15
Desde la distancia
Esta montaña convierte a toda la
región dominada por ella en algo de múltiples maneras excitante y lleno de
sentido: luego que nos hemos dicho esto por centésima vez, somos tan
irracionales y nos sentimos tan agradecidos frente a ella, que creemos que es
ella la que otorga esta excitación, y que ha de ser en sí misma lo más
excitante de la región —y así es como ascendemos a ella y quedamos defraudados.
Repentinamente ella misma pierde su encanto así como todo el paisaje en torno
nuestro, debajo de nosotros; habíamos olvidado que algunas magnitudes, al igual
que algunas bondades, sólo quieren ser vistas a una cierta distancia, y de
todas maneras, desde abajo y no desde arriba —sólo así producen efecto. Tal vez
en tu cercanía conoces a hombres que deben mirarse a sí mismos sólo desde una
cierta lejanía, para poder encontrarse soportables, atractivos, fortalecedores;
el conocimiento de sí mismos les está contraindicado.
16
Sobre el puente
En el trato con personas que son
pudorosas frente a sus sentimientos, uno tiene que poder disimular; sienten un
odio repentino contra aquel que las sorprende en un sentimiento cariñoso,
entusiasta, exaltado, como si les hubiesen visto sus secretos. Si uno quiere
hacerles bien en tales momentos, entonces hay que hacerles reír o decirles
alguna broma helada, malévola —con ello se enfrían sus sentimientos y vuelven a
ser dueñas de sí mismas. Efectivamente, coloco la moral delante de la historia.
Alguna vez hemos estado tan cerca uno del otro que nada más parecía impedir
nuestra amistad y hermandad, y sólo quedaba aún entre nosotros un pequeño
puente. En el preciso momento que querías poner los pies en él, te pregunté:
«¿Quieres cruzar hacia mí por el puente?» —pero en ese instante tú no quisiste
avanzar más; y cuando te pregunté nuevamente, callaste. Desde entonces se
abalanzaron entre nosotros montañas y caudalosos torrentes y todo cuanto sólo
separa y vuelve extraño, y aun cuando quisiéramos volver el uno al otro, ¡ya no
podríamos! Pero si ahora recuerdas aquel pequeño puente, te quedas sin más
palabras —sólo con sollozos y asombro.
20
Dignidad de la locura
¡Algunos milenios más sobre la
vía del último siglo! —y se hará visible la más alta cordura en todo lo que el
hombre hace: pero precisamente con ello la cordura habrá perdido toda su
dignidad. Efectivamente es necesario ser cuerdo, pero también tan corriente y
tan vulgar como para que un gusto más noble llegue a sentir esta necesidad como
una vulgaridad. Y asi como una tiranía de la verdad y de la ciencia estaría en
condiciones de hacer subir el precio de la mentira, también una tiranía de la
cordura podría hacer crecer un nuevo género de nobleza. Ser noble —eso
significaría entonces, tal vez: tener locuras en la cabeza.
28
Hacer daño con lo mejor que se
tiene
Nuestras fuerzas nos empujan a
veces tan lejos hacia adelante que ya no podemos sobrellevar nuestras
debilidades, y perecemos a causa de ellas: aunque prevemos este resultado, no
queremos cambiarlo sin embargo. Allí nos volvemos duros contra aquello que en
nosotros quiere ser perdonado, y nuestra grandeza es también nuestra
implacabilidad. Una vivencia como ésa, que en último término tenemos que pagar
con la vida, es un símil para la totalidad de la acción de los grandes hombres
sobre otra época y sobre la suya —justamente con lo mejor que hay en ellos, con
lo que sólo ellos pueden, aniquilan mucho que es débil, inseguro, que cambia,
que quiere; y por esto son dañinos. Y bien puede darse el caso de que,
considerado en general, sólo hagan daño, puesto que lo mejor de ellos sólo será
adoptado y en cierto modo bebido por aquellos que, como ante una bebida
demasiado fuerte, a causa suya pierden su entendimiento y egoísmo: se
embriagarán tanto, que habrán de romperse los huesos por todos los caminos
errados a que los conduzca la embriaguez.
43
Lo que delatan las leyes
Uno se equivoca demasiado cuando
estudia las leyes penales de un pueblo como si fueran una expresión de su
carácter; las leyes no delatan lo que es un pueblo, sino lo que le es extraño,
raro, terrible, extranjero. Las leyes se refieren a las excepciones de la
eticidad de la costumbre; y los castigos más duros se refieren a lo que está de
acuerdo con la ética de un pueblo m vecino. Así es como entre los Wahabitas
existen sólo dos pecados mortales: tener otro Dios que el Dios Wahabita y fumar
(entre ellos es designado como «la forma más ignominiosa del beber»). «¿Y qué
pasa con la muerte y el adulterio?» —preguntó sorprendido el inglés que supo de
este asunto. «¡Bueno, Dios es indulgente y misericordioso!» —dijo el viejo
jefe.
Asimismo los antiguos romanos pensaban
que una mujer sólo podía pecar mortalmente de dos maneras: por adulterio y
también —por beber vino. Catón el viejo opinaba que se había establecido como
una costumbre el beso entre parientes, sólo para mantener bajo control a las
mujeres en este asunto; un beso significaba: ¿huele a vino? Efectivamente se
castigaba con la muerte a las mujeres que eran sorprendidas bebiendo vino: y
por cierto no sólo porque bajo el efecto del vino las mujeres olvidasen a veces
toda posibilidad de decir no; por sobre todo, temían los romanos al culto
orgiástico y dionisiaco por el que eran afectadas de tiempo en tiempo las
mujeres del sur de Europa —cuando el vino era aún algo nuevo en Europa—, al que
consideraban un extranjerismo desaforado que trastornaba el fundamento de la
sensibilidad romana; para ellos era como una traición a Roma, como la
incorporación de lo extranjero.
47
Acerca de la represión de las
pasiones
Cuando alguien se prohíbe a si
mismo persistentemente la expresión de las pasiones, como algo que se puede
conceder a los seres «ordinarios», toscos» burgueses, campesinos —por
consiguiente, cuando no se quiere prohibir la pasión misma, sino sólo su
lenguaje y su gesto, se logra no obstante a la vez, precisamente, lo que no se
quiere: la represión de la pasión misma, o por lo menos su debilitamiento y
transformación; así fue como se lo vivió de la manera más ejemplar en la corte
de Luis XIV y en todo lo que dependía de él. La época que le siguió,
educada en la represión de la expresión, carecía de las pasiones mismas, y en
lugar de ellas poseía una naturaleza agradable, superficial, juguetona —una
época afectada por la incapacidad de ser descortés, de tal manera que incluso
una ofensa no era admitida ni rechazada más que con palabras obsequiosas. Tal
vez nuestro presente ofrece el más asombroso contraste: en todas partes veo, en
la vida y en el teatro y no menos que en todo cuanto se escribe, la
satisfacción en todos los toscos estallidos y gestos de la
pasión —actualmente se exige una cierta convención de lo pasional, ¡y no de la
pasión misma! A pesar de eso, en último término se llegará a la pasión, y
nuestra descendencia tendrá una ferocidad genuina, y no sólo una
ferocidad y rebeldía de las formas.
50
El argumento de la soledad
También entre los más
concienzudos es débil el reproche de la conciencia frente al sentimiento: «Esto
y aquello están en contra de la buena costumbre de tu sociedad».
Una mirada fría, una boca torcida de parte de aquéllos y entre aquéllos y para
los que se ha sido educado, es temida hasta por los más
fuertes. ¿Qué es lo que allí se teme propiamente? ¡La soledad! ¡En cuanto es el
argumento que derrota incluso los mejores argumentos a favor de una persona o
de una cosa! —Así habla en nosotros el instinto de rebaño.
52
Lo que otros saben de nosotros
Lo que sabemos de nosotros mismos
y mantenemos en la memoria no es tan decisivo para la felicidad de nuestra
vida, como se cree. Un día cae sobre nosotros lo que otro sabe
de nosotros (o cree saber) —y reconocemos luego que es lo más poderoso. Uno
acaba más fácilmente con su mala conciencia, antes que con su mala reputación.
56
El deseo de sufrir
Cuando pienso en el deseo de
hacer algo, tal como continuamente hace cosquillas y aguijonea a millones de
jóvenes europeos que no pueden soportar ni el aburrimiento ni soportarse a sí
mismos, entiendo entonces que en ellos tiene que haber un deseo de sufrir por
algo, para sacar de su sufrimiento una posible razón en favor de su acción o de
su obra. ¡Se requiere la penuria! De allí procede el griterío de los políticos,
las múltiples «condiciones de penurias» de todos los tipos posibles, falsas,
inventadas, exageradas, y de allí procede también la ciega disposición a creer
en ellas. Este joven mundo exige que debe venir desde fuera o
hacerse visible —no algo así como la felicidad, sino la infelicidad; y desde ya
su fantasía se atarea con formar un monstruo a partir de allí, para poder
luchar luego con un monstruo. Si estos sedientos de penuria sintieran en sí
mismos la fuerza para hacerse bien a sí mismos desde su interior, para
procurarse algo a sí mismos, entonces sabrían también cómo crearse desde su
interior una penuria propia, suya propia. Sus invenciones podrían ser entonces
más sutiles, y sus satisfacciones podrían sonar como buena música —¡mientras
que ahora el mundo queda plagado con sus gritos de penuria, y en consecuencia,
demasiado a menudo, sólo con el sentimiento de penuria! No saben
qué hacer consigo mismos —y así es como pintan en la pared la infelicidad de
otros: ¡siempre necesitan a otro! ¡Y continuamente a otro otro! Perdón, amigo
mío, me he atrevido a pintar en la pared mi felicidad.
79
El atractivo de lo imperfecto
Veo aquí a un poeta que, como
muchos otros hombres, ejerce un mayor atractivo mediante sus imperfecciones,
antes que a través de todo aquello que bajo sus manos adquiere una forma
acabada y perfecta —sí, él debe más bien su ventaja y la fama a su última
incapacidad, antes que a la riqueza de su fuerza. Su obra nunca expresa
plenamente lo que él propiamente quisiera expresar, lo que quisiera
haber visto: pareciera que hubiese degustado la muestra de una visión, pero
nunca la visión misma —sin embargo, en su alma subsiste una enorme avidez por
esta visión, y desde ella obtiene igualmente su enorme elocuencia del anhelo y
del apetito. Con ella eleva a quien le escucha por encima de su obra y de toda
«obra», y le da alas para ascender tan alto como jamás pueden ascender los que
escuchan: y convertidos de ese modo ellos mismos en poetas y videntes, pagan
con admiración al autor de su felicidad, como si los hubiese conducido
inmediatamente a avistar su última y más sagrada región, como si él hubiese
alcanzado su meta y visto realmente y comunicado su visión. A
su fama le viene bien no haber llegado propiamente a la meta.
83
Traducciones
Se puede apreciar el grado de
sentido histórico que posee una época por la manera como ella hace las traducciones,
y cómo busca incorporarse las épocas y los libros del pasado. Los franceses de
la época de Corneille, y también los de la Revolución, se apoderaron de la
antigüedad romana de una manera para la cual ya no tendríamos el coraje
suficiente —gracias a nuestro superior sentido histórico. Y la antigüedad
romana misma: ¡cuán violenta e ingenuamente a la vez puso sus manos sobre todo
lo bueno y superior de la antigüedad griega, anterior a ellos! ¡Cómo la
tradujeron dentro del presente romano! ¡Cómo hicieron desaparecer intencional y
despreocupadamente el polvo de las alas del instante de la mariposa! Así
tradujo Horacio a Alceo o a Arquíloco en diferentes momentos, así lo hizo
Propercio con Calimaco y Philetas (un poeta del mismo rango de Teócrito, si se
nos permite juzgar): ¡qué les importaba que el auténtico
creador hubiera vivido esto o aquello, y hubiera inscrito esos signos en su
poesía! —como poetas eran contrarios al espíritu rastreador de antigüedades que
precede al sentido histórico; como poetas, no daban valor a estas cosas y
nombres tan personales ni a todo cuanto era propio de una ciudad, una costa, un
siglo —como su vestuario y su máscara—, sino que rápidamente colocaban en su
lugar a lo presente y a lo romano. Parecen preguntarnos: «¿No debemos
transformar a lo antiguo en algo nuevo para nosotros y poner orden en nosotros
dentro de él? ¿No debemos insuflar nuestra alma en este cuerpo muerto? Pues él
ya está muerto: ¡cuán odioso es todo lo muerto!» Ellos no conocían el goce del
sentido histórico; lo pasado y ajeno les era embarazoso y, en tanto romanos» un
estímulo para una conquista romana. De hecho, cuando en aquel tiempo se
traducía, se lo hacía como una conquista —no sólo porque se omitía lo
histórico; no, se añadía la alusión al presente, sobre todo se borraba el
nombre del poeta y en su lugar se colocaba el propio nombre —y no con un
sentimiento de robo, sino con la mejor conciencia del imperium Romanum [imperio
romano].
113
Para una doctrina de los
venenos
¡Se requieren tantas conexiones
para que surja un pensamiento científico: y todas estas fuerzas que se
necesitan han de ser, en cada caso, inventadas, ejercitadas, cultivadas!
Tomadas cada una separadamente, han tenido un efecto muy a menudo completamente
diferente al de ahora, en que se limitan mutuamente entre si y se mantienen
disciplinadas dentro del pensamiento científico; ellas han actuado como
venenos, por ejemplo, el instinto dubitativo, el instinto negador, el instinto
expectante, el instinto recolector, el instinto resolutivo. ¡Muchas mortandades
de hombres se produjeron antes de que estos instintos aprendiesen a comprender
sus vecindades y a sentirse, uno en relación al otro, como funciones de un
poder organizador del hombre! ¡Y cuán lejos estamos aún de poder añadir al
pensamiento científico también las fuerzas artísticas y la sabiduría práctica
de la vida, de que se forme un sistema orgánico más alto, con relación al cual
el sabio, el médico, el artista y el legislador, tal como nosotros ahora los
conocemos, tendrían que aparecer como precarias vetusteces!
173
Ser profundo y parecer
profundo
Quien se sabe profundo, se
esfuerza por ser claro: quien quisiera parecer profundo a la multitud, se
esfuerza por ser oscuro. Pues la multitud considera profundo todo aquello cuyo
fundamento ella no puede ver: ella es tan temerosa y se lanza al agua con tanto
disgusto.
240
En el mar
Yo no me construiría ninguna casa
(¡y forma parte incluso de mi felicidad el no ser propietario de una casa!).
Pero si tuviera que hacerlo, al igual que algunos romanos, la construiría
adentrándose en el mar —quisiera tener algunos secretos en común con este
hermoso monstruo.
278
El pensamiento de la muerte
Me produce una felicidad
melancólica vivir en medio de esta confusión de callejuelas, menesteres, voces:
¡cuánto goce, impaciencia, apetito, cuánta vida sedienta y embriaguez de la
vida se hace patente allí en cada instante! ¡Y sin embargo, caerá tan pronto el
silencio sobre todos estos bulliciosos, vivientes y sedientos de vida! ¡Cómo
lleva cada uno su sombra también detrás de sí, su oscuro compañero de viaje! Siempre
sucede como en el último instante anterior a la partida de un barco de
emigrantes: como nunca antes surgen tantas cosas que decirse, la hora apremia,
el océano espera impaciente con su desierto silencio detrás de todo el bullicio
—¡tan ansioso, tan seguro de su presa! Y todos, todos creen que lo sido hasta
ahora es nada o muy poco, que el futuro cercano lo es todo: ¡y por eso la
prisa, ese griterío, ese ensordecerse y engañarse a si mismos! Cada uno quiere
ser el primero en ese futuro —¡y sin embargo, la muerte y el silencio de muerte
es lo único seguro y común a todos en este futuro! ¡Cuán extraño es que esta
única seguridad y comunidad no ejerza casi ningún poder sobre los hombres, y
que sea tanta la distancia que los aleja de sentirse partes de
la hermandad de la muerte! ¡Me hace feliz ver que de ninguna manera los hombres
quieran pensar el pensamiento de la muerte! Con gusto quisiera hacer algo para
que ellos encuentren cien veces más valioso pensar el
pensamiento de la vida.
279
La amistad de las estrellas
Éramos amigos y nos hemos vuelto
extraños. Pero está bien que sea así, y no queremos ocultarnos ni ofuscarnos
como si tuviésemos que avergonzarnos de ello. Somos dos barcos y cada uno tiene
su meta y su rumbo; bien podemos cruzarnos y celebrar juntos una fiesta, como
lo hemos hecho —y los valerosos barcos estaban fondeados luego tan tranquilos
en un puerto y bajo un sol, que parecía como si hubiesen
arribado ya a la meta y hubiesen tenido una meta. Pero la
fuerza todopoderosa de nuestras tareas nos separó e impulsó luego hacia
diferentes mares y regiones del sol, y tal vez nunca más nos veremos —tal vez
nos volveremos a ver, pero no nos reconoceremos de nuevo: ¡los diferentes mares
y soles nos habrán transformado! Que tengamos que ser extraños uno para el otro,
es la ley que está sobre nosotros: ¡por eso mismo hemos de
volvernos más dignos de estimación uno al otro! ¡Por eso mismo ha de volverse
más sagrado el recuerdo de nuestra anterior amistad! Probablemente existe una
enorme e invisible curva y órbita de estrellas, en la que pueden estar contenidos como
pequeños tramos nuestros caminos y metas tan diferentes —¡elevémonos hacia este
pensamiento! Pero nuestra vida es demasiado corta y demasiado escaso el poder
de nuestra visión, como para que pudiéramos ser algo más que amigos, en el
sentido de aquella sublime posibilidad. Y así es como queremos creer en nuestra
amistad de estrellas, aun cuando tuviéramos que ser enemigos en la tierra.
Traducción de José Jara
(de La ciencia jovial, 1990, Venezuela: Monte Ávila Editores - Obra original publicada en 1882).
FRIEDRICH NIETSZCHE (ALEMANIA, 1844-1900)
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