La migala discurre
libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y
yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di
cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía
depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración
brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde
volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio
algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña.
Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la
amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía
soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a
la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual
podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la
llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la
madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí
como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno
personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al
otro, el descomunal infierno de los hombres.
La noche memorable en que
solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo
y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida
indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que
dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la
casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo
en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo
helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con
precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso
indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre
amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se
perfecciona.
Hay días en que pienso
que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto.
Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me
vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me
desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me
trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son
imperceptibles.
Muchos días encuentro
intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no
sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la
casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de
una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez
el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por
un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no
tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza
de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando
me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la
migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con
torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los
palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces, estremecido en
mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro
tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
EL GUARDAGUJAS
El forastero llegó sin
aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso
cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un
pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en
el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora
justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién
sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero
se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba
en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de
juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha
salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco
tiempo en este país?
-Necesito salir
inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora
las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar
alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño
edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero
alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto
inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo,
contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor
atención.
-¿Está usted loco? Yo
debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería
abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por
sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible
organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que
se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de
boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las
poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas
más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan
las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente
por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan;
mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su
patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que
pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a
cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles
existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están
sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las
condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por
aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar
muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron
abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga
el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a
T.?
-¿Y por qué se empeña
usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por
satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará
efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un
boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese
lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que
usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con
personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes
cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras
compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado
en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a
T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los
ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una
sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida
y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen
extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los
ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa
por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En
realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden
utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se
trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir
a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a
los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas
desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos
convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto,
y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes.
Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que
todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente
y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores
depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los
andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos
trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles.
Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los
golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de
primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del
lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con
resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí
los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente
destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de
F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un
terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron
hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las
obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas.
Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el
resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos
que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy
hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir
templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No
crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y
sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros
anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros
anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista
advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la
línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo.
Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a
los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir
adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza
por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía
reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El
resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció
definitivamente a la construcción del puente, conformándose con
hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se
atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a
T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que
no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de
convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer
tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán
para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por
una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir
ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su
increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir
ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se
impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos
amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y
furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo
insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no
interviene?
-Se ha intentado
organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la
imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y
sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron
muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva
de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo
que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un
tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben
lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les
enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en
movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una
especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan
las costillas.
-Pero una vez en el tren,
¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le
recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el
caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión.
Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la
empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay
estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena
selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta
poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las
decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están
llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de
la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad:
llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se
halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el
momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la
posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La
organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la
posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni
siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir
a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor
anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución
alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer
alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted.
Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas
maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T.
No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus
historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted
diciendo?
En virtud del estado
actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos
espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el
espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice
y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de
todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea.
Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si
usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin
más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le
obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva.
Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de
alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T.
alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T.
a ninguna persona.
-En ese caso redoble
usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en
el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer
en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de
ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo
de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas.
Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el
ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el
tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven
pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto
tiene?
-Todo esto lo hace la
empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los
viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado.
Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de
una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni
de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado
mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy
guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo
aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No
he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me
cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones
además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces
que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan
a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el
pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les
habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince
minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice
amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta
distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de
un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y
se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en
lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas
naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente
joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted
pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en
compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente
hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de
picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas
dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas
con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó
el forastero.
El anciano echó a correr
por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se
volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte!
Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el
viajero.
En ese momento el
viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la
linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente,
al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la
locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
MONÓLOGO DEL INSUMISO
Homenaje a M. A.
Poseí a la huérfana la
noche misma en que velábamos a su padre a la luz parpadeante de los
cirios. (¡Oh, si pudiera decir esto mismo con otras palabras!)
Como todo se sabe en este
mundo, la cosa llegó a oídos del viejecillo que mira nuestro siglo
a través de sus maliciosos quevedos. Me refiero a ese anciano señor
que preside las letras mexicanas tocado con el gorro de dormir de los
memorialistas, y que me vapuleó en plena calle con su enfurecido
bastón, ante la ineficacia de la policía ciudadana. Recibí también
una corrosiva lluvia de injurias proferidas con voz aguda y furiosa.
Y todo gracias a que el incorrecto patriarca ¡el diablo se lo lleve!
estaba enamorado de la dulce muchacha que desde ahora me aborrece.
¡Ay de mí! Ya me
aborrece hasta la lavandera, a pesar de nuestros cándidos y
dilatados amores. Y la bella confidente, a quien el decir popular
señala como mi Dulcinea, no quiso oír ya las quejas del corazón
doliente de su poeta. Creo que me desprecian hasta los perros.
Por fortuna, estas
infames habladurías no pueden llegar hasta mi querido público. Yo
canto para un auditorio compuesto de recatadas señoritas y de
empolvados viejitos positivistas. A ellos la atroz especie no llega;
están bien lejos del mundanal ruido. Para ellos sigo siendo el
pálido joven que impreca a la divinidad en imperiosos tercetos y que
restaña sus lágrimas con una blonda guedeja.
Estoy acribillado de
deudas para con los críticos del futuro. Sólo puedo pagar con lo
que tengo. Heredé un talego de imágenes gastadas. Pertenezco al
género de los hijos pródigos que malgastan el dinero de los
antepasados, pero que no pueden hacer fortuna con sus propias manos.
Todas las cosas que se me han ocurrido las recibí enfundadas en una
metáfora. Y a nadie le he podido contar la atroz aventura de mis
noches de solitario, cuando el germen de Dios comienza a crecer de
pronto en mi alma vacía.
Hay un diablo que me
castiga poniéndome en ridículo. Él me dicta casi todo lo que
escribo. Y mi pobre alma cancelada está ahogándose bajo el aluvión
de las estrofas.
Sé muy bien que llevando
una vida un poco más higiénica y racional podría llegar en buen
estado al siglo venidero, donde una poesía nueva está aguardando a
los que logren salvarse de este desastroso siglo XIX. Pero me siento
condenado a repetirme y a repetir a los demás.
Ya me imagino mi papel
para entonces y veo al joven crítico que me dice con su acostumbrada
elegancia: "Usted, querido señor, un poco más atrás, si no le
es molesto. Allí, entre los representantes de nuestro romanticismo."
Y yo andaría con mi
cabellera llena de telarañas, representando a los ochenta años las
antiguas tendencias con poemas cada vez más cavernosos y más
inoperantes. No señor. No me dirá usted "un poco más atrás
por favor". Me voy desde ahora. Es decir, prefiero quedarme
aquí, en esta confortable tumba de romántico, reducido a mi papel
de botón tronchado, de semilla aventada por el gélido soplo del
escepticismo. Muchas gracias por sus buenas intenciones.
Ya llorarán por mí las
señoritas vestidas de color de rosa, al pie de un ahuehuete
centenario. Nunca faltará un carcamal positivista que celebre mis
bravatas, ni un joven sardónico que comprenda mi secreto, y llore
por mí una lágrima oculta.
La gloria, que amé a los
dieciocho años, me parece a los veinticuatro algo así como una
corona mortuoria que se pudre y apesta en la humedad de una fosa.
Verdaderamente, quisiera
hacer algo diabólico, pero no se me ocurre nada.
Cuando menos, me gustaría
que no sólo en mi cuarto, sino a través de toda la literatura
mexicana, se extendiera un poco este olor de almendras amargas que
exhala el licor que a la salud de ustedes, señoras y señores, me
dispongo a beber.
CORRIDO
Hay en Zapotlán una
plaza que le dicen de Ameca, quién sabe por qué. Una calle ancha y
empedrada se da contra un testerazo, partiéndose en dos. Por allí
desemboca el pueblo en sus campos de maíz.
Así es la Plazuela de
Ameca, con su esquina ochavada y sus casas de grandes portones. Y en
ella se encontraron una tarde, hace mucho, dos rivales de ocasión.
Pero hubo una muchacha de por medio.
La Plazuela de Ameca es
tránsito de carretas. Y las ruedas muelen la tierra de los baches,
hasta hacerla finita, finita. Un polvo de tepetate que arde en los
ojos, cuando el viento sopla. Y allí había, hasta hace poco, un
hidrante. Un caño de agua de dos pajas, con su llave de bronce y su
pileta de piedra.
La que primero llegó fue
la muchacha con su cántaro rojo, por la ancha calle que se parte en
dos. Los rivales caminaban frente a ella, por las calles de los
lados, sin saber que se darían un tope en el testerazo. Ellos y la
muchacha parecía que iban de acuerdo con el destino, cada uno por su
calle.
La muchacha iba por agua
y abrió la llave. En ese momento los dos hombres quedaron al
descubierto, sabiéndose interesados en lo mismo. Allí se acabó la
calle de cada quien, y ninguno quiso dar paso adelante. La mirada que
se echaron fue poniéndose tirante, y ninguno bajaba la vista.
-Oiga amigo, qué me
mira.
-La vista es muy natural.
Tal parece que así se
dijeron, sin hablar. La mirada lo estaba diciendo todo. Y ni un ai te
va, ni ai te viene. En la plaza que los vecinos dejaron desierta como
adrede, la cosa iba a comenzar.
El chorro de agua, al
mismo tiempo que el cántaro, los estaba llenando de ganas de pelear.
Era lo único que estorbaba aquel silencio tan entero. La muchacha
cerró la llave dándose cuenta cuando ya el agua se derramaba. Se
echó el cántaro al hombro, casi corriendo con susto.
Los que la quisieron
estaban en el último suspenso, como los gallos todavía sin soltar,
embebidos uno y otro en los puntos negros de sus ojos. Al subir la
banqueta del otro lado, la muchacha dio un mal paso y el cántaro y
el agua se hicieron trizas en el suelo.
Ésa fue la merita señal.
Uno con daga, pero así de grande, y otro con machete costeño. Y se
dieron de cuchillazos, sacándose el golpe un poco con el sarape. De
la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí están los
dos peleando por los destrozos del cántaro.
Los dos eran buenos, y
los dos se dieron en la madre. En aquella tarde que se iba y se
detuvo. Los dos se quedaron allí bocarriba, quién degollado y quién
con la cabeza partida. Como los gallos buenos, que nomás a uno le
queda tantito resuello.
Muchas gentes vinieron
después, a la nochecita. Mujeres que se pusieron a rezar y hombres
que dizque iban a dar parte. Uno de los muertos todavía alcanzó a
decir algo: preguntó que si también al otro se lo había llevado la
tiznada.
Después se supo que hubo
una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con
la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó. Aunque se
hubiera ido hasta Jilotlán de los Dolores, allá habría llegado con
ella, a lo mejor antes que ella, su mal nombre de mancornadora.
(de “Confabulario”,
1952.)
EL SAPO
Salta de vez en cuando,
sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de
latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón.
Prensado en un bloque de
lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una lamentable
crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna
metamorfosis se ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su
profunda desecación. Aguarda en silencio las primeras lluvias.
Y un buen día surge de
la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa,
como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una
secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante
nosotros con una abrumadora cualidad de espejo.
EL AVESTRUZ
A grito pelado, como un
órgano profano, el cuello del avestruz proclama a los cuatro vientos
la desnudes radical de la carne ataviada. (Carente de espíritu a mas
no poder, emprende luego con todo su cuerpo una serie de variaciones
procaces sobre el tema del pudor y la vergüenza.)
Más de pollo, polluelo
gigantesco entre pañales. El mejor ejemplo sin duda para la falda
más corta y el escote mas bajo. Aunque siempre esta a medio vestir,
el avestruz prodiga sus harapos a toda gala superflua, y ha pasado de
moda solo en apariencia. Si sus plumas “ya no se llevan” las
damas elegantes visten de buena gana su inopia con virtudes y
perifollos de avestruz: el ave que se engalana pero que siempre deja
la íntima fealdad al descubierto. Llegado al caso, si no esconde la
cabeza, cierra por lo menos los ojos “a lo que venga”. Con sin
igual desparpajo lucen su liviandad de criterios y engullen cuanto se
les ofrece a la vista, entregando el consumo al azar de una buena
conciencia digestiva.
Destartalando, sensual y
arrogante, el avestruz representa el mejor fracaso del garbo,
moviéndose siempre con descaro, en una apetitosa danza macabra. No
puede extrañarnos entonces que los expertos jueces de Santo Oficio
idearan el pasatiempo o vejamen de emplumar mujeres indecentes para
sacarlas desnudas a la plaza.
INSECTIADA
Pertenecemos a una triste
especie de insectos, dominada por el apogeo de las hembras vigorosas,
sanguinarias y terriblemente escasas. Por cada una de ellas hay
veinte machos débiles y dolientes.
Vivimos en fuga
constante. Las hembras van tras de nosotros, y nosotros, por razones
de seguridad, abandonamos todo alimento a sus mandíbulas
insaciables.
Pero la estación amorosa
cambia el orden de las cosas.
Ellas despiden
irresistible aroma. Y las seguimos enervados hacia una muerte segura.
Detrás de cada hembra perfumada hay una hilera de machos
suplicantes.
El espectáculo se inicia
cuando la hembra percibe un numero suficiente de candidatos. Uno a
uno saltamos sobre ella. Con rápido movimiento esquiva el ataque y
despedaza al galán. Cuando esta ocupada en devorarlo, se arroja un
nuevo aspirante.
Y así hasta el final. La
unión se consuma con el ultimo superviviente, cuando la hembra,
fatigada y relativamente harta, apenas tiene fuerzas para decapitar
al macho que la cabalga, obsesionado en su goce.
Queda adormecido largo
tiempo triunfadora en su campo de eróticos despojos. Después cuelga
del árbol inmediato un grueso cartucho de huevos. De allí nacerá
otra vez la muchedumbre de las victimas, con su infalible dotación
de verdugos.
TOPOS
Después de una larga
experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que la
única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al
enemigo en su propio sistema.
En la lucha contra el
topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico de
la tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir
que mueren irremisiblemente carbonizados.
Tales agujeros tienen una
apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden con
facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una
profunda atracción. Se les ve dirigirse en fila solemne hacia la
muerte espantosa, que pone a sus intrincadas costumbres un desenlace
vertical.
Recientemente se ha
demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas
de terreno invadido.
(de “Bestiario”,
1972.)
EL ENCUENTRO
Dos puntos que se atraen,
no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro que es el
procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito.
Las gentes caen unas en
brazos de otras sin detallar la aventura. Cuando mucho, avanzan en
zigzag. Pero una vez en la mera corrigen la desviación y se acoplan.
Tan brusco amor es un choque, y los que así se afrontaron son
devueltos al punto de partida por un efecto de culata. Demasiado
proyectiles, su camino al revés los incrusta de nuevo, repasando el
cañón, en un cartucho sin pólvora.
De vez en cuando, una
pareja se aparta de esta regla invariable. Su propósito es
francamente lineal, y no carece de rectitud. Misteriosamente, optan
por el laberinto. No pueden vivir separados. Esta es su única
certeza, y van a perderla buscándose. Cuando uno de ellos comete un
error y provoca el encuentro, el otro finge no darse cuenta y pasa
sin saludar.
TEORÍA DE DULCINEA
En un lugar solitario
cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida
eludiendo a la mujer concreta. Prefirió el goce manual de la
lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero
andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos,
hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe
después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y
despropósitos.
En el umbral de la vejez,
una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con
cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte
aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el
sol.
El caballero perdió la
cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en
pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de
fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos,
desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el
aire. Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba
en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento
cavernoso, desde el fondo de su alma reseca.
Pero un rostro
polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un
destello inútil ante la tumba del caballero demente.
(de “Cantos
del mal dolor”, 1972.)
Fuente: “Confabulario antológico”
- Círculo de Lectores, Barcelona, 1973.)
JUAN JOSÉ ARREOLA
ZÚÑIGA (MÉXICO, 1918-2001)
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