Imagen: José Guadalupe Posadas
Corazón apasionado
disimula tu tristeza.
Canción
popular
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o
licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se
preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad,
espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la
palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de
su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al
vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de
electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y
sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones,
de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco
iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión
velada a la injuria: "al buen entendedor pocas palabras". En suma,
entre la realidad y su persona se establece una muralla, no por invisible menos
infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos,
lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.
El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos
del exterior: el ideal de la "hombría" consiste en no
"rajarse" nunca. Los que se "abren" son cobardes. Para
nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una
debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse,
"agacharse", pero no "rajarse", esto es, permitir que el
mundo exterior penetre en su intimidad. El "rajado" es de poco fiar,
un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es
incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores
porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en
su sexo, en su "rajada", herida que jamás cicatriza.
El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza.
Muestra que instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta
reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y en el
carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y la hostilidad del
ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire—
nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que
acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa. Pero esta conducta, legítima en
su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo, automáticamente.
Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos
si esos sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad
masculina corre tanto peligro ante la benevolencia como ante la hostilidad.
Toda abertura de nuestro ser entraña una disminución de nuestra hombría.
Nuestras relaciones con los otros hombres también están
teñidas de recelo. Cada vez que el mexicano se confía a un amigo o a un
conocido, cada vez que se "abre", abdica. Y teme que el desprecio del
confidente siga a su entrega. Por eso la confidencia deshonra y es tan
peligrosa para el que la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en
la fuente que nos refleja, como Narciso, sino que la cegamos. Nuestra cólera no
se nutre nada más del temor de ser utilizados por nuestros confidentes —temor
general a todos los hombres— sino de la vergüenza de haber renunciado a nuestra
soledad. El que se confía, se enajena; "me he vendido con Fulano",
decimos cuando nos confiamos a alguien que no lo merece. Esto es, nos hemos
"rajado", alguien ha penetrado en el castillo fuerte. La distancia
entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y la mutua seguridad, ha
desaparecido. No solamente estamos a merced del intruso, sino que hemos
abdicado.
Todas esas expresiones revelan que el mexicano considera la
vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres
modernos. El ideal de hombría para los otros pueblos consiste en una abierta y
agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo,
listos a repeler el ataque. El "macho" es un ser hermético, encerrado
en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía. La hombría se
mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos del
mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y
políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la
indiferencia de nuestros héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos
enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción que no carece de
grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como Juárez y Cuauhtémoc—
al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una
de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve
la entereza ante la adversidad.
La preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto no se
manifiesta sólo como impasibilidad y desconfianza, ironía y recelo, sino como
el amor a la forma. Ésta contiene y encierra a la intimidad, impide sus
excesos, reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva. La doble
influencia indígena y española se conjugan en nuestra predilección por la
ceremonia, las fórmulas y el orden. EL mexicano, contra lo que supone una
superficial interpretación de nuestra historia, aspira a crear un mundo
ordenado conforme a principios claros. La agitación y encono de nuestras luchas
políticas prueba hasta que punto las nociones jurídicas juegan un papel
importante en nuestra vida pública. Y en la de todos los días el mexicano es un
hombre que se esfuerza por ser formal y que muy fácilmente se convierte en
formulista. Y es explicable. El orden —jurídico, social, religioso o artístico—
constituye una esfera segura y estable. En su ámbito basta con ajustarse a los
modelos y principios que regulan la vida; nadie, para manifestarse, necesita
recurrir a la continua invención que exige una sociedad libre. Quizá nuestro
tradicionalismo —que es una de las constantes de nuestro ser y lo que le da
coherencia y antigüedad a nuestro pueblo— parte del amor que profesamos a la
forma.
Las complicaciones rituales de la cortesía, la persistencia
del humanismo clásico, el gusto por las formas cerradas en la poesía (el soneto
y la décima por ejemplo), nuestro amor por la geometría en las artes
decorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza de
nuestro romanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco, el
formalismo de nuestras instituciones políticas y, en fin, la peligrosa
inclinación que mostramos por la fórmulas —sociales, morales y burocráticas—,
son otras tantas excepciones de esta tendencia de nuestro carácter. El mexicano
no sólo no se abre; tampoco se derrama.
A veces las formas nos ahogan. Durante el siglo pasado los
liberales vanamente intentaron someter la realidad del país a la camisa de
fuerza de la Constitución de 1857. Los resultados fueron la Dictadura de
Porfirio Díaz y la Revolución de 1857. En cierto sentido la historia de México,
como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas y fórmulas en
que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones con que nuestra
espontaneidad se venga. Poca veces la forma ha sido una creación original, un
equilibrio alcanzado no a expensas sino gracias a la expresión de nuestros
instintos y quereres. Nuestras formas jurídicas y morales, por el contrario,
mutilan con frecuencia a nuestro ser, nos impiden expresarnos y niegan
satisfacción a nuestros apetitos vitales.
La preferencia por la forma, inclusive vacía de su contenido,
se manifiesta a lo largo de la historia de nuestro arte, desde la época
precortesiana hasta nuestros días. Antonio Castro Leal, en su excelente estudio
sobre Juan Ruiz de Alarcón, muestra cómo la reserva frente al romanticismo —que
es, por definición, expansivo y abierto— se expresa ya en el siglo XVIII, esto
es, antes de que siquiera tuviésemos conciencia de nacionalidad. Tenían razón
los contemporáneos de Juan Ruiz de Alarcón al acusarlo de entrometido, aunque
más bien hablasen de la deformidad de su cuerpo que de la singularidad de su
obra. En efecto, la porción más característica de su teatro niega al de sus
contemporáneos españoles. Y su negación contiene, en cifra, la que México ha
opuesto siempre a España. El teatro de Alarcón es una respuesta a la vitalidad
española, afirmativa y deslumbrante en esa época, y que se expresa a través de
un gran Sí a la historia y a las pasiones. Lope
exalta el amor, lo heroico, lo sobrehumano, lo increíble; Alarcón opone a estas
virtudes desmesuradas otras más sutiles y burguesas: la dignidad, la cortesía,
el estoicismo melancólico, un pudor sonriente. Los problemas morales interesan
poco a Lope, que ama la acción, como todos sus contemporáneos. Más tarde Calderón
mostrará el mismo desdén por la psicología; los conflictos morales y las
oscilaciones, caídas y cambios del alma humana sólo son metáforas que
transparentan un drama teológico cuyos dos personajes son el pecado original y
la Gracia divina. En las comedias más representativas de Alarcón, en cambio, el
cielo cuenta poco, tan poco como el viento pasional que arrebata a los
personajes lopescos. El hombre, nos dice el mexicano, es un compuesto y el mal
y el bien se mezclan sutilmente en su alma. En lugar de proceder por síntesis,
utiliza el análisis: el héroe se vuelve problema, En varias comedias se plantea
la cuestión de la mentira; ¿hasta qué punto el mentiroso de veras miente, de
veras se propone engañar?; ¿no es él la primera víctima de sus engaños y no es
a sí mismo a quien engaña? El mentiroso se miente a sí mismo: tiene miedo de
sí. Al plantearse el problema de la autenticidad, Alarcón anticipa uno de los
temas constantes de reflexión del mexicano, que más tarde recogerá Rodolfo
Usigli en El gesticulador.
En el mundo de Alarcón no triunfan la pasión ni la Gracia;
todo se subordina a lo razonable; sus arquetipos son los de la moral que sonríe
y perdona. Al substituir los valores vitales y románticos de Lope por los
abstractos de una moral universal y razonable, ¿no se evade, no nos escamotea
su propio ser? Su negación, como la de México, no afirma nuestra singularidad
frente a la de los españoles. Los valores que postula Alarcón pertenecen a
todos los hombres y son una herencia grecorromana tanto como una profecía de la
moral que impondrá el mundo burgués. No expresan nuestra espontaneidad, ni
resuelven nuestros conflictos; son formas que no hemos creado ni sufrido,
máscaras. Sólo hasta nuestros días hemos sido capaces de enfrentar al Sí español un Sí mexicano y no una afirmación
intelectual, vacía de nuestras peculiaridades. La Revolución mexicana, al
descubrir las artes populares, dio origen a la pintura moderna; al descubrir el
lenguaje de los mexicanos, creó la nueva poesía.
Si en la política y el arte el mexicano aspira a crear mundos
cerrados, en la esfera de las relaciones cotidianas procura que imperen el
pudor, el recato y la reserva ceremoniosa. El pudor, que nace de la vergüenza
ante la desnudez propia o ajena, es un reflejo casi físico entre nosotros. Nada
más alejado de esta actitud que el miedo al cuerpo, característico de la vida
norteamericana. No nos da miedo ni vergüenza nuestro cuerpo; lo afrontamos con
naturalidad y lo vivimos con cierta plenitud —a la inversa de lo que ocurre con
los puritanos. Para nosotros el cuerpo existe; da gravedad y límites a nuestro
ser. Lo sufrimos y gozamos; no es un traje que estamos acostumbrados a habitar,
ni algo ajeno a nosotros: somos nuestro cuerpo. Pero las miradas extrañas nos
sobresaltan, porque el cuerpo no vela la intimidad, sino la descubre. El pudor,
así, tiene un carácter defensivo, como la muralla china de la cortesía o las
cercas de los órganos y cactus que separan en el campo a los jacales de los
campesinos. Y por eso la virtud que más estimamos en las mujeres es el recato,
como en los hombres la reserva. Ellas también deben defender su intimidad.
Sin duda en nuestra concepción del recato femenino interviene
la vanidad masculina del señor —que hemos heredado de indios y españoles. Como
casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un
instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asignan la
ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre los que nunca se le
ha pedido su consentimiento y en cuya realización participa sólo pasivamente,
en tanto que "depositaria" de ciertos valores. Prostituta, diosa,
gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no crea, los valores y
energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen
de los hombres, la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos.
Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y
antiguos del universo: la tierra, madre y virgen; activa, es siempre función,
medio, canal. La feminidad nunca es un fin en sí mismo, como lo es la hombría.
En otros países estas funciones se realizan a la luz pública
y con brillo. En algunos se reverencia a las prostitutas o a las vírgenes; en
otros, se premia a las madres; en casi todos, se adula y respeta a la gran
señora. Nosotros preferimos ocultar esas gracias y virtudes. El secreto debe
acompañar a la mujer. Pero la mujer no sólo debe ocultarse sino que, además,
debe ofrecer cierta impasibilidad sonriente al mundo exterior. Ante el escarceo
erótico, debe ser "decente"; ante la adversidad, "sufrida".
En ambos casos su respuesta no es instintiva ni personal, sino conforme a un
modelo genérico. Y ese modelo, como en el caso del "macho", tiende a
subrayar los aspectos defensivos y pasivos, en una gama que va desde el pudor y
la "decencia" hasta el estoicismo, la resignación y la impasibilidad.
La herencia hispanoárabe no explica completamente esta
conducta. La actitud de los españoles frente a las mujeres es muy simple y se
expresa, con brutalidad y concisión, en dos refranes: "la mujer en la casa
y con la pata rota" y "entre santa y santo, pared de cal y
canto". La mujer es una fiera doméstica, lujuriosa y pecadora de
nacimiento, a quien hay que someter con el palo y conducir con el "freno
de la religión". De ahí que muchos españoles consideren a las extranjeras
—y especialmente a las que pertenecen a países de raza o religión diversas a
las suyas— como presa fácil. Para los mexicanos la mujer es un ser obscuro,
secreto y pasivo. No se le atribuyen malos instintos: se pretende que ni
siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de la especie; la mujer
encarna la voluntad de la vida, que es por esencia impersonal. Ser ella misma,
dueña de su deseo, su pasión o su capricho, es ser infiel a sí misma. Bastante
más libre y pagano que el español —como heredero de las grandes religiones
naturalistas precolombinas— el mexicano no condena al mundo natural. Tampoco el
amor sexual está teñido de luto y horror, como en España. La peligrosidad no
radica en el instinto sino en asumirlo personalmente. Reaparece así la idea de
pasividad: tendida o erguida, vestida o desnuda, la mujer nunca es ella misma.
Manifestación indiferenciada de la vida, es el canal del apetito cósmico. En
ese sentido, no tiene deseos propios.
Las norteamericanas proclaman también la ausencia de
instintos y deseos, pero la raíz de su pretensión es distinta y hasta
contraria. La norteamericana oculta o niega ciertas partes de su cuerpo —y, con
más frecuencia, de su psiquis: son inmorales y, por lo tanto, no existen. Al
negarse, se reprime su espontaneidad. La mexicana simplemente no tiene
voluntad. Su cuerpo duerme y sólo se enciende si alguien lo despierta. Nunca es
pregunta, sino respuesta, materia fácil y vibrante que la imaginación y la
sensualidad masculina esculpen. Frente a la actividad que despliegan las otras
mujeres, que desean cautivar a los hombres a través de la agilidad de su
espíritu o del movimiento de su cuerpo, la mexicana opone un cierto hieratismo,
un reposo hecho al mismo tiempo de espera y desdén. El hombre revolotea a su
alrededor, la festeja, la canta, hace caracolear su caballo o su imaginación.
Ella se vela en el recato y la inmovilidad. Es un ídolo. Como todos los ídolos,
es dueña de fuerzas magnéticas, cuya efectividad y poder crecen a medida que el
foco emisor es más pasivo y secreto. Analogía cósmica: la mujer no busca,
atrae. Y el centro de su atracción es su sexo, oculto, pasivo. Inmóvil sol
secreto.
Esta concepción —bastante falsa si se piensa que la mexicana es
muy sensible e inquieta— no la convierte en mero objeto, en cosa. La mujer
mexicana, como todas las otras, es un símbolo que representa la estabilidad y
continuidad de la raza. A su significación cósmica se alía la social: en la
vida diaria su función consiste en hacer imperar la ley y el orden, la piedad y
la dulzura. Todos cuidamos que nadie "falte al respeto a las
señoras", noción universal, sin duda, pero que en México se lleva hasta
sus últimas consecuencias. Gracias a ella se suavizan muchas de las asperezas
de nuestras relaciones de "hombre a hombre". Naturalmente habría que
preguntar a las mexicanas su opinión; ese "respeto" es a veces una
hipócrita manera de sujetarlas e impedirles que se expresen. Quizá muchas
preferirían ser tratadas con menos "respeto" (que, por lo demás, se
les concede solamente en público) y con más libertad y autenticidad. Esto es,
como seres humanos y no como símbolos o funciones. Pero, ¿cómo vamos a
consentir que ellas se expresen, si toda nuestra vida tiende a paralizarse en
una máscara que oculte nuestra identidad?
Ni la modestia propia, ni la vigilancia social, hacen
invulnerable a la mujer. Tanto por la fatalidad de su anatomía
"abierta" como por su situación social —depositaria de la honra, a la
española— está expuesta a toda clase de peligros, contra los que nada pueden la
moral personal ni la protección masculina. El mal radica en ella misma; por
naturaleza es un ser "rajado", abierto. Más, en virtud de un
mecanismo de compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza
original y se crea el mito de la "sufrida mujer mexicana". El ídolo
—siempre vulnerable, siempre en trance de convertirse en ser humano— se
transforma en víctima endurecida e insensible al sufrimiento, encallecida a
fuerza de sufrir. (Una persona "sufrida" es menos sensible al dolor
que las que apenas si han sido tocadas por la adversidad.) Por obra del
sufrimiento, las mujeres se vuelven como los hombres: invulnerables, impasibles
y estoicas.
Se dirá que al transformar en virtud algo que debería ser
motivo de vergüenza, sólo pretendemos descargar nuestra conciencia y encubrir
con una imagen una realidad atroz. Es cierto, pero también lo es que al
atribuir a la mujer la misma invulnerabilidad a que aspiramos, recubrimos con
una inmunidad moral su fatalidad anatómica, abierta al exterior. Gracias al
sufrimiento, y a su capacidad para resistirlo sin protesta, la mujer trasciende
su condición y adquiere los mismos atributos del hombre.
Es curioso advertir que la imagen de la "mala
mujer" casi siempre se presenta acompañada de la idea de actividad. A la
inversa de la "abnegada madre", de la "novia que espera" y
del ídolo hermético, seres estáticos, la "mala" va y viene, busca a
los hombres, los abandona. Por un mecanismo análogo al descrito más arriba, su
extrema movilidad la vuelve invulnerable. Actividad e impudicia se alían en
ella y acaban por petrificar su alma. La "mala" es dura, impía,
independiente, como el "macho". Por caminos distintos, ella también
transciende su fisiología y se cierra al mundo.
Es significativo, por otra parte, que el homosexualismo
masculino sea considerado con cierta indulgencia, por lo que toca al agente
activo. El pasivo, al contrario, es un ser degrado y abyecto. El juego de los
"albures" —esto es, el combate verbal hecho de alusiones obscenas y
de doble sentido, que tanto se practica en la ciudad de México— transparenta
esta ambigua concepción. Cada uno de los interlocutores, a través de trampas
verbales y de ingeniosas combinaciones lingüísticas, procura anonadar a su
adversario; el vencido es el que no puede contestar, el que se traga las
palabras de su enemigo. Y esas palabras están teñidas de alusiones sexualmente
agresivas: el perdidoso (sic) es poseído, violado, por el otro. Sobre él caen
las burlas y escarnios de los espectadores. Así pues, el homosexualismo
masculino es tolerado, a condición de que se trate de una violación del agente
pasivo. Como en el caso de las relaciones heterosexuales, lo importante es
"no abrirse" y, simultáneamente, rajar, herir al contrario.
Me parece que todas estas actitudes, por diversas que sean
sus raíces, confirman el carácter "cerrado" de nuestras reacciones
frente al mundo o frente a nuestros semejantes. Pero no nos bastan los
mecanismos de preservación y defensa. La simulación, que no acude a nuestra
pasividad sino que exige una invención activa y que se recrea a sí misma a cada
instante, es una de nuestras formas de conducta habituales. Mentimos por placer
y fantasía, sí, como todos los pueblos imaginativos, pero también para ocultarnos
y ponernos al abrigo de intrusos. La mentira posee una importancia decisiva en
nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no
pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su
fertilidad y lo que distingue a nuestras mentiras de las groseras invenciones
de otros pueblos, La mentira es un juego trágico, en el que arriesgamos parte
de nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia.
El simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama
una constante improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas
movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que
fingimos, hasta que llega el momento en que realidad y apariencia, mentira y
verdad, se confunden. De tejido de invenciones para deslumbrar al prójimo, la
simulación se trueca en una forma superior, por artística, de la realidad.
Nuestras mentiras reflejan, simultáneamente, nuestras carencias y nuestros
apetitos, lo que no somos y lo que deseamos ser. Simulando, nos acercamos a
nuestro modelo y a veces el gesticulador, como ha visto con hondura Usigli, se
funde con sus gestos, los hace auténticos. La muerte del profesor Rubio lo
convierte en lo que deseaba ser: el general Rubio, un revolucionario sincero y
un hombre capaz de impulsar y purificar a la Revolución estancada. En la obra
de Usigli el profesor Rubio se inventa a sí mismo y se transforma en general;
su mentira es tan verdadera que Navarro, el corrompido, no tiene más remedio
que volver a matar en él a su antiguo jefe, el general Rubio. Mata en él la
verdad de la Revolución.
Si por el camino de la mentira podemos llegar a la
autenticidad, un exceso de sinceridad puede conducirnos a formas más refinadas
de la mentira. Cuando nos enamoramos nos "abrimos", mostramos nuestra
intimidad, ya que una vieja tradición quiere que el que sufre de amor exhiba
sus heridas ante la que ama. Pero al descubrir sus llagas de amor, el enamorado
transforma su ser en una imagen, en un objeto que entrega a la contemplación de
la mujer —y de sí mismo. Al mostrarse, invita a que lo contemplen con los
mismos ojos piadosos con que él se contempla. La mirada ajena ya no lo desnuda:
lo recubre de piedad. Y al presentarse como espectáculo y pretender que se le
mire con los mismos ojos con que él se ve, se evade del juego erótico, pone a
salvo su verdadero ser, lo substituye por una imagen. Substrae su intimidad,
que se refugia en sus ojos, esos ojos que son nada más contemplación y piedad
de sí mismo. Se vuelve su imagen y la mirada que lo contempla.
En todos los tiempos y en todos los climas, las relaciones
humanas —y especialmente las amorosas— corren el riesgo de volverse equívocas.
Narcisismo y masoquismo no son tendencias exclusivas del mexicano. Pero es
notable la frecuencia con que canciones populares, refranes y conductas
cotidianas aluden al amor como falsedad y mentira. Casi siempre eludimos los
riesgos de una relación desnuda a través de una exageración, en su origen
sincera, de nuestros sentimientos. Asimismo, es revelador cómo el carácter
combativo del erotismo se acentúa entre nosotros y se encona. El amor es una
tentativa de penetrar en otro ser, pero sólo puede realizarse a condición de
que la entrega sea mutua. En todas partes es difícil este abandono de sí mismo;
pocos coinciden en la entrega y más pocos aún logran trascender esa etapa
posesiva y gozar del amor como lo que realmente es: un perpetuo descubrimiento,
una inmersión en las aguas de la realidad y una recreación constante. Nosotros
concebimos el amor como conquista y como lucha. No se trata tanto de penetrar
la realidad, a través de un cuerpo, como de violarla. De ahí que la imagen del
amante afortunado —herencia, acaso, del Don Juan español— se confunda con la
del hombre que se vale de sus sentimientos —reales o inventados— para obtener a
la mujer.
La simulación es una actividad parecida a la de los actores y
puede expresarse en tantas formas como personajes fingimos. Pero el actor, si
lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna plenamente, aunque
después, terminada la representación, lo abandone como su piel la serpiente. El
simulador jamás se entrega y se olvida de sí, pues dejaría de simular si se
fundiera con su imagen. Al mismo tiempo, esa ficción se convierte en una parte
inseparable —y espuria— de su ser: está condenado a representar toda su vida,
porque entre su personaje y él se ha establecido una complicidad que nada puede
romper, excepto la muerte o el sacrificio. La mentira se instala en su ser y se
convierte en el fondo último de su personalidad.
Simular es inventar o, mejor, aparentar y así eludir nuestra
condición. La disimulación exige mayor sutileza: el que disimula no representa,
sino que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido, sin renunciar a su ser.
El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo. Temeroso de la
mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y fantasma, eco. No
camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica, rezonga; no se queja,
sonríe; hasta cuando canta —si no estalla y se abre el pecho— lo hace entre
dientes y a media voz, disimulando su cantar:
Y es tanta la tiranía
de esta disimulación
que aunque de raros anhelos
se me hincha el corazón,
tengo miradas de reto
y voz de resignación.
Quizá el disimulo nació durante la Colonia. Indios y mestizos
tenían, como en el poema de Reyes, que cantar quedo, pues "entre dientes
mal se oyen las palabras de rebelión". El mundo colonial ha desaparecido,
pero no el temor, la desconfianza y el recelo. Y ahora no solamente disimulamos
nuestra cólera sino nuestra ternura. Cuando pide disculpas, la gente del campo
suele decir: "Disimule usted, señor". Y disimulamos. Nos disimulamos
con tal ahínco que casi no existimos.
En sus formas radicales el disimulo llega al mimetismo. El
indio se funde con el paisaje, se confunde con la barda blanca en que se apoya
por la tarde, con la tierra obscura en que se tiende a mediodía, con el
silencio que lo rodea. Se disimula tanto su humana singularidad que acaba por
abolirla y se vuelve piedra, pirú, muro, silencio: espacio. No quiero decir que
comulgue con el Todo, a la manera panteísta, ni que en un árbol aprehenda todos
los árboles, sino que efectivamente, esto es, de una manera concreta y
particular, se confunde con un objeto determinado.
Roger Caillois observa que el mimetismo no implica siempre
una tentativa de protección contra las amenazas virtuales que pululan en el
mundo externo. A veces los insectos "se hacen los muertos" o imitan
las formas de la materia en descomposición, fascinados por la muerte, por la inercia
del espacio. Esta fascinación —fuerza de gravedad, diría yo, de la vida— es
común a todos los seres y el hecho de que se exprese como mimetismo confirma
que no debemos considerar a éste exclusivamente como un recurso del instinto
vital para escapar del peligro y la muerte.
Defensa frente al exterior o fascinación ante la muerte, el
mimetismo no consiste tanto en cambiar de naturaleza como de apariencia. Es
revelador que la apariencia escogida sea la muerte o la del espacio inerte, en
reposo. Extenderse, confundirse con el espacio, ser espacio, es una manera de
rehusarse a las apariencias, pero también es una manera de ser sólo Apariencia.
El mexicano tiene tanto horror a las apariencias, como amor le profesan sus
demagogos y dirigentes. Por eso se disimula su propio existir hasta confundirse
con los objetos que lo rodean. Y así, por medio de las apariencias, se vuelve
sólo Apariencia. Aparenta ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la
muerte o del no ser antes que abrir su intimidad y cambiar. La disimulación
mimética, en fin, es una de tantas manifestaciones de nuestro hermetismo. Si el
gesticulador acude al disfraz, los demás queremos pasar desapercibidos. En
ambos casos ocultamos nuestro ser. Y a veces lo negamos. Recuerdo que una
tarde, como oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío, pregunté en voz
alta: "¿Quién anda por ahí?". Y la voz de una criada recién llegada
de su pueblo contestó: "No es nadie señor, soy yo".
No sólo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos
transparentes y fantasmales; también disimulamos la existencia de nuestros
semejantes. No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos
deliberados y soberbios. Los disimulamos de manera más definitiva y radical:
los ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de Alguien,
Ninguno. La nada de pronto se individualiza, se hace cuerpo y ojos, se hace
Ninguno.
Don Nadie, padre español de Ninguno, posee don, vientre,
honra, cuenta en el banco y habla con voz fuerte y segura. Don Nadie llena al
mundo con su vacía y vocinglera presencia. Está en todas partes y en todos los
sitios tiene amigos. Es banquero, embajador, hombre de empresa. Se pasea por
todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en Estocolmo y en Londres. Don
Nadie es funcionario o influyente y tiene una agresiva y engreída manera de no
ser. Ninguno es silencioso y tímido, resignado. Es sensible e inteligente.
Sonríe siempre, Espera siempre. Y cada vez que quiere hablar, tropieza con un
muro de silencio; si saluda encuentra una espalda glacial; si suplica, llora o
grita, sus gestos y gritos se pierden en el vacío que don Nadie crea con su
vozarrón. Ninguno no se atreve a no ser: oscila, intenta una vez y otra vez ser
Alguien. Al fin, entre vanos gestos, se pierde en el limbo de donde surgió.
Sería un error pensar que los demás le impiden existir.
Simplemente disimulan su existencia, obran como si no existiera. Lo nulifican,
lo anulan, lo ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte
cuadros, se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la
pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el nombre
que olvidamos siempre por una extraña fatalidad. el eterno ausente, el invitado
que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una omisión. Y sin embargo,
Ninguno está presente siempre. Es nuestro secreto, nuestro crimen y nuestro
remordimiento. Por eso el Ninguneador también se ningunea; él es la omisión de
Alguien. Y si todos somos Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se
cierra y la sombra de Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador
y lo cubre todo. En nuestro territorio, más fuerte que las pirámides y los
sacrificios, que las iglesias, los motines y los campos populares, vuelve a
imperar el silencio, anterior a la historia.
(El laberinto de la soledad. Ediciones Cuadernos Americanos, México, 1950).
OCTAVIO PAZ (MÉXICO, 1914-1998).