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octubre 10, 2013

EL SEGUNDO SEXO (fragmento) - SIMONE DE BEAUVOIR


El hombre no asume orgullosamente su sexualidad sino en tanto que es un modo de apropiación del Otro: y ese sueño de posesión solo desemboca en fracaso. En una auténtica posesión, lo otro es abolido como tal, es consumido y destruido: únicamente el sultán de Las mil y una noches tiene poder para cortar la cabeza a sus amantes tan pronto como el alba las expulsa de su lecho; la mujer sobrevive a los abrazos del hombre y por eso mismo se le escapa; tan pronto como él abre los brazos, su presa se convierte en una extraña; hela ahí toda nueva, intacta, dispuesta a ser poseída por un nuevo amante de una manera igualmente efímera. Uno de los sueños del varón consiste en «marcar» a la mujer de manera que permanezca suya para siempre; pero el más arrogante de ellos sabe muy bien que jamás le dejará más que recuerdos y que las imágenes más ardientes resultan frías al precio de una sensación. Toda una literatura ha denunciado este fracaso. Se objetiva en la mujer, a quien se dice inconstante y traidora, porque su cuerpo la consagra al hombre en general y no a un hombre singular. Su traición es más pérfida aún, puesto que es ella quien hace una presa del amante. Solamente un cuerpo puede tocar a otro cuerpo; el varón no se adueña de la carne codiciada más que convirtiéndose él mismo en carne; Eva le es dada a Adán para que cumpla en ella su trascendencia, y ella le arrastra a la noche de la inmanencia; al igual que la madre ha formado para el hijo esa ganga tenebrosa de la cual este quiere escapar, la amante cierra en torno al hombre esa arcilla opaca en el vértigo del placer. El hombre quería poseer, y hele ahí poseído. Olor, humedad, fatiga, fastidio, toda una literatura ha descrito esa lúgubre pasión de una conciencia que se hace carne. El deseo, que a menudo arropa a la repugnancia, vuelve a la repugnancia una vez satisfecho. Post coitum homo animal triste. «La carne es triste.» Y, sin embargo, el hombre ni siquiera ha encontrado en los brazos de la amante un apaciguamiento definitivo. Muy pronto renace el deseo, y, a menudo, no es solamente deseo de la mujer en general, sino de esa mujer. Entonces se reviste ella de un poder singularmente inquietante. Porque, en su propio cuerpo, el hombre no encuentra la necesidad sexual sino como una necesidad general análoga al hambre o la sed y cuyo objeto no es particular: así, pues, el vínculo que le une a ese cuerpo femenino singular ha sido forjado por el Otro. Es un lazo misterioso, como el vientre impuro y fértil en donde tiene sus raíces, una suerte de fuerza pasiva: es mágico. El vocabulario trasnochado, de los folletines en que la mujer es descrita como una hechicera que fascina al hombre y lo embruja, refleja el más antiguo, el más universal de los mitos. La mujer está destinada a la magia. La magia, decía Alain, es el espíritu que hay en las cosas; una acción es mágica cuando, en lugar de ser producida por un agente, emana de una pasividad; precisamente los hombres han mirado siempre a la mujer como la inmanencia de lo dado; si produce cosechas e hijos, no es por un acto de su voluntad; no es sujeto, trascendencia, potencia creadora; es un objeto cargado de fluidos. En las sociedades en que el hombre adora estos misterios, la mujer, a causa de esas virtudes, es asociada al culto y venerada como sacerdotisa; pero, cuando el hombre lucha por hacer triunfar la sociedad sobre la Naturaleza, la razón sobre la vida, la Sabida es la diferencia que distingue al sacerdote del mago: el primero domina y dirige las fuerzas que ha domeñado de acuerdo con los dioses y las leyes, para el bien de la comunidad, en nombre de todos sus miembros; el mago opera al margen de la sociedad, contra los dioses y las leyes, según sus propias pasiones. Ahora bien, la mujer no está plenamente integrada en el mundo de los hombres; en tanto que lo Otro, se opone a ellos; es natural que se sirva de las fuerzas que posee, no para extender a través de la comunidad de los hombres y en el futuro la influencia de la trascendencia, sino, estando separada, en oposición, para arrastrar a los varones a la soledad de la separación, a las tinieblas de la inmanencia. Es la sirena cuyos cantos precipitaban a los marinos contra los escollos; es Circe, que transformaba en bestias a sus amantes, la ondina que atrae al pescador al fondo de los estanques. El hombre, cautivo de sus encantos, ya no tiene voluntad, ni proyectos, ni porvenir; ya no es ciudadano, sino una carne esclava de sus deseos; está excluido de la comunidad, encerrado en el instante, zarandeado pasivamente entre la tortura y el placer; la maga perversa levanta la pasión contra el deber, el momento presente contra la unidad del tiempo, retiene al viajero lejos de su hogar, escancia el olvido. Al intentar apropiarse de lo Otro, es preciso que el hombre siga siendo él mismo; pero, ante el fracaso de la posesión imposible, trata de convertirse en eso otro con lo que no logra unirse; entonces se aliena, se pierde, bebe el filtro que le hace extraño para sí mismo, se sumerge en aguas huidizas y mortales. La Madre consagra su hijo a la muerte al darle vida; la amante arrastra al amante a renunciar a la vida y abandonarse a un sueño supremo. Este lazo que une al Amor y la Muerte ha sido patéticamente iluminado en la leyenda de Tristán, pero encierra una verdad más original. Nacido de la carne, el hombre se realiza en el amor como carne, y la carne está prometida a la tumba. En su virtud, se confirma la alianza entre la Mujer y la Muerte; la gran segadora es la figura inversa de la fecundidad que hace crecer las espigas. Pero también aparece como la pavorosa desposada cuyo esqueleto se revela bajo una tierna carne mentirosa.
Así, pues, lo que primeramente anhela y detesta el hombre en la mujer, tanto amante como madre, es la imagen fija de su destino animal, es la vida necesaria a su existencia, pero que la condena a la finitud y la muerte. Desde el día en que nace, el hombre empieza a morir: esa es la verdad que encarna la Madre. Al procrear, afirma a la especie contra sí mismo: eso es lo que aprende entre los brazos de la esposa; en la turbación y el placer, aun antes de haber engendrado, olvida su yo singular. Aunque intenta distinguirlas, en una y otra solo encuentra una evidencia: la de su condición carnal. Unas veces desea cumplirla: venera a su madre y desea a su amante; otras veces se rebela contra ellas en la repugnancia y el temor.

Un texto significativo, en el que vamos a encontrar una síntesis de casi todos esos mitos, es aquel en el cual Jean-Richard Bloch, en La noche kurda, describe las copulaciones del joven Saad con una mujer mucho mayor que él, pero todavía bella, durante el saqueo de una ciudad:
 «La noche abolía los contornos de las cosas y de las sensaciones. Ya no estrechaba a una mujer contra sí. Llegaba, por fin, al término de un viaje interminable, perseguido desde los orígenes del mundo. Se aniquilaba poco a poco en una inmensidad que se mecía a su alrededor, sin fin y sin rostro. Todas las mujeres se confundían en un país gigantesco, replegado en sí mismo, lúgubre como el deseo, ardiente como el estío... No obstante, reconocía con temerosa admiración la potencia encerrada en la mujer, los largos muslos revestidos de raso, las rodillas semejantes a dos colinas de marfil. Cuando remontaba el terso eje de la espalda, desde los riñones hasta los hombros, parecíale recorrer la bóveda misma que sostiene al mundo. Pero era el vientre el que le atraía sin cesar, océano elástico y tierno donde toda vida nace y adonde retorna, asilo entre los asilos, con sus mareas, sus horizontes, sus ilimitadas superficies.
Entonces le invadió el loco anhelo de rasgar aquella deliciosa envoltura para llegar, por fin, a la fuente misma de sus bellezas. Una conmoción simultánea los confundió al uno con el otro. La mujer ya no existió sino para henderse como el suelo, abrirle sus vísceras, colmarse con los humores del amado. El arrebato se hizo asesinato. Se unieron como quienes se apuñalan.

... El, el hombre aislado, el dividido, el separado, el cercenado, iba a brotar de su propia sustancia, evadirse de su prisión de carne y rodar, al fin, materia y alma, en la materia universal. A él estaba reservada la dicha suprema, jamás experimentada hasta ese día, de sobrepasar los límites de la criatura, de fundir en la misma exaltación el sujeto con el objeto, la pregunta y la respuesta, de anexionar al ser todo lo que no es el ser, y de alcanzar a través de una última convulsión el imperio de lo inasequible.
... Cada vaivén del arco despertaba en el precioso instrumento que tenía a su merced vibraciones cada vez más agudas. De pronto, un último espasmo desprendió a Saad del cenit y lo arrojó hacia la tierra y el fango.»
Como el deseo de la mujer no ha sido satisfecho, aprisiona entre sus piernas a su amante, quien siente renacer su deseo a pesar suyo: se le aparece entonces ella como una potencia enemiga que le arranca su virilidad, y, al poseerla de nuevo, la muerde en la garganta tan profundamente, que la mata. Así se cierra el ciclo que va de la madre a la amante, a la muerte, a través de complicados meandros.
Muchas actitudes son posibles aquí para el hombre, según que ponga el acento sobre tal o cual aspecto del drama carnal. Si un hombre no tiene la idea de que la vida es única, si no tiene la preocupación de su destino singular, si no teme a la muerte, aceptará gozosamente su animalidad. Entre los musulmanes, la mujer está reducida a un estado de abyección a causa de la estructura feudal de la sociedad que no permite el recurso al Estado contra la familia, a causa de la religión que, expresando el ideal guerrero de esa civilización, ha consagrado directamente al hombre a la Muerte y ha despojado de su magia a la mujer. ¿Qué temerá en la Tierra el que está dispuesto a sumergirse, de un momento a otro, en las voluptuosas orgías del paraíso mahometano? Así, pues, el hombre puede gozar tranquilamente de la mujer sin tener que defenderse contra sí mismo, ni contra ella. Los cuentos de Las mil y una noches la consideran fuente de untuosas delicias, con el mismo título que las frutas, las confituras, los pasteles opulentos, los perfumados aceites. Se encuentra hoy esa misma benevolencia sensual en muchos pueblos mediterráneos: colmado por el instante, no pretendiendo la inmortalidad, el hombre del Mediodía que, a través del esplendor del cielo y del mar, capta la Naturaleza bajo su aspecto venturoso, amará a las mujeres con glotonería; por tradición, las desprecia lo bastante para no tomarlas como personas: no establece grandes diferencias entre el encanto de su cuerpo y el de la arena y el agua; ni en ellas ni en sí mismo experimenta el horror de la carne. En Conversaciones en Sicilia, dice Vittorini, con tranquilo deslumbramiento, haber descubierto a la edad de siete años el cuerpo desnudo de la mujer. El pensamiento racionalista de Grecia y de Roma confirma esta actitud espontánea, La filosofía optimista de los griegos ha superado al maniqueísmo pitagórico, lo inferior está subordinado a lo superior y como tal le es útil: estas ideologías armoniosas no manifiestan ninguna hostilidad con respecto a la carne. Orientado hacia el cielo de las Ideas, o bien hacia la Ciudad o el Estado, el individuo, al pensarse como Novs o como ciudadano, cree haber superado su condición animal: ya sea que se entregue a la voluptuosidad o que practique el ascetismo, la mujer sólidamente integrada en la sociedad masculina no tiene más que una importancia secundaria. Desde luego, el racionalismo no ha triunfado jamás enteramente y la experiencia erótica conserva en esas civilizaciones su carácter ambivalente: dan fe de ello ritos, mitologías, literatura. Pero los atractivos y los peligros de la feminidad no se manifiestan ahí sino en forma atenuada. Es el cristianismo el que reviste de nuevo a la mujer de un prestigio pavoroso: el temor al otro sexo es una de las formas que adopta para el hombre el desgarramiento de la conciencia desdichada. El cristiano está separado de sí mismo; se consuma la división entre el cuerpo y el alma, entre la vida y el espíritu: el pecado original hace del cuerpo el enemigo del alma; todas las ligaduras carnales se presentan como malignas. El hombre solo puede ser salvado en tanto rescatado por Cristo y orientado hacia el reino celestial; pero originariamente no es más que podredumbre; su nacimiento le destina, no solo a la muerte, sino también a la condenación; el cielo podrá serle abierto en virtud de una gracia divina; pero, en todos los avatares de su existencia natural, hay una maldición. El mal es una realidad absoluta, y la carne es pecado. Y, bien entendido, puesto que jamás la mujer deja de ser lo Otro, no se considera que recíprocamente macho y hembra sean carne: la carne que para el cristiano es lo Otro enemigo, no se distingue de la mujer. En ella es donde se encarnan las tentaciones de la tierra, del sexo, del demonio. Todos los Padres de la Iglesia insisten sobre el hecho de que ella condujo a Adán al pecado. Preciso es volver a citar las palabras de Tertuliano: «¡Mujer!. Eres la puerta del diablo. Tú has persuadido a aquel a quien el diablo no osaba atacar de frente. Por tu causa hubo de morir el Hijo de Dios. Deberías ir siempre vestida de luto y harapos.» Toda la literatura cristiana se esfuerza por exasperar la repugnancia que el hombre puede experimentar por la mujer. Tertuliano la define Templum aedificatum super cloacam. San Agustín subraya con horror la promiscuidad de los órganos sexuales y excretores: Inter foeces et urinam nascimur. La repugnancia del cristianismo por el cuerpo femenino es tal, que consiente en destinar a su Dios a una muerte ignominiosa, pero que le evita la mancilla del nacimiento: el Concilio de Éfeso en la Iglesia oriental, el de Letrán en Occidente, afirman el alumbramiento virginal de Cristo.
Los primeros Padres de la Iglesia -Orígenes, Tertuliano, Jerónimo- pensaban que María había dado a luz en medio de la sangre y la inmundicia, como las otras mujeres; pero es la opinión de San Ambrosio y San Agustín la que prevalece. El seno de la Virgen ha permanecido cerrado. Desde la Edad Media, el tener un cuerpo ha sido considerado en la mujer como una ignominia. La ciencia misma se ha visto durante mucho tiempo paralizada por esa repugnancia. En su tratado de la Naturaleza, Linneo deja a un lado por «abominable» el estudio de los órganos genitales de la mujer. El médico francés Di Laurens se pregunta escandalizado cómo «ese divino animal lleno de razón y de juicio llamado hombre puede sentirse atraído por esas partes obscenas de la mujer, manchadas de humores y vergonzosamente colocadas en la parte más baja del tronco». Hoy día, multitud de otras influencias interfieren con la del pensamiento cristiano; e incluso esta tiene más de un aspecto; sin embargo, en el mundo puritano, entre otros, el odio a la carne se perpetúa; por ejemplo, se exterioriza en Light in August de Faulkner; las primeras iniciaciones sexuales del héroe provocan en él terribles traumatismos. En toda la literatura es frecuente mostrar a un joven trastornado hasta el vómito después del primer coito; y si, en verdad, semejante reacción es muy rara, no por azar se la describe con tanta frecuencia. En particular en los países anglosajones, impregnados de puritanismo, la mujer suscita en la mayor parte de los adolescentes y entre muchos hombres un terror más o menos confesado. Existe con bastante intensidad en Francia. Michel Leiris escribe en L'age d'homme: «Por lo común, tengo tendencia a considerar el órgano femenino como una cosa sucia o como una herida, no por ello menos atrayente, pero peligrosa en sí misma, como todo lo que es sangriento, mucoso, contaminado.» La idea de enfermedad venérea traduce esos espantos; no es porque transmita esas enfermedades por lo que la mujer espanta; son las enfermedades las que parecen abominables porque provienen de la mujer: me han hablado de jóvenes que se imaginaban que las relaciones sexuales demasiado frecuentes bastaban para producir la blenorragia. También se cree de buen grado que, a través del coito, el hombre pierde su vigor muscular, su lucidez cerebral, que su fósforo se consume, su sensibilidad se embota. Es verdad que el onanismo implica los mismos peligros, e incluso, por razones morales, la sociedad lo considera más nocivo que la función sexual normal. El legítimo matrimonio y la voluntad de procreación defienden contra los maleficios del erotismo. Pero ya he dicho que en todo acto sexual está implicado lo Otro, y su rostro más habitual es el de la mujer. Frente a ella es como el hombre experimenta con la máxima evidencia la pasividad de su propia carne. La mujer es vampiro, gubia, devoradora, bebedora; su sexo se nutre glotonamente del sexo masculino. Ciertos psicoanalistas han querido dar bases científicas a estas fantasías: todo el placer que la mujer extrae del coito provendría de que castra simbólicamente al macho y se apropia de su sexo. Mas parece que estas teorías mismas exigen ser psicoanalizadas y que los médicos que las inventaron habrían proyectado en ellas terrores ancestrales.
La fuente de esos terrores radica en que, en lo Otro, y más allá de toda anexión, subsiste la alteridad. En las sociedades patriarcales, la mujer ha conservado muchas de las inquietantes virtudes que ostentaban en las sociedades primitivas. Esa es la razón de que jamás se la abandone a la Naturaleza y se la rodee de tabúes, se la purifique mediante ritos, se la coloque bajo el control de sacerdotes; se enseña al hombre a no abordarla jamás en su desnudez original, sino a través de ceremonias y sacramentos que la arrancan de la tierra, de la carne, y la metamorfosean en una criatura humana: entonces la magia que ella ostenta se canaliza como el rayo después de la invención del pararrayos y de las centrales eléctricas. Incluso resulta posible utilizarla en beneficio de la colectividad: se ve aquí otra fase de ese movimiento oscilatorio que define las relaciones del hombre con su hembra. La ama en tanto que es suya, la teme en tanto que permanece otra; pero precisamente siendo esa otra temible es como él busca hacerla más profundamente suya: eso será lo que le lleve a elevarla a la dignidad de una persona y a reconocerla como semejante.
La magia femenina ha sido profundamente domesticada en la familia patriarcal. La mujer permite que la sociedad integre en ella las fuerzas cósmicas. En su obra Mitra-Varuna, Dumézil señala que tanto en la India como en Roma, el poder viril tiene dos maneras de afirmarse: en Varuna y Rómulo, en los Gandharvas y los Lupercales, hay agresión, rapto, desorden, hibris; entonces la mujer se presenta como un ser al que es preciso raptar, violentar; las Sabinas raptadas se muestran estériles, y entonces las azotan con correas de piel de macho cabrío, compensando con la violencia un exceso de violencia. Sin embargo, Mitra, Numa, los brahmanes y los flamines aseguran, por el contrario, el orden y el equilibrio razonables de la ciudad: entonces la mujer se une al marido por medio de un matrimonio de complicado ritual y, colaborando con él, le asegura el dominio de todas las fuerzas femeninas de la Naturaleza; en Roma, si la flamina muere, el flamen dialis dimite de sus funciones. Es así como en Egipto, habiendo perdido Isis su poder supremo de diosa madre, sigue siendo, no obstante, generosa, sonriente, benévola y sabia, esposa magnífica de Osiris. Pero, cuando la mujer aparece así asociada al hombre, su complemento, su mitad, necesariamente está dotada de una conciencia, de un alma; no podría depender tan íntimamente de un ser que no participase de la esencia humana.
Ya se ha visto que las Leyes de Manu prometían a la esposa legítima el mismo paraíso que al esposo. Cuanto más se individualiza el varón y reivindica su individualidad, más reconocerá en su compañera un individuo y una libertad.
El oriental, despreocupado de su propio destino, se contenta con una mujer que es para él objeto de placer; pero el sueño del occidental, una vez que se ha elevado a la conciencia de lo singular de su ser, se cifra en ser reconocido por una libertad extraña y dócil. El griego no encuentra en la prisionera del gineceo al semejante que reclama: por eso deposita su amor en compañeros masculinos cuya carne está habitada, como la suya, por una conciencia y una libertad; o bien se lo dedica a las hetairas, cuya independencia, cultura e inteligencia casi las hacen sus iguales. Pero, cuando las circunstancias lo permiten, quien mejor puede satisfacer las exigencias del hombre es la esposa. El ciudadano romano ve en la matrona una persona: en Cornelia, en Arria, posee a su doble. Paradójicamente, será el cristianismo el que proclame, en cierto plano, la igualdad entre el hombre y la mujer. Detesta en ella la carne; si la mujer se niega como carne, entonces, con los mismos títulos que el varón, es una criatura de Dios, rescatada por el Redentor: hela situada junto a los varones, entre las almas prometidas a las dichas celestiales. Hombres y mujeres son servidores de Dios, casi tan asexuados como los ángeles, y, juntos, con ayuda de la gracia, rechazan las tentaciones de la tierra. Si acepta renegar de su animalidad, la mujer, por el hecho mismo de encarnar el pecado, será también la más radiante encarnación del triunfo de los elegidos que han vencido al pecado. Bien entendido, el divino Salvador que obra la Redención de los hombres, es varón; pero es preciso que la Humanidad coopere a su propia salvación: bajo su figura más humillada y más perversa será llamada a manifestar su buena voluntad sumisa. Cristo es Dios; pero es una mujer, la Virgen Madre, la que reina sobre todas las criaturas humanas. Sin embargo, solamente las sectas que se desarrollan al margen de la sociedad resucitan en la mujer los antiguos privilegios de las grandes diosas. La Iglesia expresa y sirve a una civilización patriarcal, en la que conviene que la mujer permanezca como anexo del hombre. Al convertirse en su dócil sirviente, se hará también santa bendecida. Así, en el corazón de la Edad Media, se yergue la más acabada imagen de la mujer propicia a los hombres: el rostro de la Madre de Cristo se circunda de gloria. Es la figura inversa de Eva la pecadora; aplasta a la serpiente bajo sus plantas; es la mediadora de la salvación, como Eva lo ha sido de la condenación.



(de "Le Deuxième Sexe", 1949)



SIMONE DE BEAUVOIR (FRANCIA, 1908-1986)

6 comentarios:

  1. Saludos, Sandra. Paz y bienestar. Sólo quisiera saber quién eres, pues te veo andar tan comprometida con esto de las letras, que me quedé a vivir en tu placard; admiro tu celo, tu flor, tu silencio... gracias. Marco

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  2. ¿Quién soy? Ufff..¡buena pregunta!
    Un gusto tenerte en el placard, Marco.
    Y gracias por tus buenos deseos. Los retribuyo.

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  3. Que hermoso es leer tu placard, que lindo sacar de aca , textos para transmitirlos a otras mujeres, hay unos textos tambien de Adrinne Rich, que estan muy buenos, y justamente era amiga de Simone, que habla sobre los silencios por romper, el lenguaje en accion.
    Gracias por este bello espacio
    Daiana Barra.

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  4. Qué bueno que estés a gusto, Daiana. Bienvenida.

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