Foto: Fundación "Felisberto Hernández"
Había una ciudad que a mí me
gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un
balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían
instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba
perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los
sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste enseguida
se hubiera apagado en el musgo.
El teatro donde yo daba los
conciertos también tenía poca gente y yo había invadido el silencio: yo lo veía
agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la
música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que
había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de
confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con
su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.
Al final de uno de esos conciertos,
vino a saludarme un anciano tímido. Debajo de sus ojos azules se veía la carne viva
y enrojecida de sus párpados caídos; el labio inferior, muy grande y parecido a
la baranda de un palco, daba vuelta alrededor de su boca entreabierta. De allí
salía una voz apagada y palabras lentas; además, las iba separando con el aire
quejoso de la respiración.
Después de un largo intervalo me
dijo:
—Yo lamento que mi hija no pueda
escuchar su música.
No sé por qué se me ocurrió que
la hija se habría quedado ciega; y en seguida me di cuenta que una ciega podía oír,
que más bien podía haberse quedado sorda, o no estar en la ciudad; y de pronto
me detuve en la idea de que podría haberse muerto. Sin embargo aquella noche yo
era feliz; en aquella ciudad todas las cosas eran lentas, sin ruido y yo iba
atravesando, con el anciano, penumbras de reflejos verdosos.
De pronto me incliné hacia él
—como en el instante en que debía cuidar de algo muy delicado— y se me ocurrió preguntarle:
— ¿Su hija no puede venir?
Él dijo “ah” con un golpe de voz
corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a la cara y por fin le salieron
estas palabras:
—Eso, eso; ella no puede salir.
Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme pensando que al día siguiente
tiene que salir. Al otro día se levanta temprano, apronta todo y le viene mucha
agitación. Después se le va pasando. Y al final se sienta en un sillón y ya no
puede salir.
La gente del concierto desapareció
en seguida de las calles que rodeaban al teatro y nosotros entramos en el café.
Él le hizo señas al mozo y le trajeron una bebida oscura en un vasito. Yo lo
acompañaría nada más que unos instantes; tenía que ir a cenar a otra parte.
Entonces le dije:
—Es una pena que ella no pueda
salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.
Él, después de haber puesto el
vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó a mojarse, me explicó:
—Ella se distrae. Yo compré una
casa vieja, demasiado grande para nosotros dos, pero se halla en buen estado. Tiene
un jardín con una fuente; y la pieza de ella tiene, en una esquina, una puerta
que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón da a la calle; casi puede
decirse que ella vive en el balcón. Algunas veces también pasea por el jardín y
algunas noches toca el piano. Usted podrá venir a cenar a mi casa cuando quiera
y le guardaré agradecimiento.
Comprendí en seguida; y entonces
decidimos el día en que yo iría a cenar y a tocar el piano.
Él me vino a buscar al hotel una
tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde lejos, me mostró la esquina
donde estaba colocado el balcón de invierno. Era un primer piso. Se entraba por
un gran portón que había al costado de la casa y que daba a un jardín con una
fuente y estatuillas que se escondían entre los yuyos. El jardín estaba rodeado
por un alto paredón; en la parte de arriba le habían puesto pedazos de vidrio
pegados con mezcla. Se subía a la casa por una escalinata colocada delante de
una galería desde donde se podía mirar al jardín a través de una vidriera. Me
sorprendió ver, en el largo corredor, un gran número de sombrillas abiertas;
eran de distintos colores y parecían grandes plantas de invernáculo. En seguida
el anciano me explicó:
—La mayor parte de estas
sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta tenerlas abiertas para ver
los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y da una vueltita por el
jardín. En los días que hay viento no se puede abrir esta puerta porque las
sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro lado.
Fuimos caminando hasta un extremo
del corredor por un trecho que había entre la pared y las sombrillas. Llegamos
a una puerta, el anciano tamborileó con los dedos en el vidrio y de adentro
respondió una voz apagada. El anciano me hizo entrar y en seguida vi a su hija
de pie en medio del balcón de invierno; frente a nosotros y de espaldas a
vidrios de colores. Sólo cuando nosotros habíamos cruzado la mitad del salón
ella salió de su balcón y nos vino a alcanzar. Desde lejos ya venía levantando
la mano y diciendo palabras de agradecimiento por mi visita. Contra la pared
que recibía menos luz había recostado un pequeño piano abierto, su gran sonrisa
amarillenta parecía ingenua.
Ella se disculpó por el hecho de
no poder salir y señalando al balcón vacío, dijo:
—Él es mi único amigo.
Yo señalé al piano y le pregunté:
—Y ese inocente ¿no es amigo suyo
también?
Nos estábamos sentando en sillas
que había a los pies de la cama de ella. Tuve tiempo de ver muchos cuadritos de
flores pintadas colocados todos a la misma altura y alrededor de las cuatro
paredes como si formaran un friso. Ella había dejado abandonada en medio de su
cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero su cabello rubio y
desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido abandonados desde
mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué el piano no era tan amigo suyo
como el balcón, cuando el anciano salió casi en puntas de pie. Ella siguió diciendo:
—El piano era un gran amigo de mi
madre.
Yo hice un movimiento como para
ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y abriendo los ojos me detuvo:
—Perdone, preferiría que probara
el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré desde muy
niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre.
Ella encendía las cuatro velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y
tan separadas en el silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno,
los sonidos.
Después se levantó y pidiéndome
permiso se fue al balcón; al llegar a él puso los brazos desnudos en los
vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra persona. Pero en seguida
volvió y me dijo:
—Cuando veo pasar varias veces a
un hombre por el vidrio rojo, casi siempre resulta que él es violento o de mal carácter.
No pude dejar de preguntarle:
—Y yo ¿en qué vidrio caí?
—En el verde. Casi siempre les
toca a las personas que viven solas en el campo.
—Casualmente a mí me gusta la
soledad entre plantas — le contesté.
Se abrió la puerta por donde yo
había entrado y apareció el anciano seguido por una sirvienta tan baja que yo
no sabía si era niña o enana. Su cara roja aparecía encima de la mesita que
ella misma traía en sus bracitos. El anciano me preguntó:
— ¿Qué bebida prefiere?
Yo iba a decir “ninguna”; pero
pensé que se disgustaría y le pedí una cualquiera. A él le trajeron un vasito
con la bebida oscura que yo le había visto tomar a la salida del concierto.
Cuando ya era del todo la noche fuimos al comedor y pasamos por la galería de
las sombrillas; ella cambió algunas de lugar y mientras yo se las elogiaba se
le llenaba la cara de felicidad.
El comedor estaba en un nivel más
bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas enrejadas se veían los pies y
las piernas de los que pasaban por la vereda. La luz, no bien salía de una
pantalla verde ya daba sobre un mantel blanco; allí se habían reunido, como
para una fiesta de recuerdos, los viejos objetos de la familia. Apenas nos
sentamos, los nos quedamos callados un momento; entonces todas las cosas que
había en la mesa parecían formas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en
el mantel nuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de la
mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos años,
unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una forma.
Después de mucho andar ellos encontrarían colocación en algún aparador. Estos
seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de
ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos;
obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a
hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Por último
los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas
habitaciones. Algunos de estos seres podrían sobrevivir a muchas parejas de
manos; algunas de ellas serían buenas con ellos, los amarían y los llenarían de
recuerdos; pero ellos tendrían que seguir sirviendo en silencio.
Hacía un rato, cuando nos
hallábamos en la habitación de la hija de la casa y ella no había encendido la
luz —quería aprovechar hasta último momento el resplandor que venía de su
balcón—, estuvimos hablando de los objetos. A medida que se iba la luz, ellos
se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y se prepararan para
dormir. Entonces ella dijo que los objetos adquirían alma a medida que entraban
en relación con las personas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían
tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas,
las teclas habían sido colmillos), pero su balcón había tenido alma por primera
vez cuando ella empezó a vivir en él.
De pronto apareció en la orilla
del mantel la cara colorada de la enana. Aunque ella metía con decisión sus
bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las cosas, el anciano y su
hija le acercaban los platos a la orilla de la mesa. Pero al ser tomados por la
enana, los objetos de la mesa perdían dignidad. Además el anciano tenía una
manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el pescuezo y
doblegarlo hasta que le salía vino.
Al principio la conversación era
difícil. Después apareció dando campanadas un gran reloj de pie; había estado
marchando contra la pared situada detrás del anciano; pero yo me había olvidado
de su presencia. Entonces empezamos a hablar. Ella me preguntó:
— ¿Usted no siente cariño por las
ropas viejas?
— ¡Cómo no! Y de acuerdo a lo que
usted dijo de los objetos, los trajes son los que han estado en más estrecha
relación con nosotros —aquí yo me reí y ella se quedó seria—; y no me parecería
imposible que guardaran de nosotros algo más que la forma obligada del cuerpo y
alguna emanación de la piel.
Pero ella no me oía y había
procurado interrumpirme como alguien que intenta entrar a saltar cuando están
torneando la cuerda. Sin duda me había hecho la pregunta pensando en lo que
respondería ella. Por fin dijo: —Yo compongo mis poesías después de estar
acostada —ya, en la tarde había hecho alusión a esas poesías— y tengo un camisón
blanco que me acompaña desde mis primeros poemas. Algunas noches de verano voy
con él al balcón. El año pasado le dediqué una poesía.
Había dejado de comer y no le
importaba que la enana metiera los bracitos en la mesa. Abrió los ojos como
ante una visión y empezó a recitar:
—A mi camisón blanco.
Yo endurecía todo el cuerpo y al
mismo tiempo atendía a las manos de la enana. Sus deditos, muy sólidos, iban
arrollados hasta los objetos, y sólo a último momento se abrían para tomarlos.
Al principio yo me preocupaba por
demostrar distintas maneras de atender; pero después me quedé haciendo un
movimiento afirmativo con la cabeza que coincidía con la llegada del péndulo a
uno de los lados del reloj. Esto me dio fastidio; y también me angustiaba el
pensamiento de que pronto ella terminaría y yo no tenía preparado nada para
decirle; además, al anciano le había quedado un poco de acelga en el borde del
labio inferior y muy cerca de la comisura.
La poesía era cursi; pero parecía
bien medida; con “camisón” no rimaba ninguna de las palabras que yo esperaba;
le diría que el poema era fresco. Yo miraba al anciano y al hacerlo me había
pasado la lengua por el labio inferior; pero él escuchaba a la hija. Ahora yo
empezaba a sufrir porque el poema no terminaba. De pronto dijo “balcón” para
rimar con “camisón”, y ahí terminó el poema.
Después de las primeras palabras,
yo escuchaba con serenidad y daba a los demás la impresión de buscar algo que
ya estaba a punto de encontrar.
—Me llama la atención —comencé—
la calidad de adolescencia que le ha quedado en el poema. Es muy fresco y...
Cuando yo había empezado a decir
“es muy fresco”, ella también empezaba a decir:
—Hice otro...
Yo me sentí desgraciado; pensaba
en mí con un egoísmo traicionero. Llegó la enana con otra fuente y me serví con
desenfado una buena cantidad. No quedaba ningún prestigio: ni el de los objetos
de la mesa, ni el de la poesía, ni el de la casa que tenía encima, con el
corredor de las sombrillas, ni el de la hiedra que tapaba todo un lado de la
casa. Para peor, yo me sentía separado de ellos y comía en forma canallesca; no
había una vez que el anciano no manoteara el pescuezo del botellón que no
encontrara mi copa vacía.
Cuando ella terminó el segundo
poema, yo dije:
—Si esto no estuviera tan bueno
—yo señalaba el plato—, le pediría que me dijera otro.
En seguida el anciano dijo:
—Primero ella debía comer.
Después tendrá tiempo.
Yo empezaba a ponerme cínico, y
en aquel momento no se me hubiera importado dejar que me creciera una gran barriga.
Pero de pronto sentí como una necesidad de agarrarme del saco de aquel pobre
viejo y tener para él un momento de generosidad. Entonces señalándole el vino
le dije que hacía poco me habían hecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y
al terminar, los dos empezaron a reírse desesperadamente; después yo seguí
contando otros. La risa de ella era dolorosa, pero me pedía por favor que
siguiera contando cuentos; la boca se le había estirado para los lados como un
tajo impresionante; las “patas de gallo” se le habían quedado prendidas en los
ojos llenos de lágrimas, y se apretaba las manos juntas entre las rodillas. El
anciano tosía y había tenido que dejar el botellón antes de llenar la copa. La
enana se reía haciendo un saludo de medio cuerpo.
Milagrosamente todos habíamos
quedado unidos, y yo no tenía el menor remordimiento.
Esa noche no toqué el piano.
Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un dormitorio que estaba al
lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al empezar a subir la
escalera, me fijé que del reloj de pie salía un cordón que iba siguiendo a la
escalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el cordón entraba y
terminaba atado en una de las pequeñas columnas del dosel de mi cama. Los
muebles eran amarillos, antiguos, y la luz de una lámpara hacía brillar sus
vientres. Yo puse mis manos en mi abdomen y miré el del anciano. Sus últimas
palabras de aquella noche habían sido para recomendarme:
—Si usted se siente desvelado y
quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde aquí oirá el reloj del
comedor; primero le dará las horas y después de un intervalo, los minutos.
De pronto se empezó a reír, y se
fue dándome las “buenas noches”. Sin duda se acordaría de uno de los cuentos,
el del borracho que conversaba con un reloj.
Todavía el anciano hacía crujir
la escalera de madera con sus pasos pesados cuando yo ya me sentía solo con mi cuerpo.
Él —mi cuerpo— había atraído hacia sí todas aquellas comidas y todo aquel
alcohol como un animal tragando a otros; y ahora tendría que luchar con ellos
toda la noche. Lo desnudé completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación.
En seguida de acostarme quise
saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en aquellos días; recibí de la
memoria algunos acontecimientos de los días anteriores, y pensé en personas que
estaban muy lejos de allí. Después empecé a deslizarme con tristeza y con
cierta impudicia por algo que era como las tripas del silencio.
A la mañana siguiente hice un
recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi vida. Era muy temprano; me
vestí lentamente y salí a un corredor que estaba a pocos metros, sobre el
jardín. De este lado también había yuyos y altos árboles espesos. Oí conversar
al anciano y a su hija, y descubrí que estaban sentados en un banco colocado
bajo mis pies. Entendí primero lo que decía ella:
—Ahora Úrsula sufre más; no sólo
quiere menos al marido, sino que quiere más al otro.
El anciano preguntó:
— ¿Y no puede divorciarse?
—No; porque ella quiere a los
hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren al otro.
Entonces el anciano dijo con
mucha timidez:
—Ella podría decirle a los hijos
que el marido tiene varias amantes.
La hija se levantó enojada:
— ¡Siempre el mismo, tú! ¡Cuándo
comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer eso!
Yo me quedé muy intrigado. La
enana no podía ser —se llamaba Tamarinda—. Ellos vivían, según me había dicho el
anciano, completamente solos. ¿Y esas noticias? ¿Las habrían recibido en la
noche? Después del enojo, ella había ido al comedor y al rato salió al jardín
bajo una sombrilla color salmón con volados de gasas blancas. A mediodía no vino
a la mesa. El anciano y yo comimos poco y tomamos poco vino. Después yo salí
para comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada entre
yuyos, en una noche muda y después de haber comido y bebido en abundancia.
Cuando iba de vuelta pasó frente
al balcón, un poco antes que yo, un pobre negro viejo y rengo, con un sombrero verde
de alas tan anchas como las que usan los mejicanos.
Se veía una mancha blanca de
carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.
Esa noche, apenas nos sentamos a
la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no recitó.
Las carcajadas que soltábamos el
anciano y yo nos servían para ir acomodando cantidades brutales de comida y de vinos.
Hubo un momento en que nos
quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:
—Esta noche quiero oír música. Yo
iré antes a mi habitación y encenderé las velas del piano. Hace ya mucho tiempo
que no se encienden. El piano, ese pobre amigo de mamá, creerá que es ella
quien lo irá a tocar.
Ni el anciano ni yo hablamos una
palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos que la señorita nos esperaba.
Cuando fui a hacer el primer
acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata.
Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz
de las velas. Hice otro acorde como si adelantara otro paso. Y a los pocos
instantes, y antes que yo tocara otro acorde más, estalló una cuerda. Ella dio
un grito. El anciano y yo nos paramos; él fue hacia su hija, que se había tapado
los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que las cuerdas estaban viejas y
llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las manos de los ojos y
haciendo movimientos negativos con la cabeza. Yo no sabía qué hacer; nunca se
me había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a mi cuarto; y al pasar por
el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.
A la mañana siguiente llegué
tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del jardín; pero alcancé a
oír que la hija decía:
—El enamorado de Úrsula trajo
puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.
Yo no podía pensar que fuera
aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en la tarde anterior; ni podía
pensar en quién traería esas noticias por la noche.
Al mediodía volvimos a almorzar
el anciano y yo solos. Entonces aproveché para decirle:
—Es muy linda la vista desde el
corredor. Hoy me quedé más porque ustedes hablaban de una Úrsula, y yo temía
ser indiscreto.
El anciano había dejado de comer,
y me había preguntado en voz baja:
— ¿Usted oyó?
Vi el camino fácil para la
confidencia, y le contesté:
—Sí, oí todo; ¡pero no me explico
cómo Úrsula puede encontrar buen mozo a ese negro viejo y rengo que ayer llevaba
sombrero verde de alas tan anchas!
— ¡Ah! —dijo el anciano—, usted
no ha entendido.
Desde que mi hija era casi una
niña me obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes
que ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente
existieran y recibiéramos noticias de sus vidas. Ella les atribuye hechos y
vestimentas que percibe desde el balcón. Sí ayer vio pasar a un hombre de
sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno de sus
personajes. Yo soy muy torpe para seguirle esos inventos, y ella se enoja
conmigo. ¿Por qué no le ayuda usted? Si quiere yo...
No lo dejé terminar.
—De ninguna manera, señor. Yo
inventaría cosas que le harían mucho daño.
A la noche ella tampoco vino a la
mesa. El anciano y yo comimos, bebimos y conversamos hasta muy tarde de la noche.
Después que me acosté sentí
crujir una madera que no era de los muebles. Por fin comprendí que alguien
subía la escalera. Y a los pocos instantes llamaron suavemente a mi puerta.
Pregunté quién era, y la voz de la hija me respondió:
—Soy yo; quiero conversar con
usted.
Encendí la lámpara, abrí una
rendija en la puerta y ella me dijo: —Es inútil que tenga la puerta entornada;
yo veo por la rendija el espejo, y el espejo lo refleja a usted desnudito detrás
de la puerta.
Cerré en seguida y le dije que
esperara. Cuando le indiqué que podía entrar abrió la puerta de entrada y se
dirigió a otra que había en mi habitación y que yo nunca pude abrir. Ella la
abrió con la mayor facilidad y entró a tientas en la oscuridad de otra
habitación que yo no conocía. Al momento salió de allí con una silla que colocó
al lado de mi cama. Se abrió una capa azul que traía puesta y sacó un cuaderno
de versos. Mientras ella leía yo hacía un esfuerzo inmenso para no dormirme;
quería levantar los párpados y no podía; en vez, daba vuelta para arriba los
ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un grito como cuando se
reventó la cuerda del piano y yo salté en la cama. En medio del piso había una
araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no caminaba: había crispado
tres de sus patas peludas, como si fuera a saltar. Después yo le tiré los
zapatos sin poder acertarle. Me levanté, pero ella me dijo que no me acercara,
que esa araña saltaba. Yo tomé la lámpara, fui dando la vuelta a la habitación
cerca de las paredes hasta llegar al lavatorio, y desde allí le tiré con el jabón,
con la tapa de la jabonera, con el cepillo, y sólo acerté cuando le tiré con la
jabonera. La araña arrolló sus patas y quedó hecha un pequeño ovillo de lana
oscura. La hija del anciano me pidió que no le dijera nada al padre porque él
se oponía a que ella trabajara o leyera hasta tan tarde. Después que ella se
fue, reventé la araña con el tacón del zapato y me acosté sin apagar la luz.
Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los dedos de los pies; esto me
hizo pensar en que la araña estaba allí, y volví a dar un salto.
A la mañana siguiente vino el
anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se lo había contado todo. Yo
le dije al anciano que nada de aquello tenía la menor importancia, y para
cambiar de conversación le hablé de un concierto que pensaba dar por esos días
en una localidad vecina. Él creyó que eso era un pretexto para irme y tuve que
prometerle volver después del concierto.
Cuando me fui, no pude evitar que
la hija me besara una mano; yo no sabía qué hacer. El anciano y yo nos
abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca de una oreja.
No alcancé a dar el concierto. Recibí
a los pocos días un llamado telefónico del anciano. Después de las primeras palabras,
me dijo:
—Es necesaria su presencia aquí.
— ¿Ha ocurrido algo grave?
—Puede decirse que una verdadera
desgracia.
— ¿A su hija?
—No.
— ¿A Tamarinda?
—Tampoco. No se lo puedo decir
ahora. Si puede postergar el concierto venga en el tren de las cuatro y nos encontraremos
en el Café del Teatro.
— ¿Pero su hija está bien?
—Está en la cama. No tiene nada,
pero no quiere levantarse ni ver la luz del día; vive nada más que con luz
artificial, y ha mandado cerrar todas las sombrillas.
—Bueno. Hasta luego.
En el Café del Teatro había mucho
barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba deprimido, pero tomó en
seguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la bebida oscura en el
vasito, y me dijo:
—Anteayer había tormenta, y a la
tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un estruendo, y en seguida
nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto y yo fui
detrás. Cuando llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se
había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los
ojos y se desvaneció.
— ¿Así que le hizo mal esa luz?
— ¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha
entendido?
— ¿Qué?
— ¡Hemos perdido el balcón! ¡El
balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del balcón!
—Pero un balcón...
Más bien me callé la boca. Él me
encargó que no le dijera a la hija una palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El
pobre anciano tenía confianza en mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos.
Entonces decidí esperar blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera
con ella.
Era angustioso ver el corredor
sin sombrillas.
Esa noche comimos y bebimos poco.
Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y en seguida él salió de la
habitación. Ella no había dicho ni una palabra; pero apenas se fue el anciano
miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo:
— ¿Vio cómo se nos fue?
— ¡Pero, señorita! Un balcón que
se cae...
—Él no se cayó. Él se tiró.
—Bueno, pero...
—No sólo yo lo quería a él; yo
estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado.
Yo bajé la cabeza. Me sentía
complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba preparado. Ella
había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla ni qué hacer con
ella.
Ahora la pobre muchacha estaba
diciendo:
—Yo tuve la culpa de todo. Él se
puso celoso la noche que yo fui a su habitación.
— ¿Quién?
— ¿Y quién va a ser? El balcón,
mi balcón.
—Pero, señorita, usted piensa
demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen por su propio peso.
Ella no me escuchaba, y seguía diciendo:
—Esa misma noche comprendí el
aviso y la amenaza.
—Pero escuche, ¿cómo es posible
que?...
— ¿No se acuerda quién me
amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando aquellas tres patas
peludas?
—¡Oh!, tiene razón. ¡La araña!
—Todo eso es muy suyo.
Ella levantó los párpados.
Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia
la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un
ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras yo quedé indeciso,
ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la
puerta que daba al vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule
negro de los versos.
Entonces ella se sentó en una
silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:
—La viuda del balcón...
FELISBERTO HERNÁNDEZ (URUGUAY, 1902-1964)
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