Foto: Sophie Bassouls (Corbis)
Allá donde cae la
flecha
I
Perdido. A pocos pasos de
la casa, no obstante, a no más de tres tiros de piedra.
Allá donde cae la flecha
que fue lanzada al azar.
Perdido, sin drama.
Alguien me encontrará. Unas pocas voces se alzarán de todas partes
en el cielo, en la noche que cae.
Y no son más que las
cuatro, falta una buena parte del día para seguir perdiéndose
–yendo, corriendo a veces, volviendo– por entre las piedras rotas
y estas encinas grises, en el bosque surcado de hondonadas que busca
en todas partes el infinito, bajo el horizonte tumultuoso. Pero aquí,
en el paso, se cierra más aún.
Necesariamente, encontraré
un camino.
Veré esa granja en
ruinas, de donde partía una huella.
¿Llamaré? No; no
todavía.
II
Perdido, sin embargo.
Porque tiene que decidir, casi a cada instante, pero no puede hacerlo. Nada le habla, nada le es ya un indicio. La idea misma de
indicio se disipa. En la huella que había dejado la palabra sobre lo
que es, el agua de la apariencia desierta vuelve a subir y brilla,
única.
Cada palabra: algo
obturado ahora, como una superficie mate sin nada que vibre: una
piedra.
Puede articular esa
palabra: la encina.
Pero cuando dice: la
encina –y en voz alta, ¿por qué?– la palabra queda, en su
mente, y se vuelve más pesada, como en la mano la llave que no giró.
Y la figura del árbol se parte, se fragmenta, y se vuelve a unir
otra vez en las alturas, en lo absoluto, como cuando miramos esas
abolladuras del cristal en los antiguos vidrios.
El color, confinado al
borde de la imagen por el henchimiento del cristal. Eso que llamamos
la forma, agujereado por un saledizo –desmentido. Como si
permaneciera abierta la mano que guarda encerrados colores y formas.
III
Perdido. Y las cosas
acuden de todas partes, se apiñan en torno a él. Ya no hay más
otro lugar en ese instante en que tan intensamente necesita otro
lugar.
Pero ¿lo necesita él?
Y algo acude del centro
mismo de las cosas. No hay más espacio entre él y la más mínima
cosa.
Sólo la montaña allá
abajo, muy azul, lo ayuda a respirar aquí, en el agua de lo que es,
que vuelve a subir.
Es familiar, sin embargo,
esa impresión de envión que se ejerce sobre él desde el adentro de
todo. Ayer, nomás ¡cuántos caminos demasiado abruptos hacia el
punto de fuga, en la tinta derramada de las nubes! ¡Cuántas
palabras que venían quién sabe de dónde, entre las palabras!
¡Cuántos juguetes, que de golpe no eran más el pequeño damero o
los cubos recubiertos de imágenes sino la madera gastada en los
bordes, la fibra que traspasa el color.
Le decían, desde lejos:
Ven, y él no oía más que esa salpicadura de sonido que se desarma
en las baldosas.
IV
Se acuerda de que un
pájaro había avanzado delante de él un momento cuando estaba en camino todavía.
Desde hace dos minutos, va
derecho. Pero lo detiene el agua que se mueve entre los restos de
troncos. Hay todo en esa agua clara, una especie de polvo azul que
gira sobre sí misma donde la corriente casi imperceptible golpea la
cresta brillante de una roca.
Si hubiera llovido
encontraría la huella de sus pasos, pera la tierra está seca.
El sendero que siguió
dejaba el sol a su izquierda. Allí donde dobló, cerca del borde,
estaban aquellas tres piedras manchadas de blanco, como pintadas.
V
¿Pero por qué escala
ahora esa colina casi escarpada, y aún cuando los árboles están
tan juntos como abajo, a lo largo de estrechos arroyuelos? No es por
ahí seguramente donde pasa el camino.
Y no es desde allá arriba
donde tendrá mejor vista.
Ni podrá gritar su
llamado.
Lo veo sin embargo subir
entre los troncos, por las piedras.
Ayudándose de una rama
baja cuando advierte que el suelo es demasiado resbaladizo a causa de
las hojas secas entre las que hay siempre guijarros rodando sobre
otros guijarros: rombos de borde acerado y de color gris
Manchado de rojo.
Lo veo –e imagino la
cima. Algunos metros llanos, pero discontinuos a causa de los
zarzales que alcanzan a veces hasta las ramas. La misma confusión,
el mismo azar que en otras partes del bosque, pero es así para todo
lo que vive. Un pájaro vuela, que él no ve. Un pino caído una
noche de viento obstruye la pendiente que se reanuda.
Y oigo en mí esa voz, que
surge del fondo de la infancia: Vine antes aquí –decía entonces–,
conozco este lugar, he vivido aquí, estaba antes del tiempo, estaba
antes de mí sobre la tierra.
Soy el cielo, soy la
tierra.
Soy el rey. Soy ese montón
de bellotas que el viento empujó hasta el hueco que hay entre las
raíces.
VI
Tiene diez años. La edad
en que uno mira –¿acaso a sacudidas?– el desplazamiento de las
sombras. Y la desgarradura en el papel de las paredes, y el clavo
encajado en el yeso y alrededor el metal oxidado, los ínfimos
escamamientos de la incomprensible materia. ¿Se perdió? En efecto,
avanza desde hace tiempo entre grandes enigmas. Siempre ha estado
solo. Se sentó sobre el árbol caído, llora.
¡Perdido! Es como si el
más allá que sella el punto de fuga viniera a inclinarse sobre él,
y lo tocara en el hombro.
Alzar los ojos, entonces.
Cuando dos direcciones nos llaman al mismo tiempo, en la encrucijada,
el corazón late más fuerte y más sordamente, pero los ojos están
libres. Esa noche, en la casa, que él ponga los leños sobre el
fuego, como le permiten hacerlo: los verá arder en otro mundo.
Que hable, para él solo:
las palabras resonarán en otro mundo.
Y más tarde, mucho más
tarde, muchos años más tarde, solo, siempre solo en su habitación
con el libro que ha escrito: lo tomará en sus manos, mirará las
letras oscuras del título sobre el leve cartón pintado de azul.
Abrirá algunas páginas, para que se tenga en pie sobre la mesa.
Después le acercará un
fósforo encendido, una mancha marrón y luego negra nacerá en el
color, se extenderá, se agujereará, un ribete de fuego claro
morderá los bordes, que él aplastará con el dedo antes de levantar
el librito para inscribir nuevamente el signo en otro punto de la
portada. Y he aquí que todo un lado de ella cae. El papel satinado,
muy blanco, de la primera página, aparece abajo, amarillento,
alcanzado también, por el calor.
Deja el libro, y guarda en
su mente, no sabe aún por qué, el matrimonio de las frases y de la
ceniza.
VII
El ladrido de un perro,
que puso fin a su miedo. El pilar del sol entre las nubes, en la
tarde. Los charcos que el escolar ve brillar en las palabras, en el
porvenir de su vida, cuando empuja su pluma áspera por el
enmarañamiento del dictado demasiado rápido.
Y toda rama delante del
cielo, a causa de los ensanchamientos, las condensaciones de su masa.
Lo invisible que allá borbotea, como la fuente en el deshielo
violenta. Y las bayas rojas, entre las hojas.
Y la luz, cuando vuelve;
la llama en que todo comienza y alcanza su fin.
Versión de
Arturo Carrera.
Anti-Platón
I
Se trata de este objeto: cabeza de caballo más vasta que la naturaleza donde toda una ciudad se incrusta, sus calles y sus murallas corriendo entre los ojos, abrazadas al meandro y a la prolongación del hocico. Un hombre supo edificar de madera y de cartones esta ciudad, iluminarle sus flancos con luna verdadera, se trata de este objeto: la cabeza de cera de una mujer que gira desgreñada sobre el plato de un fonógrafo.
Todas las cosas de aquí, país del mimbre, de los vestidos, de la
piedra, o para decir mejor: país del agua sobre los mimbres y las
piedras, país de vestidos manchados. Esta risa de sangre cubierta,
les digo, traficantes de lo eterno, simétricos rostros, ausencia de
mirada, pesa mucho más en la cabeza del hombre que las perfectas
ideas, ésas que sólo saben desteñirse en su boca.
II
El arma monstruosa un hacha con cuernos de sombra llevada sobre las piedras,
Arma de la palidez y del grito cuando giras herida en tu traje de
fiesta,
Un hacha ya que es necesario que el tiempo se aparte de tu nuca, Oh
pesada y toda la densidad de un país sobre tus manos al caer el
arma.
III
Qué sentido prestar a esto: un hombre forma con cera y colores el simulacro de una mujer, la adorna con todas las semejanzas, la obliga a vivir, le prodiga con un sabio juego de iluminaciones esa vacilación incluso al borde del movimiento que también expresa la sonrisa.
Luego se arma de una antorcha, abandona el cuerpo entero a los
caprichos de la llama, asiste a la deformación, a las rupturas de la
carne, proyecta en el instante mil figuras posibles, se ilumina de
tantos monstruos, ¿experimenta como un cuchillo esa dialéctica
fúnebre en que la estatua de sangre renace y se divide en la pasión
de la cera, de los colores?
IV
El país de la sangre se persigue bajo el vestido en carreras siempre negras
Cuando se dice Aquí inicia la carne de la noche y los falsos
caminos se llenan de arena
Y tú sabia cavas para la luz de altas lámparas en los rebaños.
Y te vuelcas sobre el umbral del país insulso de la muerte.
V
Cautivo de una sala, del ruido, un hombre mezcla cartas. Sobre una: «¡Eternidad, te odio!» Sobre otra: «¡Que este instante me libere!»
Y sobre una tercera el hombre aún escribe: «Indispensable muerte.»
Así, sobre la fisura del tiempo camina, iluminado por su herida.
VI
Somos de un mismo país sobre la boca de la tierra,
Tú de un sólo chorro metálico con la complicidad de los follajes
Y aquél que se llama yo cuando el día declina
Y se abren las puertas y se habla de la muerte.
VII
Nadie puede arrancarlo de la obsesión de la cámara oscura. Inclinado sobre una cubeta intenta fijar el rostro bajo la capa de agua: siempre el movimiento de los labios triunfa.
Rostro sin mástil, rostro extraviado, ¿bastará tocar sus dientes
para que ella muera? Al paso de los dedos puede sonreír, como cede
la arena bajo los pasos.
VIII
Cautiva entre dos ladrones de superficies verdes calcinada
Y tu cabeza de piedra ofrecida a los ropajes del viento,
Te miro penetrar en el verano (como una mantis fúnebre en el cuadro
de las hierbas negras),
Te escucho gritar en el revés del verano.
IX
Se le dice: cava este poco de tierra mueble, su cabeza, hasta que tus dientes hallen una piedra.
Sensible solamente a la modulación, al paso, al estremecimiento del
equilibrio, a la presencia afirmada en su estallido que ya lo cubre
todo, busca la frescura de la muerte invasora, triunfa holgadamente
de una eternidad sin juventud y de una perfección sin quemadura.
Alrededor de esta piedra hierve el tiempo. Con sólo tocar esta
piedra: las lámparas del mundo giran, una iluminación secreta
circula.
Versión de Pablo Montoya
Un recuerdo
Parecía muy viejo, casi
un niño,
andaba lento, crispada la
mano
sobre un jirón empapado
de barro.
Cerrados los ojos, sin
embargo. Ah, ¿no es cierto
que creer recordar es el
peor engaño,
la mano que toma la
nuestra para perdernos?
me pareció, sin embargo,
que sonreía
cuando pronto lo envolvió
la noche.
¿Me pareció? No, desde
luego, me engaño,
es una voz trizada el
recuerdo,
se oye apenas, aunque nos
inclinemos,
Y, sin embargo,
escuchamos, y tanto tiempo
que a veces la vida pasa.
Y ya la muerte
le dice que no a toda
metáfora.
Ramas bajas
Instante que quiere durar
mas sin saber
sacar eternidad de las
ramas bajas
que protegen la mesa donde
luces y sombras
juegan, en mi página
blanca de esta mañana.
En torno a esos dos
árboles primero la hierba,
y luego la casa, y el
tiempo, y el día de mañana
para abrir al olvido, que
ya disipa
esos frutos de ayer caídos
junto a la mesa.
El allí está lejos. Sin
embargo, es sobre todo
el aquí y el ahora lo que
resulta inaccesible.
más sencillo es entrar en
el porvenir.
Con, para dentro de poco,
algo
de ese fruto maduro, por
la gracia del cual
el verde se tiñe de azul
en la noche de la hierba.
El pianista II
Una mano que se arriesga,
anhelante,
en el remolino ora claro,
ora sombrío,
su imagen se quiebra, como
si ya no tuviera
las fuerzas para retener.
¿Y esa otra, en un
espejo? Se acerca
a la tuya, que va hacia
ella,
sus dedos se tocan
o casi, pero en la
pequeñez de esa distancia
se abre el abismo entre
ser y apariencia.
Esos dedos, al menos, que
conmueven cuerdas.
¿Otra mano va a subir,
del fondo del sonido,
a tomarlos entre los
suyos, para guiarlos?
Pero, ¿hacia qué? No sé
si es amor
o espejismo, y nada más
que sueño, la palabra
que no tiene sino agua o
espejo, o sonido,
para tratar de ser.
Versiones de A. G. Ruiz
El adiós
Hemos vuelto a nuestro origen.
Fue el lugar de la evidencia, aunque desgarrada.
Las ventanas mezclaban demasiadas luces,
Las escaleras trepaban demasiadas estrellas
Que son arcos que se hunden, escombros,
El fuego parecía arder en otro mundo.
Y ahora hay pájaros que vuelan de una habitación a la otra,
Los postigos se cayeron, la cama está cubierta de piedras,
La chimenea llena de restos del cielo que van a apagarse.
Allí, por las tardes, hablábamos casi en voz baja
Debido a los rumores de las bóvedas, allí, sin embargo,
Formábamos nuestros proyectos: pero una barca,
Cargada con piedras rojas, se alejaba
Irresistiblemente de una orilla, y el olvido
Depositaba ya su ceniza en los sueños
Que sin fin recomenzábamos, poblando con imágenes
El fuego que ardió hasta el último día.
¿Es cierto, amiga mía,
Que no hay más que una palabra para nombrar
En la lengua que llamamos poesía
El sol de la mañana y el de la tarde,
Una para el grito de alegría y el de angustia,
Una para el desierto río arriba y los golpes de hacha,
Una para la cama deshecha y el cielo tormentoso,
Una para el niño que nace y el dios muerto?
Sí, lo creo, quiero creerlo, pero ¿qué sombras
Son ésas que se llevan el espejo?
Y, mira, la zarza crece entre las piedras
En el camino de hierba aún apenas abierto
Por el que nuestros pasos iban hacia los jóvenes árboles.
Hoy me parece, aquí, que la palabra
Es el pesebre medio roto del que se escapa
En cada amanecer de lluvia el agua inútil.
La hierba y en la hierba el agua que brilla, como un río.
Todo está siempre a la espera de que una vez más se lo ate al
mundo.
Sé que el paraíso está diseminado,
Es tarea terrestre el reconocer
Sus flores dispersas en la hierba pobre,
Pero el ángel ha desaparecido, una luz
Que no fue, de golpe, sino un sol poniente.
Y como Adán y Eva caminaremos
Por última vez en el jardín.
Como Adán el primer pesar, como Eva la primera
Osadía, querremos y no querremos
Pasar por la puerta baja que se entreabre
Allá a lo lejos, en la otra punta del ronzal, coloreada
Como auguralmente por un último rayo.
¿Se toma el porvenir en el origen
Como cabe el cielo en un cóncavo espejo?
¿Podremos recoger, de esa luz
Que fue de aquí el milagro,
En nuestras sombrías manos la simiente, para otros charcos
En el secreto de otros campos "cercados de piedras"?
Por cierto, está aquí el lugar para vencer, para vencernos,
El lugar de donde salimos esta tarde. Aquí sin fin
Como esa agua que se escapa del pesebre.
La rapidez de las nubes
La cama, la ventana cercana, el valle, el cielo,
La rapidez espléndida de esas nubes,
La súbita garra de la lluvia en los cristales
Como si la nada rubricase el mundo.
En mi sueño de ayer
El grano de otros años ardía a fuego lento,
Sin calor, en el suelo embaldosado.
Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida.
¡Oh amiga mía,
Qué distancia tan débil separaba nuestros cuerpos!
¡La hoja de la espada del tiempo que merodea
Hubiese allí buscado en vano lugar para vencer!
Noli me tangere
De nuevo en el cielo azul vacila el copo
De nieve, el último copo de la gran nevada.
Y es como si en el jardín entrase aquella que
Bien había debido soñar lo que podría ser,
Esa mirada, ese dios simple, sin memoria
Del sepulcro, sin otro pensamiento que la dicha,
Sin otro porvenir
Que su disolución en el azul del mundo.
"No me toques, no", le diría él,
pero hasta el decir no sería luminoso.
La única rosa
I
Cae la nieve, es volver a una ciudad
Donde, y lo descubro al avanzar
Al azar por las calles vacías,
Habría yo vivido, feliz, otra niñez.
Bajo los copos percibo las fachadas
Que más que nada en el mundo bellas son.
Alberti sólo entre nosotros, y San Gallo
En San Biagio, en el salón más intenso
Que construyó el deseo, se acercaron
A esta perfección, a esta ausencia.
Por eso miro yo, ávidamente,
Esas masas que me oculta la nieve.
En la blancura errante, sobre todo,
Esos frontones busco que se alzan
A un más alto nivel de la apariencia,
Desgarrando la bruma como si
Con ingrávida mano, el arquitecto
De aquí, vivir hubiese hecho
De un solo, gran trazo floral,
La forma que quería, siglo a siglo,
El dolor de nacer en la materia.
II
Y allá arriba, yo no sé si es la vida
Aún, o sólo la alegría que resalta
En ese cielo que no es ya de nuestro mundo.
Oh constructores
No tanto de un lugar como de un renacer de la esperanza,
¿Qué hay en el secreto de esos muros
Que frente a mí se apartan? Sobre ellos
Nichos vacíos es lo único que veo,
Caligrafías de las que, por la gracia
De los números, se esfuma
El peso del nacer en el exilio,
Pero la nieve en ellos se acumula,
A uno de ellos me acerco, el más bajo,
Hago caer un poco de su luz,
Y el prado, de pronto, está aquí de mis diez años,
Donde zumban abejas,
Lo que tengo en mis manos, esas flores y sombras,
¿Es casi miel, acaso? ¿Es un poco de nieve?
III
Avanzo entonces hasta el arco de una puerta.
Los copos danzan en el aire, borroneando
el límite entre el exterior y este salón
de lámparas encendidas: pero ellas mismas
una especie de nieve que vacila
entre lo alto, lo bajo, en esta noche.
Es como si estuviese ante un segundo umbral.
Y más allá un idéntico ruido de abejas
en el ruido de la noche. Lo que decían
Las abejas innúmeras del verano,
Parece reflejarlo el infinito de las lámparas.
Y yo querría
correr, como en los tiempos de la abeja, buscando
con el pie el balón blando, ya que acaso
duermo, y sueño, y voy por los caminos de la infancia.
IV
Pero lo que miro es un poco de nieve
endurecida, que se ha deslizado sobre las baldosas
y se acumula al pie de las columnas
a la izquierda, a la derecha, y que se adentra en la penumbra.
Absurdamente sólo tengo ojos para el arco
que este lodo dibuja en la piedra.
Uno mi pensamiento a lo que no
tiene nombre, ni sentido. Oh amigos míos,
Alberti, San Gallo, Brunelleschi,
Palladio que haces señas desde la otra orilla,
No os traiciono, sin embargo, avanzo,
La forma más pura es aún aquella
Que penetró la bruma que se esfuma,
La nieve pisoteada es la única rosa.
Versiones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
El pozo, las zarzas
Pero amamos esos pozos que velan lejos de las sendas
Porque nos preguntamos quién llega hasta su lado
Entre hierbas que las zarzas obstruyen, atraídos
Por las cúpulas que forman
Por sobre los matorrales, allí donde empieza
El país que sólo sabe de lo eterno;
Que se detiene cerca de ellos aún hoy,
Que los abre y se inclina en otro mundo.
El hierro oxidado resiste, rechina,
Queda en silencio cuando cae en la piedra
El palastro que separa ambos cielos.
Y no es sino un instante del estío, cuando
El grillo retorna asustado, más allá de la muerte,
Su canto que es materia hecha voz
Y quizás luz, pero para nada.
Notó que esas hierbas aplastadas,
Esas palabras, esta esperanza, no existieron
Más de lo que él (si así cabe nombrarlo) existe entre las zarzas
Que arañan nuestros rostros pero son sólo
La nada que araña a la nada en la luz.
El pozo
Oyes la cadena chocar en la pared
Al descender el balde en el pozo que es la otra estrella,
A veces la estrella vespertina, la que llega sola,
A veces el fuego sin rayos que aguarda en la mañana
Que pastor y bestias salgan.
Pero siempre el agua está encerrada en el fondo del pozo,
Siempre la estrella allí queda sellada.
Bajo las ramas descubrimos sombras:
Son los viajeros que pasan por la noche
Encorvados, la espalda bajo una masa negra,
Diríase, como si dudaran en una encrucijada.
Algunos parecen esperar, otros se borran
En un chisporroteo sin luz.
El viaje del hombre, de la mujer es largo, más largo que la vida,
Es una estrella al borde del camino, un cielo
Que imaginamos ver entre dos árboles.
El balde toca el agua, que lo alza,
Y es la alegría, luego la cadena lo abruma.
Una piedra
El verano pasó violento por las salas frescas,
Sus ojos estaban ciegos, su flanco desnudo,
Gritó, y el llamado trastornó el sueño
De los que allí dormían en lo simple de su día.
Se estremecieron. Cambió el ritmo de su aliento,
Sus manos abandonaron la copa del sueño.
Ya el cielo otra vez volvía sobre la tierra,
Llegó la tormenta de las siestas de verano, en lo eterno.
Versiones de Ida Vitale
Las ranas, la tarde
I
Roncas eran las voces
De las ranas en la tarde
Allá donde el agua del estanque, percolando sin ruido,
Brillaba entre la hierba
Y rojo era el cielo
En los limpios cristales
Todo un río la luna
Sobre el plano terrestre
Tomados o no de nuestras manos,
La misma abundancia.
Abiertos o cerrados nuestros ojos,
La misma luz.
II
Se entretenían, en la tarde
Sobre la terraza
De donde partían los caminos, de arena clara,
Del cielo inmesurable
Y tan desnuda ante ellos
Estaba la estrella
Tan próximo estaba su seno
Necesitado de labios
Que ellos se percataban
Que morir es sencillo,
Una rama separada por el oro
Del cuerpo ya maduro.
Una piedra
Mañanas que poseíamos,
Yo recogía las cenizas, llenaba
El balde, lo colocaba sobre la baldosa,
Con él regaba en toda la sala
El olor impenetrable de la menta
Oh recuerdo,
Tus árboles en flor ante el cielo
Se puede creer que nieva
Pero la luz del sol se extiende sobre el camino
El viento de la tarde derramaba su abundancia de chubascos.
Una piedra
Todo era pobre, desnudo, transfigurable
Nuestros muebles eran sencillos como las piedras
Tan sólo amábamos el saliente del muro
Fue ese espigón donde probábamos los mundos.
Desnudos, esa tarde
Los mismos de siempre, como la sed,
La misma tela roja, desgastada
Imagen, pasajera,
Nuestros inicios, nuestras prisas, nuestras confianzas.
La lluvia de verano
I
El más querido y no por eso
Menos cruel
De todos nuestros recuerdos, la lluvia de verano
Repentina, breve.
Salíamos, y era estar
En otro mundo
Nuestras bocas se embriagaban
Del olor de la hierba
Tierra
El manto de la lluvia se extendía sobre ti.
Aquello era como el seno
Que hubiese soñado un pintor.
II
Y de pronto en el cielo
Percibíamos
Ese oro que la alquimia
Había buscado tanto.
Lo tocábamos, brillante
Sobre las ramas bajas,
De aquello amábamos el gusto
Del agua, sobre nuestros labios.
Y cuando recogíamos
Ramas y hojas secas
Ese humo al final de la tarde, brusco, ese fuego,
Era también el oro.
En el mismo río
I
A veces toma el espejo
Entre el cielo y el cuarto
Entre sus manos el mínimo
Sol terrestre.
Y las cosas, los nombres
Es como si
Las voces, las esperanzas se divirtieran
En el mismo río.
Donde se puede soñar
Que las palabras no existen
Aguas debajo de ese río, río de paz,
Demasiado para el mundo,
Y hablar no es más
Que cortar el cuello
Del cordero que, confiado,
Se deja llevar por la palabra.
II
Soñar: que la belleza
Sea verdad, la evidencia
Misma, un niño
Que pasa, emocionado, bajo una troja.
Él se levanta y, feliz
De tanta luz,
Estira su mano para agarrar
La roja uva.
III
Y más tarde se entiende
Sólo con su voz
Como si anduviese desnudo
Por una playa
Y tuviese un espejo
Donde todo el cielo
Se abriera, a grandes rayos, que colorearan
Toda la tierra.
Él se detiene a veces,
Aquí o allá,
Su pie arrastra, distraídamente,
El agua sobre la arena.
Versiones de William Guaregua
El único testigo
Luego de librar su cabeza a las llamas bajas
del mar, de perder sus manos
en su profundidad ansiosa, luego de arrojar
a las materias acuáticas su cabellera;
muerta ya, pues morir es ese camino
de verticalidad bajo la luz,
y ebria aún, incluso muerta: yo fui,
ménade consumada, gozo pétreo y pérfido,
el único testigo, la única presa cautiva
en las redes de tu muerte que fueron arenas
peñascos o calor, tu signo, me decías.
Nombre verdadero
Nombraré desierto el castillo que fuiste
noche esta voz, ausencia tu rostro,
y cuando te derrumbes en la tierra estéril
nombraré nada al relámpago que te arrebató.
Morir es un país que amabas. Llego
siempre por tus sombríos caminos,
destruyo tu deseo, tu forma, tu memoria,
soy tu enemigo y no tendré piedad.
Te nombraré guerra y me tomaré
contigo las libertades de la guerra y sostendré
en mis manos tu rostro oscuro y surcado,
y en mi corazón ese país que ilumina la tormenta.
Versiones de Una Pérez Ruiz
La Imperfección es la cima
Habría que se debería destruir y destruir y destruir,
Habría salvación solamente a ese precio.
Arruinar la faz desnuda que entre el mármol asciende,
Toda forma martillar toda belleza.
Amar la perfección por que ella es el umbral,
Pero negarla apenas conocida, olvidarla muerta,
La imperfección es la cima.
¿Qué asir sino lo que se escapa?
¿Qué asir sino lo que se escapa?
¿Qué ver sino lo que se obscurece?
¿Qué desear sino lo que muere
Sino lo que habla y se desgarra?
Palabra próxima a mí
Qué buscar sino tu silencio,
Qué resplandor tan profundo
Tú amortajada conciencia,
Palabra, ¿dique material
Sobre el origen y la noche?
Para la Tierra del Alba
Alba, hija de las lágrimas, reestablece
La habitación en su paz grisácea
Y en su orden al corazón. Tanta noche
Pedía al fuego que decline y se acabe,
Más nos vale velar cerca del rostro muerto.
Apenas se ha movido… ¿El navío de las lámparas
Entrará al puerto que lo había llamado,
Aquí, sobre las tablas, la flama hecha ceniza
Crecerá más alta en otra claridad?
Alba, toma, levanta el rostro sin sombra,
Colorea poco a poco el tiempo recomenzado.
El Libro, para Envejecer
Estrellas trashumantes, y el pastor
Encorvado sobre la felicidad terrestre, tanta paz,
Irregular, como ese grito de insecto,
Que un pobre díos trabaja. El silencio
Subió desde tu libro hacia tu corazón.
Sin ruido se mueve un viento entre los ruidos del mundo.
A lo lejos sonríe el tiempo, por cesar de ser.
Los frutos maduros son simples en el vergel.
Envejecerás
Y, descolorido entre el color de los árboles,
Haciendo la sombra más lenta sobre el muro,
Siendo, y del alma al fin, la tierra amenazada,
Retomarás el libro en la página marcada,
Dirás, Pues bien, eran las últimas palabras obscuras.
Versiones de César Vásconez Romero
Hic est locus patriae
Los árboles llenaban el lugar de tu sangre;
el cielo se rasgaba, demasiado cercano
para ti; otros ejércitos vinieron, oh Casandra,
y nada pudo ya resistir a su abrazo.
Aquel que regresaba se apoyó sonriendo
en la copa de mármol que adornaba el umbral.
Cae la luz en el sitio que llaman La Arboleda.
Era luz de palabra, fue noche de huracán.
Versión de de Enrique Moreno Castillo
Cubierta por el manto silencioso del mundo
Cubierta por el manto silencioso del mundo.
Marcada por los surcos de una araña viviente,
Sometida ya al devenir de la arena
Toda tú disgregada secreta inteligencia
Ataviada para un festín en el vacío
y desnudos los dientes como para el amor.
Manantial de mi muerte presente insostenible.
Versión de
Patricia Martínez García
Pero que se calle esa que vela
Pero que se calle esa que
vela todavía
En el hogar, su rostro
caído entre las llamas
Que permanece sentada,
careciendo de cuerpo
Que habla de mí con los
labios cerrados,
Que se levanta y me llama,
careciendo de carne,
Que se aleja abandonando
su cuerpo dibujada,
Que ríe siempre, habiendo
muerto la risa hace tiempo.
A menudo en el silencio
A menudo en el silencio de
un abismo
Oigo – o deseo oír , no
sé-
Un cuerpo que cae entre
las ramas. Larga y lenta
Es esta caída; ningún
grito
Viene nunca a
interrumpirla y darle fin.
Entonces pienso en las
procesiones luminosas
En un país que no nace ni
muere.
Te acostarás sobre la
tierra
Te acostarás sobre la
tierra sencilla,
¿Quién te dijo que te
pertenecía ?
Desde el cielo inmutable,
la luz errante
Volverá a comenzar la
eterna mañana.
Creerás renacer con las
horas profundas
Del fuego negado, de fuego
mal extinguido.
Pero el ángel vendrá con
sus manos de ceniza
Para calmar la fiebre del
día que nace.
Fénix
El pájaro irá al
encuentro de nuestras cabezas.
Para él se alzará un
hombro sangriento.
Cerrará alegre sus alas
sobre la cima
De tu cuerpo, el árbol
que tú ofrecerás.
Cantará largo tiempo
alejándose entre las ramas
La sombra vendrá a marcar
los límites de su grito.
Pero rechazando toda
muerte inscrita en sus ramas
Se atreverá a traspasar
las crestas de la noche.
El jardín
Nieva.
Bajo los copos
la puerta
Abre por fin al
jardín
De más que el
mundo
Avanzo. Pero se
engancha
Mi bufanda al
hierro
Oxidado, y se
desgarra
En mí la tela
del sueño.
Virgen de la
Misericordia
Todo, ahora,
Al abrigo
Bajo tu manto
leve
Sólo de bruma y
bordados
Señora de la
misericordia de la nieve
Contra tu
cuerpo
Duermen,
desnudos,
Los seres y las
cosas, y tus dedos
Velan con su
claridad esos párpados cerrados.
Un poco de
agua
A este copo
Que se posa en
mi mano, deseo
Asegurarle lo
eterno
Haciendo de mi
vida, de mi calor,
De mi pasado,
de estos días de ahora,
Un instante
simplemente, un instante,
Pero ya no es
más
Que un poco de
agua, que se pierde
En la bruma de
los cuerpos que andan en la nieve.
Una piedra
Hace dos o tres
años,
Yo me sentía
plena. No me igualaban
Ni los astros,
ni los ríos ni los bosques.
La luna se
desconchaba sobre mis ropas grises.
Mis ojeras
Iluminaban los
mares bajo sus bóvedas de sombra,
Y mis cabellos
eran más amplios que este mundo
De ojos
vencidos, de gritos que no me alcanzaban.
Gritan las
bestias nocturnas: ese es mi camino,
Puertas negras
que se cierran.
Las manzanas
¿Y qué habrá que pensar de esas manzanas
amarillas? Ayer
sorprendían desnudas, por su espera.
tras la caída de las hojas.
Hoy hechizan por cómo
un ribete de nieve
en sus hombros subraya
su modestia.
¿Y qué habrá que pensar de esas manzanas
amarillas? Ayer
sorprendían desnudas, por su espera.
tras la caída de las hojas.
Hoy hechizan por cómo
un ribete de nieve
en sus hombros subraya
su modestia.
Temprano, esta mañana…
Temprano, esta mañana, la primera
nevada. El ocre, el verde
Se refugian debajo de los árboles.
La segunda, a las doce. Del color
Sólo quedan
Las agujas de pino
Que caen, también ellas, más tupidas
a ratos que la nieve.
Luego, de atardecida,
El astil de la luz se inmoviliza,
Las sombras y los sueños tienen el
mismo peso.
Sólo un poco de viento
Escribe una palabra con la punta del
pie
Fuera del mundo.
Atardecer
Rayas azules, negras.
Los surcos que se encaran a la base del
cielo.
La cama, vasta y rota como el río
crecido.
- Mira, se hace de noche,
Y el fuego a nuestro lado habla en la
salvia eterna.--
Los caminos
Caminos, entre
La masa de los árboles. Dioses, entre
El espesor del canto incansable de
pájaros.
Y tu sangre enarcada bajo una mano
pensativa,
Oh mi luz toda, oh próxima.
Quien recogió en las altas
Hierbas el herrumbroso hierro, no
olvida ya
Que en los grumos metálicos la luz
puede prender
Y consumir la sal de la duda y la
muerte.
El rayo
Ha llovido, esta noche.
El camino tiene olor de hierba húmeda,
Luego, de nuevo, la mano del calor
Sobre nuestro hombro, como
Para decir que el tiempo nada nos
arrebatará.
Pero ahí
Donde el campo viene a chocar contra el
almendro,
Ves, una fiera ha saltado
De ayer a hoy a través de las hojas.
Y nos detenemos, más allá del mundo,
Y vengo cerca de tí,
Acabo de arrancarte del tronco
ennegrecido,
Rama, estío fulminado
Del cual la savia de ayer, divina aún,
ahora fluye.
Soñar: que la belleza…
Soñar: que la belleza
sea verdad, la misma
evidencia, un niño
que avanza, sorprendido,
bajo una parra.
Que se empina y, feliz
con tanta luz,
tiende la mano para atrapar el racimo
rojo.
Contra tu cuerpo
duermen, desnudos,
los seres y las cosas
y tus dedos
ponen un velo de claridad
en los párpados cerrados
¿Y qué pensar
de esas manzanas amarillas?
Ayer, asombraban, por esperar así,
desnudas
después de la caída de las hojas,
hoy encantan
por cómo sus hombros
están, modestamente, subrayados
por un ribete de nieve.
Una lápida
Nos habíamos obsequiado la inocencia,
ardió durante tiempo con sólo
nuestros cuerpos
y por la hierba sin memoria iban
desnudos nuestros pasos,
éramos la ilusión que se llama
recuerdo.
Si el fuego de sí nace, a qué querer
reunir sus cenizas desunidas.
Dicho día entregamos lo que fuimos
a la llama más vasta del cielo de la
noche.
La nieve
Vino de más allá que los caminos
Y tocó el prado, el ocre de las flores
Con esa mano que con vaho escribe;
Al tiempo lo venció con el silencio.
Hay más luz esta tarde
A causa de la nieve.
Parece que las hojas arden ante la
puerta
Y que hay agua en la leña que metemos.
El espejo
Ayer aún las nubes
Pasaban por el fondo
Oscuro de este cuarto.
Pero el espejo ahora está vacío.
Nevar,
Desanudarse el cielo.
(Del movimiento y la inmovilidad de
Douve)
I
Y ahora tú eres Douve en la última alcoba del verano.
Una salamandra huye por la pared. Su
suave cabeza de hombre
expande la muerte del verano. "Quiero
hundirme en ti, vida
estrecha", exclama Douve.
"Relámpago vacío, recorre mis labios,
penétrame."
"Me gusta cegarme, entregarme a la
tierra. No quiero saber nunca
más qué dientes fríos me poseen."
II
Toda una noche te soñé transformada en madera, Douve, para
mejor ofrecerte a la llama. Y estatua
verde revestida de corteza,
para mejor gozar de tu cabeza luminosa.
Sintiendo bajo mis dedos la disputa de
la lumbre y los labios:
vi que me sonreías. Pero me cegaba esa
gran luz de las brasas en ti.
III
"Mírame, mírame he corrido!"
Estoy junto a ti, Douve, y te ilumino.
Ya no hay entre nosotros
más que esta lámpara de piedra, ese
poco de sombra apaciguada,
nuestras manos que la sombra espera.
Salamandra sorprendida,
permaneces inmóvil.
Habiendo vivido el instante en que la
carne más próxima se
transforma en conocimiento.
IV
Así permanecimos despiertos en lo más alto de la noche del ser.
Un arbusto se quebró.
Ruptura secreta, ¿con qué pájaro de
sangre circulabas por
nuestras tinieblas?
¿A qué habitación venías en la que
se agravaba el horror del
alba en los cristales?
Tendrás que atravesar la muerte
para vivir
La luz profunda necesita para mostrarse
de una tierra aplastada y crujiente de
noche.
Es de un tronco tenebroso que se exalta
la llama.
La palabra misma necesita una materia,
Una ribera inerte más allá de todo
canto.
Tendrás que atravesar la muerte para
vivir,
La más pura presencia es una sangre
derramada.
Las nubes
(fragmento)
Doblemente silenciosa la tarde
Por obra del verano desierto, y de una
llama
Que desborda, no se sabe si de ese
charco
O de más alto aún en el cielo.
Hemos pues dormido: no sabría bien
cuántos
Veranos en la luz, y tampoco sé
Hacia qué espacio se abren nuestros
ojos.
Escucho, nada vibra, nada termina.
Apenas el deseo formulando la imagen
Gira meditando, en su eje simple,
Arcilla de un despertar en el sueño,
empapado de sombra.
Sin embargo el sol zumba sobre la
ventana
Y, el alma envuelta en sus élitros
rojos,
Desciende, en paz, hacia la tierra de
los muertos.
Sobre mí, solo, cuando trazaba
El signo de esperanza en tiempos de
guerra,
Una nube rodaba negra y el viento
Dispersaba en grandes resplandores la
frase inútil.
Sobre nosotros dos, que habíamos
querido
El nudo y la desatadura, una energía
Se acumuló entre dos flancos sombríos
Y hubo, finalmente,
Una especie de temblor en la luz.
Otros países, montañas iluminadas
En el cielo, lagos lejanos, vírgenes,
nuevos
Ríos—pacificación de los dioses
progenitores,
El relámpago habría sido su propia
causa.
Y sobre del niño y sus ojos
El anillo de estas nubes, el fuego
claro
Que pareciera puede retrasar esta
noche, como una prueba.
Nubes, sí,
De una a otra, navíos recién llegados
Con su carga de música. Creo, a veces,
Que la necesidad se metamorfosea
Como cuando en el final del Cuento de
Invierno
Todos se reconocen entre sí, cuando se
comprende
De un nivel a otro en la luz
Que aquellos que habían arrojado
orgullo, duda,
De comarca en comarca con el decir
oscuro
Se reencuentran, se conocen. Palabra en
ese instante
Sus silencios, y silencio sus pocas
palabras
No se sabría si de felicidad o de
dolor“
Yendo de un extremo al otro”.
Parecen, dice
Algún testigo, meditando, y se aleja,
Escuchar una noticia
De un mundo redimido o de un mundo
muerto.
Nubes,
Y aquellas dos púrpuras, un padre, una
hija,
Y aquella mucho más cercana, la
estatua
De una mujer, madre de la belleza,
madre del sentido,
En la cual vemos que luego de haber
estado inmóvil por mucho tiempo,
Sofocada en su voz de siglo en siglo,
Denegada, animada
Por la magia de la escultura
Toma vida, va a hablar. Un rayo en sus
ojos
Que se abren en el abismo del zafre
claro,
Pero un rayo sonriente como si,
Condenada a seguir el sueño en su
flujo estéril
Pero a la vez descubriendo el oro en la
arena virgen,
Hubiera meditado ya y consentido.
El hombre por otra parte se aproxima,
su rostro
Desgarrado se apacigua de tanta
felicidad.
Mide los grados de la hora que avanza
En ráfagas, ya que el cielo cambia,
llega la noche,
Y vacila donde esta lo espera, noche
estrellada
Que se derrama, música. Se vuelve,
De cara al universo. Sus trazos brillan
Con la fosforescencia de lo absoluto,
Y el día se retoma para todos
nosotros, como una vena
Que se hincha de sangre—copa de los
árboles
Resquebrajadas por el relámpago, ríos,
castillos
En paz, en la otra ribera. Sí, una
tierra
Sobre un torso en columnas de nubes.
Ante tus signos
¿Qué morada deseas levantar para mí?
¿Qué negras escrituras cuando el
fuego se acerca?
*
Vacilé mucho tiempo ante tus signos,
me apartaste de toda densidad.
*
Mas he aquí que la noche incesante me
guarda
con caballos sombríos yo me alejo de
ti.
Habla Douve
Que se apague la palabra
En la cara del ser en donde estamos
expuestos
En esta aridez que atraviesa
Solo el viento del desierto.
(…)
Que el frío de mi muerte se levante
Y tome al fin sentido.
Las uvas de Zeuxis
Una bolsa de tela mojada en la
alcantarilla, es el cuadro de Zeuxis, las uvas, que las aves furiosas
tanto desearon, tan violentamente perforaron con sus picos rapaces,
que los racimos desaparecieron, luego el color, luego toda traza de
imagen a esta hora del crepúsculo del mundo donde ellas la
arrastraron sobre las baldosas.
De nuevo las uvas de Zeuxis
Zeuxis pintaba protegiéndose con el
brazo izquierdo contra las aves hambrientas. Pero estas llegaban
incluso bajo su pincel apremiado a arrancar jirones de tela.
Se le ocurrió sostener, en su mano
izquierda siempre, una antorcha que escupía una humareda negra, de
las más espesas. Y sus ojos se nublaban, ya no veía, habría debido
pintar mal, sus uvas no habrían debido ya evocar sea lo que fuere de
terrestre, -¿por qué entonces las aves se abalanzaban más voraces
que nunca, más furiosas, contra sus manos, sobre la imagen, llegando
incluso a morderle los dedos, que sangraban sobre elazul, el verde
ambarino, el ocre rojo?
Se le ocurrió pintar en la oscuridad.
Se preguntaba a qué podían parecerse esas formasque él dejaba
agolparse, mezclarse, perderse, en el círculo mal cerrado de la
cesta. Pero las aves lo sabían, las que se encaramaban sobre sus
dedos, las que hacían con su pico en el cuadro desconocido el
agujero que iba a encontrar su pincel en su avanzada menos rápida.
Se le ocurrió no pintar más,
simplemente observar, a dos pasos frente suyo, la ausencia de algunos
frutos que hubiera querido añadir al mundo. Unas aves revoloteaban a
distancia, otras se habían posado sobre las ramas, junto a su
ventana, otras sobre sus potes de color.
Aquella que inventó la pintura
En cuanto a la hija del alfarero de
Corinto, hace mucho que abandonó el proyecto deacabar de trazar con
el dedo sobre el muro el contorno de la sombra de su amante.
Recostada sobre su cama, de la que la bujía proyecta sobre el yeso
la cresta fantástica de los pliegues de las sábanas, ella se vuelve,
los ojos henchidos, hacia la forma que ha roto con su abrazo. “No,
no te antepondré la imagen, dice ella. No te confiaré en imagen a
los remolinos de humo que se acumulan a nuestro alrededor. No serás
el racimo de frutos que vanamente se disputan las aves que llamamos
olvido”.
Últimas uvas de Zeuxis
I
Zeuxis, pese a las aves, no llegaba a
desprenderse de su deseo, ciertamente legítimo: pintar, en paz,
algunos racimos de uva azul en una cesta.
Ensangrentado por los picos eternamente
voraces, sus telas rasgadas por la terrible impaciencia, sus ojos
quemados por la humareda que les oponía en vano, no por ello
abandonaba su trabajo, se habría dicho que percibía en los vapores
cada vez más espesos, donde se difuminaba el color, donde se
dislocaba la forma, algo más que el color o la forma.
II
Se daba un respiro, a veces. Sentado a
algunos pasos de su caballete entre los zorzales y las águilas y
todas esas otras rapaces que se apaciguaban tan pronto dejaba de
pintar e incluso parecían casi dormir, aletargadas en sus plumas,
piando a veces vagamente en el olor a estiércol.
Reflexionaba: ¿cómo levantarse en
silencio y aproximarse a la tela sin que el espacio bascule otra vez,
de golpe, en el batir de alas y los innumerables graznidos roncos?
III
¡Y qué sorpresa por lo demás entrada
esta tarde cuando, habiéndose puesto de pie de un salto, habiendo
cogido el pincel, habiéndolo sumergido en el rojo -¡qué alboroto
ya, generalmente, qué graznidos de ira!-, debió constatar, su mano
temblando, que las aves no le prestaban atención alguna, esta vez.
Y eran uvas, no obstante, lo que
comenzaba a pintar. Dos racimos, casi dos racimos enteros ahí donde
ayer de nuevo los picos infalibles habían arrancado ya hasta la
última de las fibras donde se hubiese cuajado un poco de color.
IV
Y, no obstante, ni siquiera esos
racimos densos, una de esas artimañas con las que había ensayado, a
veces, engañar al hambre del mundo. Así había esbozado,
¡ah, ingenuamente, por cierto! uvas rayadas de azul y rosa, otras
cúbicas, otras en forma de dios Término ahogado en su gran barba.
¡En vano, en vano! Su proyecto ni siquiera tenía el tiempo de
cobrar forma. La idea era devorada apenas surgía en el espíritu,
era arrancada de su mano cuando intentaba llegar a la tela. Como si
existieran en la inagotable naturaleza uvas estriadas, granos duros
de seis caras que se arrojaran sobre la mesa, por un desafío al
azar, racimos como estatuas de mármol para la delectación de las
aves.
V
Pinta en paz, ahora. Puede hacer sus
racimos cada vez más semejantes, apetitosos, puede cubrirlos con ese
tierno vaho que hace resaltar tan agradablemente contra la paja de la
cesta su oro irisado de gris y de azul.
Envalentonado, llega incluso a poner
nuevamente racimos verdaderos cerca suyo, como antaño. Y un gorrión,
un zorzal -¿es pues un zorzal?- llegan, por momentos, a encaramarse
al borde de la cesta real, pero con un ademán los aleja, y estos ya
no vuelven.
VI
Largas, largas horas sin nada más que
el trabajo en silencio. Las aves han retomado frente a la casa sus
grandes piruetas desde lo alto del cielo, y cuando pasan cerca
de Zeuxis, que llega a pintar sobre la terraza, lo hacen con la misma
indiferencia que si rozaran una mata de tomillo, una piedra.
Hubo una vez esta tropa reluciente de
cotorras y abubillas que se congregó sobre las terrazas próximas, y
gritó alto y fuerte lo que creyó ser cólera, pero instantes
después, tras alguna decisión, tanto cotorras y abubillas como
zorzales habían partido.
VII
Ah, ¿qué ha pasado? se pregunta ¿Ha
perdido la noción de lo que es el aspecto de un fruto, o ya no sabe
desear, o vivir? Es poco probable. Llegan visitantes, observan. “¡Que
bellos racimos!”, dicen. Y aun: “Nunca has pintado unos tan
bellos, tan semejantes”.
O bien, se dice otra ocasión, ¿ha
dormido? ¿Y soñado? En el preciso momento en que las aves
destrozaban sus dedos, comían su color, él habría estado sentado,
cabeceando, en un rincón del taller sombrío.
Pero, ¿por qué ahora ya no duerme?
¿En qué mundo se habría despertado? ¿Por qué se arrepentiría,
como se da cuenta que lo hace, de sus días de lucha y de angustia?
¿Por qué llega a desear dejar de pintar? ¿E incluso, que ya no
exista pintura?
VIII
Zeuxis vaga por los campos, recoge
piedras, las arroja, vuelve a su taller, toma sus pinceles, tiembla
de cuerpo entero cuando un ave, rápida como una flecha, llega a
tomar uno de los granos de la cesta. Espera entonces, va a la
ventana, observa los grandes vuelos migratorios elegir un techo, allá
lejos en la luz del atardecer, reduciendo a polvo azul el racimo del
sol que declina.
Extraña, el ave que había venido a
posarse ayer, al borde de esta misma ventana. Era multicolor, era
gris. Tenía esos ojos de rapaz, pero por cabeza un agua calma donde
sereflejaban las nubes. ¿Traía un mensaje? ¿O la nada del mundo no
es más que esa bola de plumas que se erizan, cuando el pico busca
entre ellas una pulga?
IX
Es algo como una charca, el último
cuadro que Zeuxis pintó, tras larga reflexión, cuando ya declinaba
hacia la muerte. Una charca, un breve pensamiento de agua brillante,
calma, y si uno se asomaba a ella percibía sombras de granos, sus
bordes vagamente dorados con la fantástica silueta que delínea en
los ojos infantiles el racimo entre los pámpanos, sobre el cielo
luminoso todavía del crepúsculo.
Frente a estas sombras claras otras
sombras, estas negras. Pero que se sumerja la mano en el espejo, que
se remueva ese agua, y la sombra de las aves y la de los frutos se
mezclan.
El autorretrato de Zeuxis
Han encontrado el famoso retrato que
Zeuxis había pintado al final de su larga vida. Ahí está sobre un
cimacio, en esta galería de un traspatio de barrio pobre. Parece que
Zeuxis no hubiera podido observar más que una parte de su rostro. La
mitad izquierda falta pero no se trata de algo inacabado, más bien
hay ahí como un abismo al borde del cual el pintor ha debido
asomarse, con un nudo en la garganta a causa del vértigo; y si a su
vez uno se aproxima a este abismo se ven
muy abajo del borde que se desmorona y se resquebraja los magros
arbustos que crecen en la ladera de la roca y grandes aves tristes
que devoran sus bayas. Más abajo todavía, la agitación de un agua
sin color.
Los visitantes se aproximan al abismo,
observan un poco, prudentemente, después siguen su camino, en
silencio. Paso por ahí, cuando llega mi turno, busco ojos en la
inmensidad a ratos brumosa. La tumba de Zeuxis está en el pliegue de
dos montañas, al otro lado de la quebrada. Con la ayuda de los
lentes que nos ofrecen, pero que pocos aceptan, veo que
desprendimientos de una piedra roja obstruyen a lo lejos el camino,
que quedará entonces desierto para siempre. Sólo las aves que
Zeuxis ha pintado amedia altura de la cornisa pueden llegar con
grandes aleteos hasta el lugar donde él reposa ahora, para después
volver a nosotros graznando en la galería demasiado estrecha, donde
nos rozan y nos asustan.
YVES BONNEFOY (FRANCIA, 1923)
Gracias por publicar esto
ResponderBorrarmuchas gracias por esta antología.
ResponderBorrargracias*
ResponderBorrarMuchas gracias. Muchas.
ResponderBorrarGracias a ustedes, que vienen a leer.
ResponderBorrarFantástico! Muchas gracias
ResponderBorrartodas las gracias!!!!!!!!!
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