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febrero 08, 2011

LA GLICINA - PIER PAOLO PASOLINI



(Foto:  Anatole Saderman, 1965)




¿Eso es, estaba muerto?, sobre
los bastiones del Vascello —irreales
como este aire que no conozco desde niño,
o esta lengua de itálicos
paganos o siervos de clérigos— los oscuros
festones de las glicinas. El barrio rico
está lleno de ellas, por todos lados. Sobresalen
violeta sobre el violeta de las nubes y las avenidas.
Absurdo milagro, para un alma
para la cual cuentan los años
que han sido para ella siempre inmortales.
Estas que ahora nacen son
las glicinas muertas, no sus hijas bárbaras
—digo bárbaras si oscuramente nueva
es su existencia, muda su admonición.


Pero lo repito: no son vírgenes
en la vida, son moldes funerarios,
que imitan la barbarie del decir
sin poseer todavía
palabra alguna, puro violeta sobre el verde...
Yo estaba muerto, y entretanto era abril
y la glicina estaba aquí, floreciendo otra vez.
Qué dulce es este color del cadáver
que cubre los murallones de  Villa Sciarra,
predestinado, prefigurado, hacia
el fin del tiempo que se vuelve siempre más ávido...
¡Malditos mis sentidos,
que son, y han sido muy hábiles
pero no lo suficiente para que las floraciones antiguas,
aunque nuevas, no los tienten!

Maldigo los sentidos de aquellos vivos,
para los cuales, un día, en los siglos volverá abril:
con las glicinas, con estos granos lilas,
temblorosos en sus filas carnales,
casi sin color, casi, diría, lívidos...
Y tan dulces, contra sus muros de arcilla
o travertino, misteriosos como la manzanilla,
tan amigables para los corazones que nacen con ellos.
¡Maldigo esos corazones, que tanto amo,
porque no sólo no conocen aún
la vida: ni siquiera el nacimiento!
¡Ah, la vida verdadera sólo es aquella
que será: virgen deja
sólo a los que han de nacer, la glicina, su encanto!

Y yo aquí, con esta astilla
inmaterial en el corazón, esta involuntaria
conciencia de mí, que se reaviva en el instante
de la estación que cambia.
¿Insuficiencia hormonal en la que desvarían
los sentidos? ¿Debilitamiento de los latidos
del corazón, o exceso de los actos vitales
de la inteligencia? Ah, seguro alguna cosa
que se echa a perder. Esta flor es signo
en lo más íntimo, del reino
de la caducidad — de la religiosa
caducidad—  nada más.
La suya es una alegría dolorosa,
y en el dolor de esa lila casi blanca
se exalta el corazón del llanto.

¡Pero es ridículo, no puedo
atormentarme aquí sobre esta pálida
aunque sobrecargada de espasmos,
esta ligera onda
lila que borda el murallón rojo
con la impúdica ingenuidad, la afásica
fiesta de los eventos salvajes!
No puedo: yo que desde hace años predico
que todo esto no existe, que es sólo acto
de una voluntad alienada,
de ceguera que no conoce otro remedio
que morir en el corazón
del mundo que se tiene como don al nacer,
de inconsciente posesión de la historia,
de conciencia solamente retórica...

Y ahora, por una mísera glicina
florecida en las esquinas de Monteverde
estoy aquí hablando de derrota.
¿Pero qué es lo que me pierde?
¿Dios redicico, la culpa feliz?
Sí, me siento víctima, es verdad, pero víctima
¿de qué? De una historia apocalíptica,
no de esta historia. Me contradigo.
Vuelvo ridícula mi eterna pasión
de verdad  y razón.
Pasión...Sí, porque hay un corazón antiguo,
preexistente al pensamiento:
y un cuerpo—  o floreciente o herido,
pobre vida nunca segura realmente
de poder resistir a la vida informe de los nervios.

De este inexpresable roce
surge la primera larva de la Pasión:
entre el cuerpo y la historia, hay esta
musicalidad que desentona,
estupenda, allí lo que ha terminado
y lo que empieza es igual, y queda así
por los siglos: dato de la existencia.
La frontera entre la historia y el yo
se hiende torcida como un abismo ebrio
más allá del cual, a veces, escindido,
a la deriva, está el glorioso rumor
de la existencia sensual
llena de nosotros: delante de esta física
miseria no puede sino retornar
cada histórico acto irracional...

Yo no sé qué es
esta no-razón, esta poca-razón:
Vico, o Croce, o Freud, me socorren,
pero con la sola sugestión
del mito, de la ciencia, en mi abulia.
No Marx. Sólo aquello que ahora es palabra
su palabra muda, no el claror,
no la oscuridad que hay primero, ¡pobre glicina!
Cuanto en ti vive —y en mí por ti tiembla— 
permanece gemido reprimido
del que no se sabe, del que no se dice.
¿Pero es posible amar
sin saber qué quiere decir esto? ¡Feliz
de ti, que eres sólo amor, gemelo vegetal,
que renaces en un mundo prenatal!

Prepotente, feroz
renaces, y de golpe, en una noche, cubres
una pared entera recién levantada, el muro
principesco de un ocre
resquebrajado al nuevo sol que lo cuece
caduca trepadora, para volverme limpio
de historia como un gusano, como un monje
y no quiero, me revuelvo —árido
en mi nueva rabia,
apuntalando el revoque descascarado
de mi nuevo edificio.
Algo ha profundizado
el abismo entre cuerpo e historia, me ha debilitado,
me ha hecho árido, reabriendo las heridas.

Gimo de desilusión, impúdica planta
de un día: lo sé.
La incomprensión, el odio son más
fuertes de cuanto puede
soportar una existencia cansada:
que, por lo demás, ni el amor — ni la muerte,
su gemela— sabe definir: la llevan
a disgregarse esos mismos viejos sentidos
otra vez agudizados por mi debilidad.
Así frente al violeta que jaspea
los muros anunciando abril y los tiempo inmensos,
yo querría solo morir...
Mi vida ya no tiene recompensas:
no le basta la vitalidad de abril,
le parece vana la voluntad de comprender...
Un monstruo sin historia,
feroz con la ferocidad bárbara
que cumple sus persecuciones
en la prensa libre, en los mitos confesionales,
que quema pasiones, purezas, dolores,
que acepta la muerte con crueldad casi irónica,
a su pesar estoica, que no tiene religión
sino aquella  de imponer una legalidad
con sus propias reglas, que no tiene amor
sino aquel que quiere
la igualdad de todos, en el bien y en el mal,
que no conoce piedad,
porque para cada uno conquistar
la vida es una tácita apuesta que lo vuelve
ciego dueño de todo lo que sabe:
todo esto encontré
al nacer, y enseguida me dio dolor:
pero un dolor glorioso casi, tanto
me ilusionaba que el corazón
pudiera transformar cada dato,
adentro, en un amor unificador:
de Cristo a Croce, ¡qué camino reconfortante!
Y después, la esperanza de la Revolución.
Y ahora heme aquí: recubre la glicina
las superficies rosadas
de un barrio que es tumba de toda pasión,
acaudalado y anónimo, caliente
al sol de abril que lo descompone.
El mundo se me escapa ahora, no sé ya dominarlo,
se me escapa, ah, una vez más es otro...

Otras modas, otros ídolos,
la masa, no el pueblo, la masa
decidida a dejarse corromper
ahora se asoma al mundo,
y lo transforma, se sacia
en cada pantalla, en cada video,
horda pura que irrumpe
con pura avidez, informe
deseo de participar de la fiesta.
Y se asienta allá donde el Nuevo Capital quiere.
Cambia el sentido de las palabras:
quien hasta ahora ha hablado con esperanza, se queda
atrás, envejecido.
¡No sirve, para rejuvenecer, este
disgustado angustiarse, este desesperado
rendirse! Quien no habla, es olvidado.

Tú que regresas brutal
no rejuvenecida, sino directamente renacida,
furia de la naturaleza, dulcísima,
me quiebras porque ya estoy quebrado
por una serie de días miserables,
te asomas a mis abismos reabiertos,
perfumas virgen sobre mi eclipse,
antigua sensualidad, disgregada, piedad
asustada, deseo de muerte...
He perdido las fuerzas;
no conozco ya el sentido de la racionalidad;
caída se enarena
— en tu religiosa caducidad— 
mi vida, desesperada de que el mundo
sólo tenga ferocidad, y mi alma, rabia.




Traducción de Delfina Muschietti
Fuente: Antología Poética La Mejor Juventud - Biblioteca del Erizo, 1996.

 
 
 

Il glicine
 
Eccolo, ero morto?, sui
bastioni del Vascello - irreali
come quest’aria che non conosco da piccolo,
o questa lingua di italici
pagani o servi di chierici - i bui
festoni dei glicini. Il quartiere ricco
n’è pieno, dappertutto. Spiccano
viola nel viola delle nuvole e dei viali.
Assurdo miracolo, per un’anima
per cui contano, gli anni,
che sono stati per lei ogni volta immortali.
Questi che ora nascono, sono
i glicini morti, non i loro figli barbarici
- dico barbarici se cupamente nuovo
è il loro essere, muto il loro monito...
 
Ma lo ripeto: non sono vergini
alla vita, sono dei calchi funerei,
che imitano la barbarie del dire
senza ancora possedere
parola, puro viola sopra il verde...
Io ero morto, e intanto era aprile,
e il glicine era qui, a rifiorire.
Com’è dolce questa tinta del cadavere
che copre i muraglioni di Villa Sciarra,
predestinato, prefigurato, alla
fine del tempo che si fa sempre più avido...
Maledetti i miei sensi,
che sono, e sono stati, cosi abili,
ma non mai tanto perché, solo se recenti,
le antiche fioriture non li tentino!
 
Maledico i sensi di quei vivi,
per cui, un giorno, nei secoli tornerà aprile:
coi glicini, con questi chicchi lilla,
trepidi in carnali file,
quasi senza colore, quasi, direi, lividi...
E tanto dolci, contro i loro muri d’argilla
o travertino, misteriosi come camomilla,
tanto amici per i cuori che nascono con loro.
Maledico quei cuori, che tanto amo,
perché ancora non sanno, non solo
la vita, ma neanche la nascita!
Ah, la vita solo vera, è ancora
quella che sarà: vergine lascia
solo ai nascituri, il glicine, il suo fascino!
 
E io qui, con questa scheggia
immateriale in cuore, quest’involuta
coscienza di me, che si ridesta a un attimo
della stagione che muta.
Insufficienza ormonica in cui vaneggiano
i sensi? Indebolimento dei battiti
del cuore, o eccesso dei vitali atti
dell’intelligenza? Ah, certo qualcosa
che va in rovina. Questo fiore è segno,
nel mio intimo, del regno
della caducità - della religiosa
caducità - nient’altro.
La sua è una gioia dolorosa,
e, nel dolore di quel lilla quasi bianco,
a esaltarci è la ragione del pianto.
 
Ma è ridicolo, non posso
straziarmi qui su questa pallida ombra
sia pure stracarica di spasimi,
questa leggera onda
lilla che trapunge il muraglione rosso
con l’impudica ingenuità, l’afasica
festa degli eventi selvaggi!
Non posso: io che da anni prèdico
che tutto ciò non esiste, ch’è atto
di alienata volontà,
di cecità che non conosce altro rimedio
che morire nel cuore
del mondo avuto in dono nascendo,
di incosciente possesso della storia,
di coscienza solamente retorica...
 
E ora, per un misero glicine
fiorito agli angoli di Monteverde,
son qui a ragionare di sconfitta.
Ma chi è che mi perde?
Dio redivivo, la colpa felice?
Sì, mi sento vittima, è vero, ma vittima
di cosa? D’una storia apocalittica,
non di questa storia. Mi contraddico.
Rendo ridicola una mia lunga passione
di verità e ragione.
Passione... Sì, perché c’è un cuore antico,
preesistente al pensiero:
e un corpo -  o fiorente o ferito,
povera vita mai certa davvero
di resistere alla vita informe dei nervi.
 
Da questo inesprimibile attrito
nasce la prima larva della Passione:
tra il corpo e la storia, c’è questa
musicalità che stona,
stupenda, in cui ciò ch’è finito
e ciò che comincia è uguale, e resta
tale nei secoli: dato dell’esistenza.
II confine tra la storia e l’io
si fende torto come un ebbro abisso
oltre cui talvolta, scisso,
alla deriva, è il glorioso brusio
dell’esistenza sensuale
piena di noi: dinnanzi a questa fisica
miseria non può che ritornare
ogni storico atto irrazionale...
 
o non so cosa sia
questa non-ragione, questa poca-ragione:
Vico, o Croce, o Freud. mi soccorrono,
ma con la sola suggestione
del mito, della scienza, nella mia abulia.
Non Marx. Solo ciò che ormai è parola
la sua parola muta, non il chiarore,
non il buio che c’è prima, povero glicine!
Quanto in te vive - e in me per te trema -
resta represso gemito
di cui non si sa, di cui non si dice.
Ma è possibile amare
senza sapere cosa questo vuol dire? Felice
te, che sei solo amore, gemello vegetale,
che rinasci in un mondo prenatale!
 
Prepotente, feroce
rinasci, e di colpo, in una notte, copri
un’intera parete appena alzata, il muro
principesco d’un ocra
screpolato al nuovo sole che lo cuoce...
 
E basti tu, col tuo profumo, oscuro,
caduco rampicante, a farmi puro
di storia come un verme, come un monaco:
e non lo voglio, mi rivolto  -  arido
nella mia nuova rabbia,
puntellare lo scrostato intonaco
del mio nuovo edificio.
Qualcosa ha fatto allargare
l’abisso tra corpo e storia, m’ha indebolito,
inaridito, riaperto le ferite...
 
Un mostro senza storia,
feroce della ferocia barbarica
che  compie le sue persecuzioni
nella stampa libera, nei miti confessionali,
brucia passioni, purezze, dolori,
che accetta la morte con crudeltà quasi ironica,
suo malgrado stoica, che non ha religione
se non quella di imporne una legale
con le sue regole, che non ha amore
se non quello che vuole
tutti uguali, nel bene e nel male,
che non conosce pietà,
perché per ognuno il conquistare
la vita è una tacita scommessa che lo fa
cieco padrone di tutto ciò che sa:
 
tutto questo ho trovato
nascendo, e subito mi ha dato dolore:
Ma un dolore glorioso, quasi, tanto
m’illudevo che il cuore
potesse trasformare ogni dato,
dentro, in un amore unificante:
da Cristo a Croce, che cammino consolante!
E poi, la speranza della Rivoluzione.
E ora eccomi qui: ricopre il glicine
le rosee superfici
d’un quartiere ch’è tomba d’ogni passione,
agiato e anonimo, caldo
al sole d’aprile che lo decompone.
Il mondo mi sfugge, ancora, non so dominarlo
più, mi sfugge, ah, un’altra volta è un altro...
 
Altre mode, altri idoli,
la massa, non il popolo, la massa
decisa a farsi corrompere
al mondo ora si affaccia,
e lo trasforma, a ogni schermo, a ogni video
si abbevera, orda pura che irrompe
con pura avidità, informe
desiderio di partecipare alla festa.
E s’assesta là dove il Nuovo Capitale vuole.
Muta il senso delle parole:
chi finora ha parlato, con speranza, resta
indietro, invecchiato.
Non serve, per ringiovanire, questo
offeso angosciarsi, questo disperato
arrendersi! Chi non parla, è dimenticato.
 
Tu che brutale ritorni,
non ringiovanito, ma addirittura rinato,
furia della natura, dolcissima,
mi stronchi uomo già stroncato
da una serie di miserabili giorni,
ti sporgi sopra i miei riaperti abissi,
profumi vergine sul mio eclissi,
antica sensualità, disgregata, pietà
spaurita, desiderio di morte...
 
Ho perduto le forze;
non so più il senso della razionalità;
decaduta si insabbia
- nella tua religiosa caducità –
la mia vita, disperata che abbia
solo ferocia il mondo, la mia anima rabbia.





PIER PAOLO PASOLINI (Italia, 1922-1975)




2 comentarios:

  1. no puedo sino maravillarme, como las glicinas florecidas, o contra las glicinas y los granos lilas. muda.
    muchas gracias por postear este poema, sandra, y la traducción de la muschietti.

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  2. Si tipeara más rápido, publicaría más poemas de ese libro maravilloso...y bilingüe!
    Gracias por tus comentarios, Cat.

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