PEDRO PÁRAMO (Fragmento)
El calor me hizo despertar al
filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho
de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si
estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar
entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se
necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. De su
boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.
Salí a la calle para buscar el
aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.
Y es que no había aire; sólo la
noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.
No había aire. Tuve que sorber el
mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes
de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se
hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.
Digo para siempre.
Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.
Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.
-¿Quieres hacerme creer que te
mató el ahogo, Juan Preciado? Yo te encontré en la plaza, muy lejos
de la casa de Donis, y junto a mí también estaba él, diciendo que
te estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la
sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado como mueren los que
mueren muertos de miedo. De no haber habido aire para respirar esa
noche de que hablas, nos hubieran faltado las fuerzas para llevarte y
contimás para enterrarte. Y ya ves, te enterramos.
-Tienes razón,.Doroteo. ¿Dices
que te llamas Doroteo?
-Da lo mismo. Aunque mi nombre sea
Dorotea. Pero da lo mismo.
-Es cierto, Dorotea. Me mataron
los murmullos.
«Allá hallarás mi querencia.
El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron.
Mi pueblo, levantado sobre la
llanura. Lleno de árboles y de hojas como una alcancía donde
hemos guardado nuestros recuerdos.
Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad.
El amanecer; la mañana; el mediodía
y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia
del aire. Allí, donde el aire
cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si
fiera un murmullo; como si fuera un
puro murmullo de la vida... »
-Sí, Dorotea. Me mataron los
murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido
juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con
los murmullos se me reventaron las cuerdas.
-Llegué a la plaza, tienes tú
razón. Me llevó hasta allí el bullicio de la gente y creí que de
verdad la había. Yo ya no estaba muy en mis cabales; recuerdo que me
vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las
paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de
entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de
gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran
algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de
las paredes y seguí por mitad de la calle; pero las oía igual,
igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. No sentía
calor, como te dije antes; antes por el contrario, sentía frío.
Desde que salí de la casa de aquella mujer que me prestó su cama y
que, como te decía, la vi deshacerse en el agua de su sudor, desde
entonces me entró frío. Y conforme yo andaba, el frío aumentaba
más y más, hasta que se me enchinó el pellejo. Quise retroceder
porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa
de dejar; pero me di cuenta a poco de andar que el frío salía de
mí, de mi propia sangre. Entonces reconocí que estaba asustado. Oí
el alboroto mayor en la plaza y creí que allí entre la gente se me
bajaría el miedo. Por eso es que ustedes me encontraron en la plaza.
¿De modo que siempre volvió Donis? La mujer estaba segura de que
jamás lo volvería a ver.
-Fue ya de mañana cuando te
encontramos. Él venía de no sé dónde. No se lo pregunté.
-Bueno, pues llegué a la plaza.
Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie,
aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de
mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el
viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni
el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un
paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi
alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé
a distinguir unas palabras vacías de ruido: «Ruega a Dios por
nosotros». Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por
eso es que ustedes me encontraron muerto.
-Mejor no hubieras salido de tu
tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?
-Ya te lo dije en un principio.
Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi
padre. Me trajo la ilusión.
-¿La ilusión? Eso cuesta caro. A
mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de
encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, una ilusión más;
porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado
tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para
guardarlo me dio Dios. Sólo esa larga vida arrastrada que tuve,
llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre miraron de
reojo, como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me
hubiera escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un maldito sueño.
He tenido dos: a uno de ellos lo llamo el «bendito» y a otro el
«maldito». El primero fue el que me hizo soñar que había tenido
un hijo. Y mientras viví, nunca dejé de creer que fuera cierto;
porque lo sentí entre mis brazos, tiernito, lleno de boca y de ojos
y de manos; durante mucho tiempo conservé en mis dedos la impresión
de sus ojos dormidos y el palpitar de su corazón. ¿Cómo no iba a
pensar que aquello fuera verdad? Lo llevaba conmigo a
dondequiera que iba, envuelto en mi rebozo, y de pronto lo perdí. En
el cielo me dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían
dado un corazón de madre, pero un seno de una cualquiera. Ése fue
el otro sueño que tuve. Llegué al cielo y me asomé a ver si entre
los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y nada. Todas las caras
eran iguales, hechas con el mismo molde. Entonces pregunté. Uno de
aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus
manos en mi estómago como si la hubiera hundido en un montón de
cera. Al sacarla me enseñó algo así como una cáscara de nuez:
«Esto prueba lo que te demuestra».
»Tú sabes cómo hablan raro allá
arriba; pero se les entiende. Les quise decir que aquello era sólo
mi estómago engarruñado por las hambres y por el poco comer; pero
otro de aquellos santos me empujó por los hombros y me enseñó la
puerta de salida: «Ve a descansar un poco más a la tierra, hija, y
procura ser buena para que tu purgatorio sea menos largo.»
»Ése fue el sueño «maldito»
que tuve y del cual saqué la aclaración de que nunca había tenido
ningún hijo. Lo supe ya muy tarde, cuando el cuerpo se me había
achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza,
cuando ya no podía caminar. Y de remate, el pueblo se fue quedando
solo; todos largaron camino para otros rumbos y con ellos se fue
también la caridad de la que yo vivía. Me senté a esperar la
muerte. Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a
quedarse tiesos. «Nadie me hará caso», pensé. Soy algo que no le
estorba a nadie. Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra.
Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de
tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me
ocurre que debería ser yo la que te tuviera abrazado a ti. ¿Oyes?
Allá fuera está lloviendo. ¿No sientes el golpear de la lluvia?
-Siento como si alguien caminara
sobre nosotros.
-Ya déjate de miedos. Nadie te
puede dar ya miedo [...]
(De Pedro Páramo, 1955.)
(De Pedro Páramo, 1955.)
* * *
TALPA
Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.
Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos -dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte-, entonces no lloró.
Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima.
Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados.
Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos.
La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él.
Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza.
Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo.
Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás.
“Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.” Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días.
Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era lo que queríamos me acuerdo muy bien.
Me acuerdo de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un gran alivio.
Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.
Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados.
Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le molestaba ningún dolor. Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar contigo", dizque eso le dijo.
Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.
Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse.
Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra.
Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino.
Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.
Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvareda; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del sol repartido entre todos.
Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos.
En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros.
Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero, así y todo, ya no quería seguir:
“Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla.” Eso nos dijo.
Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia.
Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche.
Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.
Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa.
Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera.
Entramos a Talpa cantando el Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde, en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de animal muerto.
Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco más.
Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza.
Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se había caído en medio de ellos.
A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba.
Pero no le valió. Se murió de todos modos.
“... Desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de sacrificios...”
Eso decía el señor cura desde allá arriba del púlpito. Y después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas avispas espantadas por el humo.
Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se levantara ya estaba muerto.
Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.
Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.
Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni que hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó.
Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo.
Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía en la sangre de uno a cada bocanada de aire.
Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro.
MACARIO
Estoy sentado junto
a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras
estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon
de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la
gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien
quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la
alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta
rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos...
Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son
negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son
buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo
me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las
ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene
los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de
comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo
perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me
manda a hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina.
Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa
compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina
arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la
conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña
para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la
que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos
dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa
no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos.
Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me
lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que
uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma
todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en la calle
que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha
oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir
solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la
iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra
las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra
mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día
inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el
pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero,
a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca
anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de
comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y
luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin
comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento
en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo.
Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del
obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién
parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora
ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que
ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale,
sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el
almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al
cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de
mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo
pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir
en chorros por la lengua... Muchas veces he comido flores de obelisco
para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor,
sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me
pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego
sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la
madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del
frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo
solo allí, en alguna noche... A veces no le tengo tanto miedo al
infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos
con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por
tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo
primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me
hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el
miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida...
Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta
al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará
con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena
el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo
no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque
ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y
tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí.
Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la
vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero
tanto... Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran
cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y
la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes
contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello
suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía,
cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno
está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum
del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y
cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno
si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que
yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber.
Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a
la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos,
hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del
señor cura...: "El camino de las cosas buenas está lleno de
luz. El camino de las cosas malas es oscuro." Eso dice el señor
cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a
oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me
agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo
descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y
filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y
esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de
las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos,
porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve
a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen
sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa...
Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi
casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y
atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando
que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver
por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy
quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna
cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un
manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que
me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote
prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi
cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las
destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los
mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni
a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están
penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el
mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos
echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta
mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En
mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí
entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay
alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar
sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta
llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a
temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del
piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se
puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima
para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda
la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un
rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también
le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude... De cualquier
modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la
calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí
nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome
las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe
lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se
me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis
tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de
comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los
puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así
que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta
que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa,
aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me
voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al
infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea
tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que
traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla
esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo
platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y
luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará
por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de
coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos
que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me
lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni
siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá
ni a mi mamá que es allí donde están... Mejor seguiré
platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar
algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce
como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...
NO OYES LADRAR A LOS
PERROS
—Tú que vas allá
arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves
alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar
cerca.
—Sí, pero no se oye
nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra
de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las
piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del
arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo
de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar
llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera,
fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos
dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que
hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo
rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
E1 viejo se fue reculando
hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la
carga de sus hombros.
Aunque se le doblaban las
piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido
levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le
habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído
desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez
menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío.
Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las
sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los
ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas
en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera
una sonaja. É1 apretaba
los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le
preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho:
"Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te
alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había
dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí
estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les
llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra
sobre la tierra.
—No veo ya por dónde
voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
EL otro iba allá arriba,
todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre,
reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio?
Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba
callado.
Siguió caminando, a
tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a
tropezar de nuevo.
—Este no es ningún
camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos
pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos
diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que
vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a
como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay
un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace
horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes
sean.
Se tambaleó un poco. Dio
dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita,
apenas murmurada:
—Quiero acostarme un
rato.
—Duérmete allí
arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo,
casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor,
se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que
no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no
lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su
hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado
tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para
llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da
ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que
puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el
viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía
a sudar.
—Me derrengaré, pero
llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le
han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien,
volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya
lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque
para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted
tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho:
"¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!"
Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos,
viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí
esta mi compadre Tranquilino. E1 que lo bautizó a usted. El que le
dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse
con usted. Desde entonces dije: "Ese no puede ser mi hijo."
—Mira a ver si ya ves
algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba,
porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya
debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de
haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si
ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No
hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría
a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no
puedo.
—Tengo mucha sed y
mucho sueño.
—Me acuerdo cuando
naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y
comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te
habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy
rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella
rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz,
quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías
a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a
tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera
viva a estas alturas.
Sintió que el hombre
aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y
comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le
pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió
que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras , Ignacio ?
Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca
hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar
de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve?
Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a
todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido
decir: "No tenemos a quién darle nuestra lástima ". ¿Pero
usted, Ignacio?
Allí estaba ya el
pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la
impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las
corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer
tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo,
flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente
los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello
y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías,
Ignacio? —dijo . No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
(De El llano en llamas, 1955).
JUAN RULFO (MÉXICO, 1918 - 1986)
Gracias por la invitación. Iré a visitar.
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