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noviembre 27, 2011

POEMAS DE YVES BONNEFOY

Foto: Sophie Bassouls (Corbis)


Allá donde cae la flecha

I

Perdido. A pocos pasos de la casa, no obstante, a no más de tres tiros de piedra.
Allá donde cae la flecha que fue lanzada al azar.
Perdido, sin drama. Alguien me encontrará. Unas pocas voces se alzarán de todas partes en el cielo, en la noche que cae.
Y no son más que las cuatro, falta una buena parte del día para seguir perdiéndose –yendo, corriendo a veces, volviendo– por entre las piedras rotas y estas encinas grises, en el bosque surcado de hondonadas que busca en todas partes el infinito, bajo el horizonte tumultuoso. Pero aquí, en el paso, se cierra más aún.
Necesariamente, encontraré un camino.
Veré esa granja en ruinas, de donde partía una huella.
¿Llamaré? No; no todavía.

II

Perdido, sin embargo. Porque tiene que decidir, casi a cada instante, pero no puede hacerlo. Nada le habla, nada le es ya un indicio. La idea misma de indicio se disipa. En la huella que había dejado la palabra sobre lo que es, el agua de la apariencia desierta vuelve a subir y brilla, única.
Cada palabra: algo obturado ahora, como una superficie mate sin nada que vibre: una piedra.
Puede articular esa palabra: la encina.
Pero cuando dice: la encina –y en voz alta, ¿por qué?– la palabra queda, en su mente, y se vuelve más pesada, como en la mano la llave que no giró. Y la figura del árbol se parte, se fragmenta, y se vuelve a unir otra vez en las alturas, en lo absoluto, como cuando miramos esas abolladuras del cristal en los antiguos vidrios.
El color, confinado al borde de la imagen por el henchimiento del cristal. Eso que llamamos la forma, agujereado por un saledizo –desmentido. Como si permaneciera abierta la mano que guarda encerrados colores y formas.

III

Perdido. Y las cosas acuden de todas partes, se apiñan en torno a él. Ya no hay más otro lugar en ese instante en que tan intensamente necesita otro lugar.
Pero ¿lo necesita él?
Y algo acude del centro mismo de las cosas. No hay más espacio entre él y la más mínima cosa.
Sólo la montaña allá abajo, muy azul, lo ayuda a respirar aquí, en el agua de lo que es, que vuelve a subir.
Es familiar, sin embargo, esa impresión de envión que se ejerce sobre él desde el adentro de todo. Ayer, nomás ¡cuántos caminos demasiado abruptos hacia el punto de fuga, en la tinta derramada de las nubes! ¡Cuántas palabras que venían quién sabe de dónde, entre las palabras! ¡Cuántos juguetes, que de golpe no eran más el pequeño damero o los cubos recubiertos de imágenes sino la madera gastada en los bordes, la fibra que traspasa el color.
Le decían, desde lejos: Ven, y él no oía más que esa salpicadura de sonido que se desarma en las baldosas.

IV

Se acuerda de que un pájaro había avanzado delante de él un momento cuando estaba en camino todavía.
Desde hace dos minutos, va derecho. Pero lo detiene el agua que se mueve entre los restos de troncos. Hay todo en esa agua clara, una especie de polvo azul que gira sobre sí misma donde la corriente casi imperceptible golpea la cresta brillante de una roca.
Si hubiera llovido encontraría la huella de sus pasos, pera la tierra está seca.
El sendero que siguió dejaba el sol a su izquierda. Allí donde dobló, cerca del borde, estaban aquellas tres piedras manchadas de blanco, como pintadas.

V

¿Pero por qué escala ahora esa colina casi escarpada, y aún cuando los árboles están tan juntos como abajo, a lo largo de estrechos arroyuelos? No es por ahí seguramente donde pasa el camino.
Y no es desde allá arriba donde tendrá mejor vista.
Ni podrá gritar su llamado.
Lo veo sin embargo subir entre los troncos, por las piedras.
Ayudándose de una rama baja cuando advierte que el suelo es demasiado resbaladizo a causa de las hojas secas entre las que hay siempre guijarros rodando sobre otros guijarros: rombos de borde acerado y de color gris
Manchado de rojo.
Lo veo –e imagino la cima. Algunos metros llanos, pero discontinuos a causa de los zarzales que alcanzan a veces hasta las ramas. La misma confusión, el mismo azar que en otras partes del bosque, pero es así para todo lo que vive. Un pájaro vuela, que él no ve. Un pino caído una noche de viento obstruye la pendiente que se reanuda.
Y oigo en mí esa voz, que surge del fondo de la infancia: Vine antes aquí –decía entonces–, conozco este lugar, he vivido aquí, estaba antes del tiempo, estaba antes de mí sobre la tierra.
Soy el cielo, soy la tierra.
Soy el rey. Soy ese montón de bellotas que el viento empujó hasta el hueco que hay entre las raíces.

VI

Tiene diez años. La edad en que uno mira –¿acaso a sacudidas?– el desplazamiento de las sombras. Y la desgarradura en el papel de las paredes, y el clavo encajado en el yeso y alrededor el metal oxidado, los ínfimos escamamientos de la incomprensible materia. ¿Se perdió? En efecto, avanza desde hace tiempo entre grandes enigmas. Siempre ha estado solo. Se sentó sobre el árbol caído, llora.
¡Perdido! Es como si el más allá que sella el punto de fuga viniera a inclinarse sobre él, y lo tocara en el hombro.
Alzar los ojos, entonces. Cuando dos direcciones nos llaman al mismo tiempo, en la encrucijada, el corazón late más fuerte y más sordamente, pero los ojos están libres. Esa noche, en la casa, que él ponga los leños sobre el fuego, como le permiten hacerlo: los verá arder en otro mundo.
Que hable, para él solo: las palabras resonarán en otro mundo.
Y más tarde, mucho más tarde, muchos años más tarde, solo, siempre solo en su habitación con el libro que ha escrito: lo tomará en sus manos, mirará las letras oscuras del título sobre el leve cartón pintado de azul. Abrirá algunas páginas, para que se tenga en pie sobre la mesa.
Después le acercará un fósforo encendido, una mancha marrón y luego negra nacerá en el color, se extenderá, se agujereará, un ribete de fuego claro morderá los bordes, que él aplastará con el dedo antes de levantar el librito para inscribir nuevamente el signo en otro punto de la portada. Y he aquí que todo un lado de ella cae. El papel satinado, muy blanco, de la primera página, aparece abajo, amarillento, alcanzado también, por el calor.
Deja el libro, y guarda en su mente, no sabe aún por qué, el matrimonio de las frases y de la ceniza.

VII

El ladrido de un perro, que puso fin a su miedo. El pilar del sol entre las nubes, en la tarde. Los charcos que el escolar ve brillar en las palabras, en el porvenir de su vida, cuando empuja su pluma áspera por el enmarañamiento del dictado demasiado rápido.
Y toda rama delante del cielo, a causa de los ensanchamientos, las condensaciones de su masa. Lo invisible que allá borbotea, como la fuente en el deshielo violenta. Y las bayas rojas, entre las hojas.
Y la luz, cuando vuelve; la llama en que todo comienza y alcanza su fin.


Versión de Arturo Carrera.
Anti-Platón

I


Se trata de este objeto: cabeza de caballo más vasta que la naturaleza donde toda una ciudad se incrusta, sus calles y sus murallas corriendo entre los ojos, abrazadas al meandro y a la prolongación del hocico. Un hombre supo edificar de madera y de cartones esta ciudad, iluminarle sus flancos con luna verdadera, se trata de este objeto: la cabeza de cera de una mujer que gira desgreñada sobre el plato de un fonógrafo.

Todas las cosas de aquí, país del mimbre, de los vestidos, de la piedra, o para decir mejor: país del agua sobre los mimbres y las piedras, país de vestidos manchados. Esta risa de sangre cubierta, les digo, traficantes de lo eterno, simétricos rostros, ausencia de mirada, pesa mucho más en la cabeza del hombre que las perfectas ideas, ésas que sólo saben desteñirse en su boca.

II


El arma monstruosa un hacha con cuernos de sombra llevada sobre las piedras,
Arma de la palidez y del grito cuando giras herida en tu traje de fiesta,
Un hacha ya que es necesario que el tiempo se aparte de tu nuca, Oh pesada y toda la densidad de un país sobre tus manos al caer el arma.

III


Qué sentido prestar a esto: un hombre forma con cera y colores el simulacro de una mujer, la adorna con todas las semejanzas, la obliga a vivir, le prodiga con un sabio juego de iluminaciones esa vacilación incluso al borde del movimiento que también expresa la sonrisa.

Luego se arma de una antorcha, abandona el cuerpo entero a los caprichos de la llama, asiste a la deformación, a las rupturas de la carne, proyecta en el instante mil figuras posibles, se ilumina de tantos monstruos, ¿experimenta como un cuchillo esa dialéctica fúnebre en que la estatua de sangre renace y se divide en la pasión de la cera, de los colores?

IV


El país de la sangre se persigue bajo el vestido en carreras siempre negras
Cuando se dice Aquí inicia la carne de la noche y los falsos caminos se llenan de arena
Y tú sabia cavas para la luz de altas lámparas en los rebaños.
Y te vuelcas sobre el umbral del país insulso de la muerte.

V


Cautivo de una sala, del ruido, un hombre mezcla cartas. Sobre una: «¡Eternidad, te odio!» Sobre otra: «¡Que este instante me libere!»

Y sobre una tercera el hombre aún escribe: «Indispensable muerte.» Así, sobre la fisura del tiempo camina, iluminado por su herida.

VI


Somos de un mismo país sobre la boca de la tierra,
Tú de un sólo chorro metálico con la complicidad de los follajes
Y aquél que se llama yo cuando el día declina
Y se abren las puertas y se habla de la muerte.

VII


Nadie puede arrancarlo de la obsesión de la cámara oscura. Inclinado sobre una cubeta intenta fijar el rostro bajo la capa de agua: siempre el movimiento de los labios triunfa.
Rostro sin mástil, rostro extraviado, ¿bastará tocar sus dientes para que ella muera? Al paso de los dedos puede sonreír, como cede la arena bajo los pasos.

VIII


Cautiva entre dos ladrones de superficies verdes calcinada
Y tu cabeza de piedra ofrecida a los ropajes del viento,
Te miro penetrar en el verano (como una mantis fúnebre en el cuadro de las hierbas negras),
Te escucho gritar en el revés del verano.

IX


Se le dice: cava este poco de tierra mueble, su cabeza, hasta que tus dientes hallen una piedra.

Sensible solamente a la modulación, al paso, al estremecimiento del equilibrio, a la presencia afirmada en su estallido que ya lo cubre todo, busca la frescura de la muerte invasora, triunfa holgadamente de una eternidad sin juventud y de una perfección sin quemadura.

Alrededor de esta piedra hierve el tiempo. Con sólo tocar esta piedra: las lámparas del mundo giran, una iluminación secreta circula.



Versión de Pablo Montoya

Un recuerdo

Parecía muy viejo, casi un niño,
andaba lento, crispada la mano
sobre un jirón empapado de barro.
Cerrados los ojos, sin embargo. Ah, ¿no es cierto

que creer recordar es el peor engaño,
la mano que toma la nuestra para perdernos?
me pareció, sin embargo, que sonreía
cuando pronto lo envolvió la noche.

¿Me pareció? No, desde luego, me engaño,
es una voz trizada el recuerdo,
se oye apenas, aunque nos inclinemos,

Y, sin embargo, escuchamos, y tanto tiempo
que a veces la vida pasa. Y ya la muerte
le dice que no a toda metáfora.


Ramas bajas

Instante que quiere durar mas sin saber
sacar eternidad de las ramas bajas
que protegen la mesa donde luces y sombras
juegan, en mi página blanca de esta mañana.

En torno a esos dos árboles primero la hierba,
y luego la casa, y el tiempo, y el día de mañana
para abrir al olvido, que ya disipa
esos frutos de ayer caídos junto a la mesa.

El allí está lejos. Sin embargo, es sobre todo
el aquí y el ahora lo que resulta inaccesible.
más sencillo es entrar en el porvenir.

Con, para dentro de poco, algo
de ese fruto maduro, por la gracia del cual
el verde se tiñe de azul en la noche de la hierba.


El pianista II

Una mano que se arriesga, anhelante,
en el remolino ora claro, ora sombrío,
su imagen se quiebra, como si ya no tuviera
las fuerzas para retener.

¿Y esa otra, en un espejo? Se acerca
a la tuya, que va hacia ella,
sus dedos se tocan
o casi, pero en la pequeñez de esa distancia
se abre el abismo entre ser y apariencia.

Esos dedos, al menos, que conmueven cuerdas.
¿Otra mano va a subir, del fondo del sonido,
a tomarlos entre los suyos, para guiarlos?

Pero, ¿hacia qué? No sé si es amor
o espejismo, y nada más que sueño, la palabra
que no tiene sino agua o espejo, o sonido,
para tratar de ser.



Versiones de A. G. Ruiz



El adiós

Hemos vuelto a nuestro origen.
Fue el lugar de la evidencia, aunque desgarrada.
Las ventanas mezclaban demasiadas luces,
Las escaleras trepaban demasiadas estrellas
Que son arcos que se hunden, escombros,
El fuego parecía arder en otro mundo.

Y ahora hay pájaros que vuelan de una habitación a la otra,
Los postigos se cayeron, la cama está cubierta de piedras,
La chimenea llena de restos del cielo que van a apagarse.
Allí, por las tardes, hablábamos casi en voz baja
Debido a los rumores de las bóvedas, allí, sin embargo,
Formábamos nuestros proyectos: pero una barca,
Cargada con piedras rojas, se alejaba
Irresistiblemente de una orilla, y el olvido
Depositaba ya su ceniza en los sueños
Que sin fin recomenzábamos, poblando con imágenes
El fuego que ardió hasta el último día.

¿Es cierto, amiga mía,
Que no hay más que una palabra para nombrar
En la lengua que llamamos poesía
El sol de la mañana y el de la tarde,
Una para el grito de alegría y el de angustia,
Una para el desierto río arriba y los golpes de hacha,
Una para la cama deshecha y el cielo tormentoso,
Una para el niño que nace y el dios muerto?

Sí, lo creo, quiero creerlo, pero ¿qué sombras
Son ésas que se llevan el espejo?
Y, mira, la zarza crece entre las piedras
En el camino de hierba aún apenas abierto
Por el que nuestros pasos iban hacia los jóvenes árboles.
Hoy me parece, aquí, que la palabra
Es el pesebre medio roto del que se escapa
En cada amanecer de lluvia el agua inútil.

La hierba y en la hierba el agua que brilla, como un río.
Todo está siempre a la espera de que una vez más se lo ate al mundo.
Sé que el paraíso está diseminado,
Es tarea terrestre el reconocer
Sus flores dispersas en la hierba pobre,
Pero el ángel ha desaparecido, una luz
Que no fue, de golpe, sino un sol poniente.

Y como Adán y Eva caminaremos
Por última vez en el jardín.
Como Adán el primer pesar, como Eva la primera
Osadía, querremos y no querremos
Pasar por la puerta baja que se entreabre
Allá a lo lejos, en la otra punta del ronzal, coloreada
Como auguralmente por un último rayo.
¿Se toma el porvenir en el origen
Como cabe el cielo en un cóncavo espejo?
¿Podremos recoger, de esa luz
Que fue de aquí el milagro,
En nuestras sombrías manos la simiente, para otros charcos
En el secreto de otros campos "cercados de piedras"?

Por cierto, está aquí el lugar para vencer, para vencernos,
El lugar de donde salimos esta tarde. Aquí sin fin
Como esa agua que se escapa del pesebre.


La rapidez de las nubes

La cama, la ventana cercana, el valle, el cielo,
La rapidez espléndida de esas nubes,
La súbita garra de la lluvia en los cristales
Como si la nada rubricase el mundo.

En mi sueño de ayer
El grano de otros años ardía a fuego lento,
Sin calor, en el suelo embaldosado.
Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida.

¡Oh amiga mía,
Qué distancia tan débil separaba nuestros cuerpos!
¡La hoja de la espada del tiempo que merodea
Hubiese allí buscado en vano lugar para vencer!


Noli me tangere

De nuevo en el cielo azul vacila el copo
De nieve, el último copo de la gran nevada.

Y es como si en el jardín entrase aquella que
Bien había debido soñar lo que podría ser,
Esa mirada, ese dios simple, sin memoria
Del sepulcro, sin otro pensamiento que la dicha,
Sin otro porvenir
Que su disolución en el azul del mundo.

"No me toques, no", le diría él,
pero hasta el decir no sería luminoso.


La única rosa

I

Cae la nieve, es volver a una ciudad
Donde, y lo descubro al avanzar
Al azar por las calles vacías,
Habría yo vivido, feliz, otra niñez.
Bajo los copos percibo las fachadas
Que más que nada en el mundo bellas son.
Alberti sólo entre nosotros, y San Gallo
En San Biagio, en el salón más intenso
Que construyó el deseo, se acercaron
A esta perfección, a esta ausencia.

Por eso miro yo, ávidamente,
Esas masas que me oculta la nieve.
En la blancura errante, sobre todo,
Esos frontones busco que se alzan
A un más alto nivel de la apariencia,
Desgarrando la bruma como si
Con ingrávida mano, el arquitecto
De aquí, vivir hubiese hecho
De un solo, gran trazo floral,
La forma que quería, siglo a siglo,
El dolor de nacer en la materia.


II

Y allá arriba, yo no sé si es la vida
Aún, o sólo la alegría que resalta
En ese cielo que no es ya de nuestro mundo.
Oh constructores
No tanto de un lugar como de un renacer de la esperanza,
¿Qué hay en el secreto de esos muros
Que frente a mí se apartan? Sobre ellos
Nichos vacíos es lo único que veo,
Caligrafías de las que, por la gracia
De los números, se esfuma
El peso del nacer en el exilio,
Pero la nieve en ellos se acumula,
A uno de ellos me acerco, el más bajo,
Hago caer un poco de su luz,
Y el prado, de pronto, está aquí de mis diez años,
Donde zumban abejas,
Lo que tengo en mis manos, esas flores y sombras,
¿Es casi miel, acaso? ¿Es un poco de nieve?


III

Avanzo entonces hasta el arco de una puerta.
Los copos danzan en el aire, borroneando
el límite entre el exterior y este salón
de lámparas encendidas: pero ellas mismas
una especie de nieve que vacila
entre lo alto, lo bajo, en esta noche.
Es como si estuviese ante un segundo umbral.

Y más allá un idéntico ruido de abejas
en el ruido de la noche. Lo que decían
Las abejas innúmeras del verano,
Parece reflejarlo el infinito de las lámparas.

Y yo querría
correr, como en los tiempos de la abeja, buscando
con el pie el balón blando, ya que acaso
duermo, y sueño, y voy por los caminos de la infancia.


IV

Pero lo que miro es un poco de nieve
endurecida, que se ha deslizado sobre las baldosas
y se acumula al pie de las columnas
a la izquierda, a la derecha, y que se adentra en la penumbra.
Absurdamente sólo tengo ojos para el arco
que este lodo dibuja en la piedra.
Uno mi pensamiento a lo que no
tiene nombre, ni sentido. Oh amigos míos,
Alberti, San Gallo, Brunelleschi,
Palladio que haces señas desde la otra orilla,
No os traiciono, sin embargo, avanzo,
La forma más pura es aún aquella
Que penetró la bruma que se esfuma,
La nieve pisoteada es la única rosa.




Versiones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán


El pozo, las zarzas

Pero amamos esos pozos que velan lejos de las sendas
Porque nos preguntamos quién llega hasta su lado
Entre hierbas que las zarzas obstruyen, atraídos
Por las cúpulas que forman
Por sobre los matorrales, allí donde empieza
El país que sólo sabe de lo eterno;
Que se detiene cerca de ellos aún hoy,
Que los abre y se inclina en otro mundo.
El hierro oxidado resiste, rechina,
Queda en silencio cuando cae en la piedra
El palastro que separa ambos cielos.

Y no es sino un instante del estío, cuando
El grillo retorna asustado, más allá de la muerte,
Su canto que es materia hecha voz
Y quizás luz, pero para nada.
Notó que esas hierbas aplastadas,
Esas palabras, esta esperanza, no existieron
Más de lo que él (si así cabe nombrarlo) existe entre las zarzas
Que arañan nuestros rostros pero son sólo
La nada que araña a la nada en la luz.


El pozo

Oyes la cadena chocar en la pared
Al descender el balde en el pozo que es la otra estrella,
A veces la estrella vespertina, la que llega sola,
A veces el fuego sin rayos que aguarda en la mañana
Que pastor y bestias salgan.

Pero siempre el agua está encerrada en el fondo del pozo,
Siempre la estrella allí queda sellada.
Bajo las ramas descubrimos sombras:
Son los viajeros que pasan por la noche

Encorvados, la espalda bajo una masa negra,
Diríase, como si dudaran en una encrucijada.
Algunos parecen esperar, otros se borran
En un chisporroteo sin luz.

El viaje del hombre, de la mujer es largo, más largo que la vida,
Es una estrella al borde del camino, un cielo
Que imaginamos ver entre dos árboles.
El balde toca el agua, que lo alza,
Y es la alegría, luego la cadena lo abruma.

Una piedra

El verano pasó violento por las salas frescas,
Sus ojos estaban ciegos, su flanco desnudo,
Gritó, y el llamado trastornó el sueño
De los que allí dormían en lo simple de su día.

Se estremecieron. Cambió el ritmo de su aliento,
Sus manos abandonaron la copa del sueño.
Ya el cielo otra vez volvía sobre la tierra,
Llegó la tormenta de las siestas de verano, en lo eterno.



Versiones de Ida Vitale


Las ranas, la tarde

I

Roncas eran las voces
De las ranas en la tarde
Allá donde el agua del estanque, percolando sin ruido,
Brillaba entre la hierba

Y rojo era el cielo
En los limpios cristales
Todo un río la luna
Sobre el plano terrestre

Tomados o no de nuestras manos,
La misma abundancia.
Abiertos o cerrados nuestros ojos,
La misma luz.

II

Se entretenían, en la tarde
Sobre la terraza
De donde partían los caminos, de arena clara,
Del cielo inmesurable

Y tan desnuda ante ellos
Estaba la estrella
Tan próximo estaba su seno
Necesitado de labios

Que ellos se percataban
Que morir es sencillo,
Una rama separada por el oro
Del cuerpo ya maduro.



Una piedra

Mañanas que poseíamos,
Yo recogía las cenizas, llenaba
El balde, lo colocaba sobre la baldosa,
Con él regaba en toda la sala
El olor impenetrable de la menta

Oh recuerdo,
Tus árboles en flor ante el cielo
Se puede creer que nieva
Pero la luz del sol se extiende sobre el camino
El viento de la tarde derramaba su abundancia de chubascos.



Una piedra

Todo era pobre, desnudo, transfigurable
Nuestros muebles eran sencillos como las piedras
Tan sólo amábamos el saliente del muro
Fue ese espigón donde probábamos los mundos.

Desnudos, esa tarde
Los mismos de siempre, como la sed,
La misma tela roja, desgastada
Imagen, pasajera,
Nuestros inicios, nuestras prisas, nuestras confianzas.


La lluvia de verano

I

El más querido y no por eso
Menos cruel
De todos nuestros recuerdos, la lluvia de verano
Repentina, breve.

Salíamos, y era estar
En otro mundo
Nuestras bocas se embriagaban
Del olor de la hierba

Tierra
El manto de la lluvia se extendía sobre ti.
Aquello era como el seno
Que hubiese soñado un pintor.

II

Y de pronto en el cielo
Percibíamos
Ese oro que la alquimia
Había buscado tanto.

Lo tocábamos, brillante
Sobre las ramas bajas,
De aquello amábamos el gusto
Del agua, sobre nuestros labios.

Y cuando recogíamos
Ramas y hojas secas
Ese humo al final de la tarde, brusco, ese fuego,
Era también el oro.

En el mismo río

I

A veces toma el espejo
Entre el cielo y el cuarto
Entre sus manos el mínimo
Sol terrestre.

Y las cosas, los nombres
Es como si
Las voces, las esperanzas se divirtieran
En el mismo río.

Donde se puede soñar
Que las palabras no existen
Aguas debajo de ese río, río de paz,
Demasiado para el mundo,

Y hablar no es más
Que cortar el cuello
Del cordero que, confiado,
Se deja llevar por la palabra.

II

Soñar: que la belleza
Sea verdad, la evidencia
Misma, un niño
Que pasa, emocionado, bajo una troja.

Él se levanta y, feliz
De tanta luz,
Estira su mano para agarrar
La roja uva.

III

Y más tarde se entiende
Sólo con su voz
Como si anduviese desnudo
Por una playa

Y tuviese un espejo
Donde todo el cielo
Se abriera, a grandes rayos, que colorearan
Toda la tierra.

Él se detiene a veces,
Aquí o allá,
Su pie arrastra, distraídamente,
El agua sobre la arena.




Versiones de William Guaregua




El único testigo

Luego de librar su cabeza a las llamas bajas
del mar, de perder sus manos
en su profundidad ansiosa, luego de arrojar
a las materias acuáticas su cabellera;
muerta ya, pues morir es ese camino
de verticalidad bajo la luz,
y ebria aún, incluso muerta: yo fui,
ménade consumada, gozo pétreo y pérfido,
el único testigo, la única presa cautiva
en las redes de tu muerte que fueron arenas
peñascos o calor, tu signo, me decías.


Nombre verdadero

Nombraré desierto el castillo que fuiste
noche esta voz, ausencia tu rostro,
y cuando te derrumbes en la tierra estéril
nombraré nada al relámpago que te arrebató.

Morir es un país que amabas. Llego
siempre por tus sombríos caminos,
destruyo tu deseo, tu forma, tu memoria,
soy tu enemigo y no tendré piedad.

Te nombraré guerra y me tomaré
contigo las libertades de la guerra y sostendré
en mis manos tu rostro oscuro y surcado,
y en mi corazón ese país que ilumina la tormenta.



Versiones de Una Pérez Ruiz


La Imperfección es la cima

Habría que se debería destruir y destruir y destruir,
Habría salvación solamente a ese precio.

Arruinar la faz desnuda que entre el mármol asciende,
Toda forma martillar toda belleza.

Amar la perfección por que ella es el umbral,
Pero negarla apenas conocida, olvidarla muerta,

La imperfección es la cima.


¿Qué asir sino lo que se escapa?

¿Qué asir sino lo que se escapa?
¿Qué ver sino lo que se obscurece?
¿Qué desear sino lo que muere
Sino lo que habla y se desgarra?

Palabra próxima a mí
Qué buscar sino tu silencio,
Qué resplandor tan profundo
Tú amortajada conciencia,

Palabra, ¿dique material
Sobre el origen y la noche?


Para la Tierra del Alba

Alba, hija de las lágrimas, reestablece
La habitación en su paz grisácea
Y en su orden al corazón. Tanta noche
Pedía al fuego que decline y se acabe,
Más nos vale velar cerca del rostro muerto.
Apenas se ha movido… ¿El navío de las lámparas
Entrará al puerto que lo había llamado,
Aquí, sobre las tablas, la flama hecha ceniza
Crecerá más alta en otra claridad?
Alba, toma, levanta el rostro sin sombra,
Colorea poco a poco el tiempo recomenzado.


El Libro, para Envejecer

Estrellas trashumantes, y el pastor
Encorvado sobre la felicidad terrestre, tanta paz,
Irregular, como ese grito de insecto,
Que un pobre díos trabaja. El silencio
Subió desde tu libro hacia tu corazón.
Sin ruido se mueve un viento entre los ruidos del mundo.
A lo lejos sonríe el tiempo, por cesar de ser.
Los frutos maduros son simples en el vergel.

Envejecerás
Y, descolorido entre el color de los árboles,
Haciendo la sombra más lenta sobre el muro,
Siendo, y del alma al fin, la tierra amenazada,
Retomarás el libro en la página marcada,
Dirás, Pues bien, eran las últimas palabras obscuras.



Versiones de César Vásconez Romero

Hic est locus patriae

Los árboles llenaban el lugar de tu sangre;
el cielo se rasgaba, demasiado cercano
para ti; otros ejércitos vinieron, oh Casandra,
y nada pudo ya resistir a su abrazo.
Aquel que regresaba se apoyó sonriendo
en la copa de mármol que adornaba el umbral.
Cae la luz en el sitio que llaman La Arboleda.
Era luz de palabra, fue noche de huracán.



Versión de de Enrique Moreno Castillo



Cubierta por el manto silencioso del mundo

Cubierta por el manto silencioso del mundo.
Marcada por los surcos de una araña viviente,
Sometida ya al devenir de la arena
Toda tú disgregada secreta inteligencia
Ataviada para un festín en el vacío
y desnudos los dientes como para el amor.
Manantial de mi muerte presente insostenible.

Versión de Patricia Martínez García


Pero que se calle esa que vela

Pero que se calle esa que vela todavía
En el hogar, su rostro caído entre las llamas
Que permanece sentada, careciendo de cuerpo

Que habla de mí con los labios cerrados,
Que se levanta y me llama, careciendo de carne,
Que se aleja abandonando su cuerpo dibujada,

Que ríe siempre, habiendo muerto la risa hace tiempo.


A menudo en el silencio

A menudo en el silencio de un abismo
Oigo – o deseo oír , no sé-
Un cuerpo que cae entre las ramas. Larga y lenta
Es esta caída; ningún grito
Viene nunca a interrumpirla y darle fin.

Entonces pienso en las procesiones luminosas
En un país que no nace ni muere.


Te acostarás sobre la tierra

Te acostarás sobre la tierra sencilla,
¿Quién te dijo que te pertenecía ?

Desde el cielo inmutable, la luz errante
Volverá a comenzar la eterna mañana.

Creerás renacer con las horas profundas
Del fuego negado, de fuego mal extinguido.

Pero el ángel vendrá con sus manos de ceniza
Para calmar la fiebre del día que nace.


Fénix

El pájaro irá al encuentro de nuestras cabezas.
Para él se alzará un hombro sangriento.
Cerrará alegre sus alas sobre la cima
De tu cuerpo, el árbol que tú ofrecerás.

Cantará largo tiempo alejándose entre las ramas
La sombra vendrá a marcar los límites de su grito.
Pero rechazando toda muerte inscrita en sus ramas
Se atreverá a traspasar las crestas de la noche.



             (Fuente: http://atlasdepoesia.blogcindario.comNo se menciona a los traductores)

El jardín

Nieva.
Bajo los copos la puerta
Abre por fin al jardín
De más que el mundo

Avanzo. Pero se engancha
Mi bufanda al hierro
Oxidado, y se desgarra
En mí la tela del sueño.


Virgen de la Misericordia

Todo, ahora,
Al abrigo
Bajo tu manto leve
Sólo de bruma y bordados
Señora de la misericordia de la nieve

Contra tu cuerpo
Duermen, desnudos,
Los seres y las cosas, y tus dedos
Velan con su claridad esos párpados cerrados.


Un poco de agua

A este copo
Que se posa en mi mano, deseo
Asegurarle lo eterno
Haciendo de mi vida, de mi calor,
De mi pasado, de estos días de ahora,
Un instante simplemente, un instante,


Pero ya no es más
Que un poco de agua, que se pierde
En la bruma de los cuerpos que andan en la nieve.


Una piedra

Hace dos o tres años,
Yo me sentía plena. No me igualaban
Ni los astros, ni los ríos ni los bosques.
La luna se desconchaba sobre mis ropas grises.

Mis ojeras
Iluminaban los mares bajo sus bóvedas de sombra,
Y mis cabellos eran más amplios que este mundo
De ojos vencidos, de gritos que no me alcanzaban.

Gritan las bestias nocturnas: ese es mi camino,
Puertas negras que se cierran.


Las manzanas

¿Y qué habrá que pensar de esas manzanas
amarillas? Ayer
sorprendían desnudas, por su espera.
tras la caída de las hojas.

Hoy hechizan por cómo
un ribete de nieve
en sus hombros subraya
su modestia.


Temprano, esta mañana…

Temprano, esta mañana, la primera nevada. El ocre, el verde
Se refugian debajo de los árboles.

La segunda, a las doce. Del color
Sólo quedan
Las agujas de pino
Que caen, también ellas, más tupidas a ratos que la nieve.

Luego, de atardecida,
El astil de la luz se inmoviliza,
Las sombras y los sueños tienen el mismo peso.

Sólo un poco de viento
Escribe una palabra con la punta del pie
Fuera del mundo.

Atardecer

Rayas azules, negras.
Los surcos que se encaran a la base del cielo.
La cama, vasta y rota como el río crecido.
- Mira, se hace de noche,
Y el fuego a nuestro lado habla en la salvia eterna.--


Los caminos

Caminos, entre
La masa de los árboles. Dioses, entre
El espesor del canto incansable de pájaros.
Y tu sangre enarcada bajo una mano pensativa,
Oh mi luz toda, oh próxima.

Quien recogió en las altas
Hierbas el herrumbroso hierro, no olvida ya
Que en los grumos metálicos la luz puede prender
Y consumir la sal de la duda y la muerte.


El rayo

Ha llovido, esta noche.
El camino tiene olor de hierba húmeda,
Luego, de nuevo, la mano del calor
Sobre nuestro hombro, como
Para decir que el tiempo nada nos arrebatará.

Pero ahí
Donde el campo viene a chocar contra el almendro,
Ves, una fiera ha saltado
De ayer a hoy a través de las hojas.

Y nos detenemos, más allá del mundo,

Y vengo cerca de tí,
Acabo de arrancarte del tronco ennegrecido,
Rama, estío fulminado
Del cual la savia de ayer, divina aún, ahora fluye.


Soñar: que la belleza…

Soñar: que la belleza
sea verdad, la misma
evidencia, un niño
que avanza, sorprendido,
bajo una parra.
Que se empina y, feliz
con tanta luz,
tiende la mano para atrapar el racimo rojo.

Contra tu cuerpo
duermen, desnudos,
los seres y las cosas
y tus dedos
ponen un velo de claridad
en los párpados cerrados
¿Y qué pensar
de esas manzanas amarillas?
Ayer, asombraban, por esperar así, desnudas
después de la caída de las hojas,

hoy encantan
por cómo sus hombros
están, modestamente, subrayados
por un ribete de nieve.


Una lápida

Nos habíamos obsequiado la inocencia,
ardió durante tiempo con sólo nuestros cuerpos
y por la hierba sin memoria iban desnudos nuestros pasos,
éramos la ilusión que se llama recuerdo.

Si el fuego de sí nace, a qué querer
reunir sus cenizas desunidas.
Dicho día entregamos lo que fuimos
a la llama más vasta del cielo de la noche.


La nieve

Vino de más allá que los caminos
Y tocó el prado, el ocre de las flores
Con esa mano que con vaho escribe;
Al tiempo lo venció con el silencio.

Hay más luz esta tarde
A causa de la nieve.
Parece que las hojas arden ante la puerta
Y que hay agua en la leña que metemos.


El espejo

Ayer aún las nubes
Pasaban por el fondo
Oscuro de este cuarto.
Pero el espejo ahora está vacío.

Nevar,
Desanudarse el cielo.


(Del movimiento y la inmovilidad de Douve)


I


Y ahora tú eres Douve en la última alcoba del verano.

Una salamandra huye por la pared. Su suave cabeza de hombre
expande la muerte del verano. "Quiero hundirme en ti, vida
estrecha", exclama Douve. "Relámpago vacío, recorre mis labios,
penétrame."

"Me gusta cegarme, entregarme a la tierra. No quiero saber nunca
más qué dientes fríos me poseen."

II


Toda una noche te soñé transformada en madera, Douve, para
mejor ofrecerte a la llama. Y estatua verde revestida de corteza,
para mejor gozar de tu cabeza luminosa.

Sintiendo bajo mis dedos la disputa de la lumbre y los labios:
vi que me sonreías. Pero me cegaba esa gran luz de las brasas en ti.

III


"Mírame, mírame he corrido!"

Estoy junto a ti, Douve, y te ilumino. Ya no hay entre nosotros
más que esta lámpara de piedra, ese poco de sombra apaciguada,
nuestras manos que la sombra espera. Salamandra sorprendida,
permaneces inmóvil.

Habiendo vivido el instante en que la carne más próxima se
transforma en conocimiento.

IV


Así permanecimos despiertos en lo más alto de la noche del ser.
Un arbusto se quebró.

Ruptura secreta, ¿con qué pájaro de sangre circulabas por
nuestras tinieblas?

¿A qué habitación venías en la que se agravaba el horror del
alba en los cristales?


Tendrás que atravesar la muerte para vivir

La luz profunda necesita para mostrarse
de una tierra aplastada y crujiente de noche.
Es de un tronco tenebroso que se exalta la llama.
La palabra misma necesita una materia,
Una ribera inerte más allá de todo canto.
Tendrás que atravesar la muerte para vivir,
La más pura presencia es una sangre derramada.


Las nubes
(fragmento)

Doblemente silenciosa la tarde
Por obra del verano desierto, y de una llama
Que desborda, no se sabe si de ese charco
O de más alto aún en el cielo.

Hemos pues dormido: no sabría bien cuántos
Veranos en la luz, y tampoco sé
Hacia qué espacio se abren nuestros ojos.
Escucho, nada vibra, nada termina.

Apenas el deseo formulando la imagen
Gira meditando, en su eje simple,
Arcilla de un despertar en el sueño, empapado de sombra.

Sin embargo el sol zumba sobre la ventana
Y, el alma envuelta en sus élitros rojos,
Desciende, en paz, hacia la tierra de los muertos.

Sobre mí, solo, cuando trazaba
El signo de esperanza en tiempos de guerra,
Una nube rodaba negra y el viento
Dispersaba en grandes resplandores la frase inútil.

Sobre nosotros dos, que habíamos querido
El nudo y la desatadura, una energía
Se acumuló entre dos flancos sombríos
Y hubo, finalmente,
Una especie de temblor en la luz.

Otros países, montañas iluminadas
En el cielo, lagos lejanos, vírgenes, nuevos
Ríos—pacificación de los dioses progenitores,
El relámpago habría sido su propia causa.

Y sobre del niño y sus ojos
El anillo de estas nubes, el fuego claro
Que pareciera puede retrasar esta noche, como una prueba.

Nubes, sí,
De una a otra, navíos recién llegados
Con su carga de música. Creo, a veces,
Que la necesidad se metamorfosea
Como cuando en el final del Cuento de Invierno
Todos se reconocen entre sí, cuando se comprende
De un nivel a otro en la luz
Que aquellos que habían arrojado orgullo, duda,
De comarca en comarca con el decir oscuro
Se reencuentran, se conocen. Palabra en ese instante
Sus silencios, y silencio sus pocas palabras
No se sabría si de felicidad o de dolor“
Yendo de un extremo al otro”.
Parecen, dice
Algún testigo, meditando, y se aleja,
Escuchar una noticia
De un mundo redimido o de un mundo muerto.

Nubes,
Y aquellas dos púrpuras, un padre, una hija,
Y aquella mucho más cercana, la estatua
De una mujer, madre de la belleza, madre del sentido,
En la cual vemos que luego de haber estado inmóvil por mucho tiempo,
Sofocada en su voz de siglo en siglo,
Denegada, animada
Por la magia de la escultura
Toma vida, va a hablar. Un rayo en sus ojos
Que se abren en el abismo del zafre claro,
Pero un rayo sonriente como si,
Condenada a seguir el sueño en su flujo estéril
Pero a la vez descubriendo el oro en la arena virgen,
Hubiera meditado ya y consentido.
El hombre por otra parte se aproxima, su rostro
Desgarrado se apacigua de tanta felicidad.
Mide los grados de la hora que avanza
En ráfagas, ya que el cielo cambia, llega la noche,
Y vacila donde esta lo espera, noche estrellada
Que se derrama, música. Se vuelve,
De cara al universo. Sus trazos brillan
Con la fosforescencia de lo absoluto,
Y el día se retoma para todos nosotros, como una vena
Que se hincha de sangre—copa de los árboles
Resquebrajadas por el relámpago, ríos, castillos
En paz, en la otra ribera. Sí, una tierra
Sobre un torso en columnas de nubes.


Ante tus signos

¿Qué morada deseas levantar para mí?
¿Qué negras escrituras cuando el fuego se acerca?

*

Vacilé mucho tiempo ante tus signos,
me apartaste de toda densidad.

*
Mas he aquí que la noche incesante me guarda
con caballos sombríos yo me alejo de ti.


Habla Douve


Que se apague la palabra
En la cara del ser en donde estamos expuestos
En esta aridez que atraviesa
Solo el viento del desierto.

(…)

Que el frío de mi muerte se levante
Y tome al fin sentido.


Las uvas de Zeuxis

Una bolsa de tela mojada en la alcantarilla, es el cuadro de Zeuxis, las uvas, que las aves furiosas tanto desearon, tan violentamente perforaron con sus picos rapaces, que los racimos desaparecieron, luego el color, luego toda traza de imagen a esta hora del crepúsculo del mundo donde ellas la arrastraron sobre las baldosas.


De nuevo las uvas de Zeuxis

Zeuxis pintaba protegiéndose con el brazo izquierdo contra las aves hambrientas. Pero estas llegaban incluso bajo su pincel apremiado a arrancar jirones de tela.

Se le ocurrió sostener, en su mano izquierda siempre, una antorcha que escupía una humareda negra, de las más espesas. Y sus ojos se nublaban, ya no veía, habría debido pintar mal, sus uvas no habrían debido ya evocar sea lo que fuere de terrestre, -¿por qué entonces las aves se abalanzaban más voraces que nunca, más furiosas, contra sus manos, sobre la imagen, llegando incluso a morderle los dedos, que sangraban sobre elazul, el verde ambarino, el ocre rojo?

Se le ocurrió pintar en la oscuridad. Se preguntaba a qué podían parecerse esas formasque él dejaba agolparse, mezclarse, perderse, en el círculo mal cerrado de la cesta. Pero las aves lo sabían, las que se encaramaban sobre sus dedos, las que hacían con su pico en el cuadro desconocido el agujero que iba a encontrar su pincel en su avanzada menos rápida.

Se le ocurrió no pintar más, simplemente observar, a dos pasos frente suyo, la ausencia de algunos frutos que hubiera querido añadir al mundo. Unas aves revoloteaban a distancia, otras se habían posado sobre las ramas, junto a su ventana, otras sobre sus potes de color.


Aquella que inventó la pintura

En cuanto a la hija del alfarero de Corinto, hace mucho que abandonó el proyecto deacabar de trazar con el dedo sobre el muro el contorno de la sombra de su amante. Recostada sobre su cama, de la que la bujía proyecta sobre el yeso la cresta fantástica de los pliegues de las sábanas, ella se vuelve, los ojos henchidos, hacia la forma que ha roto con su abrazo. “No, no te antepondré la imagen, dice ella. No te confiaré en imagen a los remolinos de humo que se acumulan a nuestro alrededor. No serás el racimo de frutos que vanamente se disputan las aves que llamamos olvido”.


Últimas uvas de Zeuxis

I

Zeuxis, pese a las aves, no llegaba a desprenderse de su deseo, ciertamente legítimo: pintar, en paz, algunos racimos de uva azul en una cesta.

Ensangrentado por los picos eternamente voraces, sus telas rasgadas por la terrible impaciencia, sus ojos quemados por la humareda que les oponía en vano, no por ello abandonaba su trabajo, se habría dicho que percibía en los vapores cada vez más espesos, donde se difuminaba el color, donde se dislocaba la forma, algo más que el color o la forma.

II

Se daba un respiro, a veces. Sentado a algunos pasos de su caballete entre los zorzales y las águilas y todas esas otras rapaces que se apaciguaban tan pronto dejaba de pintar e incluso parecían casi dormir, aletargadas en sus plumas, piando a veces vagamente en el olor a estiércol.

Reflexionaba: ¿cómo levantarse en silencio y aproximarse a la tela sin que el espacio bascule otra vez, de golpe, en el batir de alas y los innumerables graznidos roncos?

III

¡Y qué sorpresa por lo demás entrada esta tarde cuando, habiéndose puesto de pie de un salto, habiendo cogido el pincel, habiéndolo sumergido en el rojo -¡qué alboroto ya, generalmente, qué graznidos de ira!-, debió constatar, su mano temblando, que las aves no le prestaban atención alguna, esta vez.

Y eran uvas, no obstante, lo que comenzaba a pintar. Dos racimos, casi dos racimos enteros ahí donde ayer de nuevo los picos infalibles habían arrancado ya hasta la última de las fibras donde se hubiese cuajado un poco de color.

IV

Y, no obstante, ni siquiera esos racimos densos, una de esas artimañas con las que había ensayado, a veces, engañar al hambre del mundo. Así había esbozado, ¡ah, ingenuamente, por cierto! uvas rayadas de azul y rosa, otras cúbicas, otras en forma de dios Término ahogado en su gran barba. ¡En vano, en vano! Su proyecto ni siquiera tenía el tiempo de cobrar forma. La idea era devorada apenas surgía en el espíritu, era arrancada de su mano cuando intentaba llegar a la tela. Como si existieran en la inagotable naturaleza uvas estriadas, granos duros de seis caras que se arrojaran sobre la mesa, por un desafío al azar, racimos como estatuas de mármol para la delectación de las aves.


V

Pinta en paz, ahora. Puede hacer sus racimos cada vez más semejantes, apetitosos, puede cubrirlos con ese tierno vaho que hace resaltar tan agradablemente contra la paja de la cesta su oro irisado de gris y de azul.

Envalentonado, llega incluso a poner nuevamente racimos verdaderos cerca suyo, como antaño. Y un gorrión, un zorzal -¿es pues un zorzal?- llegan, por momentos, a encaramarse al borde de la cesta real, pero con un ademán los aleja, y estos ya no vuelven.

VI

Largas, largas horas sin nada más que el trabajo en silencio. Las aves han retomado frente a la casa sus grandes piruetas desde lo alto del cielo, y cuando pasan cerca de Zeuxis, que llega a pintar sobre la terraza, lo hacen con la misma indiferencia que si rozaran una mata de tomillo, una piedra.

Hubo una vez esta tropa reluciente de cotorras y abubillas que se congregó sobre las terrazas próximas, y gritó alto y fuerte lo que creyó ser cólera, pero instantes después, tras alguna decisión, tanto cotorras y abubillas como zorzales habían partido.

VII

Ah, ¿qué ha pasado? se pregunta ¿Ha perdido la noción de lo que es el aspecto de un fruto, o ya no sabe desear, o vivir? Es poco probable. Llegan visitantes, observan. “¡Que bellos racimos!”, dicen. Y aun: “Nunca has pintado unos tan bellos, tan semejantes”.
O bien, se dice otra ocasión, ¿ha dormido? ¿Y soñado? En el preciso momento en que las aves destrozaban sus dedos, comían su color, él habría estado sentado, cabeceando, en un rincón del taller sombrío.

Pero, ¿por qué ahora ya no duerme? ¿En qué mundo se habría despertado? ¿Por qué se arrepentiría, como se da cuenta que lo hace, de sus días de lucha y de angustia? ¿Por qué llega a desear dejar de pintar? ¿E incluso, que ya no exista pintura?

VIII

Zeuxis vaga por los campos, recoge piedras, las arroja, vuelve a su taller, toma sus pinceles, tiembla de cuerpo entero cuando un ave, rápida como una flecha, llega a tomar uno de los granos de la cesta. Espera entonces, va a la ventana, observa los grandes vuelos migratorios elegir un techo, allá lejos en la luz del atardecer, reduciendo a polvo azul el racimo del sol que declina.

Extraña, el ave que había venido a posarse ayer, al borde de esta misma ventana. Era multicolor, era gris. Tenía esos ojos de rapaz, pero por cabeza un agua calma donde sereflejaban las nubes. ¿Traía un mensaje? ¿O la nada del mundo no es más que esa bola de plumas que se erizan, cuando el pico busca entre ellas una pulga?

IX

Es algo como una charca, el último cuadro que Zeuxis pintó, tras larga reflexión, cuando ya declinaba hacia la muerte. Una charca, un breve pensamiento de agua brillante, calma, y si uno se asomaba a ella percibía sombras de granos, sus bordes vagamente dorados con la fantástica silueta que delínea en los ojos infantiles el racimo entre los pámpanos, sobre el cielo luminoso todavía del crepúsculo.

Frente a estas sombras claras otras sombras, estas negras. Pero que se sumerja la mano en el espejo, que se remueva ese agua, y la sombra de las aves y la de los frutos se mezclan.

El autorretrato de Zeuxis

Han encontrado el famoso retrato que Zeuxis había pintado al final de su larga vida. Ahí está sobre un cimacio, en esta galería de un traspatio de barrio pobre. Parece que Zeuxis no hubiera podido observar más que una parte de su rostro. La mitad izquierda falta pero no se trata de algo inacabado, más bien hay ahí como un abismo al borde del cual el pintor ha debido asomarse, con un nudo en la garganta a causa del vértigo; y si a su vez uno se aproxima a este abismo se ven muy abajo del borde que se desmorona y se resquebraja los magros arbustos que crecen en la ladera de la roca y grandes aves tristes que devoran sus bayas. Más abajo todavía, la agitación de un agua sin color.

Los visitantes se aproximan al abismo, observan un poco, prudentemente, después siguen su camino, en silencio. Paso por ahí, cuando llega mi turno, busco ojos en la inmensidad a ratos brumosa. La tumba de Zeuxis está en el pliegue de dos montañas, al otro lado de la quebrada. Con la ayuda de los lentes que nos ofrecen, pero que pocos aceptan, veo que desprendimientos de una piedra roja obstruyen a lo lejos el camino, que quedará entonces desierto para siempre. Sólo las aves que Zeuxis ha pintado amedia altura de la cornisa pueden llegar con grandes aleteos hasta el lugar donde él reposa ahora, para después volver a nosotros graznando en la galería demasiado estrecha, donde nos rozan y nos asustan.



(Fuente: http://es.scribd.com/. No se menciona a los traductores)





YVES BONNEFOY (FRANCIA, 1923)

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