder a la mujer, ya que el hecho de que alguien le dirigiera la palabra era suficiente como para anular el efecto de la plegaria.

Masako observó el rostro de la mujer. Reflexionó un instante y siguió caminando, dejando atrás a Koyumi.

Masako recordó a la recién llegada. Era una vieja geisha que había aparecido en Shimbashi durante algún tiempo, inmediatamente después de la guerra. Se llamaba Koen. Había comenzado a comportarse en forma extraña, como una chiquilla y ello le había valido ser borrada del registro de geishas. No era sorprendente, pues, que Koen hubiera reconocido a Koyumi, una vieja amiga. Sin embargo, era una coincidencia afortunada que no recordara a Masako.

El sexto puente, el Sakai, era sólo una pequeña estructura con un cartel de metal pintado de verde. Masako apresuró sus rezos y echó a correr para cruzarlo. Volviendo la cabeza, comprobó con alivio que Koyumi se había perdido de vista. Mina, en cambio, la seguía con su acostumbrada expresión de malhumor.

Ya sin guía, Masako no sabía cómo encontrar el séptimo y último puente. Sin embargo, razonó que si continuaba andando por la misma calle, tarde o temprano alcanzaría algún puente paralelo al Akatsuki. Sólo faltaba un puente para que sus plegarias fueran escuchadas.

Una fina llovizna humedeció su rostro. La calle que se extendía frente a ella estaba colmada de depósitos de mercaderías y casuchas de material ocultaban la vista del río. La oscuridad era total. A la distancia, las brillantes luces de la calle volvían aún más negras las tinieblas. Masako no tenía miedo de andar a aquellas altas horas. Tenía un carácter aventurero, y su meta, el logro de sus plegarias, le infundía coraje. A sus espaldas el eco de las geta de Mina, se le antojó una carga insoportable de llevar. En realidad, el eco tenía una alegre irregularidad, pero el porte de Mina, en contraste con sus pasitos, parecía encarnar una burla hacia Masako.

La presencia de Mina sólo produjo cierto desprecio en el corazón de Masako hasta el momento en que Kanako abandonó el grupo. Desde aquel instante comenzó a pesarle y ahora que estaban solas, Masako no podía evitar sentirse molesta frente al enigma que significaban las plegarias de la muchacha campesina.

No era agradable verse seguida por una mujer impasible, de insondables ruegos. No, no era tan desagradable como inquietante y la incomodidad de Masako aumentó gradualmente hasta convertirse en algo parecido al terror. Masako nunca había advertido cuán perturbador resulta no conocer el pensamiento de otra persona.

Tenía la sensación de llevar a sus espaldas una gran masa negra. No era como cuando la seguían Kanako o Koyumi, cuyas plegarias eran tan transparentes que resultaba fácil ver a través de ellas. Masako intentó desesperadamente estimular su anhelo por R. hasta volverlo aún más febril que antes. Pensó en su rostro, en su voz. Recordó su aliento lleno de juventud. Pero la imagen se desvanecía inmediatamente y no intentó reconstruirla.

Era menester cruzar el último puente lo antes posible. Hasta entonces no pensaría ya en nada más.

Las luces de una calle que había divisado en la lejanía parecían ser, ahora, las de un puente. Comprendió que se estaba aproximando a una vía pública importante. Había indicios de que el puente no podía estar lejos.

En efecto, llegó primero a un pequeño parque donde las luces brillaban sobre oscuros charcos producidos por la lluvia, y, luego, apareció el puente con su nombre, «Puente Bizen», escrito en una columna de cemento. En lo alto del pilar una lamparita irradiaba una luz mortecina. Masako divisó a su derecha el Templo de Tsukiji Honganji con su techo verde levemente abovedado. Debería cuidarse al cruzar el puente de no regresar por el mismo camino.

Masako suspiró con alivio. Entrelazó sus dedos para orar en el extremo del puente, y esta vez, para enmendar la superficialidad de sus rezos anteriores, lo hizo cuidadosa y devotamente. Por el rabo del ojo podía observar a Mina, quien, remedándola, apretaba piadosamente las gruesas palmas de sus manos. Verla molestó tanto a Masako, que se apartó de la oración para murmurar a media voz: «¡Ojalá no la hubiera traído! ¡Es verdaderamente exasperante!».

En aquel mismo instante una voz de hombre la interpeló. Masako se puso tensa. Un policía se había detenido a su lado:

—¿Qué está haciendo aquí a estas horas de la noche?

Masako no podía contestar. Una palabra lo arruinaría todo. Advirtió de inmediato, a través del apurado interrogatorio, que el policía, al verla orando en medio del puente, la había tomado por una suicida en potencia. Masako no podía hablar. Era necesario hacer comprender a Mina que lo hiciera en su lugar. Tironeó del vestido de la sirvienta e intentó despertar su inteligencia. Por más obtusa que fuera Mina, parecía imposible que no pudiera comprender sus señas. Seguía con los labios obstinadamente sellados. Masako advirtió con desaliento que Mina —fuera por obedecer las instrucciones originales o por proteger sus propias plegarias— estaba resuelta a no hablar.
El tono del policía se hizo aún más áspero:

—¡Contésteme! ¡Exijo una respuesta!

Masako decidió que lo mejor que podía hacer era intentar ganar el otro lado del puente y explicarlo todo cuando hubiera finalizado el cruce. Se soltó de la mano del policía y se internó corriendo en el puente. Alcanzó a ver cómo Mina se precipitaba tras ella.

El policía alcanzó a Masako en la mitad del puente.

—Tratando de escapar, ¿eh? —gritó, tomándola de un brazo.
—¿Quién piensa en escaparse? ¡Me está lastimando! —Masako había gritado impulsivamente. Advirtiendo, entonces, que sus plegarias habían quedado en la nada, miró hacia el lado derecho del puente con los ojos llameantes de indignación.

Mina, a salvo en el otro extremo, completaba su catorceava y última plegaria.

Cuando regresaron, Masako se quejó histéricamente a su madre, quien, sin saber lo que sucedía, reprendió a Mina.

—¿Puedes decirme qué pedías en tus plegarias? —preguntó.

Por toda respuesta, Mina se limitó a sonreír estúpidamente.

Algunos días después y ya un poco más tranquila, Masako continuó importunando a Mina:

—¿Qué pedías? —le preguntó por centésima vez—. Cuéntamelo. Con toda seguridad ya me lo puedes contar.

Pero Mina sólo esbozaba una sonrisa evasiva.

—¡Eres espantosa! Mina, ¡eres realmente insoportable!

Y riéndose, Masako pellizcó el hombro de Mina con sus uñas cuidadosamente afiladas por la manicura.

La piel elástica y pesada repelió las uñas. Los dedos de Masako quedaron insensibles y ya no supo qué hacer con su mano.



YUKIO MISHIMA (JAPÓN, 1925-1970)

enero 12, 2015

POEMAS DE PEDRO MONTEALEGRE




PENITENCIA

Caigo
de cara en tu charco
Mis rezos son musgos flotantes
que miras extasiado desde el cielo
Retorno de rodillas a la urbe que me diste
Me vuelvo estaca, poste de luz, no puedo conmigo
y me das la cojera. No me mendigo a mí mismo
para encontrarte entre todos los cartones
Quizás si me invitas cerveza
hablemos de gloria y redención
Cuando esté borracho convénceme de lo que quieras.


PISAS MI ESPALDA

Ya no 
duermo en la
memoria del paraíso
tal vez de una calle
donde los niños agitan
su corazón como basura
Ya no lustro los silicios de la lluvia
Putrefactos los peces de la conciencia
no son una pared en la que rayes
garabatos y corazones anónimos
Y yo no soy un muchachito que por gloria
se subiría al auto de cualquiera.


LOS POSESOS
A Quercipinion
No es malicia
que luzcamos placentas al salir de la misa
mientras adúlteros y extasiados
lamemos los cirios del último sacrificio
Es delicia
que desde el fondo de la lápida
en la pared más oscura de la iglesia
abramos las piernas a los demonios
y clavemos entre ellas la cruz.


SALMO HÚMEDO

Si yo te regalara esta lluvia y bendijera las vertientes que fluyen de ti, sólo así la humedad me daría tu inocencia; la tormenta vararía en los corales de mis brazos, si no te regalara. Si yo me volviera acaso un pez en tus manos, un charco transparente que te moje sólo a ti, el sonido del delfín no sería necesario: sólo la caricia de mi lengua te estremece. Mi desnuda suplicante, que te vuelves olorosa como un limón partido en cuatro, como una jaiba que encumbra su poder de oleajes, si te partieras en mi boca como una grosella, cerraría los ojos; dormiría en mi muerte; abriría tus ramajes, treparía hasta tu copa y bebería las luciérnagas que habitan en tus dedos.


SALMO SUICIDA

Lanza al aire tus esferas del escándalo. Se ríe de sí mismo cuando explotan en la nada y se vuelven nueces o pájaros nocturnos. Sus ojos ladran como un perro enfermo; sus manos son dos hechiceros sobre el fuego; su voz no existe; su cuerpo repta como un galápago a la espuma. Helo aquí, saltando hacia la hoguera: hierve su saliva como un pez sobre el salar; cruje su diafragma con sonido de viento. El arlequín, el arlequín está abierto. Aún sonríe, de cara al polvo, entre tus esferas apagadas.
De Santos subrrogantes (Valdivia, Universidad Austral de Chile, 1999)


Poesía: 

Tómale el pulso: el aire pega: Ta-tá, Ta-tá. Ritmo de qué,
-caliente, rojo, golondrino de axila, hedor de testículos, azufre, hollín,
mango de cacerola expuesto a la llama. En la fiesta: transe: ¿sí o no?
-sobre el miedo- transidos, transar la fuga: chico contra la azucena:
friega, friega. La muerte es así. Era guadaña. Refriégate contra ella.
Tú viste eso: yo vi una azucena totalmente afilada. Un ángel salió
del vapor bostezando: Ángel, gira; yo soy condensar: gotas en vidrio,
tapa de olla al retenernos en Qué: ah, el hambre -sola para la sal,
tonta para tentar. Comida. Comida -Apréstate, ahí: están los peces:
se disputan la mosca. Sobre el agua, desde de la orilla, me come el pez
-abre la jeta -lo negro es cosmos, ¿lo adivinas tú? Allí, sobre el cielo,
desde el globo vacío, me zampo: ¿Qué? Una célula es Qué -la calle es igual.
Si decimos roto, lo roto viene y dice: ¿Qué? Y la Q abre una grieta
-y áspera. Del pliegue, un lisiado sale. Enseña: mira mi pata de madera.
Decimos madera: aludida viene y dice: ¿Qué? Y en la Q hay filiar
-velo enredado, un cordero en la zarza, hijo de Abraham- di: ¿No se llama
madreselva, acaso, ese tejido antiguo? Se llama luz -partiendo la nube,
gran insectario- alfiler para un grillo. El cielo era negro. Y yo dije, tú,
color de asesinados -manual de anatomía: todo traslúcido- Desaparecer,
di Pedro apareciendo. Manuel preso en ojos: manos de tierra
para ser deshechas. Cuentas de vidrio los ojos de pez -tus ojos, ¿qué hunden?-no,
no: llanto. ¡No! O reconocerlos lisiados: un niño, dime, ¿qué hace un niño
escondido en un muerto? Cuajo de plumas: era sarna lo que picó
la línea buena de tu mano; harina la protuberancia abierta de tu omóplato.
¿Nos confundimos con ángeles? No, moscas: larvas. Sanguijuelas.
Nos volvemos bichos. Y si miramos al pez desde afuera, en la orilla
-él salta, nos come. Se come. Se atraganta. Ja Ja: su espina. Ja Ja: su espina
era necesaria: o la inanición. Ja Ja ¿Nación? Perros de ciudad, hum: nutricios.

No, no. En el pueblo nunca se han visto perros. Un ladrillo de luz
te golpea el labio. Del Paf un grito escapa diciendo: ¿Qué se rompió?
Esa Q controlada, que baile, que baile. Dime esa Q que engloba la fuga
del ruido Paf. Yo sueno -sano- y mendigo el pulso. Ta-tá, Ta-tá, palpita ésa,
la irresistible guadaña -hoy día, azucena.. ¿Dónde estás? ¿Qué hedor
te consume ahora? Si te hierve algo, ¿adónde irá el resoplido?
Una célula está. Un niño lisiado también está -un sonido inaudible
lo corta en sílabas. El corte -sabemos- se inclina a parir. Cortaron, Manuel.
Cortaron, Pedro. Y vino el corte y dijo: ¿Quién me llamó? Unas membranas
haciéndose músculo, dijeron -músculo: a través de esa Q, yo nací sin días.
Tras el hambre, unos hombres se asomaron a la orilla. Boca de pez, boca de fe,
reflejo y reflujo. Lo decían ellos: yo sé lo que hubo. Países celestes,
decolorados con flama, dialéctica de llamar al hueso: digan, quién fue el nacido
que te sacó de cuajo ¿Hubo guadaña? El cuajo, el crujido dicen yo y yo.


De La palabra Rabia (Denes, 2005)

GÉNESIS

Comencé como un doble. Negando y negado, al renacer tanto higo
y no madera de su árbol, la cerveza y no cebada de una espiga, una sola,
y el alma en almácigos con la voz de mi mortal, con el pie de mi inmortal,
con el agua por delante: una fuente en el mundo y dios todo para mi sed.
Comencé las ilíadas sin parte, ni linaje.
Así me despedían: blanco entre las sábanas colgadas al aire
y hambriento por la forma, la verdad de un leño ardiendo: un fénix
con su pico atragantado de cenizas. Yo el funesto de los ojos
arrugados como vientres. La mancha sin causa en la madera fosilizada:
tu huella, la mía, formando un mosaico. Un vitral que consagra
tu memoria a una imagen. La nave de un templo que guarda los deudos:
mi cirio goteando tu poco de muerte.


PADRES

No venía al caso gritar, escribir, morir con el tinte
del amnios en nuestras caras: sí hallar a los hijos
que enredaron su planta en la misma hiedra
que nos hizo caer. Hablarles al oído: su sueño
tornándose un estado de gracia.
O que fueran las horas estos hijos de leche.
Les pedí que levantaran la hojarasca,
que me vieran las piedras: mi corazón allí,
el ramaje, la espesura. Ellos se levantaron,
sus ojos de arena. Ellos me dijeron
que mantenga la mirada. Y yo les mostré
nuestras barbas de padres.
Y ellos nacieron de nuevo,
pero de pie.


HERMANOS
1
Caían verdes los niños. Yo era uno de ellos,
buscando el molino, la memoria de verse
como una espiga más sobre el viento. Otra piedra
que ponga su peso en la memoria: renaciendo
la voz y el miedo a los rastros. Las estrellas dispersas
en medio de la taza, vestidos de blanco, rezando a las frutas
para que abran su estigma como un poco de voz.
Caían verdes los niños. Y los padres trenzaron
la niebla del mediodía, rompiendo ese vidrio.
Nacieron de las flores, a la espera del vuelo
que los hizo siemprevivos, sin rayo, ni lluvia.
Y yo supe que la vida es un cerco de líquenes
y que las horas son hermanas que peinan sus muñecas.
Caían verdes los niños: mis manos de aserrín,
cayeron después y no alcanzaron a recogerlos.


OFERTORIO
3
El camino hacia tu infierno está lleno de avellanas:
caminando me llevo a la boca algo de ellas.
¡Son mis pies los que dejan esta huella en el carbón!
Yo prefiero ser tu látigo, aunque no pondré mi rostro
en tu esponja de vinagre ni en tu paño de ramera.
¡He hurtado las monedas como todos los muchachos!
El sudor de mi mano tiene espumas de mar,
y mis dedos son finos como un hilo de seda.
¡Deja mortalizarme! Yo no quiero ser Midas,
no pretendo que mis dedos vuelvan oro cada cosa.
Córtame las plumas, que prefiero embriagarme:
dame un vaso y acompáñame. No pretendo ser Dédalo,
sino un ángel borracho que te beba como un hombre.
4
No pretendo esta miseria: yo no soy tu ciudad.
Ponte en cuatro, que aparezco; en setenta veces siete.
En tres ejes tu gloria se jura perfecta.
Tiene voz de niñita. Pero un niño como yo
va buscando sus heridas: aunque tú eres mi padre,
aunque yo soy el tuyo, no me seas vendado.
No me sean tus ojos quemados con carbones:
esta gloria no es un beso entre niño y niñita.
Camino con todos adonde las calles se repartan,
acaso como un delta, el mismo río que te nombra.
Así fueran los siglos un trigo para aves,
yo soy tu amortajado -¡Dime, tú, en qué vientre!-
tu piedra, como Biblia, transparente y único,
bajo un mar de medianoche. Pero no tu ciudad.


ANDRÓMEDA

Dijiste que hagamos otro padre sobre la tumba; que veamos los lirios
como cuando se humedecen las enaguas de tu madre alrededor de la noche.
Pero tu madre se contenta con cerrar los ojos, amarrarnos a la roca
con sus cabellos de madre, lo mismo que amarrara un ahogado a una burbuja.
Y por más que lo pidas, no vendrá ni un nautilo a apoderarse de tu cabeza,
ni me hará menos libre del semen de mis hermanos. No verá esta rompiente,
ni blancos los nudos de espuma en la recogida. Menos confundirá
nuestras entrañas con algas: los ojos de mi padre tras la impureza de la ola.


LA LLAMA

Tengo fiebre y tu mano me fue helada: era tuyo este signo de mi espanto.
Tengo muerte, y tu mano me fue canto, y me ciegas con tu ojo, y soy la nada.
Tu signo es como vaso, y lleva un signo, más otro por ventura de tu abrazo,
sin fin, en la ceniza yo lo cazo; y el rostro -que es el mío- le persigno.
Por más fría que estuviese tu mano, tu signo es mi retorno, y yo me agacho,
aunque ardiente en tu beso, lo reboto, y retrocedo al beso de mi hermano:
el signo de mi espanto era un muchacho, mirando cómo humea su Dios roto.
De El hijo de todos (Ediciones del 4 de Agosto, Logroño, 2006)

LA MORADA
1
No trates de hacer tu cama sobre el frío, que los gorriones dolerán:
yo tengo en mi casa unas jaulas con gorriones y se morirán todos
si es que tienes frío: y las jaulas torcerán sus barrotes sobre mi cara
si es que no te prevengo, si es que yo no te tapo con un trozo de pan.
Sobre un gorrión dormido en la estrella polar, yo no haré mi cama,
y no me haces caso. Tú no me sigues y caes sobre el viento,
y le mendigo a la noche un pedazo de cobija. Y te vuelves morado.
Le mendigo a los perros un trozo de piel para no ver tus dientes.
No trates de hacer tu cama sobre el frío ¡No estaré para lavarte!
No estaré para darte el vapor en la frente, leyéndote las aguas.
No estaré para contarte la saga de mis padres que un día partieron
a la aurora boreal -más allá de estos pastos- con zapatos de hielo.
Yo tengo en mi casa unas jaulas con gorriones y se morirán todos
si es que yo me olvido y no fundo los zapatos que tú te pusiste.
2
Yo tengo en mi casa una estrella de mar. Yo mismo la busqué:
puse aire en la alforja y fui a lo abisal a encontrar esa estrella,
porque la quería en tu barba, para que me vieras la albura
por debajo de la ola: yo quería también que tocaras la medusa
que me late acá adentro.Y si era dado de que a ti te gustara,
si es que te araba esa estrella y te la guardabas al fondo,
no tendríamos frío y cantaríamos la espuma igual que delfines.
Me dirías lo mucho que sabe una sal en los ojos: el mar,
ese ojo que espera tragarnos como yo. Tan igual. Otro ojo:
y espero tragarte. Y espero que sientas la estrella marina,
porque mi casa es la estrella, porque mi casa es el mar.
Y espero que haya un mar que te extienda hacia adentro.
3
Yo tengo en mi casa una página de libro: y tú lees y lees,
y como si fuera metáfora, veo que vas por el borde de una hoja,
como si fuera por el borde del tintero celeste, del mismo
que marca tus huellas y deja una estela de su propia saliva.
Digamos que tú te querías celeste, porque la tinta lo puede:
te quería en la impudicia, con la hombría de mi esposa.
Tu longitud de niño que se tienda en la tinta igual que en su cama,
y por más que chapotee, no vea reseca ni oleada su cal.
Pero no quieres leerte en mi casa, y te leo: asimismo te abro.
Imagino el jardín y las manzanas podridas por tanta llovizna.
A ti no te importa, porque vas colocando sobre ti las manzanas,
y las cuentas de a una mirando lo que hago. Y yo no hago más
que imaginarte -y te leo-; te lavo -y te leo-; y te quito el barro,
porque en mi casa no hubo barro más que yo y mi tinta.
Y lo sabes bien, y por eso vienes sobre un insecto y cuidas
que la tinta se espese. Y que yo me espese. Y me quede quieto.
4
Yo tengo en mi casa un puñado de hojas, y veo que el día
me las hace tierra. Yo veo que el día desnuda su esqueleto,
y las vuelve óxido. Y a ti no te importa porque vas desnudo:
tu nervadura articula el lenguaje del silencio. Y sabes que ella,
la muerte redonda, cabe en el clavo que afirma mi casa:
un pilar, una esquina, el cajón de un mueble. Y tú vas desnudo,
porque la muerte es el ropaje que no logra cubrirte,
así como mi casa me cierra los ojos y roza mi mejilla
con el mismo soplo con que apaga la vela. Yo tengo en mi casa
un puñado de hojas y vas con tus párpados y ya las barres.
Y todo el misterio es claro como un huevo, y la cáscara de calcio
te será nutritiva si la mueles con las palmas. Y todo el misterio
es tu voz de muchacho, tus cimientos de muchacho: esas manos
que saben tomar el insecto de la muerte y treparlo por los dedos
hasta que vuele a la bujía. Mi casa es la bujía. Y adentro te llamo.


PEDRO MONTEALEGRE (CHILE, 1975-2015)