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octubre 03, 2013

EL EROTISMO (ESTUDIO VI) – GEORGES BATAILLE


 La santidad, el erotismo y la soledad*

      Me propongo hablarles hoy de la santidad, del erotismo y de la soledad. Antes de desarrollar ante ustedes un conjunto de representaciones coherentes, diré unas palabras de lo sorprendente de mi intención. El término erotismo introduce una expectación equívoca. Me gustaría precisar, en primer lugar, las razones por las que he querido hablarles del erotismo al mismo tiempo que de la santidad y de la soledad.
      Parto esencialmente del principio según el cual el erotismo nos deja en la soledad. El erotismo es al menos aquello de lo que es difícil hablar. Por razones que no son únicamente convencionales, el erotismo se define por el secreto. No puede ser público. Podría citar ejemplos contrarios, pero, de cualquier modo, la experiencia erótica se sitúa fuera de la vida corriente. En el conjunto de nuestra experiencia, permanece esencialmente al margen de la comunicación normal de las emociones. Se trata de un tema prohibido. Nada está prohibido absolutamente, siempre hay transgresiones. Pero la prohibición actúa lo bastante para que, en conjunto, se pueda decir que el erotismo, aun siendo tal vez la emoción más intensa, en la medida en que nuestra existencia se nos hace presente bajo forma de lenguaje (de discurso), es para nosotros como si no existiera. Hay en la actualidad una atenuación de la prohibición —sin la cual hoy no podría hablarles— pero creo, a pesar de todo, que puesto que esta sala pertenece al mundo del discurso, el erotismo quedará para nosotros como algo de fuera; hablaré de él, pero como de un más allá de lo que vivimos en el presente, de un más allá que sólo nos es accesible con una condición: que salgamos, para aislarnos en la soledad, del mundo en que estamos ahora. En particular, me parece que para acceder a este más allá hemos de renunciar a la actitud del filósofo. El filósofo puede hablarnos de cuanto siente. En principio, la experiencia erótica nos obliga al silencio.
       No ocurre así con una experiencia que es tal vez cercana, la de la santidad. La emoción sentida en la experiencia de la santidad puede expresarse en un discurso, puede ser objeto de un sermón. Sin embargo, es posible que la experiencia erótica esté cercana a la santidad.
      No quiero decir que el erotismo y la santidad tengan la misma naturaleza. Esta cuestión además no entra en mi propósito. Sólo quiero decir que ambas experiencias tienen, tanto la una como la otra, una intensidad extrema. Cuando hablo de santidad, hablo de la vida que determina la presencia en nosotros de una realidad sagrada, de una realidad que puede trastornarnos totalmente. Me contento ahora con contemplar la emoción de la santidad por una parte, y la emoción erótica por otra, en cuanto su intensidad es extrema. He querido decir de estas emociones que una nos acerca a los demás hombres y la otra nos aleja de ellos, nos deja en la soledad.
      Este es el punto de partida de la exposición que quiero desarrollar ante ustedes. No hablaré desde el punto de vista de la filosofía tal y como suele entenderse. Quiero hacer observar desde ahora que la experiencia propiamente filosófica excluye ambas emociones. Admito en principio que la experiencia del filósofo es una experiencia separada, al margen de las demás experiencias. En una palabra, es la experiencia de un especialista. Las emociones la perturban.
Desde hace tiempo me llama la atención un aspecto particular. El verdadero filósofo debe dedicar su vida a la filosofía. En la práctica de la filosofía, nada se opone seriamente la endeblez de cualquier actividad de conocimiento, que requiere que, para adquirir superioridad en un campo, se admita la ignorancia relativa en otros campos. La situación se agrava cada día: cada día se hace más difícil adquirir la suma de los conocimientos humanos, puesto que esta suma crece desmedidamente. Se sigue admitiendo el principio de que la filosofía es esta suma de conocimientos, considerada como operación sintética, más allá de una yuxtaposición en la memoria, pero dicho principio se mantiene a duras penas: la filosofía se va transformando cada vez más en una disciplina especializada parecida a las demás. No quiero hablar hoy de la imposibilidad de construir una filosofía independiente de la experiencia política: éste es, en rigor, un principio que caracteriza una orientación moderna de la filosofía. En este punto, la filosofía se ha abierto a la experiencia. Pero, aun admitiendo este principio, lo más corriente es considerar la filosofía de forma separada. Quiero decir que es difícil filosofar y vivir a un tiempo. Quiero decir que la humanidad está hecha de experiencias separadas y que la filosofía no es más que una experiencia entre otras. Cada vez es más difícil que la filosofía sea la suma de los conocimientos, pero ésta ni siquiera aspira, en la estrechez de miras que es lo propio del especialista, a ser la suma de las experiencias. Sin embargo, ¿qué significa la reflexión del ser humano sobre sí mismo y sobre el ser en general, si es ajena a los estados de emoción más intensos? Significa obviamente la especialización de lo que, por definición, no puede aceptar, bajo ningún pretexto, no ser total y universal. La filosofía evidentemente no puede ser más que la suma de los posibles, en el sentido de una operación sintética, o no ser nada.
      Lo repito: o es la filosofía la suma de los posibles, en el sentido de una operación sintética, o no es nada. Creo que es lo que fue para Hegel. La experiencia erótica, al menos en las primeras formas de su construcción dialéctica, ocupó abiertamente un lugar en la elaboración del sistema, pero no es imposible pensar que tuviera, secretamente, una influencia más profunda: el erotismo no puede ser considerado más que dialécticamente, y en justa reciprocidad, el filósofo dialéctico, si no se limita al formalismo, tiene necesariamente la vista puesta en su experiencia sexual. En todo caso (y no tengo reparos en reconocer que en un punto tan oscuro la duda es posible), parece que, al menos en parte, Hegel extrajo de sus conocimientos teológicos, así como del conocimiento del maestro Eckart y de Jacob Boehme, el movimiento dialéctico que le es propio. Pero si he hablado ahora de Hegel, no es con el propósito de insistir en el valor de su filosofía. Quisiera, al contrario, a pesar de mis reservas, vincular expresamente a Hegel con la filosofía especializada. Me basta por lo demás recordar que él mismo se opuso con cierta dureza a la tendencia de la filosofía romántica de su tiempo, que pretendía que la filosofía pudiera ser tarea de cualquiera, sin preparación particular. No digo que estuviera equivocado recusando la improvisación en el campo de la filosofía: eso, sin duda, es imposible. Pero la construcción, por así decirlo, impenetrable de Hegel, aunque fuera el término de la filosofía, incorpora ciertamente este valor de la filosofía especializada: al mismo tiempo que une, separa lo que une de la experiencia. Tal es, sin duda, su ambición: en el espíritu de Hegel, lo inmediato es malo, y Hegel hubiera relacionado seguramente lo que yo llamo experiencia con lo inmediato. No obstante, sin entrar en una discusión filosófica, quisiera insistir en que los desarrollos de Hegel dan la sensación de una actividad especializada. No creo que a él mismo se le haya escapado esta sensación. Para responder por anticipado a la objeción, insistía en que la filosofía es un desarrollo en el tiempo, en que es un discurso que se enuncia en partes sucesivas. Podemos admitirlo, pero esto es hacer de cada momento de la filosofía un momento especializado, subordinado a los demás. De este modo, no dejamos la especialización más que para entrar en el sueño del especialista, esta vez definitivamente.
      No digo que esté al alcance de cualquiera de nosotros, ni de nadie, despertar. Esta suma de los posibles, considerada como una operación sintética, es tal vez quimérica. Asumo el riesgo de fracasar. Me causa malestar la idea de considerar un éxito lo que es un fracaso. Sobre todo, no encuentro motivo para limitar lo posible que está ante mí, imponiéndome un trabajo especializado. Hablo de una elección cuyos términos se plantean en todo momento a cada uno de nosotros. En este mismo instante se me plantea la elección entre atenerme al tema que me he impuesto desarrollar ante ustedes o dar no sé qué respuesta a un posible capricho. Me escapo a duras penas diciendo que hablo en el sentido del capricho, sin ceder al deseo de entregarme a él, pero reconociendo el mayor valor del capricho, que es lo opuesto a la especialización. La especialización es condición de la eficacia, y buscar la eficacia es lo que hace cualquiera que siente lo que le falta. Hay en eso una confesión de impotencia, un humilde sometimiento a la necesidad.
      Es cierto que hay una lamentable debilidad en el hecho de querer tal o cual resultado y no hacer lo necesario para conseguirlo. En cambio hay una fuerza en el hecho de no querer ese resultado y de negarnos a emprender el camino que puede llevar a él. En esta encrucijada, se propone tanto la santidad como el erotismo. La santidad, con relación al esfuerzo especializado, se sitúa de entrada del lado del capricho. El santo no busca la eficacia. Lo que le anima es el deseo, y sólo el deseo: en eso se parece al hombre del erotismo. Se trata de saber, en un punto determinado, si el deseo responde mejor que la especialización del proyecto, mejor que la especialización que asegura la eficacia del proyecto, a la esencia de la filosofía, en cuanto ésta, como dije, es ante todo la suma de los posibles, considerada como una operación sintética. En otras palabras: en un sentido, ¿es imaginable esta operación con el simple movimiento calculado que desemboca en la especialización? o, en otro sentido, ¿es imaginable la suma de los posibles cuando el interés prevalece sobre el capricho, que es otro nombre del deseo?
      Antes de ir más lejos intentaré decir lo esencial sobre el erotismo, a pesar de la dificultad fundamental que encontramos cuando queremos hablar de él.
      En primer lugar, el erotismo difiere de la sexualidad de los animales en que la sexualidad humana está limitada por prohibiciones y en que el campo del erotismo es el de la transgresión de estas prohibiciones. El deseo del erotismo es el deseo que triunfa sobre la prohibición. Supone la oposición del hombre a sí mismo. Las prohibiciones que se oponen a la sexualidad humana tienen, en principio, formas particulares, atañen por ejemplo al incesto, o a la sangre menstrual, pero podemos también considerarlas bajo el aspecto general, por ejemplo bajo un aspecto que ciertamente no se daba en los primeros tiempos (en el paso del animal al hombre), y que por otra parte hoy se cuestiona, el de la desnudez. En efecto, la prohibición de la desnudez es hoy al mismo tiempo fuerte y cuestionada. No hay nadie que no se dé cuenta del carácter relativamente absurdo, gratuito, históricamente condicionado, de la prohibición de la desnudez, y por otra parte de que la prohibición de la desnudez y la transgresión de la prohibición de la desnudez constituyen el tema general del erotismo, quiero decir de la sexualidad transformada en erotismo (la sexualidad propia del hombre, la sexualidad de un ser dotado de lenguaje). En las complicaciones llamadas enfermizas, en los vicios, este tema siempre tiene un sentido. El vicio podría considerarse como el arte de darse a uno mismo, de una manera más o menos maniaca, la sensación de transgredir.
      Me parece conveniente recordar el singular origen de la teoría de la prohibición y de la transgresión. La hallamos en las enseñanzas orales de Marcel Mauss, cuya obra representa sin duda la contribución menos discutible de la escuela sociológica francesa, aun cuando él no publicó nada sobre dicha teoría. Mauss sentía cierta repugnancia a formular, a dar a su pensamiento la forma definitiva de lo impreso. Me figuro incluso que sus más notables resultados debieron de darle un sentimiento de malestar. Sin duda, el aspecto fundamental de la teoría de la transgresión aparece en su obra escrita, pero en forma de breve indicación, de paso. Así es como, en su Essai sur le Sacrifice, dice en dos frases que los griegos consideraban el sacrificio de las Bufonías como el crimen del sacrificador. No generaliza. No seguí personalmente sus enseñanzas orales, pero, en lo que concierne a la transgresión, la doctrina de Marcel Mauss está expuesta en L'homme et le sacre, un corto libro de uno de sus discípulos, Roger Caillois. Quiso la suerte que, lejos de ser un mero compilador, Roger Caillois fuese no sólo capaz de exponer los hechos de forma convincente, sino de dotar sus desarrollos de la firmeza de un pensamiento activo y personal. Daré aquí el esquema de la exposición de Caillois, según el cual, entre los pueblos primitivos que estudia la etnografía, el tiempo humano se reparte en tiempo profano y tiempo sagrado, siendo el tiempo profano el tiempo ordinario, el del trabajo y del respeto de las prohibiciones, y el tiempo sagrado el de la fiesta, es decir, esencialmente el de la transgresión de las prohibiciones. En el plano del erotismo, la fiesta es a menudo el tiempo de la licencia sexual. En el plano propiamente religioso, es en particular el tiempo del sacrificio, que es la transgresión de la prohibición de matar.
      De esta doctrina formulé una exposición, que elaboré personalmente, en una obra que dediqué a las pinturas de la cueva de Lascaux, es decir, de hecho, las del hombre de los primeros tiempos, el del nacimiento del arte, el que pasó verdaderamente de la animalidad a lo humano1. Se me impuso la idea de asociar la prohibición con el trabajo. El trabajo existía mucho antes del nacimiento del arte. Conocemos sus huellas bajo la forma de herramientas de piedra que se conservan en el suelo y cuya fecha relativa podemos conocer. Me pareció que el trabajo debía implicar de entrada la existencia de un mundo del trabajo del que estaban excluidos la vida sexual o el homicidio, y en general la muerte. La vida sexual, por una parte, y por otra el homicidio, la guerra, la muerte, representan, para el mundo del trabajo, graves perturbaciones o incluso trastornos. No me parece dudoso que tales momentos hayan sido excluidos, de manera fundamental, del tiempo de trabajo, que pudo llegar pronto a ser colectivo. En relación con el tiempo del trabajo, la creación de la vida y su supresión tuvieron que ser expulsadas afuera, siendo el trabajo mismo, frente a los momentos de emoción intensa en los que están en juego —y se afirman— la vida y la muerte, un tiempo neutro, una especie de anulación.
      El punto al que quiero llegar puede ahora, a mi juicio, aparecer en plena luz.
      No digo que la filosofía no especializada sea posible. Pero la filosofía, en cuanto labor especializada, es un trabajo. Es decir, que excluye, sin siquiera dignarse advertirlo, los momentos de emoción intensa de los que he hablado en primer lugar. En consecuencia, la filosofía no es esta suma de posibles, considerada como una operación sintética, que a mi juicio debe ser en primer lugar. No es la suma de los posibles, la suma de las experiencias posibles, sino sólo la suma de ciertas experiencias definidas, que tienen como fin el conocimiento. Es sólo la suma de los conocimientos. Excluye con buena conciencia, o incluso con el sentimiento de rechazar un cuerpo extraño, una impureza, o al menos una fuente de error, lo que es emoción intensa, ligada al nacimiento, a la creación de la vida, así como a la muerte. No soy el primero que se siente sorprendido por este resultado decepcionante de la filosofía, que es la expresión de la humanidad media, y que se ha vuelto ajena a la humanidad extrema, es decir, a las convulsiones de la sexualidad y de la muerte. Me parece incluso que la reacción contra este aspecto gélido de la filosofía caracteriza a la filosofía moderna en su conjunto, digamos de Nietzsche a Heidegger, sin hablar de Kierkegaard. Naturalmente, la filosofía, a mi parecer, está profundamente enferma. Es inconciliable con una posibilidad bohemia, una actitud desaliñada del pensamiento que tal vez yo represento a los ojos de algunos de ustedes. Lo que está plenamente justificado. La filosofía no es nada si no es un esfuerzo extremo y, por consiguiente, un esfuerzo disciplinado, pero al introducir el esfuerzo concertado y la disciplina, ¿no falta por otra parte la filosofía a su razón de ser profunda, al menos si es, como dije, la «suma de los posibles considerada como una operación sintética»? Lo que quisiera mostrar finalmente es el callejón sin salida de la filosofía que no pudo instituirse sin la disciplina y que, por otra parte, fracasa por el hecho de no poder abarcar los extremos de su objeto, lo que designé antaño con el nombre de «extremos de lo posible», que siempre lindan con los puntos extremos de la vida. Si es fundamental, aun una filosofía de la muerte se desvía de su objeto. Pero no quiero decir que absorbiéndose en él, entregándose al vértigo que es su término, la filosofía siga siendo posible. Salvo quizá si, llegada a la cima, la filosofía fuera negación de la filosofía, si la filosofía se riera de la filosofía. Supongamos en efecto que la filosofía se ríe de verdad de la filosofía: esto supone la disciplina y su abandono. Entonces está en juego la suma entera de los posibles, y esta suma es una síntesis, no una simple adición, ya que desemboca en la visión sintética, en la que el esfuerzo humano revela una impotencia, y donde sin pesar se relaja en el sentimiento de esta impotencia. Sin la disciplina, hubiera sido imposible alcanzar este punto, pero esta disciplina nunca llega hasta el final. Esto es una verdad experimental. En todos los casos, el espíritu, el cerebro del hombre está reducido al estado de continente desbordado, reventado por su contenido —como una maleta en la que se siguen guardando cosas y que deja finalmente de ser una maleta, puesto que deja de abarcar los objetos que le entregan. Y, sobre todo, los estados extremos introducen en la suma de los posibles un elemento irreductible a la reflexión pausada.
      Me esforzaré por describir con precisión la experiencia que podemos hacer de este desbordamiento.
      Nos hallamos ante la necesidad de elegir. Debemos hacer en primer lugar una elección cuantitativa. Si los consideramos homogéneos, los posibles son demasiado numerosos. Por ejemplo, dado el tiempo limitado de la vida, hemos de renunciar a leer alguna obra en la que posiblemente hallaríamos los elementos y la respuesta a la pregunta que nos formulamos. Debemos decirnos, pues, que no podemos acceder a los posibles que dicho libro expone. Si está en juego la experiencia de los estados extremos, se trata entonces de una elección cualitativa. En efecto, esta experiencia nos descompone, excluye la reflexión pausada, ya que por principio nos pone «fuera de nosotros». Es difícil imaginar la vida de un filósofo que estuviera continuadamente, o al menos la mayor parte del tiempo, fuera de sí. Estamos de nuevo ante la experiencia humana esencial que desemboca en la división del tiempo en tiempo del trabajo y tiempo sagrado. El hecho de estar abiertos a una posibilidad cercana a la locura (éste es el caso de cualquier posibilidad referida al erotismo, a la amenaza o más generalmente a la presencia de la muerte o de la santidad) subordina continuamente el trabajo de la reflexión a algo diferente, donde justamente la reflexión se interrumpe.
      En la práctica, no llegamos a un estancamiento absoluto, pero ¿qué ocurre? Solemos olvidar que el juego de la filosofía es, como cualquier juego, una competición. Se trata de ir siempre lo más lejos posible. Estamos en la situación, en verdad humillante, de quien trata de establecer un récord. En esta situación, la superioridad se otorga, según los puntos de vista, a unos desarrollos en distintos sentidos. Desde el punto de vista de la filosofía profesoral, es obvio que la  superioridad le pertenece a aquel que trabaja y se abstiene, la mayor parte del tiempo, de las posibilidades que se dan en la transgresión. Confieso que desconfío profundamente de la superioridad opuesta, concedida al negador, que se hace ingenuamente portavoz de la pereza y de la pretensión. Al haber aceptado la competición, he experimentado personalmente la necesidad de hacerme cargo de las dificultades en ambos sentidos, tanto en el sentido de la transgresión como en el sentido del trabajo. El límite está en la evidente imposibilidad de responder de forma satisfactoria en ambos sentidos a la vez. No quiero insistir. Me parece que sólo un sentimiento de opresión y de impotencia puede responder a la pregunta que he formulado. Estamos evidentemente ante un imposible. No es preciso resignarse, pero debemos reconocer que la falta de resignación no nos salva de nada. Simplemente confieso lo que es para mí una tentación. En el sentido de la transgresión, que coincide con la pereza, vislumbro al menos el beneficio de la aparente inferioridad. Pero de todos modos es una mentira, no puedo negarlo, puesto que la competición está abierta y que estoy tomando parte en ella. El hecho de que, inevitablemente para mí, mi participación se vincule al cuestionamiento de los principios de la superioridad en juego, no cambia nada, se sigue tratando, siempre se trata de ir lo más lejos posible, y mi indiferencia no cambia nada. Si rehúso el juego, no lo rehúso enteramente, con esto basta. Estoy comprometido pese a todo. Por lo demás hoy estoy hablando ante ustedes y esto significa que no me satisface la soledad.
      Desde el inicio de mi exposición, he dado por sentado que el erotismo tenía el sentido de la soledad, en oposición a la santidad, cuyo valor se propone a todos los demás hombres. No puedo tener en cuenta un solo instante el hecho de que para muchos de ustedes el erotismo, de antemano, pueda tener un valor que no tiene la santidad. Cualquiera que sea la ilusión posible, cualesquiera que sean las razones de esta impotencia, el erotismo es en principio lo que sólo tiene sentido para una persona sola o para una pareja. El discurso no lo recusa menos que el trabajo. Además es verosímil que el discurso y el trabajo estén vinculados. Esta exposición es un trabajo, y no he dejado de experimentar, al prepararla, el sentimiento de espanto que tenemos que vencer previamente para trabajar. El erotismo tiene, de manera fundamental, el sentido de la muerte. El que aprehende un instante el valor del erotismo pronto percibe que este valor es el de la muerte.
Es un valor tal vez, pero la soledad lo ahoga.
      Ahora intentaré representar, para llegar al fondo de la cuestión, lo que el cristianismo significa respecto del conjunto de las cuestiones que he querido plantear. No es que, al hablar de santidad, crea tener que hablar expresamente de la santidad cristiana. Pero, quiéralo o no, en la mente de quienes me escuchan no hay en principio ninguna diferencia entre santidad y santidad cristiana, y no he  introducido esta noción para esquivarla. Volviendo a las nociones que antes me esforcé por introducir, tengo que dejar claro que, en los límites del cristianismo, lo que yo llamo la transgresión se llama el pecado. El pecado es una falta, algo que no hubiera debido ocurrir. Consideremos en primer lugar la muerte en la cruz, es un sacrificio, es el sacrificio cuya víctima es el mismo Dios. Pero aun cuando el sacrificio nos redime, aun cuando la Iglesia canta a propósito de la culpa, que es el principio del sacrificio, el paradójico Félix culpa!, lo que nos redime es al mismo tiempo lo que nunca hubiera debido ocurrir. Para el cristianismo, la prohibición se afirma de forma absoluta y la transgresión, cualquiera que sea, es definitivamente condenable. Sin embargo, la condena se levanta a consecuencia de la culpa más condenable, de la transgresión más profunda que pudiera pensarse. El paso del erotismo a la santidad tiene un sentido profundo. Es el paso de lo que es maldito y rechazado a lo que es fausto y bendito. Por un lado, el erotismo es la culpa solitaria, lo que sólo nos salva oponiéndonos a todos los demás, lo que sólo nos salva en la euforia de una ilusión, ya que, en definitiva, lo que en el erotismo nos ha llevado al grado extremo de la intensidad, nos condena al mismo tiempo a la maldición de la soledad. Por otra parte, la santidad nos aleja de la soledad, pero con la condición de aceptar esta paradoja —felix culpa!— cuyo exceso mismo nos redime. Sólo la huida nos permite en estas condiciones volver a nuestros semejantes. Esta huida merece sin duda el nombre de renuncia, ya que, en el cristianismo, no podemos operar la transgresión y gozar de ella a la vez, ¡otros son los que pueden gozar en la condena de la soledad! El acuerdo con sus semejantes sólo vuelve a encontrarlo el cristiano con la condición de no gozar más de aquello que lo libera, que sin embargo no es nunca sino la transgresión, la violación de las prohibiciones sobre las que descansa la civilización.
      Ciertamente, si seguimos el camino trazado por el cristianismo, podemos no sólo salir de la soledad, sino acceder a una especie de equilibrio, escapando así del desequilibrio primero, que tomo como punto de partida, el cual nos impide conciliar la disciplina y el trabajo con la experiencia de lo extremo. La santidad cristiana nos abre al menos la posibilidad de llevar hasta el fin la experiencia de esta convulsión final que nos arroja, en el extremo, a la muerte. Entre la santidad y la transgresión de la prohibición tocante a la muerte no hay plena coincidencia. La transgresión de esta prohibición es ante todo la guerra. Pero la santidad no deja de estar situada a la altura de la muerte: en esto la santidad se parece al heroísmo guerrero que el santo vive como si muriera. ¿No hay en esto una prodigiosa inversión? Vive como si muriera, ¡pero con el fin de hallar la vida eterna! La santidad es siempre un proyecto. Aunque tal vez no sea ésta su esencia. Santa Teresa decía que aunque el infierno tuviera que tragarla no podía sino perseverar. En cualquier caso, la intención de la vida eterna se une a la santidad como a su contrario. Como si, en la santidad, solo una componenda permitiera poner de acuerdo al santo con la multitud, poner de acuerdo al santo con todos los demás hombres. Con la multitud o, lo que es lo mismo, con la filosofía, es decir, con el pensamiento común.
      Lo más extraño es que haya podido surgir un acuerdo entre la transgresión resuelta y los otros hombres, pero con la condición de no hablar. Este acuerdo se cumple en todas las formas de religiones arcaicas. El cristianismo inventó la única vía abierta a la transgresión que permitiera incluso hablar. Reconozcamos aquí simplemente que el discurso que va más allá del cristianismo tiende a negar todo lo que se parece a la transgresión, negando al mismo tiempo todo lo que se parece a la prohibición. En el plano de la sexualidad, basta pensar en la aberración del nudismo, una negación de la prohibición sexual, una negación de la transgresión necesariamente engendrada por la prohibición. Si se quiere, este discurso es la negación de lo que define lo humano por oposición a la animalidad.
      Por mi parte, me parece haber rendido, hablando, una especie de homenaje. —bastante torpe— al silencio. Un homenaje también —tal vez— al erotismo. Pero llegado a este punto, quiero invitar a los que me escuchan a la mayor desconfianza. Hablo, en suma, un lenguaje muerto. Este lenguaje, a mi entender, es el de la filosofía. Me atreveré a decir que para mí la filosofía es también una forma de dar muerte al lenguaje. Es también un sacrificio. La operación de la que hablé antes, que hace la síntesis de todos los posibles, es la supresión de todo lo que el lenguaje introduce, sustituyendo la experiencia de la vida que brota —y de la muerte— por un campo neutro, un campo indiferente. He querido invitarles a desconfiar del lenguaje. Así pues, tengo que pedirles, al mismo tiempo, que desconfíen de cuanto he dicho. No quiero terminar aquí con una pirueta, pero he querido hablar un lenguaje igual a cero, un lenguaje equivalente a nada, un lenguaje que vuelva al silencio. No estoy hablando de la nada, que me parece a veces un pretexto para añadir al discurso un capítulo especializado, sino de la supresión de lo que el lenguaje añade al mundo. Siento que esta supresión es impracticable de forma rigurosa. No se trata por otra parte de introducir una nueva forma de deber. Pero me faltaría al respeto a mí mismo si no les pusiera en guardia contra un uso desafortunado de lo que he dicho. Todo lo que, a partir de ahí, no nos aparte del mundo (en el sentido en que, más allá de la Iglesia, o en contra de la Iglesia, una especie de santidad aparta del mundo) traicionaría mi intención. He dicho que la disciplina, al encauzarnos por el camino del trabajo, nos alejaba de la experiencia de los extremos. Es cierto, al menos en un sentido general, pero esta experiencia tiene a su vez su disciplina. En todo caso, esta disciplina es, en primer lugar, contraria a toda forma de apología verbosa del erotismo. He dicho que el erotismo era silencio, que era soledad. Pero no lo es para aquellos cuya presencia en el mundo es por sí sola pura negación del silencio, vana charla, olvido de la soledad posible.



Notas: 

*El texto de este Estudio es el de una conferencia pronunciada en el Collége
philosophique en la primavera de 1955. (N. del A.)


1. Lascaux ou la naissance de l'Art («Grands Siécles de la Peinture»), Genéve, Skira, 1955. Lo llamo el hombre de los primeros tiempos, pero sólo en el sentido de que el hombre de Lascaux no debía diferir mucho del hombre de los primeros tiempos. Las pinturas de la cueva de Lascaux son evidentemente posteriores a la fecha que se puede asignar sin demasiada imprecisión al «nacimiento del arte».

 (de “L'Érotisme”, 1957)



GEORGES BATAILLE (FRANCIA, 1897-1962)

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