Río
Vuelve a erigir la casa y bordemos la historia,
Vuelve a contar mi vida.
Olga Orozco
Cuando era chica, a la hora de la siesta,
no quedaba en la casa
ni una sola persona (salvo yo)
despierta. A veces
algún hecho inesperado rompía
la tranquilidad y había
que salir corriendo, contárselo
a quien se pudiera:
ninguna cosa –triste, hermosa o
terrible– tiene sentido
si nadie más la está viendo. El
día
en que pasaron un par de
caballos viejos, llevados
de las riendas por sus dueños,
y entraron en el río
en medio del calor
insoportable, conté la escena
pero no dije nada de esas
bestias lentas, que iban
con la cabeza gacha, cansadas
de antemano,
acostumbradas a la obediencia.
En mi relato
eran potrillos ariscos que
habían llegado de lejos,
levantando una polvareda, una
tropilla de lejos,
que había entrado corcoveando
al agua a buscar el fresco.
¿Es siempre una mentira
distorsionar
los hechos, inventarle a la
vida una combinación, un orden,
un sentido diferentes? ¿Y si lo
efectivamente sucedido
se disgregara una y otra vez al
ser narrado
como una piedra erosionada por
el viento,
hasta terminar reagrupando sus
partículas
en una nueva historia, tan
cierta
como la original? ¿Sería
posible
hacer vacilar los hechos
inconmovibles, derrumbarlos,
levantar otros en su lugar,
igual de sólidos
o todavía más? Tal vez no
compartimos relatos
para hacernos conocer, ser
transparentes
o sinceros, sino para
inclinarnos junto a otra persona
sobre la vida que tuvimos y
decirle: ¿ves?
acá es donde empezó el deterioro,
donde me di por vencida
y acepté que la fealdad o la
tristeza
eran irreversibles. Habría que
volver atrás, entonces,
a inventar de nuevo la historia
malograda,
a reparar lo que se ha roto y
recomponer las paredes
precariamente sostenidas, los
rebordes descuidados,
los lugares que quedaron
abandonados o inconclusos,
como un albañil que maneja las
herramientas toscas
con toda la delicadeza de la
que es capaz
hasta que logra encontrar la
forma
a la vez simple y hermosa
de combinar los materiales con
que cuenta
para transformar lo que estaba
dañado, eso que todos decían
que no tenía arreglo.
La cura, Buenos Aires, Hilos, 2015.
La helada
Quien fue dañado lleva consigo ese daño,
como si su tarea fuera
propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque
demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es
inocente una helada
cuando devasta la cosecha:
estaba en ella su frío,
su necesidad de caer, había
esperado
-formándose lentamente en el
cielo,
en el centro de un silencio que
no podemos concebir-
su tiempo de brillar, de
desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin
ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces
la tierra,
las casas, las vidas que se
sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el
mundo a salvo,
durante largas estaciones en
las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y
los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y
rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también
por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los
unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y
ser curados.
El talismán
Los ojos de los que estamos continuamente
al borde de la caída
o del tropiezo, no saben
despegarse de la tierra. De qué sirve
una belleza material que no
pueda tomarse entre las manos
como una piedra y ser llevada
siempre encima del cuerpo
igual que esos objetos
insignificantes
que un niño acarrea consigo
donde vaya, y que lo hunden
en el terror o el desconcierto
si se pierden.
No hay belleza para mí en las
cosas
que no pueden volverse talismán
contra las fuerzas
del desamparo o de la pena, y
ninguna palabra podría hacer eso,
sólo la presencia física de lo
que fue elegido por un amor oscuro,
cuyas leyes desconocemos, para
preservar nuestra vida intacta
entre todos los peligros y
accidentes que la acechan, a pesar
de que es ella, esa presencia
amada, el peligro mayor,
porque no puede protegernos de
su pérdida.
(De
"La plenitud", Hilos, Buenos Aires, 2010.)
Mi mundo privado
(basado en el film de Gus Van Sant)
Yo ansié tener un cuerpo que practicara,
como un arte, la ignorancia de sí.
Que cayera rendido con la
levedad con que caen
las hojas de los árboles.
Cuando fuera inevitable,
nunca antes. Pero de tu cuerpo
no deseaba
sino lo que había en él de
frágil, de imperfecto:
la cicatriz que te cruzaba el
pómulo, las pequeñas
arrugas en la frente. La herida
que te asemejaba a mí. Dos
ramitas secas
ante la embestida de la menor
brisa,
se quiebran. El camino es
interminable, te decía,
da vueltas y vueltas alrededor
del mundo
y en alguna de esas vueltas los
que estaban
destinados a perderse, se
encuentran.
Se dice que a la vera
de cierta ruta que atraviesa el
desierto,
es posible hundir una vara en
la tierra reseca
y en algún momento brotará el
petróleo como un géiser.
Anoche tuve un sueño en el que
viajábamos por días
y días para encontrar el
yacimiento, a la manera
de los scouts o los cazadores
de fortuna
del oeste. Al llegar era de
noche,
no había una sola estrella, el
pozo
estaba seco. Yo me dormía y te
quedabas
al lado mío, cuidando mi sueño.
No estabas allí
a la mañana siguiente.
En el sueño, alguien
decía:
donde tengas tu tesoro
tendrás
tu corazón. Y yo me preguntaba
qué pasaría
si tu tesoro se perdiera,
qué pasaría en un juego de
cajas chinas
si al llegar a la última,
la que debería contener el objeto
precioso,
esa, como todas las
otras,
estuviera vacía.
París, Texas
(Basado en el film de Wim
Wenders)
Me gustaría contarte lo que veo, hablarte
de los hoteles abandonados apareciendo de la nada
en el medio de la carretera como castillos solitarios
cuyos puentes levadizos hubieran sido
dinamitados hace tiempo. Me gustaría
contarte lo que veo pero es imposible
hallar un dolor que condescienda
a ser narrado. ¿Vale la pena entonces,
emprender tan largo viaje para ir de un extremo
a otro del silencio? También es imposible
callar por completo: sé que terminaré por llamarte,
como se llama a alguien cuando se está a oscuras,
sin el auxilio de la voz, un estremecimiento
semejante al de esas luciérnagas
que al chocar contra un parabrisas en la ruta,
se deshacen esparciendo una nube pequeña
de polvo y luz, y ésa -quizás- es su idea
de un encuentro.
(De “La vista”, Visor, Madrid, 2002)
Cría cuervos
Los niños, como los gatos, podemos ver en la oscuridad.
Vigías que saben que no pueden deslumbrarse
con su propio sueño, pasamos las horas
tejiendo una tela finísima alrededor
de nuestro miedo. Después, muchos años después,
solías decirme, llega el olvido y podemos dormir
sin sobresaltos. Yo aún no he olvidado.
Cada noche, nos intercambiamos historias
como joyas. Esta te queda bonita,
esta le sienta bien a tu piel, a tus ojos:
Había una niña que era tan pequeña
que cabía en la palma de una mano.
Si yo fuera esa niña —pienso— elegiría
vivir en tu mano. Podrías cerrarla
y dejarme sin nada, pero toda buena historia
necesita una tragedia, un vuelco inesperado
en la trama. No quiero que llegue el fin
de tu relato, que la noche se acabe. No sé qué hay
del otro lado. La vida es una imagen
que va desdibujándose, perdiendo los contornos
día a día. Crecer es el tránsito de la imagen precisa
a la distorsión. Quiero seguir siendo niña
para conservar la vista.
azufre
Ser cartógrafa de una casa
implica conocer sus objetos
secretos: una red agujereada de pesca en el depósito
de las herramientas, señuelos con dibujos de peces
rojos y negros, el cuadrante roto de una brújula
que marca siempre el norte, olor a humedad que recuerda
imperfectamente el mar. Como si alguien de la familia
hubiera fallado en los preparativos de una travesía larguísima
y ahora te tocara reconstruir el itinerario de esa expedición
que nunca se hizo.
Se debería partir cuando el mapa esté completo,
cada ciudad en su sitio y de cada una los datos necesarios:
la velocidad máxima de sus vientos, la profundidad de sus ríos,
su época de tormentas. A veces pensaste en diseñar
un mapa deliberadamente errático, por la sola belleza
de extraviarte en dibujos que no llevan a ninguna parte.
O tal vez para obligarte a permanecer en el mismo sitio
preparando para siempre una partida,
tu propia vida el lugar donde aprender la palabra viaje.
Todas las cosas hermosas, al principio, son palabras.
¿Viste alguna vez cómo el sol atraviesa
el ala de un insecto en vuelo? ¿Con qué delicado
y fugaz dibujo la rellena? Así hubieras querido que se viera
tu cuerpo en la transparencia de la tarde:
una chispa de azufre, azulada. Materia inflamable
que al menor roce recuerda su pertenencia a los volcanes,
su ansia de desprenderse y arder en el aire.
¿Adivinaste ya que no es ese tu oficio? ¿Pudo tu cuerpo
amar lo que le ha sido encomendado? Que otros se vayan.
Lo tuyo es escribir la historia de ese viaje.
secretos: una red agujereada de pesca en el depósito
de las herramientas, señuelos con dibujos de peces
rojos y negros, el cuadrante roto de una brújula
que marca siempre el norte, olor a humedad que recuerda
imperfectamente el mar. Como si alguien de la familia
hubiera fallado en los preparativos de una travesía larguísima
y ahora te tocara reconstruir el itinerario de esa expedición
que nunca se hizo.
Se debería partir cuando el mapa esté completo,
cada ciudad en su sitio y de cada una los datos necesarios:
la velocidad máxima de sus vientos, la profundidad de sus ríos,
su época de tormentas. A veces pensaste en diseñar
un mapa deliberadamente errático, por la sola belleza
de extraviarte en dibujos que no llevan a ninguna parte.
O tal vez para obligarte a permanecer en el mismo sitio
preparando para siempre una partida,
tu propia vida el lugar donde aprender la palabra viaje.
Todas las cosas hermosas, al principio, son palabras.
¿Viste alguna vez cómo el sol atraviesa
el ala de un insecto en vuelo? ¿Con qué delicado
y fugaz dibujo la rellena? Así hubieras querido que se viera
tu cuerpo en la transparencia de la tarde:
una chispa de azufre, azulada. Materia inflamable
que al menor roce recuerda su pertenencia a los volcanes,
su ansia de desprenderse y arder en el aire.
¿Adivinaste ya que no es ese tu oficio? ¿Pudo tu cuerpo
amar lo que le ha sido encomendado? Que otros se vayan.
Lo tuyo es escribir la historia de ese viaje.
(de “Geologías”, Nusud, Buenos Aires, 2001.)
El tiempo
Lugar: hospital de pueblo
a las dos
de la tarde.
El médico que me atiende se
parece
-sospechosamente-
al médico kafkiano. Estoy
tan feliz de tener
mi propio médico rural.
Admiro en mi costado
la herida hermosa, los gusanos
como flores exóticas. escucho:
ha nacido con ella.
Una ronda de niños
arroja mi cabeza.
Parece una moneda
de cobre en el espacio
clarísimo en la tarde
sin sol.
-Hay una prenda para
quien la deje caer, aviso,
agitada por tanto vaivén.
Mientras circula de mano
en mano, mi boca apenas dice:
que lo hermoso se convierta
en horrible,
que lo horrible amanezca
belleza.
Bostezan
enfermeras y abuelas
a los pies de mi cama.
Son las dos de la tarde
desde hace cinco años.
Estoy aquí, ocupada en contar
el número de pasos
desde la puerta hasta mí,
el número de veces
que respiro en la noche.
La eternidad me observa,
incrédula, celosa.
(de “Bizarría”, Nusud, Buenos Aires, 1997.)
CLAUDIA MASIN (ARGENTINA, 1972.)