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enero 29, 2020

T. S. ELIOT (según ST)

Foto Irving Penn


La canción de amor de J. Alfred Prufrock

S’io credessi che mia risposta fosse
a persona che mai tornasse al mondo,
questa fiamma staria senza più scosse.
Ma per ciò che giammai di questo fondo
non tornò vivo alcun, s’i’odo il vero,
senza tema d’infamia ti rispondo.



Vámonos entonces, vos y yo,
cuando la tarde esté estirada contra el cielo
como un paciente anestesiado en la camilla.
Vamos por ciertas calles semivacías,
refugios susurrantes
de noches sin dormir en hoteles baratos y
bodegones llenos de aserrín y valvas de ostras:
calles que se prolongan como disputa aburrida
con la oculta intención
de conducirnos a la pregunta abrumadora…
Ay, no preguntes “¿cuál es?”, ahora
vayamos de visita.

Las mujeres en el salón van y vienen
hablando de Miguel Ángel.

La niebla amarilla que frota el lomo contra las ventanas,
el humo amarillo que frota el morro contra las ventanas,
hurgó con la lengua los recodos de la noche,
se demoró en los charcos de los desagües,
hizo caer en su lomo el hollín de las chimeneas,
se escabulló a la terraza, dio un salto súbito
y al ver que era una noche suave de octubre,
se acurrucó sobre la casa y se quedó dormide.

Y de verdad ya va a haber tiempo
para el humo amarillo que se desliza por la calle,
frotando el lomo contra las ventanas.
Va a haber tiempo, va a haber tiempo para
componer una cara que presentar a las caras que nos presenten.
Ya va a haber tiempo para matar y crear,
tiempo para todos los trabajos y los días de manos que
levantan una pregunta y en tu plato la dejan caer.
Tiempo para vos y tiempo para mí,
y tiempo hasta para un centenar de indecisiones,
y un centenar de visiones y revisiones
antes de las tostadas y del té.

Las mujeres en el salón van y vienen
hablando de Miguel Ángel.


Y de verdad ya va a haber tiempo
para preguntarse “¿me atreveré?”, “¿me atreveré?”,
tiempo para dar media vuelta y bajar la escalera
con mi asomo de calva en mitad de la cabeza
(“¡Cómo le está raleando el pelo!”, van a decir),
con mi saco y mi cuello tieso hasta la barbilla,
y la corbata elegante pero sencilla, prendida con alfiler
(“¡Pero qué flacos los brazos y las piernas!”, van a decir)
¿Me atreveré
a perturbar el universo?
En un minuto hay tiempo
para decisiones y revisiones que un minuto más echa atrás.

Porque ya las conozco, las conozco a todas:
las noches, las mañanas y las tardes,
mi vida la dosifiqué en cucharitas de café.
Sé de las voces que mueren de una muerte dulce
bajo la música de un salón distante.
¿Cómo me iba a atrever?

Y los ojos ya los conocí, los conocí todos—
Los ojos que se fijan en una frase formal
estando yo en formol, estirado bajo un alfiler,
retorciéndome, clavado a la pared
¿Cómo iba empezar a escupir
las colillas de mis días y mis modos?
¿Cómo me iba a atrever?

Y los brazos ya los conocí, los conocí todos—
Brazos con pulseras, desnudos y blancos
(¡pero a la luz, acabados de un vello castaño claro!)
¿Es el perfume de un vestido
lo que me hace dispersar?
Brazos estirados sobre una mesa o envueltos en un chal.
¿Debería atreverme?
¿Y por dónde empezar?

¿Digo que al anochecer por las calles angostas me fui
mirando el humo que sube de las pipas de esos hombres solos
asomados a las ventanas en mangas de camisa?...

Yo tendría que haber sido un par de pinzas afiladas
corriendo por el fondo de los mares silenciosos.

Y la tarde, la noche, ¡duerme con tanta paz!
Ablandada por dedos largos, está dormida…
cansada… o se hace la enferma, acá
en el piso, a nuestro lado, tendida.
¿Después del té, las masas, los helados,
debería tener el valor de forzar el momento hasta su clímax?
Por más que lloré y ayuné, lloré y recé,
por más que vi mi cabeza (un tanto calva) en una bandeja, servida,
no soy profeta —y eso poco importa.
Vi despuntar el momento de mi grandeza,
vi al eterno Lacayo recibirme el abrigo con su risita
y, en pocas palabras, tuve miedo.

¿Y hubiera valido la pena, después de todo,
después de las tazas, la mermelada, el té;
entre la porcelana, entre la conversación tuya y mía?
¿Hubiera valido la pena
hincarle el diente a la cuestión con una sonrisa,
estrujar el universo, hacerlo un bollo
y arrojárselo a una pregunta abrumadora,
decir: “Soy Lázaro, volví de entre los muertos,
vengo para contarles todo, voy a contarles todo”?—
si alguna, acomodando la cabeza en un almohadón,
dijera: “Eso no es para nada lo que quise decir.
Para nada, no es eso”.

¿Y hubiera valido la pena, después de todo,
hubiera valido la pena,
después de los atardeceres, los jardines y las calles regadas,
después de las novelas, de las tazas de té, de las polleras arrastradas por el suelo
—y de tanto más además de eso?—
¡Es imposible decir lo que quiero decir!
Como si una linterna mágica arrojara los nervios sobre una pantalla y formara diseños:
¿Hubiera valido la pena
si alguna, al acomodar un almohadón o quitarse el chal,
se hubiese dado vuelta hacia la ventana y dicho:
“Para nada, no es eso.
Eso no es para nada lo que quise decir”.

¡No! Yo no soy el Príncipe Hamlet, ni lo podría ser.
Soy un noble servidor, el que está ahí para hacer que
progrese la acción, abrir una escena o dos,
aconsejar al príncipe. Sin duda, un instrumento dócil,
respetuoso, contento de tener un uso,
político, cauto y meticuloso;
lleno de grandilocuencia, aunque un tanto obtuso.
De hecho, a veces, casi ridículo—
A veces, casi el Bufón.

Envejezco… envejezco…
Voy a usar dobladas las botamangas del pantalón.

¿Tendré que peinarme con raya y para atrás? ¿Me atreveré a comer un durazno?
Voy a usar pantalones de franela blancos y a caminar por la playa.
Yo escuché cantar a las sirenas, entre ellas.

No creo que me vayan a cantar a mí.

Las vi cabalgar mar adentro montadas en las olas
peinándoles la melena blanca para atrás
cuando el agua blanca y negra el viento sopla.

En los salones del mar nos demoramos
con muchachas marítimas coronadas de algas pardas y rojas
hasta que voces humanas nos despiertan, y nos ahogamos.


Versión en castellano de Sandra Toro


THOMAS STEARNS ELIOT (EE. UU/INGLATERRA., 1888-1965)