Cuando era chica, era rara. Rara, decía mi familia (y lo sigue diciendo). No especial, rara.
Mi lugar preferido de la casa era el placard. Cuando mis hermanos me molestaban o cuando se suponía que tenía que estar jugando afuera, al sol, yo corría a esconderme en el placard y desaparecía de ese mundo construido con leyes y ritmos con los que mis pies no sabían sincronizar. O no querían.
Así, obligada a compartir habitación con dos hermanos que intoxicaban, el placard fue mi cuarto propio.
La primera vez que me fui de casa tardaron cuatro horas en darse cuenta de que en realidad no había ido a ninguna parte, estaba en el placard.
Ahora que ya estoy grande, o el placard me queda chico, igual quiero abrir la puerta para ir a jugar.
Así que me invento uno acá. Y dejo la puerta entreabierta...
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