Existían tus manos
Existían sus manos
Un día el mundo se quedó en silencio;
los árboles, arriba, eran hondos y majestuosos
y nosotros sentíamos bajo nuestra piel
el movimiento de la tierra.
Tus manos fueron suaves en las mías
y yo sentí la gravedad y la luz
y que vivías en mi corazón.
Todo era verdad bajo los árboles,
todo era verdad. Yo comprendía
todas las cosas como se comprende
un fruto con la boca, una luz con los ojos.
*
Yo me callo, yo espero
hasta que mi pasión
y mi poesía y mi esperanza
sean como la que anda por la calle;
hasta que pueda ver con los ojos cerrados
el dolor que ya veo con los ojos abiertos.
Incandescencia y ruinas
Existían sus manos
Un día el mundo se quedó en silencio;
los árboles, arriba, eran hondos y majestuosos
y nosotros sentíamos bajo nuestra piel
el movimiento de la tierra.
Tus manos fueron suaves en las mías
y yo sentí la gravedad y la luz
y que vivías en mi corazón.
Todo era verdad bajo los árboles,
todo era verdad. Yo comprendía
todas las cosas como se comprende
un fruto con la boca, una luz con los ojos.
*
Yo me callo, yo espero
hasta que mi pasión
y mi poesía y mi esperanza
sean como la que anda por la calle;
hasta que pueda ver con los ojos cerrados
el dolor que ya veo con los ojos abiertos.
(de Exentos I, 1950-1960).
Incandescencia y ruinas
I
Yo invoco la cabeza
más sagrada que exista
debajo de la nieve.
Mi corazón azul
canta purificado por el silencio.
II
Vándalo de pureza,
hostígame. Si hablas,
yo bajaré mis labios
hasta el agua salvaje.
De aquella gruta donde
abrasa la frescura,
ha de surgir un rey
sucio de profecías.
Oh corazón que ves
en toda oscuridad,
cuándo estaremos ciegos
en luz, cuándo hablarás,
habitante del fuego.
III
Un perro milagroso
come en mi corazón.
Ceremonia salvaje:
mi dolor se incorpora
al perro enamorado.
IV
En la cavidad que sabes,
suena una voz. Lengua fría,
tú, que silbas en la noche,
metal vivo de palabras,
dime, loco ruiseñor
del invierno, dime, tú,
que quizá participas
de una materia luminosa,
a quién anuncias ya
además de a la muerte.
V
Anticanto de amor,
quién te beberá, quién
pondrá la boca en esta
espuma prohibida.
Quién, qué dios, qué
enloquecidas alas
podrán venir, amar
aquí.
Donde no hay nada.
Propongo mi cabeza atormentada...
Propongo mi cabeza atormentada
por la sed y la tumba. Yo quería
despedir un sonido de alegría;
quizá sueno a materia desollada.
Me justifico en el dolor. No hay nada;
yo no encuentro en mis huesos cobardía.
En mi canto se invierte la agonía;
es un caso de luz incorporada.
Propongo mi cabeza por si hubiera
necesidad de soportar un rayo.
No hablo por mí solo. Digo, juro
que la belleza es necesaria. Muera
lo que deba morir; lo que me callo.
No toques, Dios, mi corazón impuro.
Música de cámara
I
Si pudiera tener su nacimiento
en los ojos la música, sería
en los tuyos. El tiempo sonaría
a tensa oscuridad, a mundo lento.
Mezclas la luz en el cristal sediento
a intensidad y amor y sombra fría.
Todavía silencio, todavía
el sonido no tiene movimiento.
Pero llega un relámpago; se anudan
en los ojos lo bello y lo potente.
La fría sombra se convierte en fuego.
La belleza y el ansia se desnudan.
La música se eleva transparente.
Oh, sonido de amor, déjame ciego.
II
Yo, sin ojos, te miro transparente.
En la música estás, de ella has
nacido;
de este grito de luz, de este sonido
a mundo amado luminosamente.
Y yo escucho después —agua
creciente—
a la música en ti: todo el latido,
todo el pulso del aire convertido
a tu belleza, a tu perfil viviente.
Tumba y madre recíproca, del canto
orientas a tus venas la agonía,
y tus ojos asumen su potencia.
Oh prisión de la luz, después de
tanto,
ya veo en el silencio: la armonía
es tu cuerpo, tu amada consistencia.
(De Sublevación
inmóvil, 1960).
I
Después de veinte años
Cuando yo tenía catorce años,
me hacían trabajar hasta muy tarde.
Cuando llegaba a casa, me cogía
la cabeza mi madre entre sus manos.
Yo era un muchacho que amaba el sol y la tierra
y los gritos de mis camaradas en el soto
y las hogueras en la noche
y todas las cosas que dan salud y amistad
y hacen crecer el corazón.
A las cinco del día, en el invierno,
mi madre iba hasta el borde de mi cama
y me llamaba por mi nombre
y acariciaba mi rostro hasta despertarme.
Yo salía a la calle y aún no amanecía
y mis ojos parecían endurecerse con el frío.
Esto no es justo, aunque era hermoso
ir por las calles y escuchar mis pasos
y sentir la noche de los que dormían
y comprenderlos como a un solo ser,
como si descansaran de la misma existencia,
todos en el mismo sueño.
Entraba en el trabajo.
La oficina
olía mal y daba pena.
Luego,
llegaban las mujeres.
Se ponían
a fregar en silencio.
Veinte años.
He sido
escarnecido y olvidado.
Ya no comprendo la noche
ni el canto de los muchachos sobre las praderas.
Y, sin embargo, sé
que algo más grande y más real que yo
hay en mí, va en mis huesos:
Tierra incansable,
firma
la paz que sabes.
Danos
nuestra existencia a
nosotros
mismos.
Caigo sobre unas manos
Cuando no sabía
aún que yo vivía en unas manos,
ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón.
Yo sentía que la noche era dulce
como una leche silenciosa. Y grande.
Mucho más grande que mi vida.
Madre:
era tus manos y la noche juntas.
Por eso aquella oscuridad me amaba.
No lo recuerdo pero está conmigo.
Donde yo existo más, en lo olvidado,
están las manos y la noche.
A veces,
cuando mi cabeza cuelga sobre la tierra
y ya no puedo más y está vacío
el mundo, alguna vez, sube el olvido
aún al corazón.
Y me arrodillo
a respirar sobre tus manos.
Bajo
y tú escondes mi rostro; y soy pequeño;
y tus manos son grandes; y la noche
viene otra vez, viene otra vez.
Descanso
de ser hombre, descanso de ser hombre.
Geología
Algunas veces salgo hacia las montañas
a mirar a lo lejos.
Piso unas lomas donde tierra vieja
se pone hermosa con el sol y veo
subir la sombra por los cuestos.
Ando
mucho tiempo en silencio.
Pero hay días que ando por estas lomas,
y miro hacia las montañas,
y ni allí hay libertad.
Y me vuelvo. Yo sé bien que es inútil
buscarla como a una llave perdida,
y que también es inútil
mirar al fondo de mi corazón.
Agricultura
Qué valdría sin pisadas humanas
esta pobreza que hace crujir la luz.
Qué sería la belleza violenta
del secano sin el corazón cansado
que piensa en él: tierra comida
y mala soledad frente al acero
mural de las montañas.
Mirad, es bello y es verdad: arriba,
el cardo blanco y el centeno, ciegos,
vibran junto a los pájaros, y luego
baja la tierra sobre sombras rojas
hasta el poco de agua y los negrillos.
Baja roída por el sol, quemada
por el hielo como el rostro humano
quieto y tajado de dolor, que pasa,
mil veces pasa por la tierra, duro,
con la herramienta y el caballo viejo,
seco como su amor, mil veces pasa,
toda la vida mientras dura el día.
II
Blues del cementerio
Conozco un pueblo –no lo olvidaré–
que tiene un cementerio demasiado grande.
Hay en mi tierra un pueblo sin ventura
porque el cementerio es demasiado grande.
Sólo hay cuarenta almas en el pueblo.
No sé para qué tanto cementerio.
Cierto año la gente empezó a irse
y en muchas casas no quedaba nadie.
El año que la gente empezó a irse
en muchas casas no quedaba nadie.
Se llevaban los hijos y las camas.
Tenían que matar los animales.
El cementerio ya no tiene puertas
y allí entran y salen las gallinas.
El cementerio ya no tiene puertas
y salen al camino las ortigas.
Parece que saliera el cementerio
a los huertos y a las calles vacías.
Conozco un pueblo. No lo olvidaré.
Ay, en mi tierra sin ventura,
no olvidaré a mi pueblo.
¡Qué mala cosa es haber hecho
un cementerio demasiado grande!
III
Invierno
La nieve cruje como pan caliente
y la luz es limpia como la mirada de algunos seres humanos,
y yo pienso en el pan y en las miradas
mientras camino sobre la nieve.
Hoy es domingo y me parece
que la mañana no está únicamente sobre la tierra
sino que ha entrado suavemente en mi vida.
Yo veo el río como acero oscuro
bajar entre la nieve.
Veo el espino: llamear el rojo,
agrio fruto de enero.
Y el robledal, sobre tierra quemada,
resistir en silencio.
Hoy, domingo, la tierra es semejante
a la belleza y la necesidad
de lo que yo más amo.
Amor
Mi manera de amarte es sencilla:
te aprieto a mí
como si hubiera un poco de justicia en mi corazón
y yo te la pudiese dar con el cuerpo.
Cuando revuelvo tus cabellos
algo hermoso se forma entre mis manos.
Y casi no sé más. Yo sólo aspiro
a estar contigo en paz y a estar en paz
con un deber desconocido
que a veces pesa también en mi corazón.
(De Blues castellano, 1961-966).
En el más resistente, más velado
lugar del corazón, mete sus manos
el silencio del mundo, mas despierta
al pájaro mortal, al destinado.
Habla en dura quietud; habla en la nieve.
La geografía del final es blanca.
Pero desciende, corazón, repasa
yerba secreta y el hayedo oscuro
como la planta antigua del pastor.
Baja a escrutar la transparencia fría,
entra en el bosque de las venas, siente
los arroyos pacíficos, el ruido
denso y materno de la leche, escucha
el paso prodigioso de las bestias.
Cruza la sombra con tu cuerpo, pasa
sobre las huellas comunales, duerme
en el silencio como un dios cansado
y, luego, acude al sobresalto puro,
a la fresca, gloriosa desbandada
de las aguas en júbilo, discierne,
repartida en la luz, pálida espuma.
Pero vuelve a la paz por el camino
prieto y oscuro de Corona; vete
despacio por el Pando; te rodean
las floraciones de la soledad,
los árboles salvajes, los helechos,
los cautelosos manantiales. Piensa
dulcemente en el mundo, pero calla,
exprésate con sola tu existencia,
como el bosque secreto, que se dice
en la ciega madera con el liquen
y la profundidad y la quietud.
Lívida, verde, añil, precipitante
golpea el agua en la afilada estirpe
de la roca fluvial. Su entalladura
come la paz en ti; ya no recuerdas
ningún canto ni el manso y solitario
campanil del ganado. Sólo sientes
un único latido: el tormentoso
del Cares en su caz, y una corona
de piadosa humedad en tu cabeza.
Todo se pierde en el espacio puro,
en el combate de las aguas y
las láminas terribles. Se apodera
la física, orquestal naturaleza
del espacio interior; ya no recuerdas.
Ya no recuerdas en el quicio raudo,
en la inmóvil, hirviente cabellera,
en el abismo azul, en el espanto.
En el espanto y la hermosura como,
al fin de la batalla, un rey envuelto
en la sangre, o la invisible túnica
del huracán, o la feroz escala
del que canta en el rostro de la muerte.
Está tejida con azul la noche
aún crepuscular. La lengua roja
enciende su perfil.
Salgo al silencio
y penetro la vida de las cosas
y no sé si el centeno es la hermosura
o es la sed la verdad.
En este ahora
de secreta extensión, cuando no ciega
mis sentidos la furia luminosa
del resol cereal, y están creciendo
el zureo nupcial de las palomas,
los pájaros ocultos, la paciencia
de los robles, aún, salgo a los huertos
y me busco en las aguas y las sombras.
La tarde entra de pronto en la cocina,
enloquece en el cobre, hace gloriosa
la herrumbre de las madres. Como un lienzo
se imparte en las estancias. Cruza, dora
el rostro del varón. Da en las tarimas,
atraviesa el laurel, tiembla en sus hojas.
Ahora volverán por los caminos
las mulas canas y las yuntas rojas
y, cansados, los hombres, sus cabellos
con tamo de trigal.
Cunden las sombras
al borde del tapial. Lenguas de acero
se sumergen en aguas silenciosas.
El volumen rescata de la tierra
las oleadas interiores, riza
áspera, dulce, cereal, corpórea
la masa solitaria, la pastura
de los alcores y las navas; pone
la majestad hendida, aterruñada
en compacta hermosura y deposita
agua y semillas en el corazón.
Un bosque inmóvil, sin espacio, pero
alimentado en la profundidad
envolvente del mundo. Su espesura,
de vientos y de pájaros no acoge
sobresalto ni sombra; se despliega
en llano vertical: azul pacífico,
oro pluvial, litúrgicos se traban
con púrpura feroz. Mas nada turba
aquella majestad.
Si das tus ojos
a la dominación, sientes cuajarse
un vértigo, un pueblo entreverado:
urdimbre de varones, instrumentos,
bestias, coronas, comunicaciones,
desperdicios de luz. Vértigo, pueblo
establecido donde nunca humana
respiración apagará el chasquido
de una hebra solar sobre la dura
conversión laminar, pueblo aplastado.
Callada tempestad. La vibratoria
existencia del sol, la que tortura
lívidas lomas, parameras turbias
en la tierra exterior, aquí sostiene
un lienzo musical: nervios de sombra,
como un árbol delante del crepúsculo,
no imponen pausa sino negro impulso
en la arbolada vidriería.
Es
un mundo. No músculos, cabellos;
no túnicas redondas, accidentes;
sólo estaturas, transparencias, fuegos.
No libros, atributos, gestos, lomos
hirvientes de corcel, águilas, cetros,
ballesteros y muerte; sólo una
cegadora, bruñida altanería.
En esta soledad, en esta altura
de la materia, la estructura adiestra
los gritos del color como, entre hombres,
una esbelta garganta dispondría
las cantidades de sonido. Canta
pero extiende silencio. No es el canto
que recorre la tierra penetrando
en corazones, multitudes, bóvedas
y sepulcros; no es sino palabra
que se adentra en los ojos: alta fiesta
que despliega los rojos, enardece
el espacio interior, filtra más oro
en densidad azul, hunde los verdes
en sí mismos, agosta el amarillo
hasta hacerlo crujir.
Oh pueblo frío,
oh bosque, oh vidrio, oh lienzo frío:
sólo tú puedes soportar, vivir
siempre en belleza, nunca en libertad.
Espacio siempre frente al tiempo. No
hay mayor lentitud que esta paciencia
que eterniza los labios, endurece
las túnicas, habita en la mirada
de la desolación.
Roja, la estepa,
afuera, lejos, en la mansa gleba,
come su viejo sol.
Gira la tierra
sobre sí misma, musical, y el agua
desciende azul, eternidad herida.
(De Pasión de la mirada, 1963-1970)
[...]
Las hortensias extendidas en
otro tiempo decoran la estancia más
arriba de mi cuerpo.
He sentido el grito de los
faisanes acorralados en las ramas de
agosto.
Un animal invisible roe las
maderas que también están más allá
de mis ojos
y así se aumenta la
serenidad y prevalece el olor de la mostaza
que fue derramada por
mi madre.
Yo convalezco en sábanas
limpias que me preservan de los insectos
y los cristales de mi
infancia permiten la imposición de una
luz que les antecede en
muchos días desde que existió la
solemnidad y la pureza.
En este espacio me he
reunido con tu dulzura, la que traicionaste
delante de mis ojos.
Ahora eres obsequioso y
pacífico como el aceite que se reserva
para los agonizantes;
ahora me contienes con tus
manos y me descubres todos los gestos
de tu rostro menos los
que deben ocultarse:
tantas veces pusiste la boca
sobre las heridas, tantas te
desdijiste como una
liebre tenebrosa...
Asediado por un azufre que
no podías soportar en los alimentos,
¡tantas me recibiste en tu
mirada y me participaste una escritura
de carmines abrasados,
tantas te desplomaste en mi
existencia...! Fue una
época damnificada.
Tú invocabas al chamariz y
hacías que los árboles se inclinasen
sobre nosotros en
tardes inmóviles mientras la policía
escribía nuestros
nombres.
Otros días cantabas poseído
por el alcohol y lo que rebosaba era
azul sobre las mesas
desgastadas por la lejía.
Una senda de aulagas
conducía hasta tu casa donde siempre era
invierno. ¡Ah cómo
sentía tus dientes y cuanto tiempo te
escuchaba,
cómo esperaba tu
desaparición amándote!
No me dejaste otra señal
que tu rostro celebrado por el llanto
de las mujeres.
A tu belleza se inclinaba la
serenidad, viuda tuya desde hace
mucho tiempo, viuda
desposeída de tus sábanas.
Esto fue cuando, atraído
por el acónito, penetraste en sus
cámaras;
esto fue cuando comenzó el
silencio.
Tú distribuías la
nostalgia de cuanto es honorable y concertado
con la pulsación de
los pueblos.
No quisiste ser alabado por
ello sino por el horror, tu
ciudadanía en aquel
tiempo.
La ceniza de tus uñas se
refugiaba en las escrituras y en
aquellos templos cuyas
maderas están señaladas a cuchillo y
con la grasa de los
animales torturados.
Tú, más veraz que yo
porque me excedías en vigilancia,
me conducías a los lugares
en que es posible saborear el
cardenillo y el acero.
Durante un instante me
visitó un crepúsculo cuya profundidad no
me pertenece.
Regresé. Regresé hasta
donde los padres son cautos y perseguidos
en sus huesos,
pero no es éste el
armisticio que yo compré sobreviviéndote.
Repito que ahora eres
obsequioso y que me acompañas al espacio en
que las hortensias son
persistentes.
Más allá, en los desvanes,
siento un bramido de palomas: es un
país nupcial. ¿Conoces
tú la virtud de las palomas en sus
excrementos?
En aquél y en éste te
recibo y sólo así, mirándome en tu rostro,
el que se manifiesta a
través de una membrana incorruptible,
no en el furor que
predicaban tus dientes aunque me amases dentro
de mi madre.
En aquél y en éste te
recibo y mi deseo es alimentarme con tu
bondad, pero también
con los aromas que te sobreviven.
Siéntate en medio de las
ruinas, siéntate con dulzura en el medio
o al borde de las
ruinas.
Son nuestra única propiedad
y yo comienzo a distinguir algunas
semillas y láudano y
ciertos coágulos obedientes al
ejercicio de la luz.
De esta pasión, de los
proverbios posteriores a tu vértigo, del
animal que llora y su
piedad está sobre nosotros,
tú deducirías lacre y lo
pondrías en mis ojos, o quizá limaduras
de níquel y otras
materias aborrecibles.
Sin embargo tú amabas la
suntuosidad de las banderas en el azul,
encima de las bodegas.
¿Sabes qué es el olvido?
¿Qué has encontrado tú en la reserva del
olvido?
Todas las enseñanzas se
extinguieron como carburo en el fondo de
galerías inacabadas;
todas las enseñanzas menos
la palpitación del bosque y algunas
huellas sobre mi carne.
El río desciende aún y yo
no siento ahora sino el olor del agua.
Tus hijos y mis hijas se
sumergen en el río y los que no
olvidaron no se acercan
nunca porque serían recibidos y
quizá entrasen en
nuestros cuerpos y morirían.
¿Has pensado en la
paciencia, has pensado en la paciencia
semejante a ónice, en
la paciencia excavando tumbas en el
sonido, abandonando
telas inicuas a los vientos que
llegarán, que llegarán
como cada vez después de las
expulsiones?
La ciudad no está limpia,
pero en los ejidos hay irritación y el
cornezuelo y el centeno
cohabitan y crece un alimento que
será comido por
nuestros hijos.
Yo no tengo esperanza sino
una pasión cuyo nombre tú no vas a
decirme.
Yo no tengo esperanza sino
una pasión cuyo nombre no va a tocar
tus labios.
He cruzado mi infancia y
países de morfina y largos bosques en
los que descansé y
grandes alas pasaron sobre mis ojos.
En los lugares a los que yo
acudo al atardecer hay frutos muy
espesos de los que hago
recolección y mis dedos son
abrasados por las
luciérnagas, pero yo hago recolección y
me demoro en acudir a
otros lugares, a las alcobas donde mi
madre envejece más
allá de mi vejez.
Y las palabras, fiebre bajo
las tégulas, grumos retrocediendo,
hieles que enloquecían
bajo el disfraz del sueño,
¿qué son, qué hacen en mí
cuando se ha extinguido la verdad?
De la verdad no ha quedado
más que una fetidez de notarios,
una liendre lasciva,
lágrima, orinales
y la liturgia de la
traición.
Las hortensias extendidas en
otro tiempo decoran la estancia más
arriba de mi cuerpo.
¿Qué lugar es éste, qué
lugar es éste? ¿Cómo estás aún en mi
corazón?
[...]
(De Descripción de
la mentira, 1977).
I
Tras
asistir a la ejecución de las alondras has
descendido aún hasta encontrar tu
rostro dividido
entre el agua y la profundidad.
Te
has inclinado sobre tu propia belleza y con tus dedos
ágiles acaricias la piel de la
mentira:
ah
tempestad de oro en tus oídos, mástiles en tu alma,
profecías...
Mas
las hormigas se dirigen hacia tus llagas y allí
procrean sin descanso
y
hay azufre en las tazas donde debiera hervir la
misericordia.
Es
esbelta la sombra, es hermoso el abismo:
ten
cuidado, hijo mío, con ciertas alas que rozan tu
corazón.
Oigo
hervir el acero. La exactitud es el vértigo. Ah
libertad inmóvil, ejecución del
día en la materia
nocturna.
Es
tu madre el clamor, pero tus manos abren los párpados
del
abismo.
De
resistencias invisibles surge un rumor de límites:
ah
exactitud de mar, exactitud sin nombre.
II
Un
silencio de hormigas, un frenesí de esparto. Ah
corazón
clamando ante los almacenes. Ya no hay sábados;
bajas
a las iglesias, a los departamentos de la muerte y
ves
la luz de la infelicidad; yaces y las serpientes
pasan
sobre las murias derruidas.
Veo
la juventud ciega en los atrios, la grasa negra de
las
negaciones. Fulge tu lengua entre sarmientos, tu
palabra
sobre los mástiles. Mas la pureza no se extiende,
no
diluye en las aguas el acero, no deshabita las
comisarías.
Ah corazón clamando por una tierra sin
olvido,
por un país donde los pájaros se suicidan al
amanecer
(como aquel camarada entre la pobreza y el
relámpago),
viejo tenaz ante las rastrojeras, viejo que
aún
lloras sobre llagas fértiles: dame tu látigo y tus
lágrimas,
no me abandones todavía.
Agonizabas
sobre los espejos y no arrancaste de tu
rostro
el rostro de tu madre. No te pierdas aún,
préstame
algo, dame tu incendio, tu piedad estéril, tus
zapatos,
tus hernias, tus alondras, el huracán de tu
melancolía
y el gran aviso de tu dedo negro, para que
no
muera más de mala muerte la criatura del dolor:
España.
III
Aquel
aire entre el resplandor y la muerte se hace
sustancia
que no alcanzan a borrar los días y los
vientos.
El contenido de la edad son estos lienzos
transparentes.
Signos
exactos e incomprensibles. Están en mí con el
valor
de una llaga; algunas cifras arden en mis ojos.
Eran
días atravesados por los símbolos. Tuve un
cordero
negro. He olvidado su mirada y su nombre.
Al
confluir cerca de mi casa, las sebes definían sendas
que,
entrecruzándose sin conducir a ninguna parte,
cerraban
minúsculos praderíos a los que yo acudía con
mi
cordero. Jugaba a extraviarme en el pequeño
laberinto,
pero sólo hasta que el silencio hacía brotar
el
temor como una gusanera dentro de mi vientre.
Sucedía
una y otra vez; yo sabía que el miedo iba a
entrar
en mí, pero yo iba a las praderas.
Finalmente,
el cordero fue enviado a la carnicería, y yo
aprendí
que quienes me amaban también podían decidir
sobre
la administración de la muerte.
En
la calle que sube hacia la catedral, bajo rúbricas y
veneras
modernistas, bajo otras bóvedas invisibles
creadas
cada mañana por la voz otoñal de Pedro el Ciego,
acontecían
maravillas frágiles y encarnadas en las manos
del
vendedor de serpentinas y flautas de cañabrava:
sobrevenían
don Nicanor y su sonido a infancia; cerca,
sobre
la opacidad del hambre civil, el olor de las
almendras
calientes, y, más arriba, el abanico de
peines,
las estilográficas de las que fluye el líquido
de
los sueños.
Pedro
descansa en la profundidad del otoño y su rostro
se
enciende en ramos de sol. La luz baja a su corazón y
allí
permanece desleída en aceites y sombras, en aguas
purificadas
por recuerdos.
Suavidad
de los días, paz del mundo en el corazón de
Pedro:
pasan las portadoras de hortalizas, pasan los
sacerdotes
en sus túnicas, y Pedro canta ronca y
dulcemente
la construcción de las obras públicas, las
profecías
traicionadas, la graduación de los muertos.
Canta
bajo las ménsulas y en los soportales. Son
noticias
de invierno.
Álamos.
El fulgor excede y las distancias son
traspasadas
por gritos vecinales. Los rebaños
desprendidos
de la mesta cardan ácidas hierbas bajo un
friso
de azufre. Oigo las campanas de Villabalter como
mastines
electrizados por la inminencia.
La
osamenta furiosa se abatió sobre los malecones y
los
huertos. El otoño se alhajaba fosforescente y aquel
rebaño
tuvo miedo bajo las bóvedas de plomo.
La
ciudad mira el sílice de las montañas como una
gárgola
inmóvil ante los círculos de la eternidad y se
rodea
de colinas cárdenas en las que el tomillo es
abrasado
por el invierno.
Siento
la espesura fluvial; se manifiesta en sílabas
lentísimas.
Aún las palomas se pronuncian clamorosas y
los
ancianos descansan en la cercanía de las acacias
coronadas
de temblor. Hablan y acrecientan la
serenidad
de la tarde. A veces, sonríen con un golpe
de
sol en el rostro y se encienden bajo los
encanecidos
cabellos. Sus ojos se entrecierran y
apenas
es visible un filamento de acero y lágrimas.
La
vejez es blanca.
Un
anciano tiene el hombro abatido y dispar; el otro
ofrece
al sol unas manos grandes cuya piel transparenta
largas
venas. Hablan con la imprecisión temblorosa de
quien
es más débil que sus recuerdos; restablecen una
paz
y un espacio: las eras de la ciudad, los labradores
de
Renueva, el espesor de los curtientes, la sombra
roja
de las herrerías.
IV
Aquellos
cálices
¿Quién
habla aún al corazón abrasado cuando la cobardía
ha
puesto nombre a todas las cosas?
Silba
el adverbio del pasado. El cobre silba en huesos
juveniles, pero es el día del
invierno. Alguien
prepara grandes sábanas
y
restablece la oquedad. Sólo hay sustancia en ti,
sustancia azul de desaparecidos.
Aquellos
gritos. Y las banderas sobre nosotros.
Ah
las banderas. Y los balcones incesantes: hierros
entre la luz, hierros más altos
que la melancolía,
nuestro alimento.
Cae
la
máscara de Dios: no había rostro.
¿Quién
habla aún al corazón amarillo?
Soy
el que ya comienza a no existir
y
el que solloza todavía.
Es
horrible ser dos inútilmente.
Edad,
edad, tus venenosos líquidos.
Edad,
edad, tus animales blancos.
(De
Lápidas, 1986).
1
Geórgicas
Tengo
frío junto a los manantiales. He subido hasta cansar mi corazón.
Hay
yerba negra en las laderas y azucenas cárdenas entre sombras,
pero,
¿qué hago yo delante del abismo?
Bajo
las águilas silenciosas, la inmensidad carece de significado.
Un
bosque se abre en la memoria y el olor a resina es útil al corazón.
Vi
las esferas del sudor y los insectos en la dulzura;
luego,
el crepúsculo en sus ojos;
después,
el cardo hirviendo ante el centeno y la fatiga de los
pájaros
perseguidos por la luz.
2
El
vigilante de la nieve
Vigilaba
la serenidad adherida a las sombras, los círculos donde se
depositan
flores abrasadas, la inclinación de los sarmientos.
Algunas
tardes, su mano incomprensible nos conducía al lugar sin
nombre,
a la melancolía de las herramientas abandonadas.
Cada
mañana ponía en los arroyos acero y lágrimas y adiestraba a los
pájaros
en la canción de la ira: el arroyo claro para la hija
dulcemente
imbécil; el agua azul para la mujer sin esperanza, la que
olía
a vértigo y a luz, sola en el albañal entre banderas blancas,
fría
bajo la sarga y los párpados ya amarillos de amor.
Era
incesante en la pasión vacía. Los perros olfateaban su pureza y
sus
manos heridas por los ácidos. En el amanecer, oculto entre las
sebes
blancas, agonizaba ante las carreteras, veía entrar las sombras
en
la nieve, hervir la niebla en la ciudad profunda.
3
Aún
Recuerdo
el frío del amanecer, los círculos de los insectos sobre las
tazas
inmóviles, la posibilidad de un abismo lleno de luz bajo las
ventanas
abiertas para la ventilación de la enfermedad, el olor triste
de
la sosa cáustica.
Pájaros.
Atraviesan lluvias y países en el error de los imanes y los
vientos,
pájaros que volaban entre la ira y la luz.
Vuelven
incomprensibles bajo leyes de vértigo y olvido.
No
tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo
una
playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo
dolor
no me concierne.
Vengo
del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.
Ahora
contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.
Eres
sabio y cobarde, estás herido en las mujeres húmedas, tu
pensamiento
es sólo recuerdo de la ira.
Ves
la rosas temibles.
Ah
caminante, ah confusión de párpados.
Hay
una hierba cuyo nombre no se sabe; así ha sido mi vida.
Vuelvo
a casa atravesando el invierno: olvido y luz sobre las ropas
húmedas.
Los espejos están vacíos y en los platos ciega la soledad.
Ah
la pureza de los cuchillos abandonados.
Amé
todas las pérdidas.
Aún
retumba el ruiseñor en el jardín invisible.
4
Pavana
impura
La
inexistencia es hueca como las máscaras y su visión es lívida,
pero
tú oyes el grito de las madres del agua y acaricias los ojos que
vieron
la inexistencia.
Llegan
los animales del silencio, pero debajo de tu piel arde la
amapola
amarilla, la flor del mar ante los muros calcinados por el
viento
y el llanto.
Es
la impureza y la piedad, el alimento de los cuerpos abandonados
por
la esperanza.
5
Sábado
Mi
rostro hierve en las manos del escultor ciego.
En
la pureza de los patios inmóviles él piensa dulcemente en los
suicidas;
está creando la vejez:
ayer
y hoy son ya el mismo día en mi corazón.
6
Frío
de límites
Huyen
heridas por el amanecer, laten sobre las aguas y su blancura se
abre
en ti: avefrías.
Viajan
de lo visible a lo invisible. Ya
sólo
hay invierno en las ramas inmóviles.
¿Es
la luz esta sustancia que atraviesan los pájaros?
En
el temblor del sílice se depositan cuarzo y espinas pulimentadas
por
el vértigo. Sientes
el
gemido del mar. Después,
frío
de límites.
7
Amé
las desapariciones y ahora el último rostro ha salido de mí.
He
atravesado las cortinas blancas:
ya
sólo hay luz dentro de mis ojos.
(De
Libro del frío, 1992)
Hierven
bajo las túnicas de la ira;
hierven
los números y los ácidos
depositados
en su espíritu.
Veo
el mercurio en las pupilas, líquidos
negros,
la fertilidad
de
los cuchillos y las sombras; veo
los
agujeros y los párpados.
Siento
la herida musical, el llanto
multiplicado
por el viento, el sol
en
la pared de los agonizantes.
Ésta
es la soledad de mil cabezas,
la
gárgola que aúlla, la gallina
desesperada.
Al fin, surten las fuentes
sangre,
vértigo, luz, acero, lágrimas.
El
miedo entra en la blancura; aún
sus
alas hienden la serenidad
y
disciernen la sal y la ceniza.
Lívidas
hélices y, en el espesor,
lentitud
de los pájaros, augurios
en
las venas azules de las aguas.
Ah
pétalos temibles, semejantes
a
las escamas puras de la cólera.
Ah
pena corporal, amor herido,
animal
de la luz, pueblo abrasado.
Salen
los cuerpos del abismo, ascienden
como
azufre solar; su resplandor
atraviesa
las aguas.
Hay
profecías incesantes. Ved
la
transparencia de los signos
y
las palomas torturadas.
Éste
es el día en que los caballos aprendieron a llorar,
el
día horrible y natural de España.
El
animal de sombra
enloquece
en las pértigas del alba.
(De
Mortal 1936, 1994).
Viene
el olvido
La
luz hierve debajo de mis párpados.
De
un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales,
surge una tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas,
advierto látigos vivientes
y
la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.
Todo
es presagio. La luz es médula de sombra: van a morir los insectos en
las bujías del amanecer. Así
arden
en mí los significados.
Hay
una astilla de luz en la apariencia de la eternidad, hemos lamido,
casi amándolas, membranas invisibles, no hay más que invierno en
las ramas inmóviles y todos los signos están vacíos.
Estamos
solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que
nunca llegarán.
Va
a entrar el día en su habitación calcinada. Ha sido inútil la
sutura negra.
Queda
un placer: ardemos
en
palabras incomprensibles.
He
tirado al abismo el hueso de la misericordia; no es necesario cuando
el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja en mí
como un alcohol enloquecido.
Sé
que las uñas crecen en la muerte. No
baja
nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar la
falsedad, nos desollamos y no viene nadie. No
hay
sombras ni agonía. Bien:
no
haya más que luz. Así es
la
última ebriedad: partes iguales
de
vértigo y olvido.
Vi
las bestias expulsadas del corazón de mi madre. No hay distinción
entre mi carne y su tristeza.
Y
esto es la vida? No lo sé. Sé que se extingue como los círculos
del agua. ¿Qué hacer entonces, indecisos entre la agonía y la
serenidad? No sé. Descanso en la ignorancia fría.
Hay
una música en mí, esto es cierto, y todavía me pregunto qué
significa este placer sin esperanza. Hay música ante el abismo, sí,
y , más lejos, otra vez la campana de la nieve y, aún, mi oído
ávido sobre el caldero de las penas, pero
¿qué
significa finalmente
este
placer sin esperanza?
Ya
he hablado del que vigila en mí cuando yo duermo, del desconocido
oculto en la memoria. ¿También él va a morir?
No
sé. Carece
desesperadamente
de importancia.
Siento
el crepúsculo en mis manos. Llega a través del laurel enfermo. Yo
no quiero pensar ni ser amado ni ser feliz ni recordar.
Sólo
quiero sentir esta luz en mis manos
y
desconocer todos los rostros y que las canciones dejen de pesar en mi
corazón
y
que los pájaros pasen ante mis ojos y yo no advierta que se han ido
Hay
grietas
y sombras en paredes blancas y pronto habrá más grietas y más
sombras y finalmente no habrá paredes blancas.
Es
la vejez. Fluye en mis venas como agua atravesada por gemidos. Van
a
cesar todas las preguntas. Un sol tardío pesa en mis manos inmóviles
y a mi quietud vienen a la vez suavemente, como una sola sustancia,
el pensamiento y su desaparición.
Es
la agonía y la serenidad.
Quizá
soy transparente y ya estoy solo sin saberlo. En cualquier caso, ya
la
única sabiduría es el olvido.
Palomas.
Atraviesan la inexistencia.
Hay
huellas de pastor frente al abismo. Cóncavas.
Todo
se explica en la imposibilidad.
Hay
úlceras en la pureza, vamos
de
lo visible a lo invisible.
En
este error descansa nuestro corazón.
He
atravesado las creencias. Durante mucho tiempo
nevó
sin esperanza.
Había
madres que enloquecían al amanecer: oigo sus gritos amarillos.
Aún
nieva. Creo en la desaparición.
Creo
en la ira.
Ira
¿Quién
viene
dando
gritos, anuncia
aquel
verano, enciende
lámparas
negras, silba
en
la pureza azul de los cuchillos?
Gritan
ante los muros calcinados.
Ven
el perfil de los cuchillos, ven
el
círculo del sol, la cirugía
del
animal lleno de sombra.
Silban
en
las fístulas blancas.
Vi
cuerpos
al borde de
las
acequias frías.
Amortajados
en
la luz.
Más
allá de la sombra
Veo
la sombra en la sustancia roja del crepúsculo.
Cierro
los ojos y
arden
los límites.
Puse
agua y cinabrio en mi corazón y en mis venas
y
vi la muerte más allá de la púrpura.
Ahora
mis ojos ven en el pasado: grandes flores inmóviles, madres
atormentadas
en sus hijos, líquenes fertilizados por la tristeza.
Quizá
el silencio dura más allá de sí mismo y la existencia es sólo
un
grito negro, un alarido ante la eternidad.
El
error pesa en nuestros párpados.
Claridad
sin descanso
Quizá
me sucedo en mí mismo. No sé quién pero alguien ha muerto en mí.
También
ayer olía la desaparición y estaba amenazado por la luz, pero
hoy
es otro el cuchillo delante de mis ojos.
No
quiero ser mi propio extraño, estoy entorpecido por las visiones.
Es
difícil
poner
luz todos los días en las venas y trabajar en la retracción
de
rostros desconocidos hasta que se convierten en rostros amados
y
después llorar porque voy a abandonarlos o porque ellos van a
abandonarme.
Qué
estupidez
tener miedo al borde de la falsedad, qué cansancio
abandonar
la inexistencia y
morir
después todos los días.
Sobre
la calcificación de las semillas, ante las flores abrasadas,
en
la desaparición del pensamiento,
tejen
la yerba manos invisibles. Temo su pureza. Veo
lana
sangrienta y, en los alimentos, grasa mortal, cánulas negras y,
bajo
ramas inmóviles, cuerdas y sombras y preservativos.
¿Soy
yo quien mira con mis ojos?
Arden
los huesos, oigo la fermentación del rocío: alguien llora bajo
los
árboles torturados. Veo las llagas de la luz, altos patíbulos
y
serpientes y aceites industriales bajo los lóbulos de las amapolas.
¿Estoy
yo en mí y peso sobre la tierra? Es extraño.
En
cualquier caso, tengo miedo: los insectos vienen a mi corazón.
(De
Arden las pérdidas, 2003).
La prisión transparente (frag.)
Estoy cansado.
Cansado de mí mismo; de mi enemistad conmigo mismo.
O de vivir, o de no
vivir, no
sé.
Hoy,
esta mañana, he
considerado lo que queda de mí:
apenas
una fatigada conciencia
y algunos inservibles
bártulos carnales.
Hoy,
algo más tarde, viendo,
desconociendo
mi rostro en el espejo: mis ojos inmóviles,
mi piel oxidada y la turbia
tempestad de
mis cabellos,
he
pronunciado una
sola sílaba:
No.
Una sílaba sola.
¿Qué es de mí?
¿Soy yo monosílabo, únicamente
negación?
No
sé.
(De La prisión transparente, 2016).
ANTONIO GAMONEDA (ESPAÑA, 1931).
Antonio Gamoneda : ¡ Qué gran poeta ! (Jorge Marel)
ResponderBorrarExtraordinario, lúcido, medular!!!
ResponderBorrar