Deleuze en una ocasión definió la
operación del poder como un separar a los hombres de aquello que puede, es
decir, de su potencia. Las fuerzas activas están impedidas en su
ejercicio, o porque son privadas de las condiciones materiales que lo
hacen posible, o porque una prohibición hace este ejercicio formalmente imposible.
En ambos casos, el poder —y esta es su figura más opresiva y brutal— separa a
los hombres de su potencia y, de ese modo, los vuelve impotentes. Existe, sin
embargo, otra y más engañosa operación del poder, que no actúa de forma
inmediata sobre aquello que los hombres pueden hacer —sobre su potencia—, sino
más bien sobre su impotencia, es decir, sobre lo que no pueden hacer, o mejor
aún, pueden no hacer.
Que la potencia también es
siempre constitutivamente impotencia, que todo poder hacer es ya siempre un
poder no hacer, es la adquisición decisiva de la teoría de la potencia que
Aristóteles desarrolla en el libro IX de Metafísica. “La impotencia [adynamía] —escribe— es una privación
contraria a la potencia [dýnamis].
Toda potencia es impotencia de lo mismo y respecto de lo mismo [de lo que es
potencia]” (Met. 1046a, 29-31).
“Impotencia” no significa aquí sólo ausencia de potencia, no poder hacer, sino
también y sobre todo “poder no hacer”, poder no ejercer la propia potencia. Y
es precisamente esa ambivalencia específica de toda potencia, que siempre es
potencia de ser y de no ser, de hacer y de no hacer, la que define ante todo la
potencia humana. Es decir, el hombre es el viviente que, existiendo en el modo
de la potencia, puede tanto una cosa como su contrario, ya sea hacer como no
hacer. Esto lo expone, más que a cualquier otro viviente, al riesgo del error,
pero a la vez le permite acumular y dominar libremente sus propias capacidades,
transformarlas en “facultades”. Puesto que no sólo la medida de lo que alguien
puede hacer, sino también y antes que nada la capacidad de mantenerse en
relación con su propia posibilidad de no hacer, define el rango de su acción.
Mientras que el fuego sólo puede arder y los otros vivientes pueden sólo su
propia potencia específica, pueden sólo este o aquel comportamiento inscripto
en su vocación biológica, el hombre es el animal que puede su propia
impotencia.
Es sobre esta otra y más oscura
cara de la potencia que hoy prefiere actuar el poder que se define irónicamente
como “democrático”. Éste separa a los hombres no sólo y no tanto de lo que
pueden hacer sino sobre todo y mayormente de lo que pueden no hacer. Separado
de su impotencia, privado de la experiencia de lo que puede hacer, el hombre de
hoy se cree capaz de todo y repite su jovial “no hay problema” y su
irresponsable “puede hacerse”, precisamente cuando, por el contrario, debería
darse cuenta de que está entregado de manera inaudita a fuerzas y procesos
sobre los que ha perdido todo control. Se ha vuelto ciego respecto no de sus
capacidades sino de sus incapacidades, de no de lo que puede hacer sino de lo
que no puede o puede no hacer.
De aquí la confusión definitiva,
en nuestro tiempo, de los oficios y las vocaciones, de las identidades
profesionales y los roles sociales, todos ellos personificados por un figurante
cuya arrogancia es inversamente proporcional a la provisionalidad e
incertidumbre de su actuación. La idea de que cada uno pueda hacer o ser
indistintamente cualquier cosa, la sospecha de que no sólo el médico que me
examina podría ser mañana un videoartista, sino que incluso el verdugo que me
mata ya sea en realidad, como en El
proceso de Kafka, un cantante, no son sino el reflejo de la conciencia
de que todos simplemente están plegándose a esa flexibilidad que hoy es la
primera cualidad que el mercado exige de cada uno.
Nada nos hace tan pobres y tan
poco libres como este extrañamiento de la impotencia. Aquel es separado de lo
que puede hacer aún puede, sin embargo, resistir, aún puede no hacer. Aquel que
es separado de la propia impotencia pierde, por el contrario, sobre todo, la
capacidad de resistir. Y así como es sólo la ardiente conciencia de lo que no
podemos ser la que garantiza la verdad de lo que somos, así también es sólo la
lúcida visión de lo que no podemos o podemos no hacer la que da consistencia a
nuestro actuar.
(De Desnudez, Adriana Hidalgo editora,
Buenos Aires, 2011).
GIORGIO AGAMBEN (ITALIA, 1942).