Foto: Robert Giard, 1987. Fuente: https://brbl-dl.library.yale.edu
Pena
La pena anda kilómetros al lado del río contaminado,
la pena cuenta los días que el solsticio de invierno se tragó,
la pena recibe las voces exuberantes del patio de la escuela
como si le arrojaran desprecios.
Siempre va a ser el primero de septiembre.
Y va a haber chicos dominicanos cuyo partido de
fútbol provea una conversación inocente
a los dos que
toman café, desabrigados. Va a estar luz rosa del
atardecer sobre el río como una catedral.
Va a haber un remolcador cómico y oxidado
que empuja una barcaza.
¿Ella creyó saber lo que intentaba el amigo?
¿Creyó que el hermano se alegraba de verla?
¿Pensó que iba a dormir una vez más abrazada a su amante
hasta que saliera el sol?
La pena no tiene hermano, ni hermana ni amante.
La pena hace amistades en otro lugar. La pena, en las horas
y horas a oscuras hasta que la luz enciende una ventana
sostiene a la pena, un espejo.
¿El hermano? Estaba muerto, en una ciudad que la guerra diezmó.
La pena pelaba arvejas, con el agua fría corriendo
en la pileta y un Corelli que vibraba en el clavicordio
hasta que sonó el teléfono.
Y cuando la pena volvió de una guardia posoperatoria
dos nenitas parecían reticentes a hacer la tarea.
La mitad del placar y la mitad de los cajones estaban vacíos.
¿Quién se había ido esta vez?
La pena es aislacionista, miope. La pena carece
de compasión, de empatía, de imaginación;
lee relatos de masacres, inundaciones y terremotos
y la historia la atrapa.
La pena es el intercambio individual, burgués, común
y corriente, entre dos mujeres el domingo en el
supermercado: “Le mari de Germaine est mort”. Y
llenan la bolsa de manzanas.
La pena es una primeriza en el quinto mes.
Ahora sabe que el feto murió dentro de ella.
Ahora cruza el centro comercial bajo el rayo de sol
de una mañana de mediados del invierno.
El invierno lame el tuétano de las calles, que se abren
sobre plazas y bulevares, ríos, avenidas paralelas
al río y arterias que salen a los puentes,
aeropuertos y rutas interestatales.
La pena pinta con kohl los párpados ardientes de las mujeres maduras.
La pena maneja kilómetros sin darse cuenta si la ruta corre
junto al océano, a los edificios abandonados o a los
trigales ennegrecidos
--y, de hecho, está adentro. Aunque su estatura sea
intermedia, hay muebles enormes que la encierran y obstaculizan:
de pino y roble, que pensó que le iban a salvar la temporada
con el oro cálido de su grano.
Los obreros se abren paso para arreglar las ventanas,
pero no con paneles de luz al hombro, ninguno de ellos es
un mensajero. Todavía empecinadamente verde, una calle
conduce de regreso al río.
Catorce años se escurrieron en los quince minutos
que le llevó a un sol de final del verano extinguir su luz
detrás de la vereda de enfrente, y a los chicos
dar el partido por terminado.
.
Runa de la finlandesa
Para Sara Karig
“Tú eres muy hábil”, le dijo el reno
“puedes atar todos los vientos del mundo con un solo hilo”
H.C. Andersen, “La reina de las nieves”
Ella podía atar todos los vientos del mundo con un solo hilo.
Ella podía encontrar todas las palabras en un viento cantor.
Podía tenderle un deseo extraño a una mano con manchas.
Podía hilar de una mente enredada la palabra que buscó.
Ella podía internarse en el bosque feral a lomo de una cierva .
Ella podía hacer cantar un manantial con unavara de serbal.
Podía encuadernar un libro prohibido con una piel de seda.
Podía vendar las heridas del lobo con lienzo de un pañal.
Ella podía pasar una guerra mundial en tierras invadidas.
Podía triturar las raíces secas para hacer un pan.
Podía alimentar con comida inventada a toda una cuadrilla.
A los desmembrados, piezas de repuesto les podía encontrar.
Podía descubrir los miembros de piedra ocultos en la arena.
Ella podía aguantar el frío de la mina con un pulmón reseco.
podía entender los juegos de palabras porque aprendió la jerga.
Ella podía acunar con su lengua madre a los niños huérfanos.
Ella podía trenzar con un peine de espinas el pelo de una nena.
Podía encender un fuego de carbón bajo el viento del Ártico
Podía arreglar el motor de una máquina con un alfiler de gancho.
Podía calentar los pies negros de un hombre que estaba agonizando.
Ella podía beber la sopa de piedra de un pozo más que incierto.
Podía aspirar la pestilencia verde de una letrina de trinchera.
Ella podía compartir de un vino muy valioso el trago de la reina.
Ella podía pensar en dos o tres cosas que nunca se dijeron.
Ella podía aprender el lenguaje de señas de sordos y ciegos.
Ella podía ganarse las llaves de hierro de la reina del hielo.
Ella podía salir a pasear colina arriba con un borracho amigo.
Ella podía atar todos los vientos del mundo con un solo hilo.
Una trenza de ajo
Las mujeres mayores se lamentan mientras van al mercado,
compran pescado, higos y tomates que hoy alcanzan
para alimentar al lobo dormido abajo de la mesa
¿que se despierta de qué sueño?
¿Qué vuelve con el cambio de estación sino lo perdido?
Está muerto aquel, al que, atrevida, llamé hermano
con ese resto de vida encaramado en su hombro
graznando la partida.
Él hizo rodar por última vez el dado. Conoció a su
último y mejor interlocutor días antes de
acostarse para la cirugía que podía/no podía
extenderle la apuesta.
Lo que se dijeron les pertenece a ellos. Ahora un hijo escribe
elegías, aunque tenga un padre vivo.
Uno ama el té de salvia, uno le entrega al mundo el aroma del
café de su madre.
La luz retrocedió a lo que era en abril,
irá volviendo gradualmente atrás hasta el invierno.
No puedo llamar “exilio” a mis peregrinaciones
pero cuento las mañanas.
En una canasta colgada en la pared, con la manija
adornada con flores de tela de las cajas de bombones,
están los chalotes moteados de púrpura, y enroscada atrás,
una trenza de ajo.
Me acuerdo, diez días después de un cumpleaños
(el contrapunto y la luz de las velas en el vaso de vino)
cómo exploraban, sin acariciar,
los dedos de la radióloga.
Entonces, la repetición (a la que no se le decía “recurrencia”)
de un ritual de pasaje de quince años atrás:
llegué, doblada por el exceso de equipaje,
llena de cicatrices, al umbral.
Bajo el sol leve del invierno en febrero,
ir dos o tres veces por semana a Gobelins, al
hospital geriátrico donde mi amiga se estaba
recuperando de los nervios.
Al final de los testimonios elegantes y la poética,
duendes furiosos e incoherentes con pañales,
frágil y efímero como toda belleza:
el espíritu humano—
mientras la experiodista miraba, tomaba notas y
ofrecía conmovida a sus visitantes los reportes
de la zona de guerra en la que estaba anclada
pasando el tiempo.
Ahora en nuestros propios restos de vida, brindamos
por la memoria y la continencia. Donde hubo pechos,
tengo cicatrices. Sus dedos nudosos, en estos días, apenas
pueden sostener la lapicera.
A él lo lloran miles, mientras en el silencio y el rumor
del soporte vital para falla orgánica múltiple,
la soledad absoluta, un balanceo de alas escarlata que
se agitan, y desaparecen.
¿Quisiste bien lo que dejaste enseguida?
¿Quisiste bien lo que dejaste enseguida?
Volvé a casa, abrazame y sacame este dolor
de estómago, dolor de cabeza, dolor de corazón.
Nunca tan satisfecha, nunca me despojaron
tanto. Las noches de invierno amontonan
oscuridad en la ventana. Ninguna palabra va a hacer que,
donde estés, tu día se encienda, o te despiertes
de tu noche hacia mí. El único bien que
tengo para para dar o conservar es lo llorado,
esclusas abiertas para el lamento por las ocasiones
perdidas, por el fin de la juventud,
por todos los que amé y murieron de verdad.
Bebí nuestro único año en salmuera en vez de
miel de las estaciones de tu lengua.
Versiones en castellano de Sandra Toro
Grief
Grief walks miles beside the polluted river,
grief counts days sucked into the winter solstice,
grief receives exuberant schoolyard voices
as flung despisals.
It will always be the first of September.
There will be Dominican boys whose soccer
game provides an innocent conversation
for the two people
drinking coffee, coatless. There will be sunset
roselight on the river like a cathedral.
There will be a rusty, amusing tugboat
pushing a barge home.
Did she think she knew what her friend intended?
Did she think her brother rejoiced to see her?
Did she think she’d sleep one more time till sunrise
holding her lover?
Grief has got no brother, sister or lover.
Grief finds friendship elsewhere. Grief, in the darkened
hours and hours before light flicks in one window
holds grief, a mirror.
Brother? He was dead, in a war-drained city.
Grief was shelling peas, with cold water running
in the sink; a harpsichord trilled Corelli
until the phone rang.
And when grief came home from a post-op nightwatch
two small girls looked reticent over homework.
Half the closet, half the drawers were empty.
Who was gone this time?
Grief is isolationist, short-viewed. Grief lacks
empathy, compassion, imagination;
reads accounts of massacres, floods and earthquakes
mired in one story.
Grief is individual, bourgeois, common
and banal, two women’s exchange in Sunday
market : “Le mari de Germaine est mort.” They
fill bags with apples.
Grief is primagravida, in her fifth month.
Now she knows the fetus has died inside her.
Now she crosses shopping-streets on a sun-shot
mid-winter morning.
Winter licks the marrow from streets that open
onto parks and boulevards, rivers, riverparallel
parkways, arteries to bridges,
interstates, airports.
Grief daubs kohl on middle-aged burning eyelids.
Grief drives miles not noticing if the highway
runs beside an ocean, abandoned buildings
or blackened wheatfields
—and, in fact, she’s indoors. Although her height is
average, massive furniture blocks and crowds her:
oak and pine, warm gold in their grain she thought would
ransom her season.
Workmen clear a path to repair the windows,
not with panes of light on their backs, no messagebearers
these. Still stubbornly green, a street leads
back to the river.
Fourteen years drained into the fifteen minutes
that it took a late-summer sun to douse its
light behind the opposite bank, the boys to
call their match over.
Rune of the Finland Woman
For Sára Karig
“You are so wise,” the reindeer said,
“you can bind the winds of the world in a single strand.”
—H. C. Andersen, “The Snow Queen”
She could bind the world’s winds in a single strand.
She could find the world’s words in a singing wind.
She could lend a weird will to a mottled hand.
She could wind a willed word from a muddled mind.
She could wend the wild woods on a saddled hind.
She could sound a wellspring with a rowan wand.
She could bind the wolf’s wounds in a swaddling band.
She could bind a banned book in a silken skin.
She could spend a world war on invaded land.
She could pound the dry roots to a kind of bread.
She could feed a road gang on invented food.
She could find the spare parts of the severed dead.
She could find the stone limbs in a waste of sand.
She could stand the pit cold with a withered lung.
She could handle bad puns in the slang she learned.
She could dandle foundlings in their mother tongue.
She could plait a child’s hair with a fishbone comb.
She could tend a coal fire in the Arctic wind.
She could mend an engine with a sewing pin.
She could warm the dark feet of a dying man.
She could drink the stone soup from a doubtful well.
She could breathe the green stink of a trench latrine.
She could drink a queen’s share of important wine.
She could think a few things she would never tell.
She could learn the hand code of the deaf and blind.
She could earn the iron keys of the frozen queen.
She could wander uphill with a drunken friend.
She could bind the world’s winds in a single strand.
A Braid of Garlic
Aging women mourn while they go to market,
buy fish, figs, tomatoes, enough today to
feed the wolf asleep underneath the table
who wakes from what dream?
What but loss comes round with the changing season?
He is dead, whom, daring, I called a brother
with that leftover life perched on his shoulder
cawing departure.
He made one last roll of the dice. He met his
last, best interlocutor days before he
lay down for the surgery that might/might not
extend the gamble.
What they said belongs to them. Now a son writes
elegies, though he has a living father.
One loves sage tea, one gave the world the scent of
his mother's coffee.
Light has shrunk back to what it was in April,
incrementally will shrink back to winter.
I can't call my peregrinations 'exile,'
but count the mornings.
In a basket hung from the wall, its handle
festooned with cloth flowers from chocolate boxes,
mottled purple shallots, and looped beside it,
a braid of garlic.
I remember, ten days after a birthday
(counterpoint and candlelight in the wine-glass),
how the woman radiologist's fingers
probed, not caressing.
So, reprise (what wasn't called a 'recurrence')
of a fifteen-years-ago rite of passage:
I arrived, encumbered with excess baggage,
scarred, on the threshold.
Through the mild winter sun in February,
two or three times weekly to Gobelins, the
geriatric hospital where my friend was
getting her nerve back.
At the end of elegant proofs and lyric,
incoherent furious trolls in diapers.
Fragile and ephemeral as all beauty:
the human spirit –
while the former journalist watched, took notes and
shocked, regaled her visitors with dispatches
from the war zone in which she was embedded,
biding her time there.
Now in our own leftover lives, we toast our
memories and continence. I have scars where
breasts were, her gnarled fingers, these days, can hardly
hold the pen steady.
Thousands mourn him, while in the hush and hum of
life-support for multiple organ failure,
utter solitude, poise of scarlet wings that
flutter, and vanish.
Did you love well what very soon you left?
Did you love well what very soon you left?
Come home and take me in your arms and take
away this stomach ache, headache, heartache.
Never so full, I never was bereft
so utterly. The winter evenings drift
dark to the window. Not one word will make
you, where you are, turn in your day, or wake
from your night toward me. The only gift
I got to keep or give is what I’ve cried,
floodgates let down to mourning for the dead
chances, for the end of being young,
for everyone I loved who really died.
I drank our one year out in brine instead
of honey from the seasons of your tongue.
MARILYN HACKER (EE.UU, 1942).