Hay
una fuerza en el hombre, proveniente del simple hecho de vivir, que condiciona
su destino de modo fatal. Esta fuerza se vuelve visible a cada momento a través
de las manifestaciones del amor, que tiende a trascender del individuo en una
comunión con el todo, tiene sus propias leyes irreductibles a los esquemas
racionales. La poesía aparece como expresión de ese impulso hacia el
cumplimiento de un destino vital, y la fatalidad de ese destino se revela en la
poesía como un hecho indiscutible. La poesía no es, por consiguiente, un lujo o
un divertimiento, sino una necesidad, del mismo modo que lo es el amor. Todas
las necesidades, aun las más perentorias están subordinadas a esas dos, que en
definitiva son los dos aspectos de una misma energía primordial que le confiere
su verdadero sentido a la vida. Si penetramos profundamente en el significado
del viejo refrán. “No sólo de pan vive el hombre”, comprobaremos que la lúcida
sabiduría popular llega a una convicción análoga. Prescindir de la poesía
equivaldría a renunciar a la vida.
Considerado
así, lo poético no reside sólo en la palabra; es una manera de actuar, una
manera de estar en el mundo y convivir con los seres y las cosas. El lenguaje
poético con sus distintas formas (forma plástica, forma verbal, forma musical)
no hace más que objetivar de un modo comunicable, mediante los signos propios
de cada lenguaje particular, esa fuerza expansiva de lo vital. Como
consecuencia, el mundo poético está en todos, en la medida en que cada hombre
es un ser integral. La clara consigna de Lautréamont: “La poesía debe ser hecha
por todos”, no tiene otro sentido. Aquel que ignora la poesía es un mutilado,
tal como lo es aquel que ignora el amor.
La
última afirmación podría sugerirnos la idea de que vivimos en un mundo de
mutilados, pero no es así: lo que habitualmente encontramos no es la falta del
impulso poético sino su represión. Y está reprimido porque vivir hacia lo
ilimitado, como exige la poesía, es decir, vivir en la dimensión total, no
resulta conveniente para las fuerzas opresoras que dominan el mundo. Aceptar
ese modo de vivir significaría prestarle al hombre un carácter casi divino, lo
que no interesa a los detentadores del poder, que prefieren considerar al
hombre como un objeto, como algo inmóvil y sin dimensión. Para anular a la
poesía se ha creado toda una organización de falso pudor, parecida a la que
existe para limitar la extensión del amor.
Por el crimen de pornografía se condena al amor sin trabas. Parecida
condena de pornografía amenaza a la poesía auténtica, sin trabas. Los dos
procesos que abren el camino de la
libertad, de la aventura, de lo imprevisto y de la exaltación, se ven
constreñidos a la categoría de parias sociales.
Abierto
el camino de la libertad por la poesía, se establece automáticamente su acción
subversiva. La poesía se convierte entonces en instrumento de lucha en pro de
una condición humana en consonancia con las aspiraciones totales del hombre.
Ceder a la exigencia de la poesía significa romper las ataduras creadas por el
mundo cerrado de lo convencional.
Esta
función de ruptura no pasa inadvertida para quienes aspiran a una convivencia
basada en la sumisión. Tampoco pasa inadvertida la importancia, la verdadera
necesidad de la poesía como factor de expresión vital. La solución
contemporánea de estos dos problemas la logran los detentadores del poder
domesticando a los poetas, volviéndolos inofensivos, para que ofrezcan un
producto falsificado o desnaturalizado que con el título de poesía reciba los honores oficiales, las prebendas.
Así se logra un alimento sustitutivo de la pasión poética, que puede designarse
con el nombre de poesía “oficial” y que es la negación total de la poesía. Así
se alcanza el ideal de los carceleros: lanzar a los poetas contra la poesía.
Por
este mecanismo de sustitución, el verdadero poeta queda fuera de la ley, y para
darle a su engañifa características de consenso, los carceleros someten a los
poetas a la repulsa de la opinión pública. Los detentadores del poder fabrican
la llamada opinión pública, y esta actúa dócilmente en defensa de los intereses
que propician la sumisión. La opinión pública es la opinión de los hombres sin
opinión, y éstos condenan a la poesía. En el momento en que la poesía es
colocada fuera de la ley aparece como consecuencia ineludible la figura del
poeta repudiado: la poesía se vuelve maldita.
No
todos los poetas ceden a la presión del poder y de la opinión pública. Dante,
Villon, Blake, Rimbaud, Lautréamont, Artaud, agitaron en una u otra forma el
látigo liberador. Pero hay poetas que se rinden, que claudican, y esta
claudicación se obtiene a veces por los medios más indirectos. Uno de los
medios indirectos de sumisión, en el que caen a menudo verdaderos poetas es el
esteticismo. El arte por el arte significa siempre un arte sometido, que rehuye
el peligro y busca el calor de los aplausos.
Pero
esto no quiere decir que la acción subversiva de la poesía se realice mediante
el tratamiento directo de los temas de subversión. No necesita, por ejemplo,
cantar a la libertad (palabra degradada por los falsarios de todos los
colores), pues cantar a la libertad ha demostrado ser uno de los recursos de
los propiciadores de esclavitud. La libertad vive en la poesía misma, en su
manera de expandirse sin trabas, en su poder explosivo. Está implícita en el
acto la creación, en ese modo de surgir de las zonas del espíritu donde reina
la insumisión, donde es libre en todas las dimensiones. Libre de los esquemas
de la razón, libre de las normas sociales, libre de las prohibiciones, libre de
los prejuicios, libre de los cánones, libre del miedo, libre de las rigideces
morales, libre de los dogmas, libre de sí misma. En esa zona del espíritu vive
la experiencia milenaria de la especie, vive el sentido del hombre, se forman
los deseos y las fuerzas impulsoras de la dinámica vital. Allí se establece el
vínculo real con el mundo a través de la única vía libre que lleva al universo
todo. En esa zona se gesta el milagro, nace la excepción. La poesía tiene allí
su imperio, y allí están las fuentes de la imaginación creadora que participa
con las potencias del amor en la construcción del ser auténtico, que cuando se
lo percibe dentro de sí determina la aparición de un orgullo silencioso y
secreto, un orgullo que toma frecuentemente la apariencia de la humildad, y que
es patrimonio casi exclusivo, en su monstruosa magnitud, de los santos y de los
poetas.
La
acción subversiva se manifiesta al ofrecernos la poesía la imagen de un
universo en metamorfosis en oposición al universo rígido que nos imponen las
convenciones. La imagen poética en todas sus formas actúa como desintegradora
de ese mundo convencional, nos muestra su fragilidad y su artificio, lo
sustituye por otro palpitante y viviente que responde al deseo del hombre. Por
eso la poesía auténtica desagrada a quienes aspiran a existir en un medio
dominado por la quietud, un medio pasivo, sin riesgos y sin imprevistos. Ese
medio es un esquema irreal, abstracto, desvitalizado; es el falso mundo de la
seguridad, que se parece más a un mundo de fantasmas que las más desaforadas
creaciones de la imaginación poética. Para completar la paradoja, los defensores
de ese mundo irreal se llaman a sí mismos realistas.
Una
actitud disconformista señala el paso inicial que dirige al hombre hacia el
centro de acción de la poesía. El poeta se coloca frente a la sociedad aceptada
y manejada por los conformistas. La maquinaria social al servicio de una
organización deshumanizada reduce a los hombres a números, y cierra todos los
caminos. Los que sueñan con el poder, cualquiera que fuere el mecanismo de éste
(el dinero, la fuerza, el soborno, el chantaje, la política, el terror) tienden
a reducir la conciencia de los hombres a cero. El mundo se convierte así en un
reducto sin puertas ni ventanas, domine el patrón oro o domine la burocracia.
La poesía abre puertas y ventanas tanto hacia fuera, hacia el mundo, como hacia
dentro, hacia el hombre.
Pero
indudablemente la poesía, al introducirnos en el misterio de lo real, nos
descubre una vasta zona de peligro, una región inquietante y turbadora. Muchas
veces lo poético toma la forma de un acto de violenta provocación y aparece
como antipoético, como negador de la creación. Cuando Marcel Duchamp expuso una
rueda de bicicleta o un portabotellas con la pretensión de que constituyeran
obras de arte, realizó un acto poético del más alto valor subversivo. Lo mismo
Rimbaud, al renunciar a la poesía, lleva a su extremo límite la actitud
subversiva del poeta. La insumisión alcanza ese límite extremo en el momento en
que proclama la negación de la poesía, y ese momento aparece cuando la poesía
está seriamente amenazada de domesticidad. Así lo antipoético se convierte en
el valor supremo de subversión y en el mecanismo utilizado por los verdaderos
poetas en defensa de la poesía en peligro, para reconquistar su fuerza
liberadora. Mediante lo antipoético se retorna al punto cero, en contacto con
la fuente originaria, con el fuego central. En el proceso utilizado para
domesticar a los poetas, el aplauso, el consenso elogioso, la popularidad, son
los factores más peligrosos. El poeta que sucumbe a la tormenta de los aplausos
debe pensar que los imbéciles, que forman la gran masa de los llamados entendidos,
no se equivocan nunca: sólo aclaman lo inofensivo. El poeta debe desconfiar de
ese aplauso, de ese elogio unánime, con el que fabrican las rejas de su
prisión. Por eso Breton lanzó un alerta lúcido a los poetas al decir: “La
aprobación del público debe rehuirse por encima de todo”. Pues un poeta
domesticado por el elogio tiene más valor para los predicadores de la sumisión
que los inocentes versificadores que ellos presentan como sustituto. El poeta
domesticado se convierte en ejemplo de la inutilidad de ser libre. Como el león
domesticado, es una caricatura grotesca de un gran señor de la libertad, y sus
rugidos adquieren entonces acentos de canto de ruiseñor. No es la confortable y
estéril placidez de los parques artificiales la que conviene al poeta; su poder
combativo y creador se exalta en la sorda lucha de la selva, y para el poeta de
hoy la selva ha encontrado residencia en las
grandes metrópolis, donde brotan del suelo gigantescos rascacielos,
donde la vida se ve envuelta en la maraña inextricable y despiadada de un mundo
mecanizado, y hombres-serpientes y hombres-chacales pululan por las calles.
El
humor es el elemento que provee a la poesía de su mayor virulencia. Acerado
como la luz, el humor se constituye en la vanguardia combativa en pro de la
autenticidad del ser. Con su filo luminoso corta la oscuridad, y aporta el
fuego que consume lo muerto y reanima lo vivo. Contiene el feroz deseo del
hombre en su virtualidad renovadora, que corroe el mundo de lo inmóvil y lo
opaco.
Latente
o concreta, la subversión contenida en la poesía auténtica no ofrece dudas;
pero la poesía no se reduce a un acto negativo puro: contemporáneamente a su
acción provocadora afirma su fe en un mundo mejor que responda a la íntima
realidad del hombre. Por eso sostiene una posición de recuperación de todos los
antiguos mitos que ofrecen salida al desamparo: el mito del paraíso terrenal,
el mito de la edad de oro. La poesía cree en esos mitos así como cree en la
fuerza todopoderosa del amor. En esa
común pasión coinciden los poetas con los fundadores de religiones. Esa es la
causa por la que El sermón de la montaña
se reúne con Así hablaba Zaratustra
en la mis,ma defensa del hombre. También los poetas hacen suya la memoria de los
mártires que buscaron cambiar la condición humana, pues las torturas infligidas
a los santos, a los revolucionarios y a los poetas tienen todas el mismo
significado de persecución del espíritu poético, de aniquilación del hombre que
no se resigna a un destino sórdido. En una misma veneración se engloba a
Jesucristo, Giordano Bruno, el obrero-poeta Bartolomeo Vanzetti y Antonin
Artaaud.
En
una época como la actual, en que la poesía tiende a la domesticación por los
más variados mecanismos en los más variados regímenes sociales, los poetas
auténticos se encuentran siempre alertas, aunque estén reducidos a la soledad o
compelidos por la fuerza y el terror. De pronto aparecen los Vosnesensky, los
Evtuchenko, para recordar los derechos inalienables del hombre. Estamos
próximos al momento en que la revolución en defensa del hombre se desarrollará
en el plano de lo poético.
(De Para contribuir a la confusión general: una visión del arte, la poesía y el mundo contemporáneo, Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1965).
ALDO PELLEGRINI (ARGENTINA, 1903-1973).