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julio 27, 2017

POEMAS DE MAXINE KUMIN


Foto: Bill Brett – The Boston Globe


Poema de cumpleaños

Nazco en mi casa,
la menor de cuatro hijos.
El doctor me trae tal cual lo prometió
en su bolso de cuero negro de motociclista.

Va sacándome por partes
primero asegura los miembros y el torso
y después, del torso hasta la base del cuello.
Abre el ombligo de mamá
y me mete, de cabeza.

Nado por el canal alimentario hacia arriba
con el mentón apuntando para atrás,
paso por la boca y el agujero de la nariz
y en la cima de la cabeza golpeo
para que me deje salir
por la partecita sin pelo.

Hoy mi mamá cumple ochenta y dos
empulserada y empelucada, espléndida.
Tuvo que ir a buscarme cuatro veces al pozo
para tenerme.




El trabajo de la vida

Mi nena, mi mamá,
me acuerdo de esta escena:
recién salida del Conservatorio
a los dieciocho una experta en Bach
de blusa almidonada
suplicando permiso para ir de gira
con el violinista virtuoso al que nunca
ibas a poder acompañar y él, que
arrojaba su música desde el arco
por la colofonia,
pelando línea tras línea
como notas de gracia en clave de sol
mientras mi abuelo
ese hombre respetable al que no conocí
con un pañuelo te limpiaba la boca
diciéndote no hija mía
y te desabrochaba el relicario de oro
que usabas sin foto alguna
y toda la casa alemana de la calle 15
se acomodaba a la cadencia…

A los dieciocho yo quería ser nadadora.
El pelo largo me chorreaba encima de la cena
servida en plato chino.
Con los dedos arrugados por el entrenamiento nocturno
como pasas rubias Sunsweet,
mi boca masticaba pero yo seguía haciendo largos.
Entraba en el agua como un cuchillo.
Toda músculos y siete puertas.
Una rana en el borde.
El rey de las anguilas y señora.
Tragaba y rezaba
que me dejaran entrar en la Aquacade
y mi papi perfecto
el que te hizo fugarte
después de que al violinista se le
rompió el diapazón y perdió su causa
mi papi con la cara sucia de salsa
juraba sobre el estofado y las zanahorias
que yo no iba a llegar a nada
que a la pena iba a llegar …

Bien, los padres de mano dura están muertos
y no llegué a la pena.
En vez de eso llegué a las palabras
para contar el cuentito que quedó:
Siguen siendo las medianoches de mi infancia.
Las escaleras vuelven a hablar bajo tus pies.
Las puertas pesadas del salón se cierran
y  “Claro de luna”  hace pucheros,
simple como el tictac del reloj en un aula,
desde las teclas obedientes.
Y de la Canción de amor de Debussy, lo que
oigo más nítido es la resonancia
seca de tus uñas largas al golpearlas.


Natación matutina

A la cabeza vacía me viene una
playa de algodón, un muelle desde donde

me ponía en marcha, aceitada y desnuda,
a través de la niebla, en la soledad fría.

No había línea, ni suelo ni techo
para distinguir el agua del aire.

La niebla de la noche, espesa como felpa,
me rodeaba en su profusión enmarañada.

Yo colgaba mi bata de dos ganchos.
Y sostenía el lago entre las piernas.

Invadida e invasora. Iba por encima
de ese cielo chato.

Los peces se movían debajo de mí, rápidos y sumisos.
Entonaban mi nombre en su zona verde.

Y al ritmo de la brazada
tarareaba en dos por cuatro un himno lento.

Tarareaba “Quédate conmigo”. El ritmo
subía con cada azote delicado de mi pie.

Subía en las burbujas oblicuas que
soltaba, y que trepaban por mi boca.

Mis huesos se tomaban el agua: el agua que caía
por todas mis compuertas. Yo era el manantial

que alimentaba el lago que se reunía con el mar
por el que iba cantando “Quédate conmigo”.




Apetito

Me como estas
frambuesas rojas silvestres
todavía tibias por el sol
y con un leve olor a balsamina
en memoria de mi padre

que se ponía la servilleta
bajo la barbilla y se inclinaba
sobre un bol de siderita
bañado en el jugo
de los granos brillantes

mi padre
con el suspiro de un hombre
que todo lo vio y fue redimido
decía una y otra vez
levantando la cuchara:

los hombres matan por esto.



Nuestra estadía en tierra va a ser breve

Las luces azules de aterrizaje le hacen
agujeros de clavos a la oscuridad.
Cae una nieve fina.
Nos posamos
en la pista a recoger
la correspondencia, la carga rápida,
bandejas de ratones de laboratorio,
café y masitas
para los pasajeros.

Vayamos donde vayamos
es lunes a la mañana.
Vengamos de donde vengamos
es el regazo de mamá.
Arriba, entre el montón de nubes,
dispersas como semillas
de chirivía o de apio, están
las almas de los no-nacidos:

Los hijos de los hijos de mis
hijos y los de su papá.
Vamos tomando velocidad para el último recorrido
y despegamos bajo la tormenta.



Canción

Todo imita este acto: los arpegios
el batir de las alas, los golpes de tambor, y en especial
los cascos de los caballos endureciéndose a medio galope.

No mencioné: nadar, la comba y el tirón
de la brazada en el agua

ni el batido de la manteca en los bols
las caricias, el mordisqueo en la boquilla de la pipa
el enfriarse circular al revolver los martinis
con hielo

o el ritual de la lluvia sobre las cornisas y desde muy lejos
el aviso soplado por el viento de un tren llegando
al puente, cuidado, cuidado:

todo se afila, después estalla.
Ante una ola de aplausos cae el telón.



Gracia

Las gallinas tienen su grava. La grava se pega
al buche, como debe ser.
Y piedra contra piedra es muela
que muele lo duro.

Y moliendo lo duro, aprendo
a llenar el buche, como debe ser.
Devoro  la pudinga
y creo que está bien.

Y creo que está bien forrarme las tripas
de octágonos pulcros de arenilla.
Sin hendija ni hoyo
que ventile,

ni vierta ningún fango, ningún lodo;
ni una pérdida se vuelque ni un terror se desprenda.
Dios, concedeme suficiente
apetito por la piedra.




Versiones en castellano de Sandra Toro.




Birthday Poem

I am born at home
the last of four children.
The doctor brings me as promised
in his snap-jawed black leather satchel.

He takes me out in sections
fastens limbs to torso
torso to neck stem
pries Mama’s navel open
and inserts me, head first.

Chin back, I swim upward
up the alimentary canal
bypassing mouth and nose holes
and knock at the top
of her head to be let out
wherefore her little bald spot.

Today my mother is eighty-two
splendidly braceleted and wigged.
She had to go four times to the well
to get me.


Life’s Work

Mother my good girl
I remember this old story:
you fresh out of the Conservatory
at eighteen a Bach specialist
in a starched shirtwaist
begging permission to go on tour
with the nimble violinist you were
never to accompany and he
flinging his music down
the rosin from his bow
flaking line by line
like grace notes on the treble clef
and my grandfather
that estimable man I never met
scrubbing your mouth with a handkerchief
saying no daughter of mine
tearing loose the gold locket
you wore with no one’s picture in it
and the whole German house on 15th street
at righteous white heat. . . .

At eighteen I chose to be a swimmer.
My long hair dripped through the dinner
onto the china plate.
My fingers wrinkled like Sunsweet
yellow raisins from the afternoon workout.
My mouth chewed but I was doing laps.
I entered the water like a knife.
I was all muscle and seven doors.
A frog on the running board.
King of the Eels and the Eel’s wife.
I swallowed and prayed
to be allowed to join the Aquacade
and my perfect daddy
who carried you off to elope
after the fingerboard snapped
and the violinist lost his case
my daddy wearing gravy on his face
swore on the carrots and the boiled beef
that I would come to nothing
that I would come to grief. . . .
Well, the firm old fathers are dead
and I didn’t come to grief.
I came to words instead
to tell the little tale that’s left:
the midnights of my childhood still go on.
The stairs speak again under your foot.
The heavy parlor door folds shut
and “Claire de Lune”
puckers from the obedient keys
plain as a schoolroom clock ticking
and what I hear more clearly than Debussy’s
love song is the dry aftersound
of your long nails clicking.


Our Ground Time Here Will Be Brief

Blue landing lights make
nail holes in the dark.
A fine snow falls.
We sit
on the tarmac taking on
the mail, quick freight,
trays of laboratory mice,
coffee and Danish
for the passengers.

Wherever we’re going
is Monday morning.
Wherever we’re coming from
is Mother’s lap.
On the cloud-pack above, strewn
as loosely as parsnip
or celery seeds, lie
the souls of the unborn:

my children’s children’s
children and their father.
We gather speed for the last run
and lift off into the weather.


Appetite

I eat these
wild red raspberries
still warm from the sun
and smelling faintly like jewelweed
in memory of my father
tucking the napkin
under his chin and bending
over an ironstone bowl
of the bright drupelets
awash in cream
my father
with the sigh of a man
who has seen all and been redeemed
said time after time
as he lifted his spoon
men kill for this.



Song

Everything imitates this act: arpeggios
the flapping of wings, drum beats, and especially
horses’ hooves hardening in a canter.

I have not said: swimming, the cupping and pull
of handholds on water

or the beating of batter in deep bowls
the fondling, the nipping of pipestems
the circular cooling of martinis stirred
over ice

or the ritual rain on the eaves and from far away
the windblown message of a train beginning
the trestle, warning, warning:

everything sharpens, then bursts.
The curtain comes down to a thunderous wave of applause.

Grace

Hens have their gravel; gravel sticks
The way it should stick, in the craw.
And stone on stone is tooth
For grinding raw.

And grinding raw, I learn from this
To fill my crop the way I should.
I put down pudding stone
And find it good.

I find it good to line my gut
With tidy octagons of grit.
No loophole and no chink
Make vents in it.

And in it vents no slime or sludge;
No losses sluice, no terrors slough.
God, give me appetite
for stone enough.




MAXINE KUMIN  (EE.UU., 1925-2014)

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