Hace algún tiempo, y habiendo yo,
como el protagonista de Ferdydurke, acabado de publicar un libro, una versión
de Lear, vino, como en la citada novela, un personaje abyecto, Pimko, por un
atroz milagro multiplicado por cuatro, a llevarme a la escuela por haber
olvidado el nombre de Norwid. Se lanzaron entonces contra aquella versión, o
perversión —concepto éste que explicaremos luego—, una desproporcionada
cantidad de insultos: digo desproporcionada porque otras traducciones no
deliberadamente pervertidoras como la mía, sino en las que las malformaciones
son involuntarias —y no quiero poner ejemplos—, han pasado, para tan vigilante
crítica, por completo inadvertidas. No hubo polémica entonces porque,
hallándome yo a la sazón en Tánger, no me enteré hasta que ya era demasiado
tarde. Pero de haberla habido, el único posible diálogo entre las categorías
lingüísticas de “manifestación-designación-significación” y la cuarta dimensión
de la proposición que es, nos dice Deleuze, la expresión, en tanto que entre estos dos modos de decir hay más que
distancia, más que frío entre ambos: los separa el océano o el infinito de
Cantor (algo así quise decir al separar, en mi personal interpretación de Lear,
Viejo y ellos) el único posible diálogo, la única palabra capaz de realizar lo
que la alquimia llamaba “unión de lo que no puede unirse” hubiera sido también
por mi parte, la injuria, ésa que arroja la imagen de un cuerpo fragmentado y
que, por consiguiente, nos devuelve a la infancia[1].
Sólo había dos errores
involuntarios en aquella traducción: spade,
que traduje apresuradamente por “espada” cuando significa “azadón” (de
cualquier manera, espada, azadón o falo componen la misma estructura frente al
toro) y Chili, que no traduje por Chile. Las demás, Pimko I (crítica publicada
en la revista “Triunfo”) —por ejemplo, traducir la palabra, de significado
obvio, uncertain, “incierto”, por “exacto” no eran errores sino para tus ojos cegados por el resentimiento (“él, que tiene
tantas figuras”). Exactas eran las
respuestas del Viejo, pues en mi interpretación de Lear, el Viejo estaba por el
Viejo Ello, cuyas respuestas son
siempre exactas aun cuando, para serlo, se vean obligadas a alterar el
lenguaje.
Para que esta tragicomedia no se
repita con la presente traducción, y para extraer alguna enseñanza de todo
aquel chismorreo, procederé a “criticar al crítico” practicando lo que
Gluksmann llama una “lectura sintomal” de aquellas críticas.
Lo que enfadó a Pimko I como a
Pimko IV (crítica de “Tele-Expres”) es que Lear no fuera Lear, ni siquiera
(Pimko IV), “un buen Panero”: ¿qué significa esto? En primer lugar, que la
policía del discurso vigila, ante todo, la conservación de un principio tan
vetusto como inexacto (en efecto, el devenir a diario lo contradice), el “principio
de identidad”:
A=A, Lear=Lear, “Un buen Panero”=Un
buen Panero. No hay posibilidad de mezclas, intercambios, fusiones, en ese
conjunto de islas que no forma Archipiélago. Lear será siempre igual a Lear. Lo
contrario nos lo dice cualquier empresa crítica moderna: por no ir más lejos, y
no ser “pedante”[2],
citaré sólo el eco: toda obra está abierta a cualquier lectura, interpretación:
y sólo por ello es posible la
traducción. Si la obra estuviera cerrada (como de hecho lo está toda obra para
estos “lectores”) no habría posibilidad de salir del original, esto es, de
traducir. Sólo en cuanto todo texto es una multiplicidad de sentidos un sun-bolov (el prefijo sun indica multiplicidad), es posible
verterlo en una lengua que no sea la suya: desarrollando los sentidos latentes en el original, explicándolo (lo que en latín significa:
desplegarlo).
Así el segundo principio que se
deduce de esa crítica es que la obra es una Obra: no abierta como el eco, sino
cerrada bajo llave en los polvorientos armarios de la Policía del Sentido Común
(el fijador de identidades).
El tercero es la consecuencia
directa de este último: es la política autoritaria, la siniestra política de
autores: aquel que compuso ese Ataúd que es, para esta gente, la Obra, es
también un cadáver, un ser —el autor— idéntico a sí mismo, a cuyo funeral
asistimos por medio de su biografía: los motivos que impulsaron a ese autor a
realizar una determinada obra fueron en realidad múltiples, infinitos: en la
biografía se reducen a uno. La creación de esa obra fue, en realidad, algo
azaroso, pudo muy bien no hacerse, o no acabarse: sin embargo para la biografía
—y para la política de autores— la obra se hizo necesariamente, no pudo haber
sido de otro modo. Con todo esto, la crítica literaria y artística han hecho de
la escritura y del arte un inmenso Funeral: donde, como las ratas en un poema
mío, los críticos muerden en la piel rosada del artista, murmurándole mientras:
tú eres Tú: sólo por eso puedo adorarte: tu fotografía, en la contraportada, me
tranquiliza (comprenderemos ahora el sentido de la empresa anabiográfica de
Lautréamont): por ella sé que Kafka —aun cuando dividido por la Esquizofrenia
en múltiples, innumerables mundos— era sólo Kafka, y si no puedo amar a Artaud
—ese máximo negador de la identidad— lo lograré si me dan su foto, el nombre y
la fecha de su Muerte.
A todo esto, el mismo Kafka
hubiera contestado: “quemadme”: quememos, pues, alegremente a Kafka, la
escritura no es ese funeral, la literatura no tiene historia, no es una colección de nombres a invocar (más que a
invocar, a exorcizar por medio de ellos: pues el nombre del autor es el
exorcismo para neutralizar lo que detrás de él subyace): es por el contrario la
eterna repetición de lo Sin Nombre, y el sentido del arte impugna la identidad.
Y como querían los surrealistas,
si amamos realmente al arte, habría que empezar por volar (con la dinamita de
la Esquizia) su cementerio: esos Museos.
Lo que, en resumen, dijeron esas “críticas”
a una lectura Crítica es: que la función de la crítica ortodoxa es convertir la
escritura en Literatura, y preservar los pobres, viejos y secos mitos de la
división del trabajo (la principal causante de tantas identidades, “Obras”, “autores”,
“géneros”, Creación y traducción, etc. ), mitos a los que ni en aquella
traducción ni en ésta pretendo invocar (por consiguiente está fuera de lugar
toda crítica en su nombre), sino que, por el contrario, en ellas me atengo a lo
que Foucault llama (“Sept propos sur la
septième ange”) el “principio de no-traducción”, que consistiría no ya en fundir, como dije en el prólogo a Lear, las
dos lenguas (la del original y la del traductor), provocando así los tan temidos
—por la policía, o más bien, por los bedeles
del discurso— “anglicismos”, etc., sino en reenviar ambas a una tercera, la
lengua primitiva, que analizó Cardán. Lengua por cierto en relación estrecha
con la injuria.
Una última observación: el arma
de esa crítica, para criticar al Humor, fue la ironía (esa risa constipada, y
apta para promover reformas de costumbres demasiado desacostumbradas): mientras
que como luego precisaremos, el Humor trastorna, introduce la Grieta, la ironía
confirma: si excluye o condena lo hace como lo haría Dios: es incapaz de llegar
a esa Síntesis disyuntiva que es la que operaría el Humor. Todo sucede pues —o
sucedió, sucederá— entre una risa que conoce sus propios límites, o que en su
movimiento se preocupa por restaurarlos, se abre sólo para dividir lo Otro de
lo Mismo, y Otra que en la barrera
(como Humpty Dumpty) más bien que más allá, funde repetición y diferencia,
repite la diferencia. Es en este sentido en el que puede deirse que “ríe mejor quien ríe último”).
Y con esto, mis cuatro Pimkos, me
despido: enjambre de moscas (eso era el recuerdo para Schwob) que revolotea
alrededor de lo que quisiera que fuera un cadáver (el autor): os olvido.
Ofrezco, al mismo tiempo, un
nuevo bocado para vuestras fauces, si es que con esto no habéis quedado ya
hartos.
Pimko I: que esto sea, cayendo
sobre ti, el azadón que tanto anhelabas.
Pimko II (crítica de “La Vanguardia”,
que aludió al Edipo diciendo algo así como que yo era digno hijo de mi padre:
caiga sobre ti mi saliva lo mismo que sobre mi padre.
Pimko III: procura disculpar, de
ahora en adelante, lo que no entiendas, es decir, lo que no figura en la
colección el Bardo.
Pimko IV: el saber (todo menos el
nombre de Norwid) no me parece sea un obstáculo para el ejercicio de la
escritura —lo que sí es un obstáculo es tu política de autores—. Sin embargo de
ti, como de todos los otros Pimkos, prefiero No-saber (como decía Bataille)—
olvidar, olvidaros, pues la escritura es una forma del Olvido.
2. Versión y per-versión
“cada nombre
que designa el sentido de otro anterior es de un grado superior a ese nombre y
a lo que designa”
Deleuze, Lógica del Sentido.
“...la traducción literal que en español llamamos,
significativamente, servil. No digo
que la traducción literal sea imposible, sino que no es una traducción...(Es)
Algo más cerca del diccionario que de la traducción que es siempre una operación literaria[3].”
“En los últimos años, debido tal vez al imperialismo de la lingüística, se
tiende a minimizar la naturaleza eminentemente literaria de la traducción.” “Según
lo muestran los casos de Baudelaire y Pound, la traducción es indistinguible
muchas veces de la creación”.
“(la traducción de un original) no es tanto su copia
como su transmutación.”
Octavio Paz, Traducción: literatura y literalidad.
Con tan larga cita de un texto publicado en esta
misma colección, me he permitido recordar a la cenicienta crítica española una
de las recientes concepciones de la traducción. A otra, “el principio de
no-traducción” de Foucault, ya me he referido en el párrafo anterior, y de una
tercera —la de Walter Benjamin, “El deber del traductor”— ya hablé en el
prólogo a mi Perversión de Lear.
Todas estas concepciones apuntan en una única
dirección: la traducción, que hasta hoy ha sido considerada como una labor
anónima y humilde (son las famosas, imperceptibles “notas del traductor” que no
se atreven a comentar el texto más que en lo imprescindible: por otra parte,
por lo general no se sabe quién es el traductor, no importa lo más mínimo
saberlo: su nombre figura en letra pequeña detrás del título de la obra: lo
cual no ha de extrañarnos porque si esa traducción era servil, es normal que se trate a su autor como a un siervo), es —o
debe ser— por el contrario una operación literaria, creadora, si es que lo
traducido es literatura y si se quiere, efectivamente, traducirlo: más
creadora, literaria incluso, que el original traducido, puesto que (como
—estúpidamente— se ha señalado tantas veces) la traducción de una obra
literaria es imposible: en primer
lugar porque, como dice Paz en el texto citado, “cada texto es único”, en
segundo lugar porque, como Sapir demostró y Marx dijo, “las ideas no existen
separadas del lenguaje”: por consiguiente el sol no es lo mismo para alguien que habla inglés que para el indio
Choktaw, que no distingue entre el amarillo y el verde y habla la lengua primitiva: no será tampoco lo mismo para las abejas que poseen
también, como señaló entre otros Benveniste, su propio lenguaje hecho de
gestos. Cada lenguaje es un universo distinto. Y ni siquiera la misma palabra
posee, en órdenes lingüísticos diferentes, el mismo sentido: como señaló Freud,
las palabras para el Ello son sólo sonidos,
se asocian por el sonido y simbolizan algo muy distinto de su significado consciente.
Traducir así, un sueño o un delirio, nos llevará muy lejos de su literalidad. Y
algo parecido sucederá si queremos traducir lo que tan cerca está del sueño o
del delirio: la escritura literaria.
Si queremos, pues, tender un puente —traducir (del latín
trans-duco: conduzco más allá)— entre lugares que son, el uno para el otro, el “extranjero”,
tendremos que enfrentar esa tarea como si se tratara de otro imposible: la
alquimia —que es sin embargo, a juicio de modernos intérpretes como Jung,
Crowley o Julius Evola (“Metafísica del sexo”), un “imposible real”—: en
efecto, el objetivo máximo de la alquimia era lograr “la unión del o que no
puede unirse” —el espíritu y el cuerpo— y algo parecido incumbe a la
traducción: la síntesis de letra y sentido, sentido y significado, que es
también “la unión de lo que no puede unirse”. Es por lo que puede hablarse de
la traducción no ya como de una operación literaria, sino como de una operación alquímica. Y puesto que la
alquimia fue asociada, por los antes mencionados intérpretes (a excepción de
Jung), así como por el propio Paz (Conjunciones
y disyunciones: véase el capítulo “Alquimia sexual y cortesía erótica”) y
Bachelard (aunque este de un modo mucho más lerdo, decía que los alquimistas
debido a la imposibilidad, se masturbaban), a las operaciones sexuales
tántricas, es decir, a una sexualidad mística, extraña y perversa, la
traducción alquímica será más bien que una versión, una per-versión. Y esto no
sólo por la citada analogía: especialmente por cuanto una síntesis, como Hegel
dijo, es una “negación de la negación”: la destrucción de ambos contrarios: su Perversión.
Ello (ça) habremos de hacer si queremos salvar a un
tiempo la letra y el sentido del original (lo que se llamó “espíritu” y “letra”):
sólo lo lograremos a costa de ambos,
cuando el sentido per-vierta a la letra, y la letra al sentido. Sólo por su
recíproca anulación podremos conservarlos,
restituirlos en un tercero que será, y no será, la tesis (la letra) como la
antítesis (el sentido). Este tercero, o cuarto
(porque se sitúa en la cuarta dimensión de la proposición) será la per-versión.
Pero la Perversión no se limitará a esto:
desarrollará los sentidos que en el original sólo se insinuaban, podían ser pero no eran, siempre que
esos “contenidos latentes” se muestren más propicios al contexto de la
re-creación elaborada por el Pervertidor
que los “contenidos manifiestos” (la letra que mata, mientras que el Sentido
vivifica: la letra cuya conservación intacta mataría cualquier traducción: la convertiría, como dice Paz, en una
“no-traducción” muy distinta de la “no-traducción” foucaultiana): explicaría, desplegaría en todos los
sentidos posibles, el texto original; para citar de nuevo a Paz: “la traducción
implica una transformación del original”: una verdadera transmutación alquímica, para hacer de ella, por un raro milagro
(caro a Hegel: la transmutación de algo, si “tomado en serio”, llevado hasta
sus últimas consecuencias, en su contrario), la re-producción exacta del original: original que se
perdería en una versión, en una
traducción servil. La per-versión es pues, la única traducción literal, o mejor
dicho fiel al original: y esto lo
logra mediante un adulterio, mediante su —aparente— infidelidad. Dando la
vuelta al texto, circunscribiéndolo: sólo así, y no yendo derecho a él, es cómo
se logra apresar a esa “rara avis” —o como la alquimia decía, goma, o ciervo
fugitivo— que es el Sentido del original. Y para “producir”, con medios
diferentes, efectos análogos (que era
el ideal de la traducción poética para Valery), la Per-versión no dudará en
añadir, si es preciso, palabras, versos enteros, párrafos enteros para así
dejar intacto el Sentido del original y hacer que la traducción de éste
produzca en el lector el mismo efecto
estético que le produciría la lectura del original. Aunque, a decir verdad,
esto es difícil: ya que toda lectura es diferente (una prueba más de que el
texto es sólo una Grieta), toda lectura, como de nuevo dice Paz, es una
traducción más.
La Per-versión, diremos para terminar, es la
traducción que se asienta en la Grieta, que explora todas las fisuras del texto
original: son esos intersticios los que, a veces, rellena con nuevas palabras o
versos (sabido es —o al menos, creo que debería ser sabido— que tanto las
traducciones de Pound como las más recientes de Ponge, añaden al original
versos propios que son, sin embargo, ajenos, por cuanto dirigidos a extender
—en su misma dirección— el sentido del original: pero esa extensión, si la
Per-versión es correcta, no ha de añadir ni
una sola palabra, ni un solo significado, al Sentido del texto original).
La Perversión, pues, trabaja en esa Grieta del texto:
pero no para agrietarlo, sino precisamente para rellenarlo, perfeccionar,
terminar el texto original (una vez más, no para siempre, ya que uan nueva
traducción, o una simple lectura, encontrará otras Grietas, que llenarán a su
vez con nuevas palabras, nuevos sentidos, viejos por cuanto nacidos —a veces
abortados—en el texto original): y así hasta el infinito —el infinito que es el
texto—, porque el texto no será nunca el Texto, será siempre su ausencia (sobre
este punto cf. Blanchot, L’absence du
livre): para, en suma, revivirlo,
aunque nunca estuvo muerto, si se ha traducido; porque, como dijo Benjamin,
sólo la traducción da la medida en que un texto está vivo, sólo puede
traducirse un texto viviente —abierto—, y el texto vive sólo gracias a sus
traducciones.
Y para dar punto final a este párrafo, unas palabras
sobre mi traducción —mi Perversión de Carroll: en ella —por miedo a la policía—
no me he extralimitado tanto como debiera haber hecho: he completado sólo
algunos finales, que he tratado de
mejorar siempre que los encontraba débiles: cosa que en Carroll ocurre con
frecuencia porque —como explicaré más tarde— no sabía qué escribía, no sabía su
Libro: por eso escribía con tanta facilidad —casi como hablaba, y sin casi: es
sabido que Alicia fue primero
relatado verbalmente, en una bamboleante barca— y por eso fallaba cuando se
trataba —como se trata siempre al final de un texto— de dar con el centro, con
el núcleo de lo escrito. Pero aquí, a diferencia de en mi perversión de Lear,
todos esos adulterios de la letra con el sentido están debidamente anotados,
junto con la versión literal, o al menos, la mayoría de ellos; lo que espero
sea suficiente mordaza para tanta palabra hueca y vacía, un mosquitero, una red
para evitar el vuelo de tanta mosca, “que ignora su vuelo”[4],
Mantis para tanto nulo insecto: que en la oscuridad de esa boca se desvanezca,
con un crujido leve, el macho homosexual e inútil, que la Negrura absorba la
diferencia (de sexos), la negrura de ese insecto religioso y caníbal, que reza
en silencio a Dios[5],
mientras devora las cabezas de sus vanos esposos, que ese Adivino (Mantis, en griego profeta, adivino), o
Profeta de lo Abominable devore “en actitud de fantasma”[6]
a tanto oscuro y chirriante saltamontes.
[1] “Los objetos del placer infantil vuelven en
forma de juramentos y maldiciones” Ferenczi,
Las palabras obscenas.
[2] Pimko
IV: con esta palabra un minimum de lenguaje acostumbra a designar a lo que le
forcluye.
[3]
Los subrayados de los epígrafes son nuestros.
[4]
Lacan.
[5]y [6]
Sobre este punto hemos consultado a Fabre, Costumbres
de los insectos: uno de los nombres vulgares de la mantis es “louprego-leu”,
y este insecto nunca hace ruido.
(Prólogo para el libro de Lewis Carroll, Matemática demente. Edición de Leopoldo Panero. Barcelona: Tusquets, 1979).
LEOPOLDO MARÍA PANERO (ESPAÑA, 1948 - 2014).
Muy ilustrativo. Debería tener una amplia difusión, aunque parece que las "autoridades" lo seguirán manteniendo a buen recaudo.
ResponderBorrarPanero sabía. Probablemente el unico poeta que he leido y me ha dado... miedo.
ResponderBorrarSobre "Matemáticas Dementes". Pues, si hay algún ignorante, como lo fue Panero, quien afirmó que no hay nada de matemáticas en los escritos de L.Carroll, pues que se dedique a escribir chucherías literarias con todo y malabarismos gramaticales incluídos, pero de ciencias y matemáticas NO.
ResponderBorrarPD. Que asco de libro, el peor que he leído, sobrellevado por título tan engañoso.