«Aquí
arriba, Bernardo, Neville, Jinny y Susana (todos menos Rhoda) rozan
los parterres con sus redes para cazar mariposas y espantan a las
mariposas posadas sobre las corolas temblorosas de las flores. Ellos
rasan la superficie del mundo. Sus redes están llenas de alas
palpitantes. «¡Luis, Luis, Luis!»
gritan,
pero no pueden verme. Estoy al otro lado del seto. Sólo hay pequeños
resquicios, entre las hojas.
¡Oh,
Señor, haced que se marchen de aquí! Señor, haced que desplieguen
sus mariposas sobre sus pañuelos en medio de la arena, que cuenten a
gusto sus mariposas color tortuga, sus mariposas rojas y las blancas.
¡Pero haced que yo permanezca invisible!. Yo soy verde como un tejo
aquí, a la sombra del seto. Mis cabellos son hojas. Mis raíces
llegan hasta el centro de la tierra. Mi cuerpo es un tallo. Aprieto
el tallo y una gota lenta, espesa, se filtra por el orificio de la
boca y se torna más grande. Algo rosado pasa por entre los
resquicios de las hojas. El brillo de una mirada ha penetrado la
grieta. Esta mirada me ciega. No soy ya sino un muchachito vestido
con un traje de franela gris. Ella me ha descubierto. Siento un golpe
en la nuca. Ella me ha besado. Todo se desmorona.
—Eché
a correr por el jardín después del desayuno —dijo Jinny—. Al
ver que las hojas se movían en un hueco en el seto, pensé: «Es un
pájaro en su nido». Apartándome de los demás, fui a mirar, pero
no encontré ningún nido. Las hojas continuaban moviéndose:
entonces tuve miedo y eché a correr otra vez pasando junto a Susana,
junto a Rhoda y junto a Neville y Bernardo que estaban conversando en
la caseta del jardinero. Corrí cada vez más ligero, gritando. ¿Qué
fue lo que movió las hojas? ¿Qué es lo que mueve mi corazón, mis
piernas? Y me precipité donde estabas tú, Luis. verde como un
arbusto, como una rama inmóvil, con los ojos fijos. «¿Estará
muerto?» pensé y te besé mientras mi corazón brincaba bajo mi
traje rosado como las hojas que se mueven sin cesar, incluso cuando
no hay nada, que las agite. Siento ahora el perfume de los geranios,
siento el olor a tierra húmeda. Me pongo a danzar como una burbuja,
me siento lanzada sobre ti como una red de luz que te envuelve todo
entero y queda vibrando sobre ti.
—A
través de la grieta del seto yo vi a Jinny besarle —dijo Susana—.
Al alzar mi cabeza inclinada sobre un macetero de flores y mirar a
través de la grieta, vi cómo le besaba. Los vi a ambos, a Jinny y a
Luis, besándose. Ahora, voy a envolver mi congoja en mi pañuelo, la
apretaré en un nudo y, antes de que comiencen las lecciones, iré
sola al bosque de hayas. No me sentaré delante de una mesa a sacar
sumas.
No
me sentaré junto a Jinny y junto a Luis, sino que iré a depositar
mi congoja entre las raíces de las hayas. Allí, la examinaré y la
cogeré entre mis dedos. Ellos no podrán encontrarme. Comeré nueces
y buscaré huevos entre las zarzas y mis cabellos estarán
desgreñados y dormiré bajo los setos y beberé agua en las zanjas y
allí me moriré.
—Susana
acaba de pasar junto a nosotros —dijo Bernardo—. Acaba de pasar
junto a la cabaña del jardinero con su pañuelo hecho un ovillo. No
estaba llorando. Pero sus ojos que son tan hermosos, parecían
acechar como los ojos de los gatos prontos a dar un salto. Voy a
seguirla, Neville. Voy ir despacio detrás de ella para estar pronto,
con mi curiosidad, y poder confortarla en el momento en que ella
estalle de ira pensando: «Estoy sola».
«Ahora
atraviesa el campo con un paso lento, perezoso a fin de despistarnos.
Y luego, cuando cree que nadie la observa, echa a correr con los
puños apretados. Sus uñas se encierran en su pañuelo hecho un
ovillo. Se dirige hacia el bosque de hayas donde no penetra la luz
del sol. Al entrar en él, abre los brazos y se hunde en las sombras
como una nadadora. Pero, como viene cegada por la luz, tropieza y cae
entre las raíces de los árboles, donde la luz va y viene en una
palpitación sin fin. Las ramas se inclinan, luego vuelven a
erguirse. Todo está lleno de agitación e inquietud, aquí. Todo es
lúgubre. La luz es caprichosa. Todo está lleno de angustia aquí.
Las raíces trazan un esqueleto en la tierra y en todos los rincones
se amontonan las hojas muertas. Susana ha esparcido su angustia. Ha
depositado su pañuelo sobre las raíces de las hayas y solloza,
hecha un montón, en el sitio donde tropezó y cayó.
—Vi
a Jinny besarle —dijo Susana—. Al mirar entre las hojas la vi. Se
aproximaba danzando, salpicada de diamantes y ligera como una nube.
En cambio yo soy pequeña, Bernardo, y rechoncha. Mis ojos miran al
suelo de cerca y ven insectos en el césped. El color amarillo que
arde en mi pecho se convirtió en una piedra cuando vi a Jinny
besando a Luis. Quiero comer pasto y morir en una zanja, en medio del
agua parda donde se pudren las hojas muertas.
—Te
vi pasar delante de la cabaña del jardinero —dijo Bernardo. y te
oí gemir. «Soy desdichada».
Neville
y yo estábamos construyendo barcos de madera, pero al verte, dejé a
un lado mi cuchillo. Tengo los cabellos en desorden porque cuando
Mrs. Constable me dijo que me los peinara, vi a una mosca cogida en
una telaraña y me pregunté: «¿Debo libertar a la mosca? ¿Dejaré
que se la coma la araña?» Así es como me atraso siempre. Mis
cabellos están despeinados y estas virutas de madera se han adherido
a ellos. Al oír que gemías, te seguí y te vi depositar sobre las
raíces tu pañuelo, en el cual habías anudado tu furor y tu odio.
Pero todo pasará. Nuestros cuerpos están muy próximos ahora. Tú
escuchas mi respiración. Al mismo tiempo, ves a aquel escarabajo que
arrastra una hoja sobre su dorso, corriendo de un lado a otro. En
idéntica forma mientras lo observas, tu deseo de poseer un objeto
único (que en este momento es Luis) debe oscilar, como la luz que
penetra y sale por entre las hojas de las hayas. Más tarde, las
palabras que se mueven oscuramente, en las profundidades de tu
cerebro, romperán este nudo de dureza enrollada en tu pañuelo.
—Yo
amo y odio —dijo Susana—. Yo no deseo sino una sola cosa. Mis
ojos son hoscos. Los ojos de Jinny brillan con millares de luces. Los
ojos de Rhoda son como esas flores pálidas a las cuales se acercan
las mariposas al atardecer. Los tuyos son como agua que sube hasta la
superficie y nunca se derrama. Pero yo estoy ya lanzada sobre mi
pista. Mis ojos ven los insectos en el césped y aun cuando mi madre
toda, vía teje calcetines y cose delantales para mí, a pesar de que
soy todavía una niña, sé amar y aborrecer.
—Pero
mientras permanecemos sentados así, muy próximos —dijo Bernardo—,
nuestras palabras nos funden al uno en el otro. Y entre ambos,
formamos una especie de territorio impregnable.
—Veo
el escarabajo —dijo Susana—. Es negro: lo veo es verde: lo veo.
Yo estoy atada con palabras cortas, monosilábicas. Tú, en cambio,
te echas a vagar con las tuyas a la aventura: te escapas: subes cada
vez más alto, con palabras y más palabras hilvanadas en frases.
—Y
ahora, vamos a explorar a nuestro alrededor —dijo Bernardo—. Allá
abajo, entre los árboles, hay una casa blanca. Nos hundiremos como
los nadadores que rozan el fondo con las puntas de sus pies, nos
sumergiremos a través de la atmósfera verde de las hojas. A medida
que corramos, iremos sumergiéndonos, Susana. Las olas se cierran
sobre nosotros, las hojas de las hayas se entrecruzan por encima de
nuestras cabezas. Se ven relucir los punteros dorados del reloj de
las caballerizas. Allí está el techo de la casa grande. Las botas
de caucho del mozo de cuadra resuenan en el patio de Elvedon.
«Ahora,
descendemos por entre las copas de los árboles hasta el suelo. El
aire no agita ya sobre nosotros sus tristes olas púrpuras. Estamos
tocando tierra; hollamos el suelo. Aquél es el cerco del jardín de
las señoras, donde ellas salen a pasearse al mediodía y a cortar
rosas con sus tijeras. Ahora estamos en el bosquecillo rodeado de una
muralla. Esto es Elvedon. Yo he visto letreros en los cruces de
caminos con un brazo que señalaba: «A Elvedon». Nadie había
llegado jamás hasta aquí. Los helechos despiden un olor fuerte y
debajo de ellos crecen hongos rojos. Hemos despertado a las cornejas
soñolientas que jamás han visto una figura humana y hollamos
glándulas podridas que el tiempo ha tornado resbalosas y rojas. Un
círculo de murallas rodea este bosque: nadie viene jamás aquí.
¡Escucha!. Ese ruido sordo es el de un sapo gigantesco que brinca
entre los matorrales; aquel crujido es el de una piña prehistórica
que cae entre los helechos y va a pudrirse allí.
«Afirma
tu pie sobre este ladrillo. Mira por encima de la muralla. Aquello es
Elvedon. Una señora está sentada entre los largos ventanales
escribiendo. Los jardineros barren el jardín con enormes escobas.
Nosotros
somos los primeros que hemos llegado a este lugar. Somos los
exploradores de una tierra desconocida. No te muevas: si los
jardineros nos vieran, dispararían contra nosotros. Nos clavarían
como a armiños sobre la puerta de la caballeriza. ¡Cuidado! ¡No te
muevas!. Aférrate fuertemente a los helechos que están encima de la
muralla.
—Veo
a la señora que está escribiendo —dijo Susana—. Veo a los
jardineros que están barriendo.
Si
muriésemos aquí, no habría nadie que nos diera sepultura.
—¡Huyamos!
—dijo Bernardo—. ¡Huyamos! ¡El jardinero de la barba negra nos
ha visto! ¡Van a disparar contra nosotros! ¡Van a matarnos como a
cornejas y a clavarnos sobre la pared! Estamos en una comarca hostil.
Escapémonos al bosque de hayas. Escondámonos bajo los árboles. Yo
quebré, al pasar, una rama que marca un sendero. Agáchate tanto
como puedas. Sígueme sin volver la cabeza hacia atrás.
Van
a tomarnos por zorros. ¡Huyamos! —ahora, ya estamos a salvo. Ahora
podemos enderezarnos nuevamente y estirar los brazos bajo este amplio
dosel, en este vasto bosque. No oigo otra cosa que un murmullo de
olas en el aire. Es una paloma torcaz que sale de su escondite entre
las hayas y bate el aire, bate el aire con sus alas fatigadas.
—Nuevamente
te me has escapado con tus frases —dijo Susana—. Y subes como un
volantín, cada vez más alto, más alto, a través de las capas de
hojas, fuera de mi alcance. Ahora te detienes y tiras mis vestidos,
mirando hacia atrás, siempre ocupado en hacer frases. Te me has
escapado. He aquí el jardín, he aquí el seto. He aquí a Rhoda en
el sendero: ella mece un estanque lleno de pétalos de flores.
—Todos
mis barcos son blancos —dijo Rhoda—. No quiero pétalos rojos de
geranios. Quiero pétalos blancos que floten al inclinar yo el
estanque. Tenso ahora una flota que bogara de playa en playa.
Dejaré
caer una rama cual si fuera una balsa para un marinero que se ahoga.
Dejaré caer también una piedra a fin de ver subir las burbujas
desde las profundidades del mar. Neville y Susana se han marchado:
Jinny está en la huerta cogiendo grosellas en compañía de Luis,
quizás. Tengo un breve espacio de tiempo para estar sola mientras
Miss Hudson distribuye nuestros cuadernos sobre las mesas de la sala
de clases. Tengo una breve tregua de libertad. He recogido todos los
pétalos caídos y los he hecho nadar.
En
algunos he depositado gotas de lluvia. Plantaré aquí un clarín a
guisa de faro. Y ahora meceré el estanque pardo a fin de que mis
barcos puedan surcar las olas. Algunos se irán a pique. Otros se
estrellarán contra los riscos. Uno de ellos navega solo: es el mío.
Navega en el interior de cavernas heladas donde gruñe el oso polar y
las estalactitas cuelgan en cadenas verdes. Las olas se embravecen,
sus crestas se enroscan. Mirad la luz en los mástiles. Todos los
barcos se han dispersado, se han hundido: todos, excepto el mío que
surca las olas, en medio de la tempestad, y llega a las islas donde
los papagayos chillan y donde los reptiles.
—¿Dónde
está Bernardo? —dijo Neville—. Él tiene mi cuchillo. Estábamos
en la caseta del jardinero haciendo barcos cuando Susana pasó junto
a la puerta. Al verla, Bernardo plantó su barco y se fue tras ella
llevándose mi cuchillo, ése afilado que sirve para cortar la
quilla. Bernardo es como un hilo eléctrico que cuelga, como el
cordón de alambre quebrado de un timbre, que está siempre
resonando. Es como el alga marina que cuelga en la ventana, ora
húmeda, ora seca. Me deja en un atolladero por seguir a Susana, y si
Susana se pone a llorar, cogerá mi cuchillo y le contará historias.
La lámina grande es un emperador, la lámina quebrada es un negro.
Yo detesto las cosas que cuelgan: detesto las cosas húmedas. Detesto
las vagancias y las mezclas de cosas. Pero la campana ha sonado y
vamos a llegar atrasados. Abandonemos nuestros juguetes y entremos
todos juntos. Los cuadernos están ordenados sobre el tapiz verde de
la mesa.
—No
conjugaré el verbo hasta que no lo haya hecho Bernardo —dijo
Luis—. Mi padre es un banquero en Brisbane y yo hablo con un acento
australiano. Voy a esperar que lo haga Bernardo y enseguida le
imitaré. El es inglés. Todos son ingleses. El padre de Susana es un
campesino. Rhoda no tiene padre. Bernardo y Neville pertenecen a
familias distinguidas. Jinny vive con su abuela en Londres.
En
este momento, ellos muerden sus lapiceros. Ahora abren sus cuadernos
y, mirando de soslayo a Miss Hudson, cuentan los botones púrpuras de
su blusa. Bernardo tiene una viruta en el pelo. Susana tiene los ojos
enrojecidos. Ambos están agitados y tienen las mejillas encendidas.
En cuanto a mí, soy pálido; yo estoy limpio y mi pantalón corto
está sostenido por un cinturón cuya hebilla de cobre representa una
serpiente. Yo se mi lección de memoria. Sé mucho más de lo que
ellos sabrán jamás. Sé todos los casos y los géneros: si lo
deseara, podría saber todas las cosas del mundo. Pero no quiero
emerger a la superficie y recitar mi lección. Mis raíces se
entrelazan alrededor del globo, como las de las plantas en un
macetero. No quiero emerger a la superficie y vivir a la luz de este
gran reloj de rostro amarillo cuyo tic-tac no tiene fin, Jinny y
Susana, Bernardo y Neville se entrelazan en una correa para
fustigarme. Se mofan de mi limpieza y de mi acento australiano. Pero
ahora voy a tratar de imitar a Bernardo que cecea dulcemente el
latín.
—Estas
palabras son blancas —dijo Susana. como los guijarros que recojo en
la playa.
—Ellas
agitan la cola a derecha e izquierda a medida que yo las pronuncio
—dijo Bernardo—.
Ellas
baten el aire con sus colas; vuelan por el espacio en bandada.
primero por aquí, en seguida por allá: se mueven simultáneamente,
ya separándose, ya reuniéndose nuevamente.
—Estas
palabras son amarillas, son palabras ardientes —dijo Jinny. Yo
quisiera tener un traje ardiente, un traje amarillo, un traje color
leonado para ponérmelo por la noche.
—Cada
tiempo tiene un sentido diferente —dijo Neville—. Existe un orden
en este mundo; existen distinciones, existen diferencias en este
mundo, en cuyo umbral me encuentro. Porque esto no es sino un
comienzo.
—Ahora
—dijo Rhoda—, Miss Hudson ha cerrado el libro. Ahora comienza la
pesadilla. Cogiendo un trozo de tiza ella se pone a trazar cifras:
seis, siete, ocho y después, una cruz y una línea sobre el
pizarrón. ¿Cuál es la solución? Los demás miran, miran y
comprenden. Luis escribe; Susana escribe: Neville escribe; Jinny
escribe: incluso Bernardo se pone a escribir. Pero yo no puedo; yo no
veo sino cifras desprovistas de sentido. Los demás van entregando a
Miss Hudson su solución, uno tras otro.
Ahora
me toca mi turno. Pero yo no tengo solución. A los demás les está
permitido irse, y se marchan cerrando la puerta tras sí. Miss Hudson
también se va. Me dejan sola para que busque una solución. Las
cifras ya no poseen significado. El significado se ha ido. El reloj
hace tic tac. Las dos agujas son dos caravanas que atraviesan un
desierto. Las barras negras sobre el cuadrante son oasis verdes. La
aguja más larga ha marchado adelante para encontrar agua. La otra
tropieza penosamente entre las piedras calcinantes del desierto. Ella
perecerá en el desierto. La puerta de la cocina golpea. Un perro
errante ladra a lo lejos. ¡Mirad: el ojal de esta cifra comienza a
llenarse de tiempo! Él contiene el mundo. Me pongo a trazar una
cifra que enlaza el mundo, pero yo quedo fuera de él. Acercando los
dos extremos del ojal, los uno y completo la cifra. El mundo está
completo y yo he quedado fuera de él. ¡Oh, salvadme! ¡No me dejéis
caer para siempre fuera del ojal del Tiempo!.
—Allí
está Rhoda con los ojos clavados en el pizarrón —dijo Luis—,
mientras nosotros holgazaneamos, cogiendo aquí una rama de tomillo,
apretando allá una hoja de toronjil, y en tanto que Bernardo narra
una historia. Los omoplatos de Rhoda se juntan en su espalda igual
que las alas de una mariposa. Y mientras ella contempla las cifras
trazadas con tiza, su espíritu se aposenta en aquellos círculos
blancos; cae a través de esos ojales blancos en el vacío,
totalmente solo. Esas cifras carecen de significado para Rhoda. Ella
no encontrará la solución. Rhoda no es como los demás: ella está
desprovista de cuerpo. Y yo, que hablo con un acento australiano, yo
que soy hijo de un banquero en Brisbane, no tengo miedo de ella como
de los demás.
—Deslicémonos
ahora bajo el dosel de las hojas del grosellero —dijo Bernardo—,
y contemos historias. Instalémonos en el mundo subterráneo. Tomemos
posesión de nuestro territorio secreto, que está iluminado por
grosellas suspendidas como candelabros, relucientes y rojas por un
lado, negras por el otro. Si nos apretujamos un poco, Jinny, podremos
caber bajo el dosel de las hojas de grosella y observar cómo se
columpian los incensarios. Este es nuestro universo. Los demás
atraviesan la ruta para vehículos. Las polleras de Miss Hadson y de
Miss Curry se deslizan como apagavelas sobre el suelo.
Aquellos
son los calcetines blancos de Susana. Aquellas son las sandalias
siempre tan limpias de Luis; ellas van dejando su firme huella sobre
la arena. Hasta aquí llegan ráfagas tibias de hojas en
descomposición, de vegetación podrida. Estamos aquí en un pantano,
en una jungla infestada de malaria. Allí, cubierto de un tapiz de
gusanos blancos, hay un elefante que fue muerto por una flecha
disparada entre sus ojos.
Ojos
brillantes de aves de rapiña —águilas, buitres. surgen por todas
partes. Nos confunden con hojas caídas. Picotean un gusano —que es
una cobra con caperuza. y lo abandonan allí mismo con una úlcera
parda y purulenta a fin de que sea destruido por los leones. Este es
nuestro universo, iluminado con medias lunas y estrellas de luz: y
grandes pétalos semitransparentes bloquean las aberturas, como
vitrales purpúreos. Todo es extraño aquí. Las cosas son inmensas o
muy pequeñas. Los tallos de las flores son gruesos como robles. Las
hojas son altas como cúpulas de enormes catedrales. En cuanto a
nosotros, somos gigantes que pueden hacer estremecerse las selvas.
—Lo
que estás diciendo es verdad aquí, donde estamos —dijo Jinny. y
en este momento. Pero pronto nos marcharemos. Pronto Miss Curry
tocará su silbato y tendremos que separarnos. Tú iras al colegio.
Tendrás profesores que ostentarán cruces en el pecho y corbatas
blancas. Yo iré a un internado de East Coast, donde tendré una
maestra que se sentará debajo de un retrato de la reina Alejandra.
Porque
allí es a donde iremos Susana, Rhoda y yo. Lo que tú dices no es
verdad, por consiguiente, sino aquí y en este momento. En este
momento, estamos tendidos debajo del grosellero y cada vez que se
agita la brisa, ella proyecta sobre nosotros sombras multicolores. Mi
mano es como la piel de una serpiente. Mis rodillas son rosadas islas
flotantes. Tu rostro es como un manzano cubierto de una fina
redecilla.
—El
calor comienza a atenuarse en la jungla —dijo Bernardo—. Las
hojas columpian sus alas negras sobre nosotros. El silbato de Miss
Curry ha resonado en la terraza. Debemos deslizarnos fuera del
pabellón formado por las hojas de grosella y enderezarnos. Tienes
ramitas prendidas a tus cabellos, Jinny, y un gusano verde en el
cuello. Debemos ir a formar fila de a dos en dos. Miss Curry va a
llevarnos a dar un breve paseo mientras Miss Hudson arregla sus
cuentas en el escritorio.
—¡Qué
monótono es caminar por este sendero a cuyos lados no hay
escaparates que mirar —dijo Jinny—, y donde no hay ojos ofuscados
de vidrio azul incrustados en el pavimento! —debemos formarnos de a
dos —dijo Susana. y caminar en orden, sin arrastrar los pies, sin
quedarnos atrás dejando que Luis se nos adelante para guiarnos
porque Luis es alerta y no un soñador.
—Puesto
que soy demasiado delicado para ir con ellos —dijo Neville—,
puesto que me fatigo demasiado pronto y caigo enfermo de cualquier
cosa, voy a aprovechar de esta hora de soledad, de esta tregua de
silencio para recorrer los alrededores de la casa y reponerme, si es
que puedo, de la impresión que experimenté al oír, a través de la
puerta giratoria, aquello del hombre muerto anoche, cuando la
cocinera estaba removiendo los apagadores de la cocina. Lo habían
encontrado degollado. Las hojas de los manzanos se inmovilizaron
contra el cielo; la luna se quedó mirando con un ojo fijo y yo no
pude mover mi pie del peldaño. Lo encontraron en la alcantarilla,
por la que corría su sangre. Tenía la mejilla blanca como un pedazo
de bacalao. «La muerte bajo el manzano» es el nombre con que yo
designare para siempre, en lo sucesivo, esta contracción, esta
rigidez. Allí estaban las nubes grises y flotantes y el árbol
clavado, el árbol implacable con su corteza de plata cincelada. El
borbollón de mi vida era infructuoso. Yo no podía pasar al otro
lado. Había un obstáculo: «No puedo vencer este obstáculo
incomprensible», me dije. Los demás, sin embargo, pasaron. Pero
todos estamos condenados, todos nosotros, por la maldición de los
manzanos por el árbol enclavado que no podremos pasar».
«Pero
ya la rigidez, la contracción se han desvanecido y yo proseguiré mi
ronda por los alrededores de la casa, en este crepúsculo, a esta
hora en que el sol traza manchas oleaginosas sobre el linóleo y un
rayo de luz se incrusta en la pared, haciendo aparecer las patas de
las sillas como si estuvieran quebradas.
—Vi
a Florrie en la huerta —dijo Susana—, al regresar de nuestro
paseo, mientras la ropa recién lavada —los pijamas, calzones y
camisas de noche. se agitaba en los cordeles a su alrededor. Y
Ernesto la besó. El acababa de limpiar la platería y tenía puesto
todavía su delantal de hule verde. Su boca estaba hinchada y
arrugada como una bolsa y cogió a Florrie entre sus brazos, en medio
de los pijamas que flotaban al viento. Parecía un toro ciego. Ella
desfallecía, llena de angustia, y pequeñas venas rojas se diseñaban
sobre sus pálidas mejillas. Ambos circulan ahora a nuestro alrededor
pasándonos platos cargados de pan con mantequilla y tazas de leche,
pero yo veo una hendidura en el suelo, de la que sube un vapor
caliente, y la tetera del té ruge como rugía Ernesto, y yo floto al
viento, igual que los pijamas, aun en este momento en que mis dientes
se encuentran en mi blando pan untado de mantequilla y lamo la leche
dulce. Yo no tengo miedo del calor ni del invierno glacial. Rhoda
sueña sorbiendo una corteza empapada en leche; Luis fija sobre la
pared de enfrente sus ojos verdes como un gusano; Bernardo hace
pelotillas con el pan y las denomina «personas». Neville» con sus
modales correctos y precisos, ya ha concluido su merienda. Ha doblado
la servilleta y la ha metido dentro de su argolla de plata. Jinny
hace piruetear sus dedos sobre el mantel como si estuvieran bailando
al sol. Pero yo no tengo miedo del calor ni del invierno glacial.
—Ahora
—dijo Luis—, todos nos ponemos de pie. Miss Curry extiende el
libro negro sobre el armonio se hace difícil no llorar cuando
entonamos himnos rogando a Dios que vele nuestro sueño y hablamos de
nosotros como de niñitos. Cuando estamos tristes y temblamos de
aprensión, es dulce cantar todos juntos, apoyándonos ligeramente
los unos en los otros: yo en Susana, Susana en Bernardo, con las
manos enlazadas, temerosos de muchas cosas: yo, de mi acento, Rhoda
de las cifras y, sin embargo, todos resueltos a conquistar y a
vencer.
—Ahora
trotamos escaleras arriba como una manada de poneys —dijo Bernardo
—pateando, reclamando con gran algazara nuestro turno en el cuarto
de baño; discutimos, armamos grescas y brincamos sobre nuestros
lechos duros y blancos. Pero ha llegado mi turno y paso al baño.
Mrs. Constable, con una toalla atada alrededor de su cintura, coge su
esponja color limón y la humedece en el agua: al empaparse del
liquido, la esponja adquiere un color chocolate. Mrs. Constable la
alza muy en alto y la oprime por encima de mi cuerpo que se
estremece. El agua se desliza por el arroyuelo de mi espina dorsal.
Brillantes flechas de sensación rebotan a ambos lados de mi cuerpo.
Estoy cubierto de carne tibia. El agua se desliza por todas las
hendiduras de mi cuerpo, haciéndolo resplandecer. El agua desciende
y me envuelve como una anguila. Ahora me rodean toallas calientes, me
envuelven en su aspereza y, al sentar su frotamiento en mi espalda,
mi sangre ronronea como un gato satisfecho.
Sensaciones
poderosas y pesadas se forman en el tejado de mi pensamiento: por él
desciende, como una llovizna, el día: los bosques y Elvedon: Susana
y las palomas. Deslizándose por las murallas de mi pensamiento,
corriendo paralelamente, cae el día copioso, resplandeciente. Ahora
cierro alrededor de mi cintura el cordón de mi pijama y me tiendo
debajo de esta delgada sábana que flota en la claridad difusa como
una capa de agua que una ola hubiera extendido sobre mis ojos. Lejos,
muy lejos, percibo a través de ella, débil y remoto, el coro que
comienza: ruedas, perros; hombres que gritan; campanas de iglesias.
¡El coro nocturno ha comenzado! —en la misma forma que me quito y
cuelgo mi vestido y mi camisa —dijo Rhoda—, así cuelgo mi inútil
deseo de ser Susana, de ser Jinny. Pero voy a estirar mis pies hasta
que ellos toquen el fierro al extremo del lecho. Tocando el fierro
confirmo la presencia reconfortante de algo duro. Ahora ya no puedo
hundirme, no puedo sumirme a través de la delgada sábana. Ahora
extiendo mi cuerpo sobre este frágil colchón y quedo suspendida por
encima de la tierra. Ya no estoy de pie, expuesta a recibir golpes,
expuesta a que me hagan daño. Todo es suave, todo es blando. Las
paredes y, los pizarrones palidecen e inclinan sus cuadriláteros
amarillos, por encima de los cuales resplandece un pálido cristal.
Mi espíritu puede ahora desprenderse de mi cuerpo. Puedo pensar en
mis armadas que surcan las altas olas. Estoy al abrigo de los
contactos ásperos y de las colisiones. Navego sola al pie de
arrecifes blancos. ¡Oh, pero me hundo, me caigo!. Aquélla es la
esquina del pizarrón: aquél es el espejo de la nursery. Pero ellos
se alargan. se alejan. Me hundo ahora en las plumas negras del sueño:
sus espesas alas oprimen mis párpados. Viajando a través de la
oscuridad veo parterres de flores y a Mrs. Constable que aparece
corriendo a la vuelta de la esquina para decirme que mi tía ha
venido a buscarme en un coche. Yo subo a él y me escapo; con ayuda
de unas botas de tacones muy altos, trepo a la copa de los árboles.
Pero ahora he caído en el coche a la puerta del vestíbulo, donde mi
tía está sentada inclinando sus plumas amarillas con unos ojos
duros como bolitas heladas. ¡Oh, si yo pudiera despertar de mis
sueños! Mirad: ahí está la cómoda. ¡Dejadme salir de estas
aguas!. Pero las olas se precipitan sobre mí, me arrastran sobre sus
inmensos hombros, me hacen dar tumbos, me arrollan; estoy extendida
entre estas largas luces, entre estas largas olas, entre estos
interminables senderos donde la gente me persigue, me persigue.
El
sol ascendió en el cielo. Olas azules y verdes abrían rápidos
abanicos sobre la playa, rodeando con sus ondas las espinas del cardo
marino, poniendo aquí y allá ligeras lagunas de luz sobre la arena
y dejando tras sí un ligero borde negro. Las rocas que habían
estando envueltas en neblina, perfilaron sus contornos y mostraron
sus grietas rojas.
Agudas
franjas de sombra cubrían el césped, y el rocío que danzaba sobre
las hojas y las corolas de las flores convirtió al jardín en un
mosaico de chispas solitarias que no se encendían todavía en un
todo de luz. Los pájaros de gargantas manchadas de amarillo y rosa,
lanzaban ahora una nota o dos, salvajemente, como alegres patinadores
que se deslizaran cogidos del brazo. Después, se quedaban
súbitamente silenciosos, para volver a estallar un instante más
tarde.
El
sol vertía sobre la casa rayos de luz más anchos. La luz tocó algo
verde en el rincón de la ventana convirtiéndolo en un bloque de
esmeralda, en una caverna de un verde purísimo, semejante a una
fruta sin cuesco, agudizó los bordes de las sillas y de las mesas y
orlo los manteles blancos con hebras de oro. A medida que el día
crecía, aquí y allá se abría un botón de una flor que se quedaba
temblando, veteada de verde, cual si el esfuerzo de abrirse la
hubiese dejado bamboleándose, y sus frágiles batientes, al
golpearse contra sus paredes blancas, desgranaban un dulce carillón.
Todo se tornó suavemente amorfo: se hubiese dicho que la porcelana
fluía y que el acero de los cuchillos se tornaba liquido. Entretanto
el ruido de las olas al romperse repercutía semejante al de leños
que cayeran sobre la playa.
(de "The Waves", edición de 1940 -Traducción de Lenka Franulic)
VIRGINIA WOOLF (INGLATERRA, 1882-1941)
Maravillosa Virginia Woolf. Esta extraordinaria narradora convierte la prosa poética en novela sin dejar de ser novela. Nadie como ella transformó tanto la novela para que fuese más novela. Nadie como ella elevó tanto la narración a categoría de metáfora sin dejar de ser novelas. Supo expresar los movimientos externos que percibimos con los sentidos en los vaivenes que sentimos en cuanto a emociones y sentimientos.
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