Foto: Héctor García
EN EL FILO DEL GOZO
I
Entre la muerte y yo he erigido tu
cuerpo:
que estrelle en ti sus olas funestas
sin tocarme
y resbale en espuma deshecha y
humillada.
Cuerpo de amor, de plenitud, de fiesta,
palabras que los vientos dispersan como
pétalos,
campanas delirantes al crepúsculo.
Todo lo que la tierra echa a volar en
pájaros,
todo lo que los lagos atesoran de cielo
más el bosque y la piedra y las
colmenas.
(Cuajada de cosechas bailo sobre las
eras
mientras el tiempo llora por sus
guadañas rotas.)
Venturosa ciudad amurrallada,
ceñida de milagros, descanso en el
recinto
de este cuerpo que empieza donde
termina el mío.
II
Convulsa entre tus brazos como mar
entre rocas,
rompiéndome en el filo del gozo o
mansamente
lamiendo las arenas asoleadas.
(Bajo tu tacto tiemblo
como un arco en tensión palpitante de
flechas
y de agudos silbidos inminentes.
Mi sangre se enardece igual que una
jauría
olfateando la presa y el estrago.
Pero bajo tu voz mi corazón se rinde
en palomas devotas y sumisas.)
III
Tu sabor se anticipa entre las uvas
que lentamente ceden a la lengua
comunicando azúcares íntimos y
selectos.
Tu presencia es el júbilo.
Cuando partes, arrasas jardines y
transformas
la feliz somnolencia de la tórtola
en una fiera expectación de galgos.
Y, amor, cuando regresas
el ánimo turbado te presiente
como los ciervos jóvenes la vecindad
del agua.
LA ANUNCIACIÓN
LA ANUNCIACIÓN
I
Porque desde el principio me estabas
destinado.
Antes de las edades del trigo y de la
alondra
y aun antes de los peces.
Cuando Dios no tenía más que
horizontes
de ilimitado azul y el universo
era una voluntad no pronunciada.
Cuando todo yacía en el regazo
divino, entremezclado y confundido,
yacíamos tú y yo totales, juntos.
Pero vino el castigo de la arcilla.
Me tomó entre sus dedos, desgarrándome
de la absoluta plenitud antigua.
Modeló mis caderas y mis hombros,
me encendió de vigilias sin sosiego
y me negó el olvido.
Yo sabía que estabas dormido entre las
cosas
y respiraba el aire para ver si te
hallaba
y bebía de las fuentes como para
beberte.
Huérfana de tu peso dulce sobre mi
pecho,
sin nombre mientras tú no descendieras
languidecía, triste, en el destierro.
un cántaro vacío semejaba
nostálgico de vinos generosos
y de sonoras e inefables aguas.
Una cítara muda parecía.
No podía siquiera morir como el que
cae
aflojando los músculos en una
brusca renunciación. Me flagelaba
la feroz certidumbre de tu ausencia,
adelante, buscando tu huella o tus
señales.
No podía morir porque aguardaba.
Porque desde el principio me estabas
destinado
era mi soledad un tránsito sombrío
y un ímpetu de fiebre inconsolable.
II
Porque habías de venir a quebrantar
mis huesos
y cuando Dios les daba consistencia
pensaba
en hacerlos menores que tu fuerza.
Dócil a tu ademán redondo mi cintura
y a tus orejas vírgenes mi voz,
disciplinada
en intangibles sílabas de espuma.
Multiplicó el latido de mis sienes,
organizó las redes de mis venas
y ensanchó las planicies de mi
espalda.
Y yo medí mis pasos por la tierra
para no hacerte daño.
Porque ante ti que estás hecho de
nieve
y de vellones cándidos y pétalos
debo ser como un arca y como un templo:
ungida y fervorosa,
elevada en incienso y en campanas.
Porque habías de venir a quebrantar mi
shuesos,
mis huesos, a tu anuncio, se
quebrantan.
III
Para que tú lo habites quisiera
depararte
un mundo esclarecido de céfiros,
laureles,
fosforescentes algas, litorales sin
término,
grutas de fino musgo y cielos de
palomas.
IV
He aquí que te anuncias.
Entre contradictorios ángeles te
aproximas.,
como una suave música te viertes,
como un vaso de aromas y de bálsamos.
Por humilde me exaltas, Tu mirada,
benévola, transforma
mis llagas en ardientes esplendores.
He aquí que te acercas y me encuentras
rodeada de plegarias como de hogueras
altas.
DE LA VIGILIA ESTÉRIL
I
No voy a repetir las antiguas palabras
de la desolación y la amargura
ni a derretir mi pecho en el pomo del
llanto.
El pudor es la cima más alta de la
angustia
y el silencio la estrella más fúlgida
en la noche.
Diré una vez, sin lágrimas, como si
fuera ajeno
el tema exasperado de mi sangre.
Todos los muertos viajan en sus ondas.
Ágiles y gozosos giran, bailan,
suben hasta mis ojos para violar el
mundo,
se embriagan de mi boca, respiran por
mis poros,
juegan en mi cerebro.
Todos los muertos me alzan, alzándose,
hacia el cielo.
Hormiguean en mis plantas vagabundas.
Solicitan la dádiva frutal del
mediodía.
Todos los muertos yacen en mi vientre.
Montones de cadáveres ahogan el
indefenso
embrión que mis entrañas niegan y
desamparan.
No quiero dar la vida.
No quiero que los labios nutridos en mi
seno
inventen maldiciones y blasfemias.
No quiero a Dios quebrado entre las
manos
inocentes y cárdenas de un niño.
No quiero sus espaldas doblegadas
bajo el látigo múltiple y fuerte de
los días
ni sus sienes sudando la sangre del
martirio.
No quiero su gemido como un
remordimiento.
Seguid muertos girando dichosos y
tranquilos.
La espiga está segada, el círculo
cerrado.
Sólo vuestros espectros recorrerán
mis venas.
Sólo vuestros espectros y este lamento
sordo
de mi cuerpo, que pide eternidad.
II
A ratos, fugitiva del sollozo
que paulatinamente me estrangula,
vuelvo hacia las praderas fértiles y
lo invoco
con las voces más tiernas y el nombre
más secreto.
¡Hijo mío, tangible en el delirio,
encarnado en el sueño!
Y es como si de pronto la tierra se
entregara
haciéndose pequeña, pueril como un
juguete
para caber, ceñida, entre los brazos.
Es como renacer en otros ámbitos
limpios, transfigurados y perfectos.
III
Pero mirad mis brazos crispados y
vacíos
como redes tiradas inútilmente al mar.
Nada debo implorar para mí en los
caminos
porque mi lengua acaba exactamente
allí,
en las fronteras simples de sí misma
y su grito se apaga entre los límites
de mi propio silencio.
Mirad mi rostro blanco de exangües
rebeldías,
mis labios que no saben de los himnos
del parto,
mis rodillas hincadas sobre el polvo.
Mirad y despreciadme. Descargad
vuestras manos
de las piedras que colman su hueco
justiciero.
Herid, No alcanzaréis la frente inerme
(vellón inmaterial y delicado)
a quien mi soledad sirve de escudo.
IV
Antes, para exaltarme, bastaba decir
madre.
Antes dije esperanza. Ahora digo
pecado.
Antes había un golfo donde el río se
liberta.
Ahora sólo hay un muro que detiene las
aguas.
ORIGEN
Sobre el cadáver de una mujer estoy
creciendo,
en sus huesos se enroscan mis raíces
y de su corazón desfigurado
emerge un tallo vertical y duro.
Del féretro de un niño no nacido:
de su vientre tronchado antes de la
cosecha
me levanto tenaz, definitiva,
brutal como una lápida y en ocasiones
triste
con la tristeza pétrea del ángel
funerario
que oculta entre sus manos una cara sin
lágrimas.
ELEGÍAS DEL AMADO FANTASMA
Primera elegía
I
Inclinada, en tu orilla, siento cómo
te alejas.
Trémula como un sauce contemplo tu
corriente
formada de cristales transparentes y
fríos.
Huyen contigo todas las nítidas
imágenes,
el hondo y alto cielo,
los astros imantados, la vehemencia
ingrávida del canto.
Con un afán inútil mis ramas se
despliegan,
se tienden como brazos en el aire
y quieren prolongarse en bandadas de
pájaros
para seguirte adonde va tu cauce.
Eres lo que se mueve, el ansia que
camina,
la luz desenvolviéndose, la voz que se
desata.
Yo soy sólo la asfixia quieta de las
raíces
hundidas en la tierra tenebrosa y
compacta.
II
Allá está el mar que no reposa nunca.
Allá el barco y la vela infatigable,
los breves edificios de la espuma,
las olas retumbando y persiguiéndose.
Allá, en los arrecifes, las sirenas
con el cabello y la canción flotantes
III
Yo quedaré dormida como el árbol
al que no abrazan hiedras de amorosa
frescura,
ni coronan los nidos
ni rasgan su corteza verdes retoños
tiernos.
Y estaré ciega, ciega para siempre
frente al escombro de un espejo roto.
Si alguna vez me inclino como ahora
con un ademán trémulo de sauce
habrá de ser para asomarme en vano
al opaco arenal que abandonaste.
Segunda elegía
I
Convaleciente de tu amor y débil
como el que ha aposentado largamente en
sí mismo
agonías y fiebres,
salgo purificada y tambaleante,
al reclamo de calles y patios.
¡Qué algarabía de ruidos confusos y
de olores
mezclados!¿Qué agresivo
desorden de colores esparcidos!
Con los cinco sentidos sellados yo
recibo
en mansedumbre el sol sobre mi espalda.
Las hormigas circulan a mis plantas.
Si alguien me sacudiera despertara
en un extraño mundo, frágil y húmedo,
como bañado en lágrimas.
II
No es en el costado la herida, ni en
las sienes.
Las manos palparían sin hallarla
y el que escuche las quejas atiende
señas falsas
y confía en palabras inexactas.
No es si quiera una herida. Es el
cimiento
roído de gusanos, la escalera
incompleta y las aguas estancadas.
III
Arrullo mi dolor como una madre a su
hijo
o me refugio en él como el hijo en su
madre
alternativamente poseedora y poseída.
No supe aquella tarde
que cuando yo decía adiós tú decías
muerte.
Ahora no es posible saber nada.
Para dejar caer, rendida, mi cabeza
busco una piedra lisa por almohada.
No pido más que un limbo de soledad y
hastío
que albergue mi ternura derrotada.
Tercera elegía
I
Como la cera blanda, consumida
por una llama pálida, mis días
se consumen ardiendo en tu recuerdo.
Apenas iluminas el túnel de silencio
y el espanto impreciso
hacia el que paso a paso voy entrando.
Algo vibra en mi ser que aún protesta
contra el alud de olvido
que arrastra en pos de sí a todas las
cosas.
¡Ah, si pudiera entonces crecer y
levantarme,
alumbrar com lámpara
alimentada de tu vivo aceite
en una hoguera poderosa y clara!
Pero ya nada alcanza a rescatarme
de la tristeza inerte que me apaga.
Grandes espacios ciernen finas nieblas
entre tu rostro y los que aquí te
borran.
Tu voz es casi un eco
y lejos resplandece tu mirada.
II
Como queriendo sorprender tu ausencia
desnuda, abro las puertas de improviso
y acecho las ventanas entornadas.
Encuentro las estancias desiertas y
sombrías
donde el vacío congela sus perfiles
ciñéndose a la línea de tu cuerpo.
Es como una profunda y simple copa
para beber la integridad del llanto.
III
Tal vez no estés aquí dominando mis
ojos,
dirigiendo mi sangre, trabajando en mis
células,
galvanizando un pulso de tinieblas.
Tal vez no sea mi pecho la cripta que
te guarda.
Pero yo no sería si no fuera
este castillo en ruinas que ronda tu
fantasma.
DISTANCIA DEL AMIGO
En una tierra antigua de olivos y
cipreses
ha fechado mi amigo su más reciente
carta.
Lo imagino escribiendo, sentado en una roca
a la orilla del mar, tirando
piedrecitas
sobre el lomo verdusco de las olas.
(Si estuviera en un parque tiraría
migas a los gorriones;
si en un estanque, Ledas a los cisnes.)
Lo imagino volviendo su rostro hacia el
crepúsculo,
mordisqueando una brizna mientras
piensa
que la vida es tan bella porque es
corta.
(No es de los que invocan a la muerte.
Es de los que la hospedan, silenciosos,
en el sitio más hondo de su cuerpo.)
Se levanta después y camina espacio,
con las manos metidas en las bolsas
de un traje viejo y ancho.
Puede hervir a su lado la multitud. Mi
amigo
está solo. Entre hombres embriagados
de dicha, entre mujeres ojerosas de
duelo
lleva su soledad como una espada
desnuda y eficaz, radiante de amenazas.
Llega a su cuarto. Lo abre. Nadie
espera.
Hay un olor oscuro,
pesado, de ventana estrangulada.
Igual que cuatro cirios metálicos
relucen
las cuatro extremidades agudas de la
cama.
Se ha desplomado en ella y una punta lo
hiere.
¡Cómo sangra empapando las sábanas,
tiñéndolas,
cómo se queda lívido y exangüe
mientras bajo su frente se incendian
las almohadas!
La fecha de esta carta que estrujo es
muy remota
-de un tiempo en el que el tiempo no
existía-
y la ciudad de que habla se reclina
más allá de los mapas.
Mi amigo, sin embargo, está cercano.
Podría yo tocarlo si pudiera
tocar mi corazón recóndito y sellado.
NOCTURNO
I
Ayer, mañana, hoy, siempre.
Las lágrimas dispersas en el cuerpo
hallan su cauce natural y fluyen.
Tarde o temprano nuestra mano aprende
a crisparse apresando un poco de aire.
Los ojos se acostumbran
a circular en rieles de neblina.
En vano es que digamos:
'Yo vengo de un país de íntimas
huertas
y recuerdo los árboles encendidos de
trinos,
la hierba temblorosa bajo la última
lluvia
y el cielo de las tardes
vibrando de campanas invisibles.
Vengo de esa ciudad donde los niños
quiebran en mil pedazos el silencio
y colocan el pie
en la inminencia limpia del estanque
y los labios al borde del espejo.
(En salones ocultos un piano negro
calla.)
Del Sur hemos venido, entre cafetos
y platanares verdes y naranjales
ácidos'.
Porque el Sur se evapora,
lo arrasa el tiempo, lo hunde la
distancia,
se consume, incendiando, a nuestra
espalda.
No miremos atrás que sólo llega
un abrasado aliento de desierto.
Si se pudrió la fruta
que ya no nos persiga su fragancia.
Arrullemos
con canciones de cuna a la memoria
y amemos esta zona devastada.
II
Como una cárcel es. Al través de los
muros
se infiltran lentas músicas,
delirantes sonatas.
Del techo se desprende hacia nuestra
cabeza
tenaz y sucesiva la fría gota de agua.
III
Amemos la garganta de los lobos
y el filo de su grito entre las
sombras.
Amemos su amenaza y nuestro miedo.
Amemos la aspereza de estos ángulos,
la sordera del hielo, la crueldad de la
estatua.
Todos los seres aman su destino.
Nuestro destino es padecer la noche.
DESTINO
Alguien me hincó sobre este suelo duro.
Alguien dijo: Bebamos de su sangre
y hagamos un festín sobre sus huesos.
Y yo me doblegué como un arbusto
cuando lo acosa y lo tritura el viento,
sin gemir el lamento de Job, sin desgarrarme
gritando el nombre oculto de Dios, esa blasfemia
que todos escondemos
en el rincón más lóbrego del pecho.
Olvidé mi memoria,
dejé jirones rotos, esparcidos
en el último sitio donde una breve estancia
se creyera dichosa:
allí donde comíamos en torno de una mesa
el pan de la alegría y los frutos del gozo.
(Era una sola sangre en varios cuerpos
como un vino vertido en muchas copas.
Pero a veces el cuerpo se nos quiebra
y el vino se derrama.
Pero a veces la copa reposa para siempre
junto a la gran raíz de un árbol de silencio.
Y hay una sangre sola
moviendo un corazón desorbitado
como aturdido pájaro
que torpe se golpea en muros pertinaces,
que no conoce el cielo,
que no sabe siquiera que hay un ámbito
donde acaso sus alas ensayarían el vuelo.)
Una mujer camina por un camino estéril
rumbo al más desolado y tremendo crepúsculo.
Una mujer se queda tirada como piedra
en medio de un desierto
o se apaga o se enfría como un remoto fuego.
Una mujer se ahoga lentamente
en un pantano de saliva amarga.
Quien la mira no puede acercarle ni una esponja
con vinagre, ni un frasco de veneno,
ni un apretado y doloroso puño.
Una mujer se llama soledad.
Se llamará locura.
MURO DE LAMENTACIONES
I
Alguien que clama en vano contra el
cielo:
la sorda inmensidad, la azul
indiferencia,
el vacío imposible para el eco.
Porque los niños surgen de vientres
como ataúdes
y en el pecho materno se nutren de
venenos.
Porque la flor es breve y el tiempo
interminable
y la tierra un cadáver transformándose
y el espanto la máscara perfecta de la
nada.
Alguien, yo, arrodillada: rasgué mis
vestiduras
y colmé de cenizas mi cabeza.
Lloro por esa patria que no he tenido
nunca,
la patria que edifica la angustia en el
desierto
cuando humean los granos de arena al
mediodía.
Porque yo soy de aquellos desterrados
para quienes el pan de su mesa es ajeno
y su lecho una inmensa llanura
abandonada
y toda voz humana una lengua
extranjera.
Porque yo soy el éxodo.
(Un arcángel me cierra caminos de
regreso
y su espada flamígera incendia
paraísos.)
¡Más allá, más allá, más allá!
¡Sombras, fuentes,
praderas deleitosas, ciudades, más
allá!
Más allá del camello y el ojo de la
aguja,
de la humilde semilla de mostaza
y del lirio y del pájaro desnudos.
No podría tomar Tu pecho por almohada
ni cabría en los pastos que triscan
Tus ovejas.
Reverbera mi hogar en el crepúsculo.
Yo dormiré en la Mano que quiebra los
relojes.
II
Detrás de mí tan sólo las memorias
borradas.
Mis muertos no trascienden de sus
tumbas
y por primera vez estoy mirando el
mundo.
Soy hija de mí misma.
De mi sueño nací. Mi sueño me
sostiene.
No busquéis en mis filtros más que mi
propia sangre
ni remontéis los ríos para alcanzar
mi origen.
En mi genealogía no hay más que una
palabra:
soledad.
III
Sedienta como el mar y como el mar
ahogada
de agua salobre y honda,
vengo desde el abismo hasta mis labios
que son como una torpe tentativa de
playa,
como arena rendida
llorando por la fuga de las olas.
Todo mi mar es de pañuelos blancos,
de muelles desolados y de presencias
náufragas.
Toda mi playa un caracol que gime
porque el viento encerrado en sus
paredes
se revuelve furioso y lo golpea.
IV
Antes acabarán mis pasos que el
espacio.
Antes caerá la noche que mi afán
concluya.
Me cercarán las fieras en ronda
enloquecida,
cercenarán mis voces cuchillos
afilados,
se romperán los grillos que sujetan el
miedo.
No prevalecerá sobre mí el enemigo
si en la tribulación digo Tu nombre.
V
Entre las cosas busco Tu huella y no la
encuentro.
Lo que mi oído toca se convierte en
silencio,
la orilla en que me tiendo se deshace.
¿Dónde estás?¿Por qué apartas Tu
rostro de mi rostro?
¿Eres la puerta enorme que esconde la
locura,
el muro que devuelve lamento por
lamento?
Esperanza,
¿eres sólo una lápida?
VI
No diré con los otros que también me
olvidaste.
No ingresaré en el coro de los que te
desprecian
ni seguiré al ejército blasfemo.
Si no existes
yo te haré a semejanza de mi anhelo,
a imagen de mis ansias.
Llama petrificada,
habitarás en mí como en Tu reino.
VII
Te amo hasta los límites extremos:
la yema palpitante de los dedos,
la punta vibratoria del cabello.
Creo en Ti con los párpados cerrados.
Creo en Tu fuego siempre renovado.
Mi corazón se ensancha por contener
Tus ámbitos.
VIII
Ha de ser Tu sustancia igual que la del
día
que sigue a las tinieblas, radiante y
absoluto.
Como lluvia, la gracia prometida
descenderá en escalas luminosas
a bañar la aridez de nuestras frente.
Pues ¿para qué esta fiebre si no es
para anunciarte?
Carbones encendidos han limpiado mi
boca.
Canto Tus alabanzas desde antes que
amanezca.
TINIEBLAS Y CONSOLACIÓN
I
Por una y otra vez
como el martillo al clavo,
hasta hundirse en mi carne y
traspasarla
el mundo me ha besado.
Sin una nube bajo el sol, desnuda,
me llevan de la mano
siete ángeles oscuros y otros siete
me dejan ir, llorando.
Ay, si supiera la oración secreta
para exprimirla encima de mis labios,
si con Sus ojos mansos me cubriera
en este desamparo.
Y Dios no ha de mirar, que Dios no mira
la agonía del pájaro
y el corazón es pájaro cogido
en muchos lazos.
II
El pastor no se olvida
de la oveja enredada entre las zarzas
y la desata y limpia sus vellones
y en sus brazos la vuelve a la majada.
¿Olvidaría el padre
a su hija pequeña?
¿Sólo porque no sabe hablar la
dejaría
sufriendo su mudez junto a las piedras?
¿Sólo porque cuando anda se derrumba
y pierde su camino como ciega?
¿La olvidaría el padre
sólo porque es pequeña?
FÁBULA Y LABERINTO
La niña abrió una puerta y se perdió
en la Torre del Viento
y caminó con frío y tuvo sed
y lloraba de miedo.
Torre del Viento donde un grito crece
interminablemente sin alcanzar el eco.
En esa Torre estaba la niña, en esa
Torre
vieja como mi cuerpo, abandonada,
sola, en ruinas lo mismo que mi cuerpo.
En esa Torre búscala, persíguela,
rastrea la huella de su pie desnudo
y el olor de jazmín entre su pelo
y sus manos fluyendo como dos breves
ríos
y sus ojos dispersos.
Todo está aquí guardado,
todo está oculto y preso.
Llámala, quiebra el muro con tu voz,
con tu sangre reavívala si ha muerto.
Pues yo lamí su sombra hasta borrarla
con una abyecta, triste lengua de perro
hambriento
y fui insultando al día con mi luto
y arrastré mis sollozos por el suelo.
Mírame despeinada en un rincón
cómo arrullo un juguete ceniciento:
doy el pecho a un fantasma pequeñito
mientras la araña teje su tela de humo
espeso.
Mírame, abrí una puerta y me perdí
en la Torre del Viento.
CANCIÓN DEL TENTADOR
Habitación de duendes
barre tu casa;
deja ya de gemir porque no tienes
un manojo de espigas en la falda.
Borra de esas paredes
calaveras pintadas,
cesa de pisotear racimos secos,
lleva tus pies a la piadosa grama.
Hurgas en ti y encuentras
alacenas saqueadas
y en el hogar un copo de ceniza
y un haz de leña verde y hogueras
apagadas.
Abre tu puerta y oye:
alguien tiende los brazos y te llama.
Es el mundo que pide su rescate
como Moisés perdido entre las aguas.
LA CASA VACÍA
Yo recuerdo una casa que he dejado.
Ahora está vacía.
Las cortinas se mecen con el viento,
golpean las maderas tercamente
contra los muros viejos.
En el jardín, donde la hierba empieza
a derramar su imperio,
en las salas de muebles enfundados,
en espejos desiertos
camina, se desliza la soledad calzada
de silencioso y blando terciopelo.
Aquí donde su pie marca la huella,
en este corredor profundo y apagado
crecía una muchacha, levantaba
su cuerpo de ciprés esbelto y triste.
(A su espalda crecían sus dos trenzas
igual que dos gemelos ángeles de la
guarda.
Sus manos nunca hicieron otra cosa
más que cerrar ventanas.)
Adolescencia gris con vocación de
sombra,
con destino de muerte:
las escaleras duermen, se derrumba
la casa que no supo detenerte.
DOS ELEGÍAS BREVES
I
Al pie de un sauce, triste Narciso de
las aguas,
o cerca de una roca inexorable
quiero dejar mi cuerpo
como el que deja ropas en la playa.
Ay, mis brazos, guirnaldas desceñidas,
ay, mi cintura quieta entre las danzas.
No soy de los que exprimen
su corazón en un lagar violento.
Soy de los que atestiguan
la belleza y la muerte de la rosa.
II
Si pudiera mirarte, bella tan sólo,
rosa,
y detener mis ojos largamente en tus
pétalos
como una sed que duerme a la orilla de
un río.
Si te mirara sólo, sin amarte,
con este amor convulso y desgarrado
de quien siente tu fuga irrevocable.
Ah, si yo no quisiera disecarte,
amarilla, en las páginas herméticas
de un libro
con el afán inútil del que conoce el
tiempo.
LA DESPEDIDA
Déjame hablar, mordaza, una palabra
para decir adiós a lo que amo.
Huye la tierra, vuela como un pájaro.
Su fuga traza estelas redondas en el
aire,
frescas huellas de aromas y señales de
trinos.
Todo viaja en el viento, arrebatado.
¡Ay, quién fuera un pañuelo,
sólo un pañuelo blanco!
DOS POEMAS
1
Aquí vine a saberlo. Después de andar
golpeándome
como agua entre las piedras y de alzar
roncos gritos
de agua que cae despedazada y rota
he venido a quedarme aquí ya sin
lamento.
Hablo no por la boca de mis heridas.
Hablo
con mis primeros labios. Las palabras
ya no se disuelven como hiel en la
lengua.
Vine a saberlo aquí: el amor no es la
hoguera
para arrojar en ella nuestros días
a que ardan como leños resecos u
hojarasca.
Mientras escribo escucho
cómo crepita en mí la última chispa
de un extinguido infierno.
Ya no tengo más fuego que el de esta
ciega lámpara
que camina tanteando, pegada a la pared
y tiembla a la amenaza del aire más
ligero.
Si muriera esta noche
sería sólo como abrir la mano,
como cuando los niños la abren ante su
madre
para mostrarla limpia, limpia de tan
vacía.
Nada me llevo. Tuve sólo un hueco
que no se colmó nunca. Tuve arena
resbalando en mis dedos. Tuve un gesto
crispado y tenso. Todo lo he perdido.
Todo se queda aquí: la tierra, las
pezuñas
que la huellan, los belfos que la
triscan,
los pájaros llamándose de una
enramada a otra,
ese cielo quebrado que es el mar, las
gaviotas
con sus alas en viaje,
las cartas que volaban también y que
murieron
estranguladas con listones viejos.
Todo se queda aquí: he venido a saber
que no era mío nada: ni el trigo, ni
la estrella,
ni su voz, ni su cuerpo, ni mi cuerpo.
Que mi cuerpo era un árbol y el dueño
de los árboles
no es su sombra, es el viento.
2
En mi casa, colmena donde la única
abeja
volando es el silencio,
la soledad ocupa los sillones
y revuelve las sábanas del lecho
y abre el libro en la página
donde está escrito el nombre de mi
duelo.
La soledad me pide, para saciarse,
lágrimas
y me espera en el fondo de todos los
espejos
y cierra con cuidado las ventanas
par que no entre el cielo.
Soledad, mi enemiga. Se levanta
como una espada a herirme, como soga
a ceñir mi garganta.
Yo no soy la que toma
en su inocencia el agua;
no soy la que amanece con las nubes
ni la hiedra subiendo por las bardas.
Estoy sola: rodeada de paredes
y puertas clausuradas;
sola para partir el pan sobre la mesa,
sola en la hora de encender las
lámparas,
sola para decir la oración de la noche
y para recibir la visita del diablo.
A veces mi enemiga se abalanza
con los puños cerrados
y pregunta y pregunta hasta quedarse
ronca
y me ata con los garfios de un
obstinado diálogo.
Yo callaré algún día; pero antes
habré dicho
que el hombre que camina por la calle
es mi hermano,
que estoy en donde está
la mujer de atributos vegetales.
Nadie, con mi enemiga, me condene
como a una isla inerte entre los mares.
Nadie mienta diciendo que no luché
contra ella
hasta la última gota de mi sangre.
Más allá de mi piel y más adentro
de mis huesos, he amado.
Más allá de mi boca y sus palabras,
del nudo de mi sexo atormentado.
Yo no voy a morir de enfermedad
ni de vejez, de angustia o de
cansancio.
Voy a morir de amor, voy a entregarme
al más hondo regazo.
Yo no tendré vergüenza de estas manos
vacías
ni de esta celda hermética que se
llama Rosario.
En los labios del viento he de llamarme
árbol de muchos pájaros.
De “De
la Vigilia Estéril” (1950)
A LA
MUJER QUE VENDE FRUTAS EN LA PLAZA
Amanece
en las jícaras
y el
aire que las toca se esparce como ebrio.
Tendrías
que cantar para decir el nombre
de estas
frutas, mejores que tus pechos.
Con
reposo de hamaca
tu
cintura camina
y llevas
a sentarse entre las otras
una
ignorante dignidad de isla.
Me
quedaré a tu lado,
amiga,
hablando
con la tierra
todo el
día.
De “El
Rescate del Mundo” (1952)
MISTERIOS
GOZOSOS
13
Señor,
agua pequeña,
sorbo
para tu sed
espera.
Señor,
para el invierno,
alegre,
chisporroteante
hoguera.
Señor,
mi corazón,
la uva
que tu
pie pisotea.
16
Heme
aquí en los umbrales de la ley.
El mundo
que venía como un pájaro
se ha
posado en mi hombro
y yo
tiemblo lo mismo que una rama
bajo el
peso del canto
y del
vuelo un instante detenido.
LAMENTACIÓN
DE DIDO
Guardiana
de las tumbas; botín para mi hermano, el de
la
corva garra de gavilán;
nave de
airosas velas, nave graciosa, sacrificada al
rayo de las tempestades;
mujer
que asienta por primera vez la planta del pie en
tierras desoladas
y es más
tarde nodriza de naciones, nodriza que
amamanta con leche de sabiduría y de consejo;
mujer
siempre, y hasta el fin, que con el mismo pie de
la
sagrada peregrinación
sube
—arrastrando la oscura cauda de su memoria—
hasta la pira alzada del suicidio.
Tal es
el relato de mis hechos. Dido mi nombre. Destinos
como el
mío se han pronunciado desde la antigüedad
con palabras hermosas y nobilísimas.
Mi cifra
se grabó en la corteza del árbol enorme de las
tradiciones.
Y cada
primavera, cuando el árbol retoña,
es mi
espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu
el
que estremece y el que hace cantar su follaje.
Y para
renacer, año con año,
escojo
entre los apóstrofes que me coronan, para que
resplandezca con un resplandor único,
éste,
que me da cierto parentesco con las playas:
Dido, la
abandonada, la que puso su corazón bajo el
hachazo de un adiós tremendo.
Yo era
lo que fui: mujer de investidura desproporcionada
con la flaqueza de su ánimo.
Y,
sentada a la sombra de un solio inmerecido,
temblé
bajo la púrpura igual que el agua tiembla bajo
el
légamo.
Y para
obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me
sobrepasa recorrí las baldosas de los pórticos con la
balanza de la justicia entre mis manos
y pesé
las acciones y declaré mi consentimiento para
algunas —las más graves—.
Esto era
en el día. Durante la noche no la copa del
festín, no la alegría de la serenata, no el sueño
deleitoso.
Sino los
ojos acechando en la oscuridad, la
inteligencia
batiendo la selva intrincada de los textos
para
cobrar la presa que huye entre las páginas.
Y mis
oídos, habituados a la ardua polémica de los mentores,
llegaron
a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del oro
del
estrépito estéril con que entrechocan los guijarros.
De mi
madre, que no desdeñó mis manos y que me las
ungió
desde el amanecer con la destreza,
heredé
oficios varios; cardadora de lana, escogedora
del
fruto que ilustra la estación y su clima,
despabiladora
de lámparas.
Así pues tomé la rienda de mis días: potros domados,
conocedores del camino, reconocedores de la querencia.
Así pues ocupé mi sitio en la asamblea de los mayores.
Y a la hora de la partición comí apaciblemente el pan
que habían amasado mis deudos.
Y con frecuencia sentí deshacerse entre mi boca el
grano de sal de un acontecimiento dichoso.
Pero no dilapidé mi lealtad. La atesoraba para el
tiempo de las lamentaciones,
para cuando los cuervos aletean encima de los tejados
y mancillan la transparencia del cielo con su graznido
fúnebre
para cuando la desgracia entra por la puerta principal
de las mansiones
y se la recibe con el mismo respeto que a una reina.
De este modo transcurrió mi mocedad: en el
cumplimiento de las menudas tareas domésticas; en
la celebración de los ritos cotidianos; en la
asistencia a los solemnes acontecimientos civiles.
Y yo dormía, reclinando mi cabeza sobre una
almohada de confianza.
Así la llanura, dilatándose, puede creer en la
benevolencia de su sino,
porque ignora que la extensión no es más que la pista
donde corre, como un atleta vencedor,
enrojecido por el heroísmo supremo de su esfuerzo, la
llama del incendio.
Y el incendio vino a mí, la predación, la ruina, el
exterminio
¡y no he dicho el amor!, en figura de náufrago.
Esto que el mar rechaza, dije, es mío.
Y ante él me adorné de la misericordia como del
brazalete de más precio.
Yo te conjuro, si oyes, a que respondas: ¿quién
esquivó la adversidad alguna vez? ¿Y quién tuvo a
desdoro llamarle huésped suya y preparar la sala
del convite?
Quien lo hizo no es mi igual. Mi lenguaje se entronca
con el de los inmoladores de sí mismos.
El cuchillo bajo el que se quebró mi cerviz era un
hombre llamado Eneas.
Aquel Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente;
acogido a la fortaleza de muros extranjeros; astuto,
con astucias de bestia perseguida;
invocador de númenes favorables; hermoso narrador
de infortunios y hombre de paso; hombre
con el corazón puesto en el futuro.
—La mujer es la que permanece; rama de sauce que
llora en las orillas de los ríos—.
Y yo amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa
jurada ante otros dioses.
Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento
de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz.
No, no era la juventud. Era su mirada lo que así me
cubría de florecimientos repentinos. Entonces yo
fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo
de alianza, sobre la frente de la tierra. Y vi
acercarse a mí, amistadas, las especies hostiles. Y
vi también reducirse a número los astros. Y oí que
el mundo tocaba su flauta de pastor.
Pero esto no era suficiente. Y yo cubrí mi rostro con la
máscara nocturna del amante.
Ah, los que aman apuran tósigos mortales. Y el
veneno enardeciendo su sangre, nublando sus ojos,
trastornando su juicio, los conduce a cometer actos
desatentados; a menospreciar aquello que tuvieron
en más estima; a hacer escarnio de su túnica y a
arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos.
Así, aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y
maquiné satisfacciones ilícitas y tejí un espeso
manto de hipocresía para cubrirlas.
Pero nada permanece oculto a la venganza. La
tempestad presidió nuestro ayuntamiento; la
reprobación fue el eco de nuestras decisiones.
Mirad, aquí y allá, esparcidos, los instrumentos de
la labor. Mirad el ceño del deber defraudado.
Porque la molicie nos había reblandecido los tuétanos.
Y convertida en antorcha yo no supe iluminar más que
el desastre.
Pero el hombre está sujeto durante un plazo menor a la
embriaguez.
Lúcido nuevamente, apenas salpicado por la sangre de
la víctima,
Eneas partió.
Nada detiene al viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama
de sauce que llora en las orillas de los ríos!
En vano, en vano fue correr, destrenzada y frenética,
sobre las arenas humeantes de la playa.
Rasgué mi corazón y echó a volar una bandada de
palomas negras. Y hasta el anochecer permanecí,
incólume como un acantilado, bajo el brutal
abalanzamiento de las olas.
He aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi
casa y la encuentro arrasada por las furias. Ando
por los caminos sin más vestidura para cubrirme
que el velo arrebatado a la vergüenza; sin otro
cíngulo que el de la desesperación para apretar mis
sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me
persigue con su aguijón de tábano.
Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis
deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la
desgracia es espectáculo que algunos no deben
contemplar.
De "Poemas" (1953-1955)
EL OTRO
¿Por qué decir nombres de dioses, astros,
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.
Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,
lo que come es tu hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte.
NOCTURNO
Me tendí, como el llano, para que aullara el viento.
Y fui una noche entera
ámbito de su furia y su lamento.
Ah, ¿quién conoce esclavitud igual
ni más terrible dueño?
En mi aridez, aquí, llevo la marca
de su pie sin regreso.
De "Al Pie de la Letra" (1959)
DESTINO
Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.
El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.
Ah, pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.
El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo de un tigre.
LÍMITE
Aquí, bajo esta rama, puedes hablar de amor.
Más allá es la ley, es la necesidad,
la pista de la fuerza, el coto del terror,
el feudo del castigo.
Más allá, no.
NOCTURNO
Para vivir es demasiado el tiempo;
para saber no es nada.
¿A qué vinimos, noche, corazón de la noche?
No es posible sino soñar, morir,
soñar que no morimos
y, a veces, un instante, despertar.
AMANECER
¿Qué se hace a la hora de morir? ¿Se vuelve
la cara a la pared?
¿Se agarra por los hombros al que está cerca y oye?
¿Se echa uno a correr, como el que tiene
las ropas incendiadas, para alcanzar el fin?
¿Cuál es el rito de esta ceremonia?
¿Quién vela la agonía? ¿Quién estira la sábana?
¿Quién aparta el espejo sin empañar?
Porque a esta hora ya no hay madre y deudos.
Ya no hay sollozo. Nada, más que un silencio atroz.
Todos son una faz atenta, incrédula
de hombre de la otra orilla.
Porque lo que sucede no es verdad.
LO COTIDIANO
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello triste que se cae
cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
que se atraviesan con jadeo y asfixia;
las paredes sin ojos,
el hueco que resuena
de alguna voz oculta y sin sentido.
Para el amor no hay tregua, amor. La noche
no se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
el sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.
De "Lívida Luz" (1960)
CHARLA
…porque la realidad es reducible
a los últimos signos
y se pronuncia en sólo una palabra…
Sonríe el otro y bebe de su vaso.
Mira pasar las nubes altas del mediodía
y se siente asediado (bugambilia, jazmín,
rosal, dalias, geranios,
flores que en cada pétalo van diciendo una sílaba
de color y fragancia)
por un jardín de idioma inagotable.
ELEGÍA
Cuerpo, criatura, sí, tú y yo nos conocimos.
Tal vez corrí a tu encuentro
como corre la nube cargada de relámpagos.
Ay, esa luz tan breve, esa fulminación,
ese vasto silencio que sigue a la catástrofe.
Quienes ahora nos miran (piedras oscuras, trozos
de materia ya usada)
no sabrán que un instante nuestro nombre fue amor
y que en la eternidad nos llamamos destino.
RETORNO
Has muerto tantas veces; nos hemos despedido
en cada muelle,
en cada andén de los desgarramientos,
amor mío, y regresas
con otra faz de flor recién abierta
que no te reconozco hasta que palpo
dentro de mí la antigua cicatriz
en la que deletreo arduamente tu nombre.
De "Materia Memorable" (1969)
ELEGÍA
Nunca, como a tu lado, fui de piedra.
Y yo que me soñaba nube, agua,
aire sobre la hoja,
fuego de mil cambiantes llamaradas,
sólo supe yacer,
pesar, que es lo que sabe hacer la piedra
alrededor del cuello del ahogado.
AUTORRETRATO
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.
Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
—aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
Amigas… hmmm… a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehúyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.
Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.
Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.
En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.
VALIUM 10
A veces (y no trates
de restarle importancia
diciendo que no ocurre con frecuencia
se te quiebra la vara con que mides
se te extravía la brújula
y ya no entiendes nada
El día se convierte en una sucesión
de hechos incoherentes, de funciones
que vas desempeñando por inercia y por hábito.
Y lo vives. Y dictas el oficio
a quienes corresponde. Y das la clase
lo mismo a los alumnos inscritos que al oyente.
Y en la noche redactas el texto que la imprenta
devorará mañana.
Y vigilas (oh, sólo por encima)
la marcha de la casa, la perfecta
coordinación de múltiples programas
—porque el hijo mayor ya viste de etiqueta
para ir de chambelán a un baile de quince años
y el menor quiere ser futbolista y el de en medio
tiene un póster del Che junto a su tocadiscos—.
Y repasas las cuentas del gasto y reflexionas,
junto a la cocinera, sobre el costo
de la vida y el ars magna combinatoria
del que surge el menú posible y cotidiano.
Y aún tienes voluntad para desmaquillarte
y ponerte la crema nutritiva y aún leer
algunas líneas antes de consumir la lámpara.
Y ya en la oscuridad, en el umbral del sueño,
echas de menos lo que se ha perdido:
el diamante de más precio, la carta
de marear, el libro
con cien preguntas básicas (y sus correspondientes
respuestas) para un diálogo
elemental siquiera con la Esfinge.
Y tienes la penosa sensación
De que en el crucigrama se deslizó una errata
Que lo hace irresoluble.
Y deletreas el nombre del Caos. Y no puedes
dormir si no destapas
el frasco de pastillas y si no tragas una
en la que se condensa,
químicamente pura, la ordenación del mundo.
De "En la Tierra de enmedio" (1972)
CONSEJO DE CELESTINA
Desconfía del que ama: tiene hambre,
no quiere más que devorar.
Busca la compañía de los hartos.
Esos son los que dan.
PROPOSICIÓN DE LA BOA
(A las puertas de la Tour d'Argent)
No comas nunca nada
que no seas capaz de digerir,
que no seas capaz de vomitar.
De "Viaje Redondo" (1972)
ROSARIO CASTELLANOS (MÉXICO, 1925-1974)