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El ciclo de las ranas
Pierre
(o Jean Pierre) Brisset, antiguo oficial, daba clases de lenguas vivas.
Dictaba. Esto, por ejemplo: «Nos, Pablo Perfecto, guardia de a pie, habiendo
sido enviado al pueblo Capeador, nos hemos personado allí, revestido con
nuestras insignias. Hemos sido recibido y aclamado en él por una población
enloquecida, que nuestra presencia ha bastado para calmar». Es que los
participios le preocupaban. Este cuidado lo llevó más lejos que a muchos
profesores de gramática: a reducir, en 1883, el latín «al estado de argot», a
volver a su casa, pensativo, un día de junio de ese mismo año de 1883 y
concebir el misterio de Dios, a convertirse de nuevo en un niño para comprender
la ciencia del habla, a hacerse él mismo editor de una obra cuya inminencia,
sin embargo, había anunciado el Apocalipsis, a dar, en la Sala de las
Sociedades de eruditos, una conferencia de la que hizo mención Le Petit
Parisien en abril de 1904. Polybiblion habla de él
sin estima: se trataría un servidor del combisme y del
anticlericalismo cerrado de mollera. Espero un día mostrar que no es nada de
eso.
Brisset
pertenece —pertenecía, supongo que ha muerto— a una familia distinta: esta
familia de sombras que ha heredado lo que la lingüística, en su formación,
dejaba en el olvido. Denunciada, la pacotilla de las especulaciones sobre el
lenguaje se convertía entre aquellas manos piadosas y ávidas en un tesoro del
habla literaria: se buscaba con una notable obstinación, cuando todo proclamaba
el fracaso, el arraigo del significado en la naturaleza del significante, la
reducción de lo sincrónico a un primer estado de la historia, el secreto
jeroglífico de la letra (en la época de los egiptólogos), el origen patético y
croante de los fonemas (Darwin y su descendencia), el simbolismo hermético de
los signos: el mito inmenso de un habla originariamente verdadera.
Révéroni
Saint-Cyr, con el sueño premonitorio de un álgebra lógica, Court de Gebelin y
Fabre d’Olivet, con una erudición hebraica cierta, habían cargado sus especulaciones
con toda una gravedad demostrativa. En el otro extremo del siglo, Roussel sólo
usa lo arbitrario, pero lo arbitrario combinado: un hecho de lenguaje (la
identidad de dos series fonéticas) no le revela ningún secreto perdido en las
palabras; le sirve para ocultar un procedimiento creador de discursos y suscita
todo un universo de artificios, de maquinarias concertadas cuya aparente razón
está dada, pero cuya verdad permanece enterrada (indicada pero no descubierta)
en Cómo escribí alguno de mis libros.
Él,
Brisset, está encaramado en un punto extremo del delirio lingüístico, allí
donde lo arbitrario es recibido como la alegre e infranqueable ley del mundo;
donde cada palabra es analizada en elementos fonéticos cada uno de los cuales
equivale a una palabra; ésta a su vez no es más que una frase contraída; de
palabra en palabra, las ondas del discurso se escalonan hasta la ciénaga
primera, hasta los grandes elementos simples del lenguaje y del mundo: el agua,
la mar, la madre, el sexo. Esta fonética paciente atraviesa el tiempo en una
fulguración, nos vuelve a poner en presencia de nuestros antepasados batracios,
más tarde despeña la cosmogonía, la teología y el tiempo a la velocidad
incalculable de las palabras que obran sobre sí mismas. Todo lo que es olvido,
muerte, lucha con los diablos, caducidad de los hombres, no es sino un episodio
en la guerra por las palabras a la que los dioses y las ranas se entregaron
antaño en medio de los ruidosos juncos de la mañana. Después, nada, ninguna
cosa obtusa y sin boca que no sea palabra muda. Mucho antes de que el hombre
fuera, eso no ha cesado de hablar.
Pero,
como lo recuerda nuestro autor, «todo lo que precede no es aún suficiente para
hacer que hablen aquellos que no tienen nada que decir».
I
La
Science de Dieu y, en gran medida, La
Grammaire logique se presentan como una investigación acerca del
origen de las lenguas. Investigación tradicional durante siglos, que, desde el
siglo xix, se vio obligada
poco a poco a derivar hacia el lado del delirio. Baste un dato simbólico para
esta exclusión: el día en que las sociedades eruditas rechazaron las memorias
consagradas a la lengua primitiva.
Pero
dentro de esta larga dinastía, un buen día desterrada, Brisset ocupa un sitio
señero y actúa como un agitador. Súbito torbellino entre tantos tranquilos
delirios.
II
- El Principio de no traducción
Dijo
en la Advertencia de La Science de Dieu: «La
presente obra no puede ser traducida por completo»[1]. ¿Por qué? La afirmación
no deja de extrañar, desde el momento en que viene de quien investiga el origen
común de todas las lenguas. ¿No está ese origen, como lo quiere una tradición
singularmente ilustrada por Court de Gébelin, constituido por un pequeño número
de elementos simples ligados a las cosas mismas, que siguen existiendo en forma
de huellas en todas las lenguas del mundo? ¿No es posible —directamente o no—
conducir de nuevo hacia él todos los elementos de una lengua? ¿No es él eso en
lo que cualquier idioma puede ser vuelto a traducir y no forma un conjunto de
puntos gracias a los cuales todas las lenguas del mundo actual o pasado
comunican? Él es el elemento de la traducción universal: otro en relación con
todas las lenguas y el mismo en cada una de ellas.
Ahora
bien, Brisset no se dirige hacia aquella lengua suprema, elemental,
inmediatamente expresiva. Sino que se queda quieto sin moverse del sitio, con y
en la lengua francesa, como si ella fuera en sí misma su propio origen, como si
hubiera sido hablada desde el fondo del tiempo, con las mismas palabras, o
faltándole unas pocas, distribuidas solamente en un orden diferente,
trastornadas por metátesis, encogidas o distendidas por dilataciones y
contracciones. El origen del francés no es para Brisset algo anterior al
francés; es el francés que juega consigo mismo, y que cae ahí, al exterior de
sí, con una polvareda final que es su comienzo.
Sea el nacimiento del mentón:
«El mentón = él aumentó.
Por esta relación, el mentón aumenta después de que hayan sido mentadas lacara
o la mandíbula. Sal mentón = Se alimentó.
Comienzan a tomarse los ajos como ali-mento cuando
el mentón, hasta entonces ali-corto, se formó. Con la llegada del
mentón el antepasado se hizo vegetariano.»[2]
A decir verdad, no hay para Brisset una
lengua primitiva que se pudiera poner en correspondencia con los diversos elem
entos de las lenguas actuales, ni siquiera cierta forma arcaica de lengua de la
cual se pudiera hacer que derivara, punto por punto, la que hablamos; la primitividad
es más bien para él un estado fluido, móvil, indefinidamente penetrable del
lenguaje, una posibilidad de circular por él en todos los sentidos, el campo
abierto a todas las transformaciones, inversiones y recortes, la multiplicación
en cada punto, en cada sílaba o sonoridad, de los poderes de designación. En el
origen, lo que Brisset descubre no es un conjunto limitado de palabras
sencillas sólidamente amarradas a su referencia, sino la lengua tal como hoy la
hablamos, esta misma lengua en el estado de juego, en el momento en que se
arrojan los dados, en que los sonidos ruedan aún, dejando ver sus sucesivas
caras. E n esa primera edad, las palabras brincan fuera al toque de corneta
decisivo, y son recuperadas sin cesar gracias a él, volviendo a caer de nuevo,
cada vez según nuevas formas y siguiendo reglas diferentes de descomposición y
de reagrupamiento:
«El demonio = el dedo mío no. El demonio presume
de dos dedos —dedos de dos— , dado el dedo de Dios, su sexo... Invertida, la
palabra demonio da: la monda = una mondadura
= un mundo de altura. A lo alto del mundo = yo empino el mundo. El demonio se
convierte así en señor del mundo en virtud de su perfección sexual... En
su homilía él se guiaba por su ombligo: su ombliguía.
La homilía es la mira del maligno. De un mar ígneo,
ven tú, el más digno: el maligno es una criatura del mar, de
un mar tibio. Ahí salta y sortea el martirio. Con mi
salto al mar me tiro.»[3].
Dentro
del lenguaje en emulsión, las palabras saltan al azar, como en las ciénagas
primitivas nuestras ranas antepasadas brincaban según las leyes de una suerte
aleatoria. En el comienzo eran los dados. El redescubrimiento de las lenguas
primitivas no es en absoluto el resultado de una traducción; es el recorrido y
la repetición del azar de la lengua.
Por
esto es por lo que Brisset estaba tan orgulloso de haber demostrado que el
latín no existió. Si hubiera habido latín, sería preciso remontar desde el francés
actual hacia esa otra lengua diferente y de la que habría derivado según
esquemas determinados; y más allá sería preciso aún remontar hacia el estado
estable de una lengua elemental. Suprimido el latín, el calendario cronológico
desaparece; lo primitivo deja de ser lo anterior; surge como los lances,
encontrados repentinamente todos, de la lengua.
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Notas de traducción
[1].
Como se verá un poco más adelante, la observación de Brisset que cita Foucault
—«La presente obra no puede ser traducida por completo»— no es exagerada. Pero,
más que desanimarnos a realizar esa traducción, nos invita a comprobar,
traduciéndolos, qué es exactamente lo que hay de intraducibie en los textos de
Brisset y, al mismo tiempo, confirmar que las traducciones posibles son innumerables
—ahora bien, recuérdese que esto también sucede con la poesía— . Por eso,
aunque nunca se llegará a una traducción, es sin duda posible operar del mismo
modo que lo hace Brisset y recrear con ello sus textos en un simulacro de
traducción, obviando la traducción literal, que nunca podrá dar cuenta del
lenguaje de Brisset y jugando con la lengua de la misma manera que él lo hace.
Es el camino que se ha escogido.
El
libro de Foucault contiene cinco fragmentos originales de Brisset. Hemos optado
por «traducir» tres de ellos y recoger en estas notas el texto original y una
traducción literal, aunque tal vez una transcripción fonética hubiera sido más
apropiada o, incluso mejor, la lectura en voz alta con nuestro mejor acento.
Mientras que dos de ellos, por razones distintas, los hemos dejado en el
«francés» original, para que, en uno (pág. 26 de esta edición), se vea la
descomposición fonética, que implica voces latinas, griegas, alemanas,
españolas, inglesas y quién sabe cuántas más, aparte del francés que
prácticamente desaparece, y, en el otro (pág. 29 de esta edición), para no
tener que forzar el comentario literal que Foucault hace de él.
[2].
Nuestra «traducción» procura seguir paso a paso la misma mecánica que pone en
práctica Brisset a partir del original pouce («pulgar»,
nosotros aleatoriamente hemos escogido «mentón»):
«ce pouce = ce ou ceci
pousse. Ce rapport nous dit que l’on vit le pouce pousser, quand les doigts
et les orteils étaient déjà nommés. Pous ce = Prends
cela. On commence à prendre les jeunes
pousses des herbes et des bourgeons quand le pouce, alors jeune, se
forma. Avec la venue du pouce l’ancêtre devint herbivore.»
Literalmente:
«Ese pulgar = ése o éste empuja. Esta relación nos dice que se le ve al pulgar
empujar, cuando los dedos de las manos y de los pies estaban ya
nombrados. Pous ce = Toma eso. Se comienzan a tomar los
retoños de las hierbas y de los brotes cuando el pulgar, joven entonces, se
formó. Con la llegada del pulgar el antepasado se convirtió en herbívoro.»
[3].
«Le démon = le doigt mien. Le démon montre son dé,
son dais, ou son dieu, son sexe... La construction inverse du mot démon donne:
le mon dé = le mien dieu. Le monde ai = je
possède le monde. Le démon devient ainsi le maître du monde en vertu de sa
perfection sexuelle... Dans son sermon il appelait son serf :
le serf mon. Le sermon est un serviteur du démon.
Viens dans lé lit mon: le limon était son lit, son
séjour habituel. C’était un fort sauteur et le premier des saumons.
Voir le beau saut mon.»
Literalmente: «El demonio =
el dedo mío. El demonio muestra su dado, su palio, o su dios,
su sexo... La construcción inversa de la palabra demonio da:
el mundo dado — el dios mío. El mundo he =
poseo el mundo. El demonio se convierte así en el señor del mundo en virtud de
su perfección sexual... En su sermón llamaba a su siervo:
el siervo mío. El sermón es el servidor del
demonio. Ven en el lecho mío: el limón era su lecho, se residencia
habitual. Era un gran saltador y el primero de los salmones.
Ver mi bello salto.»
(De 7
sentencias sobre el 7° ángel [2da. ed.] Trad. de Isidro Herrera,
Madrid: Arena Libros, 2002. Título original Sept propos sur le septième, Fata
Morgana, 1986).
MICHEL FOUCAULT (FRANCIA, 1926-1984).
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