Memorables
Acordate: de tu madre y de tu
padre, y de tu primera mentira, cuyo indiscreto olor se arrastra por tu
memoria.
Acordate de tu primer insulto a
los que te engendraron: la semilla del orgullo fue sembrada, resplandeció la
fisura quebrando la unidad de la noche.
Acordate de los anocheceres de
terror en los que el pensamiento de la nada te arañaba el vientre, y volvía
siempre a carcomerte como un buitre; acordate también de las mañanas de sol en
el cuarto.
Acordate de la noche de liberación
cuando al caer tu cuerpo desatado como un velamen, respiraste un poco del aire
incorruptible; acordate también de los animales viscosos que te volvieron a
capturar.
Acordate de las magias, de los
venenos y de los sueños tenaces; – querías ver, te tapabas los dos ojos para
ver, sin saber abrir otro.
Acordate de tus cómplices y de los
estafas, y de ese inmenso deseo de salir de la jaula.
Acordate del día en que reventaste
el lienzo y fuiste apresado vivo, fijado en el mismo lugar dentro del estruendo
de estruendos de las ruedas de ruedas que vuelven sin volver, dentro tuyo,
sujetado bruscamente siempre por el mismo momento inmóvil, repetido, repetido,
y el tiempo sólo daba una vuelta, todo giraba en tres sentidos innumerables, el
tiempo se cerraba al revés, – y los ojos de carne veían sólo un sueño, solo
existía el silencio devorador, las palabras eran pieles secas, y el ruido, el
sí, el ruido, el no, el aullido visible y negro de la máquina te negaba, – el
grito silencioso “yo soy” que los huesos oyen, por el cual la piedra muere, por
el cual cree morir lo que nunca fue,– y no reaparecerías a cada instante sino
para ser negado por el gran círculo sin límites, todo puro, todo centro, todo
puro excepto vos.
Y acordate los días que siguieron,
cuando marchabas como un cadáver hechizado, con la certidumbre de ser devorado
por el infinito, de ser anulado por la existencia única de lo Absurdo.
Y acordate sobre todo del día en
que quisiste, no importa cómo, arrojarlo todo, – pero un guardián velaba en tu
noche, velaba mientras dormías, te hizo tocar tu propia carne, recordar a los
tuyos, recoger tus andrajos, – acordate de tu guardián.
Acordate del bello espejismo de
los conceptos, y de las palabras conmovedoras, palacio de espejos construido en
un sótano; y acordate del hombre que vino, que rompió todo, que te tomó con su
tosca mano, te arrancó de tus sueños y te hizo sentarte sobre las espinas del
pleno día; y acordate de que no sabes recordarte.
Acordate de que todo se paga,
acordate de tu felicidad, pero cuando fue triturado tu corazón, era muy tarde
para pagar por adelantado.
Acordate del amigo que tendía su
razón para recoger tus lágrimas, brotadas de la fuente helada que violaba el
sol de primavera.
Acordate de que el amor triunfó
cuando ella y vos supieron someterse a su fuego celoso, rogando morir en la
misma llama.
Pero acordate de que el amor no es
de nadie, de que en tu corazón de carne no hay nadie, de que el sol no es de
nadie, ruborízate al contemplar el cenagal de tu corazón.
Acordate de las mañanas en que la
gracia era como una bastón amenazador que te conducía, sumiso, a través de tus
jornadas, –¡bienaventurado el ganado bajo el yugo!
Y acordate que tu pobre memoria
entre sus dedos entumecidos dejó escapar el pez de oro.
Acordate de los que te dicen:
acordate, – acordate de la voz que te decía: no caigas, – y acordate del dudoso
placer de la caída.
Acordate, pobre memoria mía, de
las dos caras de la medalla, – y de su metal único.
1942
Poesía negra y poesía blanca
Como
la magia, la poesía es negra o blanca, según sirva a lo sub-humano o a lo
sobrehumano.
Las
mismas disposiciones innatas ordenan la maquinaria del poeta blanco y del poeta
negro. Algunos las consideran un don misterioso, un sello de las potencias
superiores, otros, una enfermedad o una maldición. No importa. ¡O en realidad
sí! Importaría mucho, pero no hemos llegado a ser aptos para comprender el
origen de nuestras estructuras esenciales. Quien las comprendiera se liberaría
de ellas. El poeta blanco busca comprender su naturaleza de poeta, para
liberarse y hacerla servir. El poeta negro se aprovecha de ella y se esclaviza.
Pero,
¿qué es ese “don” común a todos los poetas? Es una conexión particular entre
las diversas vidas que componen nuestra vida, tal que cada manifestación de una
de estas vidas no posee ya únicamente el signo exclusivo, sino que puede
devenir, por una resonancia interior, el signo de la emoción que es, en un
momento dado, el color o el sonido o el sabor de sí-mismo. Esta emoción
central, profundamente escondida en nosotros, no vibra y no brilla más que en
raros instantes. Esos instantes serán para el poeta sus momentos poéticos, y
todos sus pensamientos y sensaciones y gestos y palabras, en ese momento, serán
los signos de la emoción central. Y cuando la unidad de su significación se
realice en una imagen que se afirme mediante palabras, entonces más
especialmente, diremos que es un poeta. Esto es lo que llamamos “don poético”,
a falta de un conocimiento mayor.
El
poeta tiene una noción más o menos confusa de su don. El poeta negro lo explota
para su satisfacción personal. Cree que posee el mérito de ese don, cree que él
hizo voluntariamente sus poemas. O bien, abandonándose al mecanismo de las
significaciones resonantes, se jacta de estar poseído por un espíritu superior,
que le habría elegido como intérprete. En los dos casos, el don poético está al
servicio del orgullo y de la imaginación falaz. Conjugador o inspirado, el
poeta negro se miente a sí mismo y se cree alguien. Orgullo, mentira, un tercer
elemento lo caracteriza aún: pereza. No digo que no se agite o sufra, al menos
exteriormente. Pero todo ese movimiento se hace solo, se cuida mucho incluso de
no intervenir él mismo, ese sí mismo pobre y desnudo que no quiere ser visto,
ni verse pobre y desnudo, que cada uno de nosotros se esfuerza por esconder
bajo sus máscaras. Al “don” que opera en él, lo goza como un mirón [vouyeur],
sin mostrarse, se viste con él como el cangrejo ermitaño de vientre blando se
abriga con una concha de múrex, hecha para producir el púrpura real y no para
revestir abortos vergonzosos. Pereza de verse, de dejarse ver, miedo de no
tener otras riquezas que las responsabilidades que uno asume, es de esta pereza
que yo hablo – ¡oh madre de todos mis vicios!
La
poesía negra es fecunda en prestigios, como el sueño y el opio. El poeta negro
gusta todos los placeres, luce todos los ornamentos, ejerce todos los poderes
–en la imaginación. El poeta blanco prefiere la verdad, aunque sea pobre, que
las ricas mentiras. Su obra es una lucha incesante contra el orgullo, la
imaginación y la pereza. Aceptando su don, incluso si sufre por él, y sufre por
sufrir, busca hacerlo servir a los fines superiores antes que a sus deseos
egoístas, a la causa todavía desconocida de ese don.
No
voy a decir: ése es poeta blanco, ése es poeta negro. Eso sería caer de ideas a
opiniones, a discusiones y al error. No voy a decir tampoco: tal tiene el don
poético, tal no lo tiene. ¿Lo tengo yo? A menudo dudo, a veces creo estar
seguro. No estoy nunca convencido de una vez por todas. La pregunta se renueva
siempre. Cada vez que el alba aparece el misterio está ahí, entero. Pero si yo
he sido antes poeta, ciertamente fui un poeta negro, y si mañana deseo ser un
poeta, quiero ser un poeta blanco. De hecho, toda poesía humana es mezcla de blanco
y negro: pero una tiende hacia lo blanco y la otra hacia lo negro.
Aquella
que tiende hacia lo negro no realiza un esfuerzo para ello. Sigue la pendiente
natural y sub-humana. No se necesita esfuerzo para jactarse, para dormir,
mentirse y vagar; ni para calcular y conjugar, cuando cálculos y conjugaciones
están al servicio de la vanidad, de la imaginación, de la inercia. Pero lo
poesía blanca va cuesta arriba, como la trucha, para llegar a engendrar en la
fuente viva. Ella resiste, con esfuerzo y con astucia, a los caprichos de los
rápidos y de los remolinos, no se deja distraer por el tornasol de las burbujas
que pasan, ni es llevada por las corrientes a los dulces valles cenagosos.
¿Cómo
lleva esta lucha el poeta que quiere convertirse en poeta blanco? Diré cómo
intento llevarla yo, en mis extraños mejores momentos, para que un día, si soy
un poeta, de mi poesía, tan gris como es, emane al menos un deseo de claridad.
Distinguiré
tres etapas en la operación poética: la del germen poético, la del revestimiento
en imágenes, la de la expresión verbal.
Todo
poema nace de un germen, primero oscuro, que es necesario volver luminoso, para
que produzca frutos de luz. En el poeta negro el germen queda oscuro y produce
ciegas vegetaciones subterráneas. Para hacerlo brillar, es necesario hacer
silencio, porque ese germen es la Cosa-por-decir misma, la emoción central que
a través de toda mi maquinaria quiere expresarse. La máquina por sí misma es
oscura, pero ama proclamarse luminosa, y llega a hacerlo creer. Tan pronto es
puesta en movimiento por el impulso del germen, ella pretende actuar por cuenta
propia, para exhibirse, y por el placer vicioso de cada una de sus palancas y
engranajes. ¡Silencio entonces, máquina! ¡Funcioná y callate! ¡Silencio a los
juegos de palabras, a los versos memorizados, a los recuerdos fortuitamente
reunidos, silencio a la ambición, al deseo de brillar –porque la luz sola
brilla por sí-misma– silencio al elogio de sí mismo, a la autocompasión,
silencio al gallo que cree hacer salir al sol! Y el sol aparta las tinieblas,
el germen comienza a brillar, alumbrador, no alumbrado. Esto es lo que habría
que hacer. Es muy difícil, pero cada pequeño esfuerzo recibe en recompensa un
pequeño rayo de luz. La Cosa-por-decir aparece entonces, en lo más íntimo de
sí, como una certeza eterna –conocida, reconocida y esperada al mismo tiempo–
un punto luminoso conteniendo la totalidad del deseo de ser.
La
segunda fase es la vestimenta del germen luminoso –que revela pero no es
revelado, invisible como la luz y silencioso como el sonido–, su revestimiento
por las imágenes que lo manifestarán. Allí todavía es necesario revisar las
imágenes, rechazar y apresar aquellas que no quieren servir más que a la
facilidad, la mentira y el orgullo. ¡Hay tantas bellas que uno querría mostrar!
Pero, hecho el orden, debe dejarse al germen elegir él mismo la planta o el
animal del que va a vestirse, dándole la vida.
Y
viene, en tercer lugar, la expresión verbal, donde no cuentan ya solamente el
trabajo interior, sino también la ciencia y el saber-hacer exteriores. El
germen tiene su respiración propia. Su aliento se apropia de los mecanismos de
la expresión, comunicándoles su cadencia. Entonces, deben esos mecanismos estar
bien aceitados y además muy descansados, para que no se pongan a bailar su
baile solos, a escandir sus metros incongruentes. Y al mismo tiempo, ella
somete los sonidos del lenguaje en su aliento, la Cosa-por-decir los obliga así
a contener sus imágenes. ¿Cómo realiza ella esta doble operación? Ese es el misterio.
No es por conjugación intelectual, hace falta mucho tiempo para eso; ni por
instinto: el instinto no inventa. Ese poder se ejerce gracias a la conexión
especial que existe entre los elementos de la maquinaria del poeta, que une en
una sola substancia viva materiales tan diferentes como las emociones, las
imágenes, los conceptos y los sonidos. La vida de ese nuevo organismo es el
ritmo del poeta.
El
poeta negro hace casi todo lo contrario, aunque la exacta semblanza de estas
operaciones se efectúan en él. Su poesía le abre numerosos mundos, es cierto,
pero mundos sin Sol, iluminados por mil lunas fantásticas, poblados de
fantasmas, decorados de espejismo, y a veces adoquinados de buenas intenciones.
La poesía blanca abre la puerta de un solo mundo, el de un único Sol, sin
prestigios, real.
He
dicho lo que es necesario hacer para devenir un poeta blanco. ¡Hace falta que
yo llegue a serlo! Incluso en la prosa, en las palabras y la escritura
ordinarias –en todos los aspectos de mi vida cotidiana– todo lo que produzco es
gris, piadoso, manchado, mezcla de luz y de noche. Entonces, reemprendo la
lucha después. Me releo. Entre mis frases veo palabras, expresiones, parásitos
que no sirven a la Cosa-por-decir; una imagen que pretende ser extraña, un
juego de palabras tomado por divertido, una pedantería de grosero que bien
debería quedarse en su escritorio, en lugar de venir a tocar la flauta en mi
cuarteto de cuerdas, y, cosa notable, al mismo tiempo es una falta de buen
gusto, de estilo o incluso de sintaxis. El lenguaje mismo parece dispuesto para
descubrirme los intrusos. Pocas de las faltas son de técnica pura. Casi todas
son mis faltas. Y tacho, corrijo, con la alegría que alguien puede tener al
cortarse del cuerpo un trozo engangrenada.
1941
Traducción de Juan Dardón y Adrián Bollini.
(De “ Poésie noire,
poésie blanche”, 1945).
La desilusión
Blanco y negro y blanco y negro
atención, quiero enseñaros a
morir,
cerrad los ojos, apretad los
dientes,
¡Clac!, ya veis, no es nada
difícil,
no hay en esto nada asombroso.
Os hablo sin pasión
negro y blanco y negro y blanco,
¡Clac!, ya veis qué pronto se
aprende,
os hablo sin amor,
y sin embargo bien sabéis…
–hay que llevar la evidencia hasta
lo absurdo–
Blanco y negro y blanco y negro y
negro y blanco,
si nuestras almas cambiaran sus
cuerpos,
nada cambiaría,
por lo tanto no habléis más de
cuerpos y almas.
Blanco, negro, ¡Clac! es lo único
que podemos concebir unido,
(¿no es cierto que no hay en esto
nada trágico?)
Os hablo sin pasión
Blanco, negro, blanco, negro,
¡Clac!,
es mi eterno grito de moribundo,
ese grito blanco, ese agujero
negro…
¡Oh! No entendéis nada,
ni tampoco existís
yo me encuentro solo para morir.
(De "Le
Contre-ciel", 1936).
***
Yo soy la muerte, porque no tengo
el deseo
No tengo el deseo porque creo
poseer
Creo poseer porque no trato de dar
Tratando de dar, vemos que no
tenemos nada
Al ver que no se tiene nada, uno
trata de darse
Tratando de darse, uno ve que no
es nada
Viendo que no se es nada, se desea
llegar a ser
Deseando llegar a ser, se vive.
La consoladora
El silencio agravaba la pérdida de
un amigo,
Las llamas de las velas se
cuajaban en flores
blancas,
Entonces yo me señalé con el dedo
en los espejos.
Unos cajones se abrieron solos con
la brisa de la
mañana,
Un sol hacía cálculos estúpidos
babeando.
Una mujer con ojos de blanco
marfil entró
Y me tendió los brazos sonriendo;
poseía
En vez de dientes trozos de carne
roja.
(De Antología de la poesía surrealista, 1961. Trad.
de Aldo Pellegrini).
La
guerra santa
Voy a escribir un poema sobre la
guerra. Tal vez no sea un verdadero poema, pero será sobre una guerra
verdadera.
No será un verdadero poema, porque
si el poeta verdadero estuviera aquí, y si entre la multitud corriera el rumor
de que iba a hablar, entonces se haría un gran silencio, primero se abultaría
un pesado silencio, un silencio grávido de mil truenos.
Visible, nosotros veríamos al
poeta; vidente, él nos vería; y palideceríamos en nuestras pobres sombras,
querríamos que fuese tan real, nosotros los macilentos, nosotros los
fastidiados, nosotros los cualquier cosa.
Estaría aquí, lleno a reventar con
los mil truenos de la multitud de enemigos que contiene
—porque los contiene, y los
contenta cuando quiere—, incandescente de dolor y de sagrada ira, y sin embargo
tranquilo como un pirotécnico, en el gran silencio, abriría un grifo pequeño,
el grifo pequeñito del molino de palabras, y por ahí nos soltaría un poema, un
poema tal que nos pondríamos verdes.
***
Lo que voy a escribir no será un
verdadero poema poético de poeta, porque si se dijera la palabra «guerra» en un
verdadero poema, entonces la guerra, la verdadera guerra de la que hablara el
verdadero poeta, la guerra sin piedad, la guerra sin compromisos ardería
definitivamente dentro de nuestros corazones.
Porque en un verdadero poema las
palabras traen las cosas.
Pero tampoco será un discurso
filosófico. Porque para ser filósofo, para amar la verdad más que a uno mismo,
hay que estar muerto ante el error, hay que haber matado a las traidoras
complacencias del sueño y de la ilusión cómoda. Y éste es el objetivo y el fin
de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay traidores que
desenmascarar.
Y tampoco será obra de ciencia.
Porque para ser un sabio, para ver y querer ver las cosas tal como son, se debe
ser uno mismo, y quererse ver tal como uno es. Se debe haber roto los espejos
mentirosos, se debe haber matado con una mirada despiadada a los fantasmas
insinuantes. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha
comenzado, aún hay máscaras que arrancar.
Y tampoco será un canto
entusiasta. Porque el entusiasmo es estable cuando el dios se ha erguido,
cuando los enemigos no son sino fuerzas sin forma, cuando el estruendo de
guerra retumba a todo volumen, y la guerra apenas ha comenzado, aún no hemos
echado al fuego nuestras camas.
Tampoco será una invocación
mágica, porque el mago le pide a su dios: «Haz lo que a mí me gusta», y se
niega a hacerle la guerra a su peor enemigo si el enemigo le gusta; sin
embargo, tampoco será una plegaria de creyente, porque el creyente pide de la
mejor manera posible: «Haz lo que quieras», y para ello ha debido meter el
hierro y el fuego en las entrañas de su más caro enemigo, que es lo que ocurre
en la guerra, y la guerra apenas ha comenzado.
Será un poco de todo esto, un poco
de esperanza y de esfuerzo hacia todo esto, y también será un llamado a las
armas. Un llamado que el juego de ecos podrá devolverme, y que tal vez otros
oirán.
Han adivinado ahora de qué guerra
quiero hablar.
De las otras guerras —de las que
vivimos— no hablaré. Si hablara de ellas, sería literatura común, un sustituto,
un a-falta-de, un pretexto. Así como me ha sucedido usar la palabra «terrible»
cuando no tenía carne de gallina. Así como he usado la expresión «morir de hambre»
cuando aún no había robado en los puestos de comida. Así como he hablado de
locura antes de haber intentado mirar el infinito por el ojo de la cerradura.
Así como he hablado de muerte, antes de haber sentido que mi lengua tenía el
gusto a sal de lo irreparable. Así como algunos, que siempre se consideraron
superiores al puerco doméstico, hablan de pureza. Así como algunos, que adoran
y repintan sus cadenas, hablan de libertad. Así como algunos, que sólo aman su
propia sombra, hablan de amor. O de sacrificio, los que no se cortarían por
nada el dedo meñique. O de conocimiento, los que se disfrazan ante sus propios
ojos. Así como nuestra gran enfermedad es hablar para no ver nada.
Sería un sustituto impotente, así
como los viejos y los enfermos hablan con naturalidad de los golpes que dan o
reciben los jóvenes saludables.
¿Tengo derecho de hablar entonces
de esa otra guerra —sólo aquella que no vivimos— cuando quizá no ha estallado
irremediablemente en mí? ¿Cuando todavía estoy en las escaramuzas? Es cierto,
tengo escaso derecho de hacerlo. Pero «escaso derecho», también quiere decir «a
veces el deber» —y sobre todo «la necesidad», porque nunca tendré demasiados
aliados.
***
Intentaré pues hablar de la guerra
santa.
¡Que estalle de manera
irreparable! Es cierto, arde de vez en cuando, pero nunca por mucho tiempo. Al
primer indicio de victoria, me admiro de mi triunfo, y me hago el generoso, y
hago pactos con el enemigo. Hay traidores en la casa, pero tienen pinta de
amigos, ¡sería tan desagradable desenmascararlos! Tienen su lugar junto a la
chimenea, sus sillones y sus pantuflas, y vienen cuando dormito, a ofrecerme un
cumplido, una historia palpitante o graciosa, flores y golosinas, y a veces un
bonito sombrero con plumas. Hablan en primera persona, es mi voz la que creo
oír, es mi voz la que creo emitir: «soy…, sé… quiero…» ¡Mentiras! Mentiras
injertadas en mi carne, abscesos que me gritan: «¡No nos mates, somos de tu
misma sangre!», pústulas que lloriquean: «Somos tu único bien, tu único adorno,
sigue pues alimentándonos, no te cuesta tanto!»
Y son numerosos, y son encantadores,
son compasivos, son arrogantes, hacen chantaje, se alían —pero estos bárbaros
no respetan nada— nada verdadero, quiero decir, porque frente a todo lo demás,
están retorcidos de respeto. Gracias a ellos tengo una apariencia, son ellos
quienes ocupan el lugar y guardan las llaves del armario de máscaras. Me dicen:
«Nosotros te vestimos, sin nosotros, ¿cómo te presentarías en el mundo
elegante?» ¡Ay! ¡Mejor andar desnudo como una larva!
Para combatir a estos ejércitos,
sólo tengo una espadita minúscula, apenas visible al ojo desnudo, filosa como
una navaja, es cierto, y muy asesina. Pero verdaderamente tan pequeña que la
pierdo a cada instante. Nunca sé dónde la he guardado. Y cuando la encuentro,
entonces me parece que pesa demasiado y es difícil de manejar, mi espadita
asesina.
Apenas sé decir algunas palabras,
y además son más bien vagidos, mientras que ellos hasta saben escribir. Siempre
tengo uno en la boca, que acecha mis palabras cuando quiero hablar. Las
escucha, se guarda todo para él, y habla en mi lugar, con las mismas palabras,
pero con su propio acento inmundo. Y gracias a él la gente me estima y me
considera inteligente. (Pero quienes saben no se equivocan: ¡ojalá pudiera oír
a quienes saben!)
Estos fantasmas me roban todo.
Después de esto, se les hace fácil compadecerse de mí: «Nosotros te protegemos,
te expresamos, te hacemos valer. ¡Y tú quieres asesinarnos! Pero es a ti mismo
a quien desgarras cuando nos regañas, cuando nos golpeas vilmente en la nariz
tan sensible, a nosotros, tus buenos amigos.»
Y la sucia compasión, con sus
tibiezas, llega a debilitarme. ¡Contra ustedes, fantasmas, toda la luz! Con
sólo encender la lámpara, se callarán. Con sólo abrir un ojo, desaparecerán.
Porque son el vacío esculpido, la nada maquillada. Contra ustedes, la guerra a
ultranza. Nada de piedad, nada de tolerancia. Un solo derecho: el derecho del
que más es.
Pero ahora es otra canción. Se
sienten descubiertos. Entonces se hacen los conciliadores. «En efecto, tú eres
el amo. Pero, ¿qué es un amo sin sirvientes? Déjanos en nuestros modestos
lugares, prometemos ayudarte. Mira, por ejemplo: imagina que quieres escribir
un poema. ¿Qué harías sin nosotros?»
Sí, rebeldes, un día los volveré a
poner en su lugar. Los doblaré a todos bajo mi yugo, los alimentaré con heno y
los estregaré todas las mañanas. Pero mientras me chupen la sangre y me roben
la palabra, ¡ay!, ¡prefiero nunca escribir un poema!
Qué bonita paz se me propone.
Cerrar los ojos para no ver el crimen. Agitarse de la mañana a la noche para no
ver a la muerte siempre dispuesta. Creerse victorioso antes de haber luchado.
¡Paz de mentiras! Conformarse con sus cobardías, puesto que todo el mundo se
conforma. ¡Paz de vencidos! Un poco de mugre, un poco de ebriedad, un poco de
blasfemia bajo palabras ingeniosas, un poco de hipocresía, de la que se hace
una virtud, un poco de pereza y de ensoñación, o incluso mucho si uno es
artista, un poco de todo esto rodeado por toda una confitería de bellas
palabras, ésa es la paz que se me propone. ¡Paz de vendidos! Y para
salvaguardar esta paz vergonzosa, uno haría todo, uno haría la guerra contra
sus semejantes. Porque existe una receta vieja y segura para conservar siempre
la paz en uno: acusar siempre a los otros. ¡Paz de traición!
***
Ahora saben que quiero hablar de
la guerra santa.
Aquel que ha declarado esta guerra
en sí mismo está en paz con sus semejantes y, aunque todo él sea el campo de la
batalla más violenta, dentro del adentro de sí mismo reina una paz más activa
que todas las guerras. Y cuanto más reina la paz dentro del adentro, en el
silencio y la soledad central, más estragos hace la guerra contra el tumulto de
mentiras y la innumerable ilusión.
En ese vasto silencio cubierto de
gritos de guerra, oculto del afuera por el fugaz espejismo del tiempo, el
eterno vencedor oye las voces de otros silencios. Solo, habiendo disuelto la
ilusión de no estar solo, solo, ya no sólo es él quien está solo. Pero yo estoy
separado de él por esos ejércitos de fantasmas que debo aniquilar. ¡Ojalá
pudiera un día instalarme en esta ciudadela! ¡Sobre las murallas que me
desgarren hasta los huesos, para que el tumulto no entre a la cámara real!
«Pero, ¿mataré?», pregunta Arjuna
el guerrero. «¿Pagaré el tributo al César?», pregunta otro. —Mata —se le
responde— si eres un asesino. No tienes alternativa. Pero si tus manos
enrojecen con la sangre del enemigo, no dejes que ni una gota salpique la
cámara real, donde espera el vencedor inmóvil. —Paga —se le responde—, pero no
dejes que el César eche ni una mirada sobre el tesoro real.
Y yo que no tengo otra arma, en el
mundo del César, más que el habla, yo que no tengo otra moneda, en el mundo del
César, más que las palabras, ¿hablaré?
Hablaré para llamarme a la guerra
santa. Hablaré para denunciar a los traidores que he alimentado. Hablaré para
que mis palabras avergüencen a mis acciones, hasta el día en que una paz
acorazada de trueno reine en la cámara del eterno vencedor.
Y porque he usado la palabra
guerra, y esta palabra guerra ya no es hoy un simple ruido que la gente
instruida hace con la boca, porque ahora es una palabra seria y cargada de
sentido, se sabrá que hablo seriamente y que no son ruidos vanos los que hago
con la boca.
Primavera
1940
En Revista Tsé-Tsé Nº 16, mayo de 2005.
Trad. de Mónica Mansour
La muerte espiritual
Tú siempre te has equivocado. Como
yo, como todo hombre, te has dejado deslizar sobre pendientes fáciles y vanas.
Tu espíritu no ha viajado sino en sueños hacia la verdad; tus más bellas teorías
se desvanecen ante el muro de las apariencias. Este velo de formas coloreadas,
de sonidos, de diversas cualidades sensibles, tan fácilmente declarado
ilusorio, es sólido sin embargo. Es de allí de donde has partido; pero tomaste
una puerta falsa. O más bien, has creído partir; te has dormido en el umbral y
has soñado tus creencias sobre el mundo y sobre el espíritu.
Hoy yo te espero en el umbral.
Intentaremos nuestros primeros pasos juntos. Ante todo te pido que mires lo que
te rodea, en este momento, con la mayor simplicidad. Ve lo que se te presenta.
Sobre todo, no empieces a cuestionar la realidad de este mundo: ¿en nombre de
qué la juzgarías? ¿Sabes acaso lo que es la realidad absoluta? Quienquiera que
emprenda un viaje debe partir del lugar donde se encuentra; no debe creer que
el viaje ya ha sido realizado por tener en sus manos un itinerario preciso y
detallado; la línea que ha trazado sobre un mapa sólo tiene sentido si él puede
fijar el punto donde él está actualmente. Tú, también, búscate. Es decir:
despierta, encuéntrate: el lugar donde te encuentras es el estado actual de tu
conciencia, tomada con la totalidad de su contenido; es de allí de donde debes
partir. Y toda nuestra especulación nunca será más que el itinerario de un
viaje posible.
Toda metafísica que se basta a sí
misma se parece al vano placer de un hombre que pasa su tiempo leyendo guías e
itinerarios, combinando trayectos en un mapa, y creyendo que viaja. Hasta hoy
los filósofos parecen no haber hecho otra cosa; o de lo contrario, si algunos
llegaron a hacer viajes reales, ninguno ha sabido cómo hacerlo aparecer; y de
esta manera, toda filosofía, incluso la que fue vivida por su creador como una
experiencia real, sigue siendo un juego estéril, un juego inútil, para los
hombres.
La prueba que te propongo llevar a
cabo junto conmigo puede resumirse en dos palabras: permanecer despierto. Ante
todo te pedí despertar, constatar de qué tienes conciencia en este momento.
Tienes conciencia de un cambio continuo. Además, has sentido, bajo una u otra
forma, una necesidad de llegar a ser algo que no eres todavía; pero es posible
que –comprendiéndome mal- declares que no sientes nada semejante; aún entonces
puedes experimentar que, si aceptas pasivamente las condiciones que se imponen
a tu conciencia, duermes. Despertar no es un estado, sino un acto. Y los
hombres están despiertos con mucha menor frecuencia que lo que sus palabras
tienen la pretensión de hacerlo creer.
Tal hombre despierta por la
mañana, en su cama. Apenas se ha levantado, ya está dormido otra vez; al
entregarse a todos los automatismos que hacen que su cuerpo se vista, salga,
camine, vaya a su trabajo se agite de acuerdo a la regla cotidiana, coma,
hable, lea el periódico –ya que es en general el cuerpo sólo quien se ocupa de
todo esto-, mientras hace todo esto, él duerme. Para despertar haría falta que
pensara: “toda esta agitación está fuera de mí”. Haría falta un acto de
reflexión. Pero si este acto desencadena en él nuevos automatismos, los de la
memoria, los del razonamiento, bien podrá su voz afirmar que aún sigue
reflexionando, pero él se ha vuelto a dormir. Así que puede pasar días enteros
sin despertar un solo instante. Basta que pienses tú en esto estando en medio
de una multitud, y te verás rodeado de una masa de sonámbulos. El hombre no
pasa, como se dice, un tercio de su vida durmiendo, sino casi toda su vida
durmiendo con ese verdadero sueño del espíritu. Y al sueño, que es la inercia
de la conciencia, no le cuesta mucho atrapar al hombre en sus redes: ya que éste
es natural y casi irremediablemente perezoso, quisiera despertar, es cierto;
pero como el esfuerzo no le agrada, él quisiera -e ingenuamente lo cree
posible- que este esfuerzo, una vez realizado, lo coloca en un estado de
despertar definitivo, o al menos de alguna duración; así, queriendo descansar
en su despertar, se duerme. Así como uno no puede querer dormir, pues querer,
sea lo que sea, siempre es despertar; así tampoco puede uno permanecer
despierto si no lo quiere en todo momento.
Y el único acto inmediato que
puedes cumplir es despertar, es tomar conciencia de ti mismo. Entonces, vuelve
tu mirada sobre lo que crees haber hecho desde el comienzo de este día: quizás
es la primera vez que te despiertas realmente; y es sólo en ese instante que
tienes conciencia de todo lo que has hecho como un autómata, sin pensamiento.
En su mayoría, los hombres nunca despiertan siquiera hasta el punto de darse
cuenta de haberse dormido. Ahora, acepta —si quieres— esta existencia de
sonámbulo. Tú podrás comportarte en la vida como ocioso, como obrero,
campesino, comerciante, diplomático, artista, filósofo, sin despertar nunca,
sino cada cierto tiempo; justo lo necesario para gozar o sufrir de la manera
como duermes; sería incluso tal vez más cómodo —sin cambiar nada de tu
apariencia— no despertar en absoluto.
Y como la realidad del espíritu es
acto, no siendo nada la idea misma de “substancia pensante” cuando no es
pensada en el presente, en ese sueño, ausencia de acto, privación de
pensamiento, no hay nada: es realmente la muerte espiritual.
Pero si tú elegiste ser, has
emprendido un camino muy duro, siempre en subida, y que reclama un esfuerzo a
cada instante. Tú despiertas: e inmediatamente debes despertar otra vez.
Despiertas de tu despertar: tu primer despertar aparece como un sueño a tu
despertar profundo. Por esta marcha reflexiva la conciencia pasa perpetuamente
al acto.
Mientras que los demás hombres, en
su gran mayoría, no hacen más que despertar, dormir, despertar, dormir; subir
un escalón de conciencia, para volver a bajarlo de inmediato, sin elevarse
jamás por encima de esta línea zigzagueante. Tú te encuentras y te reencuentras
lanzado en una trayectoria indefinida de despertares siempre nuevos, y como
nada vale sino para la conciencia que percibe, tu reflexión sobre este
despertar perpetuo hacia la más alta conciencia posible constituirá la ciencia
de las ciencias. Yo la llamo METAFÍSICA; pero, por ciencia de las ciencias que
sea, no olvides que ella jamás será sino el itinerario trazado por adelantado,
y a grandes rasgos, de una progresión real. Si lo olvidas, si crees haber
acabado de despertar porque has establecido por adelantado las condiciones de
tu despertar perpetuo, en ese momento, otra vez te quedas, te quedas dormido en
la muerte espiritual.
Entrada de las larvas
El pertiguero de la iglesia
llevaba a pacer sus cabras por la vacía avenida.
Algunos niños morían o se secaban
en las ventanas —era primavera y las manos de los hombres se extendían al sol,
ofreciendo a todos ese pan de sus palmas que los niños no habían mordido
todavía.
Sobre las terrazas uno se
encontraba entre la tierra y el cielo. Ese día hubo muchos cráneos rotos de
muchachos que querían volar por encima de los jardines.
Las gaviotas y los pañuelos
golpeaban en el aire y rompían azul en los cristales, y unos barcos de cristal
huían más allá de las nubes.
Cuando vino la noche, le tocó el
turno a los ancianos: invadieron las calles, sentados sobre sus taburetes de
tosca madera, encantaban a las palomas y bebían leche caliente.
El cielo estaba solamente un poco
más oscuro y más alto.
Los árboles se estiran en el
parque y tienden trampas a las mariposas nocturnas; el pertiguero ha entrado a
la iglesia y las cabras duermen en la cripta.
Las mujeres aúllan todas de pronto
con gargantas de lobas porque por los suburbios se ha deslizado un hombre
desnudo y blanco que viene del campo.
(De "Últimas palabras
del poeta”).
El Monte Análogo
(Fragmentos)
«Y lo que define la escala de la
montaña simbólica por excelencia –aquella a la que yo proponía llamar Monte
Análogo- es su inaccesibilidad por los medios humanos ordinarios. El Sinaí, el
Nebo y hasta el Olimpo se han convertido desde hace mucho en lo que los
alpinistas califican de “montañas buenas para que pasten las vacas”, y hasta
las cimas más elevadas de los Himalayas ya no se consideran inaccesibles. Por
lo tanto, todas esas cimas han perdido su poder análogo. Y el símbolo ha debido
refugiarse en montañas absolutamente míticas, como el Monte Meru de los
hindúes. Pero el Meru –y tomaremos este único ejemplo-, al carecer de ubicación
geográfica, no mantiene aquel sentido emocionante de ser una vía que una la
Tierra con el Cielo y si bien puede seguir representando el centro o eje de
nuestro sistema planetario, en cambio ya no es el medio por el cual el hombre
puede llegar allí.
Terminaba afirmando que para que
una montaña pueda desempeñar el papel de Monte Análogo es necesario que la cima
resulte inaccesible, pero que su pie sea accesible a los seres humanos tal como
la naturaleza los ha hecho. Es necesario que sea única y que exista
geográficamente. Pues la puerta hacia lo invisible debe ser visible.»
«Muy alto y muy lejos en el cielo,
mucho más allá de los sucesivos círculos que van formando los picos cada vez
más elevados y las nieves cada vez más blancas, en medio de un resplandor que
resulta insoportable para los ojos humanos, e invisible por el exceso de luz
que lo rodea, se yergue la punta última del Monte Análogo. “Allí, en una cima
más aguda que la aguja más fina, está aquél que llena el espacio íntegro. Allí,
en lo alto, en ese aire sutil donde todo hiela, subsiste únicamente el cristal
de la última estabilidad. Allí, en medio del fuego celeste donde todo arde,
sólo subsiste el perpetuo incandescente. Ahí, en el centro del todo, está aquel
que ve el acaecer de todas las cosas, comienzo y final”. Y esto es lo que allí
arriba cantan los montañeses. Así es. “Y dices que así es, pero si hace un poco
de frío, tu corazón se vuelve topo; si hace algo de calor, tu cabeza se llena
de una nube de moscas; si tienes hambre, tu cuerpo se convierte en un asno que
ni agarrotazos marcha, y si estás cansado, se te imponen los pies!”. Y esto
también lo cantan los montañeses, mientras escribo, mientras busco la forma de
revestir esta historia verdadera para que resulte creíble».
«Una de las leyes del Monte
Análogo: para alcanzar su cima hay que ir de refugio en refugio. Pero, antes de
partir de cada uno de ellos, existe el deber ineludible de preparar a los seres
que habrán de ocupar el lugar que se abandona. Y sólo después de haberlos
preparado se puede continuar el ascenso.
En consecuencia, antes de
lanzarnos hacia un nuevo refugio hemos tenido que descender, para enseñar
nuestros primeros conocimientos a otros buscadores...”»
« Mis primeros contactos con la
montaña son recientes. Yo mismo soy un novicio. Sin embargo, un gusto innato
por la observación y el esfuerzo simultáneos, y varias otras circunstancias , a
menudo me han permitido adquirir en un día la experiencia que a otros les
hubiera llevado semanas. Y como estas observaciones son las de un novicio, como
son nuevecitas y conciernen a las primeras dificultades con las que se
encuentra un principiante, tal vez a éste le resulten más útiles, en sus
primeras excursiones, que los tratados escritos por maestros que, sin duda, son
más metódicos y completos, pero que únicamente son inteligibles cuando en ellos
hay algo, aunque sea un poco, de experiencia previa: toda la ambición dee stas
notas es ayudar al novicio a adquirir con mayor rapidez esa experiencia
preparatoria».
«El alpinismo es el arte de
recorrer las montañas afrontando los mayores peligros con la mayor prudencia.
Y aquí llamamos arte al logro de
un saber en una acción».
«Es imposible permanecer por
siempre jamás en las cimas, hay que descender... Entonces, ¿de qué sirve? Mira:
lo alto conoce lo bajo, pero lo bajo no conoce lo alto. Al subir observa
siempre cuidadosamente las dificultades del camino; mientras subes puedes ir
viéndolas; al bajar, ya no las verás, pero si has observado bien, sabrás dónde
se encuentran.
Al subir, uno ve; al bajar ya no
se ve, pero se ha visto. Existe el arte de moverse en las regiones bajas
mediante el recuerdo de lo que se vio al estar más arriba. Cuando ya no es
posible ver, por lo menos se puede saber».
«Lo interrogué:
pero, ¿qué es eso del “alpinismo
análogo”?
—Es el arte...
—y ¿qué es un arte?...
—Valor del peligro: temeridad –
suicidio y además insatisfacción.
—¿Qué es peligro?
—¿Qué es prudencia?
—¿Qué es montaña?»
«Muchas clases de voces se
hicieron oír aún. Y entre lo que dijeron hubo que elegir. Una habló sobre el
hombre que, después de bajar de las cimas, llegó al pie de las montañas, donde
la mirada abarca solamente los alrededores inmediatos. “Pero posee el recuerdo
de lo que ha visto, lo que podrá servirle de guía. Cuando ya no es posible ver,
se puede, sin embargo, saber y se puede atestiguar acerca de lo que se ha
visto”. Otra voz hablaba sobre los zapatos y decía que cada clavo, cada “ala de
mosca” podríamos decir que se tornan sensibles, como un dedo, que palpa el
suelo y se aferra a la más mínima rugosidad, y, sin embargo, no son más que
zapatos, no se ha nacido con ellos, y un cuarto de hora de cuidado todos los
días basta para conservarlos en buen estado. En cuanto a los pies... con ellos
nacemos y con ellos moriremos, por lo menos así lo creemos; pero ¿será
realmente así? No hay acaso pies que sobreviven a sus poseedores o que les
preceden en la muerte?; a ésa la hice callar, se estaba volviendo escatológica.
Otra habló del Olimpo y del Gólgota, otra del poliglobulismo y de las
particularidades del metabolismo de los montañeses. Otra, por fin, anunció que
“nos equivocábamos al pretender que la alta montaña era pobre en leyendas, y
que por lo menos conocía una bastante notable”. Precisó que, en realidad, en
esa leyenda, la montaña servía más de decorado que de símbolo, y que la
verdadera ubicación del relato era “en la unión de nuestra humanidad con una
civilización superior, allí donde se perpetúa una verdad instituida”. Muy
intrigado, le supliqué que me relatara la historia. Hela aquí...La escuché y
trato de reproducirla con toda la atención y exactitud de que soy capaz, o sea
que aquí aparecerá solamente una traducción bastante pálida y aproximada».
«Los zapatos no son como los pies:
no se ha nacido con ellos. Por lo tanto, es posible elegirlos. Déjate guiar
para esa elección, en primer lugar por gente experimentada, más adelante por tu
propia experiencia. Muy pronto, estarás tan acostumbrado a tus zapatos que cada
clavo, cada “ala de mosca” será como un dedo tuyo, capaz de tantear la roca y
aferrarse; se convertirá en un instrumento sensible y seguro como una parte de
ti mismo. Y sin embargo no has nacido con ellos y, cuando se gasten, los
tirarás, sin por eso dejar de serlo que eres.
Tu vida depende un poco de tus
zapatos: cuídalos como es debido, pero para eso te arreglarás con un cuarto de
hora diario, pues tu vida depende además de muchas otros cosas.»
«Un compañero mucho más
experimentado que yo me dijo: "Cuando los pies no quieren llevarnos más,
se camina con la cabeza". Y es cierto. Tal vez no corresponda al orden
natural de las cosas, pero ¿no vale más caminar con la cabeza que pensar con
los pies, como sucede a menudo?»
«Si das un resbalón, o tienes una
caída de poca gravedad, no te interrumpas ni por un instante: y al levantarte,
ve retomando la cadencia de tu andar. Anota bien en la memoria las
circunstancias de la caída, pero no permitas que tu cuerpo rumie ese recuerdo.
El cuerpo siempre está tratando de hacerse el interesante con temblores,
agobios, palpitaciones, chuchos, sudores, calambres, pero es muy poco sensible
al desprecio y a la indiferencia que le testimonia su amo. Si siente que éste
no se deja engañar por esas jeremiadas, si comprende que con nada conseguirá
apiadarlo, entonces retoma su lugar y dócilmente cumple su labor.»
«El momento peligroso. Diferencia
entre pánico y presencia de ánimo. El automatismo (amo o esclavo).»
«Ten fija la vista en el sendero
que asciende hacia la cima, pero no te olvides de tus pies. El último paso
depende del primero. No creas que has llegado por el hecho de ver la cima. Vela
por tus pies, asegúrate de tu próxima pisada, aunque sin olvidarte de tu meta
más alta. El primer paso depende del último.
Cuando vayas al azar, deja alguna
huella de tu paso, ella te guiará al regreso: una piedra colocada sobre otra,
algunos pastos aplastados por un bastonazo. Pero si llegas a un lugar
infranqueable o peligroso, piensa que la huella que has dejado podría extraviar
a los que vengan después. Vuelve entonces sobre tus pasos y borra las huellas.
Y esto está dirigido a quienquiera desee dejar huellas de su paso. Aún sin
quererlo siempre dejamos huellas. Responde por tus huellas ante tus
semejantes.»
«No te detengas nunca sobre una
ladera de terreno por desmoronarse. Aún cuando creas tener los pies bien
afirmados. Mientras tomas aliento mirando el cielo, la tierra poco a poco va
cediendo bajo tus pies, la tierra imperceptiblemente se va desmoronando y de
pronto te vas como un barco al que se bota. La montaña acecha constantemente la
ocasión de hacerte una zancadilla.»
«Si después de haber bajado y
vuelto a subir tres veces por corredores que terminan a pico (cosa que no se ve
sino hasta el último momento) las piernas te empiezan a temblar desde la
rodilla hasta el tobillo y los dientes se te cierran, llégate primero a alguna
pequeña plataforma donde puedas detenerte sin peligro; recuerda entonces todos
los insultos que sepas y grítaselos a la montaña, y escúpela, y por fin
insúltala de todas las maneras posibles, bébete un trago, cómete un bocado y
ponte de nuevo a trepar,tranquila, lentamente, como si delante de ti tuvieras
la vida entera para salir de ese mal paso. A la noche, antes de dormirte,
cuando lo recuerdes, te darás cuenta de que todo era una comedia: no era a la
montaña a quien hablabas, ni fue la montaña la que venciste. La montaña no es
sino roca o hielo, sin oídos y sin corazón. Pero esa comedia te ha salvado
quizás la vida.»
«Muchas veces también, en momentos
difíciles, te sorprenderás hablándole a la montaña, a veces adulándola, otras
insultándola o prometiéndoles cosas, o amenazándola, y te parecerá que la
montaña te contesta, si es que le has hablado como debías, dulcificándote,
sometiéndote. No te desprecies por ello, no te avergüences de comportarte como
esos hombres que nuestros sabios denominan primitivos o animistas. Ten en
cuenta solamente, cuando más tarde recuerdes esos momentos, que tu diálogo con
la naturaleza no era más que la imagen exterior de un diálogo que ocurría
interiormente...»
«Con un grupo de camaradas, fui a
buscar la Montaña que es la vía que une Tierra y Cielo; que debe existir en
algún lugar en nuestro planeta, y que debe ser morada de una humanidad
superior: eso fue racionalmente comprobado por aquél al que llamábamos Padre
Sogol, nuestro mayor en las cosas de la Montaña, y que fue jefe de la
expedición.
Y he aquí que hemos abordado al
continente desconocido, nudo de sustancias superiores implantado en la corteza
terrestre, protegido de la curiosidad y la codicia por la curvatura de su
espacio, como una gota de mercurio, debido a la tensión superficial, es
impenetrable para el dedo que intenta tocar su centro. Con nuestros cálculos
–no pensando sino en eso-con nuestros deseos–abandonando toda esperanza- con
nuestros esfuerzos –renunciando a cualquier comodidad- forzamos la entrada a
ese mundo nuevo. Así nos parecía. Pero más tarde supimos que, si conseguimos
abordar al pie del Monte Análogo, fue porque para nosotros las puertas
invisibles de esa región invisible habían sido abiertas por quienes las
custodiaban. El gallo que da toques de clarín en el alba lechosa cree que su
canto engendra el sol; el niño que grita en un cuarto cerrado cree que sus
gritos lograrán que se abra la puerta; pero sol y madre siguen su camino,
trazado por las leyes de su ser. Nos abrieron la puerta aquellos que nos ven
aún cuando no conseguimos vernos a nosotros mismos, respondiendo con generosa
acogida a nuestros cálculos pueriles, a nuestros
deseos inestables, a nuestros esfuerzos limitados y torpes.»
Trad. de María Teresa Gallego
(De "Le Mont
Analogue", 1952).
RENÉ
DAUMAL (FRANCIA, 1908-1944)
La Guerra Santa me dio la meta fundamental, me ayudó a verme y a saber dónde mirar y a reconocer los espejos mentirosos. Y aunque tal vez solo esté en las escaramuzas, le dio sentido mi vida. Y a seguir a pesar de todo...
ResponderBorrarHermoso tu recuerdo, Clara. Gracias por compartirlo.
BorrarEn los años 60 (1960 that is) hice traducciones de "Hechos Memorables" y "La Guerra Santa" que luego perdí en alguna mudanza de país. Se iban a publicar en revistas que terminaron no publicándose. Y al leer, me volvió "el olor indicreto de la mentira"
ResponderBorrarAy, Osías! Qué habrá sido de esas versiones...(las mejores, puesto que nadie podrá demostrar lo contrario).
BorrarQué ganas de leerlas!
Un abrazo, querido.
Excelente entrada. Es lo primero que veo de este blog, al que llegué como se llega a todo lo importante, sin tener el mapa, sin buscarlo... Voy a seguir leyendo porque adivino muchas cosas valiosas. Gracias por compartirlo.
ResponderBorrarGracias a vos, Javier. Ojalá sigas visitándonos.
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