Foto: Herbert Camacho
Si te revuelca la ola...
A Sandra Suter
que se quedó nadando
Si te revuelca la
ola
procura que sea
joven,
esbelta, ardiente,
te dejará molido
el cuerpo
y el corazón más
grande;
cuídate de las
olas
retóricas y
vejas,
de las olas con
prisa,
y la peor de
todas,
de la ola asesina,
la ola que
regresa.
Los amantes
Los amantes se
acercan,
escuchan.
Adelgazan
su piel hasta la
asfixia
y adelgazan sus
besos.
Por sus voces
delgadas
sólo oyen
silencio.
Los amantes se
besan,
se acarician, el
mar
apenas los
contiene,
y su pasión es
breve:
aleteo de un ave
en la espalda del
agua.
Los amantes
recuerdan
las heridas, las
guardan
como un secreto
bien.
Nunca cambian
palabras.
Pero cambian
heridas.
Son su secreta
piel.
Cerca de dos
amantes
se detiene un
segundo
la sangre en la
avenida;
son dos ciervos
que saltan
en medio de
nosotros
que somos las
estatuas.
Los amantes se
muerden,
se pisan, sólo
temen
la muerte, trepan
muros
de olvido y nunca
vuelven
atrás, lujosos
como
escarabajos
verdes.
Los amantes no
cuentan
los días, no
enumeran
los muertos, ni
siquiera
los mares. Su
materia
está hecha sin
tiempo,
su sed nunca se
alivia.
Los amantes se
mueren
un día. Bajo
tierra
van, mudos y con
miedo,
y la tierra
adelgaza
su piel hasta la
asfixia
y adelgaza sus
huesos.
De
"Lotes baldíos", 1985.
Para sentirse vivo
En la
naturaleza
todo
está de pie:
los
árboles,
los
pájaros que están
sobre
los árboles,
las
hojas que se estiran
para
limpiarse de las ramas.
Y cada
uno piensa que los otros
son el
suelo.
Las
hojas creen
que
toda rama está acostada
y
ciega,
los
pájaros
que el
árbol ya no crece,
que es
una especie de ruina,
y el
árbol cree
que no
hay más árboles,
no cree
más que en sí mismo.
Nadie
soporta que el sustrato
en que
se apoya
tenga
una vida propia,
que no
esté muerto,
extinto,
que sea
ligero.
Para
sentirse vivo
hay que
pisar una desolación,
algo
que ya no tiene nada
que
decir.
Época
de crisis
Este
edificio tiene
los
ladrillos huecos,
se
llega a saber todo
de los
otros,
se
aprende a distinguir
las
voces y los coitos.
Unos
aprenden a fingir
que son
felices,
otros
que son profundos.
A veces
algún beso
de los
pisos altos
Se
pierde en los departamentos
inferiores,
hay que
bajar a recogerlo:
"Mi
beso, por favor,
si es
tan amable".
"Se
lo guardé en papel periódico".
Un
edificio tiene
su
época de oro,
los
años y el desgaste
lo
adelgazan,
le dan
un parecido
con la
vida que transcurre.
La
arquitectura pierde peso
y gana
la costumbre,
gana el
decoro.
La
jerarquía de las paredes,
se
disuelve,
el
techo, el piso, todo.
Se hace
cóncavo
es
cuando huyen los jóvenes,
le dan
la vuelta al mundo.
Quieren
vivir en edificios
vírgenes,
quieren
por techo el techo
y por
paredes las paredes,
no
quieren otra índole
de
espacio.
Este
edificio no contenta
a
nadie,
está
en su época de crisis,
de
derrumbarlo habría
que
derrumbarlo ahora,
después
va a ser difícil.
De "De
lunes todo el año", 1992.
El viento, mas...
El viento, mas
que yo,
se fuma este cigarro
entre mis dedos,
dejándome el placer
de sólo tres o cuatro bocanadas,
y el mar expropia las palabras
que te digo,
porque, acostada, no me oyes.
El sol, el viento y la marea
te ensordecen
y cuando me levanto
para dar dos pasos,
viendo mis huellas que se imprimen
en la arena,
pienso que esas pisadas mienten,
que ya no piso así
desde hace no sé cuándo;
son huellas de otro
que sobrevive en mis pisadas; pues las
mías
son mucho menos elocuentes.
Tú, en cambio, que me ves
completo e indivisible,
sabes mejor que nadie cómo soy mortal,
cómo mis huellas en la arena me
describen
y cómo se plasma en ellas lo que soy,
sabes mejor que nadie cómo no
escucharme.
Miramos largamente el mar...
Miramos largamente el mar
después del pleito, sin hablarnos.
No la pasamos bien en Cádiz
esos dos días.
Sentí al decir que no quería
tener un hijo por ahora,
que había llegado a un punto
divisorio.
Por vez primera fui muy claro.
Adiós ambigüedad,
me dije, bien precioso,
ya comenzó la cuenta regresiva.
Supe que existirías,
que era cuestión de tiempo.
Si iba a seguir con ella, claro.
Si iba a seguir contigo, en suma.
Y ella también,
después de arrinconarme
entre su ser y el mar, lo supo,
el mar que nos quedamos,
después del pleito,
mirando largamente sin hablarnos.
No la pasamos bien en Cádiz
esos dos días.
Ve alguna vez a Cádiz
junto al mar, sin nadie,
y mira el mar como nosotros lo miramos
y fúmate un cigarro, absorto, y piensa
que estás donde empezaste.
Mi padre siempre trabajó en lo
mismo...
Mi padre siempre trabajó en lo mismo.
Él tan voluble,
que entró y salió de tantas
compañías,
toda la vida trabajó en el plástico,
tal vez porque nació donde no había
montañas,
en un país que no era el suyo,
y lo sedujo una materia así,
desmemoriada de su origen,
que sabe regresar a su contorno
como el cuerpo
y que se saca de lo más profundo: del
petróleo,
donde se borran los países.
Porque mi padre aprecia,
en las personas y las cosas,
que sean flexibles.
Ajeno a las verdades que se empinan
y a los esfuerzos y rodeos
con que la savia aprende su camino,
poco proclive a la madera y a los
credos,
a todo lo que pierde humor
y gana arrugas,
nació en la orilla de un desierto
donde la falta de relieves disuadía
de concienzudas búsquedas del alma.
Tal vez por eso lo sedujo el plástico,
que viene de lo más profundo,
del último escalón del mundo
que alcanzamos,
de donde sube el sueño de una vida
adolescente y mágica,
irrompible,
sin esos nudos que en la superficie
delatan un penoso crecimiento.
Lo que nos viene
de lo más profundo,
nos viene como un soplo
o como un sueño,
y a los que me inquirían
sobre qué hacía mi padre,
toda la vida contesté:
trabaja en materiales plásticos,
como una fórmula esotérica.
¿Toda la vida yo también
trabajaré en lo mismo,
en la escritura,
en la palabra plástica y no rígida,
que es la palabra que se saca de lo más
profundo?
¿De qué petróleo íntimo
nos salen las palabras que escribimos
y a qué profundidad
brota el estilo sin esfuerzo?
¿Qué tan a fondo
están las gotas de lenguaje
que nos curan
y nos redimen de la superficie
hablada?
Voluble como él, nacido
donde le tocó nacer,
busco lo mismo: una lisura que no
existe,
una materia fácil como un soplo,
algo que dicho y repetido no se arrugue
y vuelva exactamente a su contorno.
Para que se fuera la mosca...
Para que se fuera la mosca
abrí los vidrios
y continué escribiendo.
Era una mosca chica,
no hacía ruido,
no me estorbaba en lo más mínimo,
pero tal vez empezaría
a zumbar.
Un aire frío,
suave,
entró en el cuarto;
no me estorbaba en lo más mínimo,
pero no se llevaba
con mis versos.
Cambié mis versos,
los hice menos melodiosos,
quité los puntos,
los materiales de sostén,
las costras adheridas.
Miré la mosca adolescente y gris,
sin experiencia;
no se movía del mismo punto,
tal vez
buscaba entrar en la corriente
de las moscas,
buscaba a su manera unas palabras
mágicas.
Rompí mis versos,
a fuerza de quitarles costras
habían quedado ajenos.
Fui a la ventana,
por un momento
todo lo vi como una mosca,
el aire impracticable,
el mundo impracticable,
la espera de un resquicio,
de una blandura
y del valor
para atreverse.
Fuimos el mismo adolescente gris,
el mismo que no vuela.
¿Qué versos que calaran hondo
no venían,
de esos que nadie escribe,
que están escritos ya,
que inventan al poeta que los dice?
Porque los versos no se inventan,
los versos vienen y se forman
en el instante justo de quietud
que se consigue,
cuando se está a la escucha
como nunca.
Piazza Gimma
Espío en el
edificio
que tengo más a
mano
el movimiento que
comienza en los balcones,
cómo reaflora
en las tareas
primeras del amanecer
con gestos sin
estilo aún, de repertorio,
la rutina,
y yo que me
enamoro sólo en esta hora
en que la gente es más repetitiva,
más inconexa interiormente,
más llena de depósitos antiguos,
observo a la mujer que siempre sale en
bata
en el octavo piso con su taza de café,
rubia matrona amante de la vida
que echa una ojeada al mundo mientras
toma
dos o tres sorbos breves
y después, con gesto erótico,
sacude la tacita para remover
el fondo azucarado que le ofrece
el mejor sorbo, el último, el más
dulce,
antes de despertar del todo.
Antes de despertar del todo
tú, rubia del amanecer,
te atienes a tu rito de degustación,
de intimidad coontigo
y desde tu balcón,
salida ya del sueño,
entras de veras a tu casa
con tus gestos,
no con los que heredaste de los tuyos.
Puesto que escribo en una lengua
que aprendí,
tengo que despertar
cuando los otros duermen.
Escribo como quien recoge agua
de los muros,
me inspira el primer sol
de las paredes.
Despierto antes que todos,
pero en alto.
Escribo antes que amanezca,
cuando soy casi el único despierto
y puedo equivocarme
en una lengua que aprendí.
Verso tras verso
Verso tras verso
busco la prosa de este idioma
que no es mío.
No busco su poesía,
No busco su poesía,
sino bajar del piso alto
en que amanezco.
Verso tras verso busco,
mientras los otros duermen,
adelantarme a la lección del día.
Oigo el ruido de la bomba
que sube el agua a los tinacos
que sube el agua a los tinacos
y mientras sube el
agua
y el edificio se
humedece
desconecto el otro
idioma
que en el sueño
entró en mis
sueños,
y mientras el agua
sube,
desciendo verso a
verso como quien
recoge idioma de
los muros
y llego tan abajo
a veces,
tan hermoso,
que puedo
permitirme,
como un lujo,
algún recuerdo.
De "Alguien de
lava" , 2002
Yo también estuve en un coro...
Yo también estuve en un coro,
en una voz sin grietas.
Jamás oí las voces
que debajo de esa voz
salían como salían por una grieta.
Nunca aprendí la voz de cada rostro.
Desde que empezamos, el maestro
nos convirtió en una sola voz sin
rostro.
Nunca escuchó las voces que teníamos.
Sólo una voz herida es una voz
audible.
No sé qué oían los que nos oían.
Arriba, en la azotea...
Arriba, en la azotea,
dibujan círculos
alrededor de los tinacos,
como buscando prolongar
el vuelo que los une,
pero la inspiración se ha ido.
No volverán como vinieron.
Hay un dicho entre los pájaros:
la parvada que te lleva
no es la misma que te trae.
Y a veces no hay parvada de regreso
y cada cual, como lo supo Ulises,
vuelve solo y como puede.
Y debe de haber pájaros
que se resisten a dejarse ir en una
y luchan por no ver ni oír
un cielo que se surca
por gusto y no por hambre,
y, si las ven pasar,
se quedan a cubierto,
entre las hojas y las ramas,
sin acudir a su llamado.
Les hablan de una Troya que no han
visto,
no creen en la existencia de los
Cíclopes
y no han probado qué se siente
cuando de pronto se vacían los nidos,
se enciende un vuelo sin un fin preciso
y cada cual mide su ser de pájaro sin
árbol,
de pájaro entre los pájaros,
un árbol de puros pájaros, sin ramas.
De
"Un árbol de puros pájaros, sin ramas",
Fractal n° 20.
Entre tú y yo jamás ha
habido...
Entre tú y yo jamás ha
habido
un círculo, aunque sea
tenue, de plata
o de oro, una mínima
presión en uno de tus dedos
que le recuerde a tu
circulación
que existo. Hay quienes no
conciben
que dos se quieran
sin un anillo de por medio.
Confían que no perdura amor
si no lo alumbra un aro.
Los tuyos, con sus historias
turbias, me intimidan.
¿Dónde cabría mi anillo
en una mano tan completa?
¿Qué añadiría su brillo
a tanto imperio?
Mejor dejarte con tus
sortijas
entre las cuales
la mía sería una intrusa
y si alguien cree que apenas
nos queremos
al ver que nada mío
amordaza tus huidas,
que falta el lazo que
declare nuestro vínculo,
la argolla que sujeta el
barco
y nuestras manos siguen
vírgenes, casi ajenas,
mostrémosle, en vez de
anillos, las heridas
que desde hace tanto nos
hicimos,
las cicatrices que no
brillan
porque su resplandor es de
otra índole.
¿Qué es un jardín?
¿Esta hierba pareja?
¿Estas plantas reunidas por
capricho
que la naturaleza no
juntaría jamás?
¿Se ha dado algún jardín
sin nuestras manos?
El viento, dispersando
las semillas,
¿hace jardines que no
vemos?
Porque, si bien lo vemos,
todo es jardín.
Un bosque es un mosaico de
jardines
que se anudan de tan tenues,
igual que en lo más hondo
de un jardín
se lucha palmo a palmo.
Porque, si bien lo vemos,
todo es maleza,
confusión, oportunismo,
No es uno el que decide
la forma y la fortuna de los
vecinazgos
o la prosperidad de las
raíces,
sino el subsuelo que no sabe
de jardines ni de bosques.
Tú crees, mirando tu
jardín,
que así como lo ves tiene
el aspecto
que quisiste,
pero no lo querías así,
maleó tu gusto palmo a
palmo
con cada nueva hoja
y cada nuevo tallo, con cada
flor
y cada pájaro, y tu mente,
a estas alturas,
no sabe de jardines ni de
bosques
y no distingue la maleza de
las flores.
Benditas puertas,
creadoras
de la penumbra
y del habla en voz baja,
que fue la creadora a su vez
de la escritura.
Benditos goznes que nos
separan
de las bestias.
Es fácil hoy decir malditas
puertas,
malditos libros,
maldita la postura erguida.
Haber bajado de los árboles
fue la primera puerta que se
abrió
y se nos olvidó cerrarla.
¿Fue una omisión o una
genialidad
dejarla abierta por las
dudas?
El bosque nos persigue
en nuestra prosa y nuestros
versos,
y toda puerta que abrimos,
la abrimos todavía sobre un
claro,
y cada puerta que cerramos,
aun la más inocua,
pergeña una penumbra y un
secreto.
No terminamos de bajar al
suelo,
nuestra mayor herida,
y a base de puertas
lentamente
nos curamos.
De “Delante de un
prado una vaca”, 2011.
Orejas
dos
orejas: una para oír a los vivos
otra
para oír a los muertos
las dos
abiertas día y noche
las dos
cerradas a nuestros sueños
para
oír el silencio no te tapes las orejas
oirás
la sangre que corre por tus venas
para
oír el silencio aguza los oídos
escúchalo
una vez y no vuelvas a oírlo
si te
tapas la oreja izquierda oirás el infierno
si te
tapas la derecha oirás... no te digo
había
una tercera oreja pero no cabía en la cara
la
ocultamos en el pecho y comenzó a latir
está
rodeada de oscuridad
es la
única oreja que el aire no engaña
es la
oreja que nos salva de ser sordos
cuando
allá arriba nos fallan las orejas.
Tengo un perro invisible,
llevo
un cuadrúpedo por dentro
que
saco al parque
como
los otros a sus perros.
Los
otros perros se dan cuenta
de mi
perro
cuando,
al doblarme, lo saco de mí mismo
para
que juegue y corra,
sólo
sus dueños no lo ven,
tal vez
tampoco a mí me vean.
Me
siento en una banca y veo cómo mi perro,
que a
fuerza de paseos se ha ido dando,
se
mezcla con sus semejantes,
y
aunque los otros dueños no lo ven,
anima e
inquieta la perrada
y entre
los dueños cunde la inquietud
y
empiezan a llamar sus perros
para
que no se forme la jauría.
Tal vez
tampoco a mí vean,
sentado
en una banca,
doblado
un poco
por el
esfuerzo de dejar mi perro libre,
y
aunque no pueden ver mi perro,
tal vez
sí ven el perro
que
invisible, como el mío,
llevan
dentro,
la
bestia que no sacan nunca,
el
perro que reprimen
llevando
a pasear sus perros.
No hay hoteles supremos
y aun
en el más caro
se
trasminan la tos,
el
pleito, el amorío de al lado.
No hay
jardines sellados
ni
suite que, por más alto que se eleve,
no esté
debajo de las nubes y el mal tiempo.
La
suite, el pent-house, la veranda...
las
moscas nos impulsan a subir,
cuidando
de no tocar a Dios;
tal vez
el gesto que las espanta
también
espanta a Dios;
quizá
usemos las moscas como excusa
para
alejar a Dios con la mano,
y el
día que se acaben las moscas...
no
quiero ni pensarlo.
Lejos
de Dios y de las moscas,
en eso,
sólo en eso, estriban los hoteles,
pero de
noche, a solas, sin el sol,
cuando
ya nada relumbra
se
trasminan la tos, el pleito, el amorío de junto,
y en
una cama demasiado grande para uno
quedamos
en la orilla, sin jardín,
ni
excusas,
ni el
lujo de dormir lejos de casa.
Los
dinosaurios
se
enfriaban por la noche
y al
otro día, curados
por el
sol,
se
hundían en la maleza
en
busca de otros de su especie.
El
verdadero sol era el rebaño.
El
hambre comenzaba apenas se reunían
y el
verde sólo les sabía
cuando
el rebaño estaba en auge.
De
noche,
sin
pelambre,
sin el
calor que el pelo ayuda
a
conservar cuando oscurece,
entraban
en un trance,
y al
otro día
era
como si fuera el primer día,
como si
apenas comenzaran a vivir,
y como
cada día era el primero,
crecieron
sin medida,
que es
como no crecer,
como
quedarse niños.
Los
niños son pequeños dinosaurios
a los
que damos,
para
que un día se cansen de crecer,
su
diaria dosis de palabras,
que son
nuestra pelambre.
Pasamos
de la noche al día apalabrados,
sin
conocer el fondo
de la
luz ni de la noche,
que ya
no aguantaríamos,
y ese
calor que ellos sintieron
cuando
el rebaño estaba en auge
y
nuestra piel codicia aún,
lo
recordamos cada vez que hacemos versos,
que son
nuestra manera de sentir
la
sangre fría que sentimos.
Mi madre ya no ha ido
al mar
lleva
una buena cantidad de años
tierra
adentro,
un
siglo de interioridad
cumpliéndose.
Se ha
resecado de sus hijos
y vive
lejos
en
toros consanguíneos.
Es como
una escultura de sí misma
y sólo
el mar
que
quita el fárrago
acumulado
en la ciudad
puede
acercarla a su pasado,
hacia
su muerte verdadera,
y hacer
que crezca nuevamente.
Mi
madre necesita algún
estruendo
entre los pies,
Una
monótona insistencia en los oídos,
una
palabra adversa
y
simple que la canse,
y
necesita que la llamen,
oír su
nombre en otros labios,
pedir
perdón
y hacer
promesas,
ya no
se tropieza
en nada
sustantivo.
Y yo
tengo que armarme de valor
para
llevarla al mar
armarme
de mis años
que he
olvidado,
reunirme
con mi madre en otro tiempo,
con un
yo mismo que enterré
y que
ella guarda
sin
decirme nada.
Tengo
que armarme de valor
para
perder confianza
en lo
que sé,
tengo
que regresar al día
en que
mi risa quedó trunca
entre
las páginas de un libro,
cerrar
el libro y completar la risa,
cerrar
todos los libros y reírme,
cerrar
todos los ojos que he ido abriendo
para
que nadie me agrediera.
Estuvo
bien ya de crecer,
es hora
de desdibujarme,
lo que
aprendí enhorabuena,
lo que
olvidé también,
es hora
de ser hijo de alguien
y de
tener un hijo
y un
esqueleto para ir al mar,
para
morir
con
cada hueso sin pedir ayuda.
Salí
hace años a rodearla a ella
para
volver al mar más solo
o acaso
fui a rodear el mar
para
ser hijo de otro modo de mi madre,
ya no
me acuerdo qué buscaba,
nadie
recuerda lo que busca,
mi
madre ya no ha ido
al mar,
es todo
lo que sé,
y no
llevarla es no reconciliarme
con el
mar, no ver el mar
como se
ve después de niño,
también
no ver cómo es mi madre
ahora,
no saber nada de mí mismo.
FABIO MORÁBITO (EGIPTO/ MÉXICO, 1955)
Bravo! Mis felicitaciones
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