Las condiciones del pájaro solitario son cinco.
La primera, que se va a lo más alto;
La segunda, que no sufre compañía
aunque sea de su naturaleza;
La tercera, que pone el pico al aire;
La cuarta, que no tiene determinado color;
La quinta, que canta suavemente.
San Juan de la Cruz
Dichos de luz y amor
A mil trescientos metros de altura
Ana Paula Daumal cuelga apenas
de las cuerdas del viento.
Entre violines de espanto trepa Ana Paula,
los dedos de musgo
entrando en la pared sur del Chaltén.
Sursum corda
se repite Ana Paula
y el viento dice que no, dice que no.
Con el corazón no alcanza, dice Ana Paula
y clava los ojos en las grietas
y a la mirada le crecen músculos
jadeos, sudor de luz.
Allá abajo duermen todavía,
como en un nido de nieve,
tres italianos y un español.
Uno de ellos
-no sabe cuál -
le ha entrado en el cuerpo
hace apenas dos horas.
En los muslos siente todavía
los rastros de calor de esas manos tan desconocidas
y tan necesarias.
Al fin y al cabo todos los hombres son iguales
se ríe Ana Paula
(pero el viento dice que no, dice que no)
Vení conmigo, vení conmigo
había gemido Ana Paula
debajo de los estertores del hombre
que se vaciaba en ella.
Pero él ya se había dormido
sobre pequeña hoguera o pecho de mujer.
Qué raro, pensó Ana Paula,
los hombres vacíos pesan más,
el deseo los hace livianos por un rato,
pero después caen a plomo y se duermen
o se mueren.
Ana Paula empujó con piernas y brazos
buscando el desahogo
y comenzó a vestirse con lentitud de novia
y de caballero medieval.
La montaña es un dragón de hielo
todavía dormido.
Ana Paula se disculpa cada vez
que clava acero en el lomo de hierro:
No te despiertes, susurra Ana Paula
sólo soy yo
sólo soy yo
tu Ana Paula Daumal
trayéndote el fuego.
Prometeo desencadenado
en camino de regreso
arde Ana Paula Daumal:
confunde cóndor con buitre
instante con llanura
cima con eternidad
arde Ana Paula
se quema en el alto puente
donde el deseo de vivir
es como el deseo de morir.
No me vas a matar dos veces
dice Ana Paula
y hunde en la nieve dura
todos los clavos
todas las cruces
- sobre todo una-
del cementerio andino
de allá abajo
en otra montaña
que es y no es la misma
que la mató la primera vez.
Al fin y al cabo
todas las montañas son iguales
jadea Ana Paula
y el viento dice que sí
y el viento dice que no
pero Ana Paula
ya no escucha,
los pies envueltos
en una nube de luz
que se ha encendido de repente:
entre nubes negras
ha venido el sol.
Ana Paula ya no escucha el viento
ni las voces terrestres
que gritan
que no
que vuelva
que ya viene la tormenta.
Los ojos también necesitan respirar
piensa Ana Paula
mientras aprieta fuertemente los párpados
la mirada ahogada en la nube luminosa
que la encierra y la algodona,
diamante de carne endurecida
por la voluntad
y el cardumen que el dolor
soltó por sus músculos
como andanada de flechas de plata.
Pero el viento perro
perro fiel
muerde la nube allá arriba y la desgarra
y Ana Paula ve la cima
al alcance de los dedos
y más allá un pozo de cielo
y Ana Paula siente que cae en ese agujero
que no puede más de azul
y sin darse cuenta llega
y siente que la montaña la sostiene
y la levanta
antorcha pagana
sobre las oscuridades del mundo.
Ana Paula sabe que es hora de bajar.
Saca la foto del hombre muerto
y la deja en un pequeño altar de roca y nieve.
Ahora te voy a prestar mis ojos, dice,
para que veas lo que no pudiste ver.
Y Ana Paula mira
y en la mirada hay el doble de brillo
y hay un deseo doble.
Hay silencio alrededor:
la tormenta se ha quedado inmóvil
como un gato antes del salto final.
La mirada de Ana Paula
le pesa
y le dobla las piernas
y Ana Paula aprende,
mientras cae de rodillas,
no se puede sostener a la vez
la propia mirada
y la mirada de los muertos
(porque los muertos siempre piden más)
En la belleza camino
con la belleza ante mí camino
con la belleza detrás de mí camino
con la belleza encima y alrededor de mí camino
todo termina en belleza
todo termina en belleza (1)
Ana Paula Daumal apenas alcanza
a escuchar esa otra voz dentro de su voz
mientras canta suavemente
y se duerme.
(1) Yeibichai (El Camino de la noche) Cántico navajo
Cayetano Murature
Trelew, Chubut, 14 de enero de 1944
Cayetano Murature
albañil jubilado
siciliano de profesión
está mirando los tomates que se achicharran
en esas plantitas
crucificadas dulcemente
sobre andamios de caña
y paja brava.
Con apenas dos dedos acaricia
la piel triste de un tomate.
Con los mismos apenas dos dedos
se toca las mejillas:
triste la píel, arrugada
curtida de sal,
como si el Mediterráneo se hubiera evaporado
como de un soplido de Dios,
desnudando los tristes acantilados
de Sicilia y de Cerdeña.
Triste la piel,
tristes los tomates.
A Cayetano Murature las sequías de la piel
no le molestan
pero las arrugas de los tomates .lo enfurecen.
Dos meses sin lluvia.
Allá lejos
el río se ha vuelto un barrito chirle.
De la canilla caen
de tanto en tanto
dos gotas
como para probar que el agua existe.
Cayetano le da vueltas a la cruz
y se agacha hasta el pico para mirar
y ver
cómo una gota le apaga el pucho
y otra le entra en el ojo:
- porca miseria - dice Cayetano Murature – porca yuvia,
porca caniya e la puta que lo parió al Duce.
Cayetano Murature le tira una patada al cañito oxidado
y le erra
y le da al aire
entonces
tremendo patadón,
con tanta mala suerte
que el aire se raja en un zigzag celestial.
Cayetano ve cómo la rajadura se va para arriba
cómo la atmósfera se parte en dos
hasta las nubes.
Mira a un costado
mira al otro
y después se agacha a ver
cómo crecen los rabanitos.
Cayetano Murature mira
y piensa
y mira otra vez
la rajadura del aire.
Toca con un dedo.
Piensa.
Toca con otro dedo.
Piensa.
Calza un pie.
Piensa otro poco.
Y después
sonríe
feroz.
Cayetano Murature
se dejó un par de cosas
allá abajo:
unos anteojos de carey
una cajita de rapé
vencido
una mandolina
que trajo de Ragusa.
Nada más.
Dicen algunos
que Cayetano Murature
se murió.
Dicen otros
que se fue trepando
por el aire hecho vidrio
Que se fue.
Y que todavía le anda peleando la lluvia al cielo.
María Delfina Alvarado, viuda de Bianchiotta
Puerto Madryn, Chubut, 25 de Mayo de 1956
Trelew, Chubut, 14 de enero de 1944
Cayetano Murature
albañil jubilado
siciliano de profesión
está mirando los tomates que se achicharran
en esas plantitas
crucificadas dulcemente
sobre andamios de caña
y paja brava.
Con apenas dos dedos acaricia
la piel triste de un tomate.
Con los mismos apenas dos dedos
se toca las mejillas:
triste la píel, arrugada
curtida de sal,
como si el Mediterráneo se hubiera evaporado
como de un soplido de Dios,
desnudando los tristes acantilados
de Sicilia y de Cerdeña.
Triste la piel,
tristes los tomates.
A Cayetano Murature las sequías de la piel
no le molestan
pero las arrugas de los tomates .lo enfurecen.
Dos meses sin lluvia.
Allá lejos
el río se ha vuelto un barrito chirle.
De la canilla caen
de tanto en tanto
dos gotas
como para probar que el agua existe.
Cayetano le da vueltas a la cruz
y se agacha hasta el pico para mirar
y ver
cómo una gota le apaga el pucho
y otra le entra en el ojo:
- porca miseria - dice Cayetano Murature – porca yuvia,
porca caniya e la puta que lo parió al Duce.
Cayetano Murature le tira una patada al cañito oxidado
y le erra
y le da al aire
entonces
tremendo patadón,
con tanta mala suerte
que el aire se raja en un zigzag celestial.
Cayetano ve cómo la rajadura se va para arriba
cómo la atmósfera se parte en dos
hasta las nubes.
Mira a un costado
mira al otro
y después se agacha a ver
cómo crecen los rabanitos.
Cayetano Murature mira
y piensa
y mira otra vez
la rajadura del aire.
Toca con un dedo.
Piensa.
Toca con otro dedo.
Piensa.
Calza un pie.
Piensa otro poco.
Y después
sonríe
feroz.
Cayetano Murature
se dejó un par de cosas
allá abajo:
unos anteojos de carey
una cajita de rapé
vencido
una mandolina
que trajo de Ragusa.
Nada más.
Dicen algunos
que Cayetano Murature
se murió.
Dicen otros
que se fue trepando
por el aire hecho vidrio
Que se fue.
Y que todavía le anda peleando la lluvia al cielo.
María Delfina Alvarado, viuda de Bianchiotta
Puerto Madryn, Chubut, 25 de Mayo de 1956
Les vieux ne meurent pas, ils s'endorment un jour et dorment trop longtemps
Ils se tiennent par la main, ils ont peur de se perdre et se perdent pourtant
Et l'autre reste là, le meilleur ou le pire, le doux ou le sévère
Cela n'importe pas, celui des deux qui reste se retrouve en enfer
Ils se tiennent par la main, ils ont peur de se perdre et se perdent pourtant
Et l'autre reste là, le meilleur ou le pire, le doux ou le sévère
Cela n'importe pas, celui des deux qui reste se retrouve en enfer
Jacques Brel “Les vieux”
María Delfina Alvarado, viuda de Bianchiotta
caminaba pegadita a su sombra
todas las mañanas de otoño en que había sol.
- En otoño se puede caminar – explicaba a sus nietas -
Las viejas como yo tienen que tener cuidado
con el viento oeste.
Te tumba.
Y es capaz de llevarte
de puro jodido que es.
Noventa y cuatro años
tres meses
y seis días
cumplía María Delfina
ese veinticinco de Mayo
en que el pueblo seguía queriendo saber
de qué se trata.
María Delfina Alvarado, viuda de Bianchiotta
odiaba su sombra:
- Dejame en paz – le decía – dejá de andar jodiendo
encolada a mis pies. Quién te conoce.
María Delfina
envidiaba a los pájaros:
- La sombra no los alcanza allá arriba – se explicaba
mientras medía con pasos cortitos
el túnel de pinos piñoneros
taladrado entre la avenida y el mar.
- Jodida sombra. Jodido viento. Vida jodida ésta – salmodiaba María Delfina
entre dos cuchillazos de reuma.
El sol del Veinticinco
viene asomando
y la sombra de Delfina se alarga
y es una pincelada oscura y oblicua
sobre la vereda rota por años retorcidos
como raíces.
- Jodida vereda – le decía María Delfina a su vecina -
No es que yo tropiece:
es la sombra que se m’enrieda en las raíces.
Se juntan para desgraciarme.
Son como dos viboritas:
sombra y raíz
sombra y raíz.
Se me anudan sobre los empeines.
moñitos negros me atan sobre los pies.
Moños de sarcófago que me pesan y me queman
y que en un tropiezo de ésos
me mandan derechito al hoyo.
- Al fin y al cabo ahí se fueron
todos los que conocí – explicaba María Delfina
al joven taxista que la había ido a buscar.
- Fijesé: tantos y tantos que anduvieron
por esas calles de dios
¿qué son ahora?
unos huesitos.
unos recuerdos acá – María Delfina se tocaba los pocos cabellos- Nada más.
- Y algunos de los que conocí
ahora son cartelitos en una esquina. Le voy a mostrar. -
y le indicó tres o cuatro esquinas
bautizadas con los nombres
de modestos próceres de pueblo.
- Con éste me acosté.
- Con éste también.
- Con éste no quise saber nada
Pero ahí se apea María Delfina. Y calla.
Allá a dos cuadras el palco comienza a crujir
bajo zapatos y botas confraternales:
están el Intendente, el Gobernador Militar
el Comisario, la Mujer del Comisario
el Cura, la Mujer del Cura
y varios otros figurones patrios.
- Jodidos políticos – rezongó María Delfina – Jodidos militares.
Cuándo se dejarán de joder.
Ajeno a las cosas de los hombres
un remolino, hijo bastardo del Viento Oeste,
vino rugiendo como un tren enloquecido,
la agarró de atrás y la remontó:
un sacudón seco y suave.
Demasiado vieja para asustarse
María Delfina alcanzó a ver cómo los pies
se le despegaban de su sombra
y sonrió
y subió
y subió.
Y se dejó acariciar por el aire
y vio que el aire era bueno
Y se dejó entibiar por el sol
y vio que el sol era bueno
y se dejó lamer por el vértigo
y vio que el vértigo era mejor
y entonces María Delfina
lloró a carcajadas, de placer;
se partió en cuatro espasmos de risa
y después se hizo pis
encima, no de ella
encima del palco en plena función.
El Cura se pasó la mano por la calva y bendijo:
- La lluvia es la sonrisa del señor.
El Comisario recibió la fresca llovizna
en pleno rostro
y se hinchó de orgullo patrio:
- Igualito que aquel veinticinco – se dijo. Y lloró.
La Mujer del Comisario vio el puntito de satén gris
que era todavía María Delfina
y señaló:
- Es un pájaro
- Es un avión – terció la Mujer del Cura
- No – dijo el Intendente – es una bolsita de nylon. Me cago en el Basurero Municipal./
Catherine Roberts - Davies
Punta Cuevas, Puerto Madryn, 20 de agosto de 1865
Punta Cuevas, Puerto Madryn, 20 de agosto de 1865
…es interesante el hallazgo en 1995 de una tumba a 160 m
al SSE de las excavaciones de Punta Cuevas.
Se trata de una mujer de raza blanca y de edad mediana,
enterrada en un ataúd de madera a unos 50 cm. de profundidad.
(…) La madera del ataúd resultó ser Pinus sylvestris,
apta para construcciones navales. Es posible que el ataúd
fuera fabricado con madera del pecio que había cerca,
usada también para la construcción del primer campamento.
Es muy probable que estos restos pertenezcan
al único adulto fallecido en Puerto Madryn en 1865:
Catherine Davies, muerta a los 38 años.
Fernando Coronato
“Punta Cuevas: inicio de la colonización del Chubut”
Catherine, su marido, Robert, y sus tres hijos partieron
de Llandrillo en búsqueda de una vida mejor. Sin embargo,
el hijo pequeño, John, de once meses, murió durante el viaje
a la Patagonia y fue enterrado en el mar.
Al mes escaso de llegar a New Bay (Golfo Nuevo)
Catherine también falleció. Robert lo hizo en 1868
y el hijo mayor, William, en 1872 cuando tenía 15 años.
El único que sobrevivió, Henry, tenía siete años
cuando viajó a la Patagonia y más tarde emigró a Canadá.
www.glaniad.com
al SSE de las excavaciones de Punta Cuevas.
Se trata de una mujer de raza blanca y de edad mediana,
enterrada en un ataúd de madera a unos 50 cm. de profundidad.
(…) La madera del ataúd resultó ser Pinus sylvestris,
apta para construcciones navales. Es posible que el ataúd
fuera fabricado con madera del pecio que había cerca,
usada también para la construcción del primer campamento.
Es muy probable que estos restos pertenezcan
al único adulto fallecido en Puerto Madryn en 1865:
Catherine Davies, muerta a los 38 años.
Fernando Coronato
“Punta Cuevas: inicio de la colonización del Chubut”
Catherine, su marido, Robert, y sus tres hijos partieron
de Llandrillo en búsqueda de una vida mejor. Sin embargo,
el hijo pequeño, John, de once meses, murió durante el viaje
a la Patagonia y fue enterrado en el mar.
Al mes escaso de llegar a New Bay (Golfo Nuevo)
Catherine también falleció. Robert lo hizo en 1868
y el hijo mayor, William, en 1872 cuando tenía 15 años.
El único que sobrevivió, Henry, tenía siete años
cuando viajó a la Patagonia y más tarde emigró a Canadá.
www.glaniad.com
Maestro de simulacros el mar
con su furia y su agua verde.
Apoyada en la baranda de pino del Mimosa
Catherine Roberts - Davies
ve las colinas de Llandrillo
donde sólo hay abismo lento.
Pero en las colinas de Llandrillo
los muertos no se hunden:
flotan a ras de tierra
en sus pequeñas barcas de madera
con una cruz por mástil
y una plegaria por velamen.
En las colinas de su pueblo
los muertos tienen domicilio fijo
una astilla en la piel de tierra
un polo magnético
hacia donde giran
todas las agujas del dolor.
En el mar los muertos
no se quedan quietos
se hunden
se hacen mancha borrosa
caen y caen en agua verde
y después en agua negra.
Algún marinero le ha dicho
que allá abajo hay extraños peces luminosos.
Catherine Roberts – Davies
piensa en su hijo John
muerto a los once meses
en medio de la mar atlántica
y en su viaje vertical
y en su escolta de fosforescencias
y en el manto blanco en que iba envuelto
y en el ruido sordo de la dentellada
con que el mar se lo tragó.
Ahora mira la foto,
la única de John y sus hermanos.
A la luz de la vela se esfuerza
por distinguir los rasgos de su hijo menor.
Esa mancha borrosa es todo lo que queda.
No es que el bebé se ha movido
- como insistía el fotógrafo -
es la muerte que ya comenzado a sumergirlo,
es la falsa transparencia del mar,
es un cruel reverbero del sol,
es un rostro que ya se aleja
a lo hondo y a lo oscuro.
- ¿Cómo no me di cuenta
- dice Catherine -
que esa máquina infame
que esa blasfemia química
que ese ojo del diablo
ya estaba viendo tu futuro?
Parada sobre la arena húmeda de New Bay
Catherine mira a su hombre y a sus hijos
arrancando tablas de lo queda de un barco.
Donde antes hubo naufragio
ahora hay canciones y alegría
que Catherine ya no entiende.
Sus hijos llevan cantando
la madera de pino hasta los refugios
tallados en la roca blanda de la costa.
Dentro de veinte días
una de las tablas será la tapa de su féretro.
Inmóvil para todos los vientos
salvo el de los años,
mínimo naufragio en las costas del presente,
una barca de pino nos ha traído
unos huesos
un botón
unos clavos oxidados
un anillo de oro
y la duda de un nombre fosforescente
que se hunde, borroso,
en la falsa transparencia del tiempo.
Poemas pertenecientes a "Crónicas de muertes dudosas",