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mayo 13, 2015

POEMAS DE MIYÓ VESTRINI




En el patio de Anaïs Nin

En el patio de Anaïs Nin
dilapido mi muerte

perdida pero obstinada, lleno el vaso de agua para
el sudor de la madrugada y estiro la colcha viendo la
arañita quieta en el techo, siempre con el frío de la
noche anterior, siempre lo mismo,

y de ese patio, recuerdo sobre todo el olor,
aquel encuentro que nadie tomó en cuenta,
porque el día era muy gris
y temíamos
la gente amaneciera triste.

Había lo imprevisible en ese patio.
La estatua del niño de mirada inconmovible,
toquecitos de cielo, lluvia y palomas.
Un viajero que mentía para no llegar a su destino.
Un extraño transeúnte de abril.
Un asesino desencantado por la brisa
que decía no tengas miedo, son ruidos
de madera de algún vecino melancólico,
de algún aparecido. Y seguía rondando,
miraba y medía la niebla, casi pasaba
a otro tiempo, tiempo para que no
empezara nada nuevo.

En el patio de Anaïs Nin,
despiertan a veces los días malos

despiertan el agua y las campanas y las
palabras rigurosas y el furor ciego de los
solitarios y el golpe sobre los ojos y los
que te ven, como si nada pasara. Todo un
enojo de graznidos, bullas, desazones,
confusiones, monotonías, hasta la quietud
de la muerte, cuando será inútil ya agitarse.

En el patio de AnaÏs Nin,
los tragos son dulces y demoníacos

dan vueltas y más vueltas,
aplauden a mi amado

el más amado de los lunáticos.

En el patio de Anaïs Nin,
no se aceptan extraños

y menos aquellos que vengan de coléricas comarcas.

En el alto techo, habrá tiempo para tu cuerpo y el mío

nada diré de tu bienaventuranza, de tus
mañanas de jazmín, de tus insoportables
desastres. Correrás bajo el paso rápido
de las nubes y darás el santo y seña junto
a la fuente.

En el patio de Anaïs Nin,
cuando duermes y me amas,
es ahora el día de todas las furias juntas.


Los paredones de primavera

No enseñaré a mi hijo a trabajar la tierra
ni a oler la espiga
ni a cantar himnos.
Sabrá que no hay arroyos cristalinos
ni agua clara que beber.
Su mundo será de aguaceros infernales
y planicies oscuras.

De gritos y gemidos.
de sequedad en los ojos y la garganta.
de martirizados cuerpos que ya no podrán verlo ni oírlo.
Sabrá que no es bueno oír las voces de quienes exaltan el color del cielo.

Lo llevaré a Hiroshima. A Seveso. A Dachau.
Su piel caerá pedazo a pedazo frente al horror
y escuchará con pena el pájaro que canta,
                              la risa de los soldados
                              los escuadrones de la muerte
                              los paredones en primavera.

Tendrá la memoria que no tuvimos
                              y creerá en la violencia
                              de los que no creen en nada.


Ciertas jornadas se hacen largas

Ciertas jornadas se hacen largas.
                                                           Nadie pregunta cómo las paso.
El rostro de los agresores
                                              se mezcla
                                                       con el de los agredidos
No se sabe
                    cuántos sobreviven
                                                        a la masacre.


Muy poco y muy gris el tiempo que te queda

Soy frágil
para los amados.
Algún asesino más poderoso
más fuerte
me interceptó cuando cruzaba
el callejón de los cuchillos
                                               y me atajó.
Silencio mujer
dijo
de nada valdrá tu queja
en este momento
ni en los otros.

Muy poco
y muy gris
el tiempo que te queda
en esta madrugada de perros realengos
y borrachos asustados.

Déjame un instante
dije,
medir la luz que todos los días
me recibe y me abandona.

Déjame llorar un rato a solas.
Pero sólo había frío
                                 en el callejón de los cuchillos.


No vuelva más por aquí

Al infierno todo esto
y duró años sin irse al infierno.
Por eso he venido a verla.

Si usted estuviera tan deprimida,
¿pensaría en todo esto? ¿Habría
venido a verme?

Sólo le falta decir:
dígalo, no lo escriba.

Vamos a ver. Explíqueme lo que
siente. Sé que está sola y no
sabe qué hacer. Haga un esfuerzo

La habitación me gusta.
El sol alterna con la
penumbra. Trato de no
carraspear. Mantenerme
inmóvil. Pienso en un
carnero con grandes
cuernos, caminando
sobre la alfombra persa.

Usted está cargada de cosas, ¿entiende?
Cosas rudas. Unas detrás de otras.
Su madre, por ejemplo.
Y su padre. ¿Qué ha pasado?

Me gustaría visitar la casa.
Es una casa de madama fina y
escrupulosa. Siento que me
achanto sobre la silla. Es el
momento de llevarle flores a
alguien. De emborracharse. De
llevarse por delante media vida.
Estoy asustada.

Tiene que volver atrás. Vivir lo
que no vivió realmente. Es un
viaje muy largo. Muy largo. Aproveche
ahora cuando está al borde
del barranco. Escriba, pero unas
líneas solamente. Piense.

Sí. Eso es. Haré el amor, pero
unos minutos solamente. Lloraré,
un poquito nada más. Gritaré, pero
lo justo. Ningún sonido discordante.
Está contra reloj, la pobre. Trataré
de no olvidar su rostro
para reconocerla cuando
aparezca en sociales.

Cuénteme algo importante. Una
situación importante, como la que
vive ahora. Desea estar sola,
encerrarse, ¿verdad? ¿O quizá
desea morirse?
¿Ha tenido ideas raras?

¿Quién me pondrá las manos
encima cuando esté muerta?
Los muertos de Elías huelen
a perros. No lo quiero. Se
muere la gente y uno se bebe
un trago. Todos estos muertos
y uno aquí, con ideas raras.

Vamos a ver. Usted es una niña.
Tiene diez años. No le teme a
nada, ni siquiera a los murciélagos.
Su madre la toma del brazo.
La lleva a pasear por el pueblo.
Le habla de demonios y aparecidos.
Usted se resiste a ese brazo que
la envuelve toda. ¿Fue entonces
cuando sintió miedo?

Pueblos y demonios. ¿Qué sabe
ella de todo eso? Vine a preguntarle
por el infierno de los desaparecidos.
Y me devuelve a la ciudad, a la luz
que me llevará a la penumbra.
Antes de cerrar la puerta, me dice:

¡no vuelva más por aquí!



(de Pocas virtudes)

Valiente ciudadano

A María Inmaculada Barrios

Morid con el pensamiento
cada mañana y ya no
temeréis morir.
(Tratado Hagakuse)

Dame, señor,
una muerte que enfurezca.
Una muerte tan ofensiva
como a los que ofendí.
Una muerte que soporte la lluvia
de Santiago de Compostela,
y de paso,
mate a los que me ofendieron.

Dame, señor,
esa muerte de la intemperie
que sorprende y tranquiliza.
Haz que esté largando mocos y lágrimas,
suplicando piedad
y deseando muerte ajena.

Haz, señor,
que aquel hombre con piel inédita
reconozca en mí al animal de los olivares.
Que su cuerpo pese sobre el mío
y haga dulce
la entrada al fuego.

Te prometo haberlo visto todo.
La misma culpa con la que nací,
el mismo furor.
Haz, señor,
que esté escuchando a Vinicio de Moraes
y a María Betania
y prometiendo que mañana,
lunes,
me inscribiré en un curso para aprender brasileño.

Que venga la muerte
cuando descubras en mí
alguna oculta intención de poder
y cuando sepas,
por tus informantes,
de mis maniobras para pasar la historia.
Cuando te digan, señor,
que he agotado todos los recursos de la fatiga
sin pedir clemencia,
entonces, señor,
dame duro.
Haz que este golpe que tengo en la frente
por abrir puertas a cabezazos
se ponga
rojo,
latiente,
doloroso.

Supongamos, señor,
que eres el bing-bang.
Que ningún territorio escapa a tu vigilancia.
Que los hots-dogs son tema de tu predilección.
Que tu deseo de mí es parte obscena
de tu personalidad.
Entonces, señor,
examina mi estómago abultado
por los espaguetis de Portofino
por las favadas del Guernica
por los pasteles de coliflor de mi madre
por los largos tragos de cerveza y ron.

Espía, señor, los rostros de mi espejo en el espejo,
yo, la pusilánime astuciosa
la del dedo en el aire
abanicando a la aburrida concurrencia.

Podrías venir al cine, señor.
Veríamos Brazil,
La vaquilla,
Un día de campo,
El cartero y Gatsby.
Me escucharías
sacudida por la risa
y el temor.

Permíteme, señor,
contemplarme cómo soy:
el rifle en la mano
la granada en la boca
destripando a la gente que amo.

Acuéstate conmigo en la madrugada, señor,
cuando mi respiración es un golpe de piedras
en la corriente del río.

Y verás como nada,
ni siquiera la leche de tus cantares,
puede darme una muerte que me enfurezca.


Caricia

La mitad de lo que le ocurra
a mi hijo,
será culpa mía.
Qué bien.
Lo digo así,
recubierta de collares y lunares,
veinticuatro horas después de enviarte a París,
y supieras lo que es estar lejos de casa.
Llega hasta a mí
tu rostro de adolescente despeñado,
levantado hacia un profesor ansioso de enderezar
a este pequeño viejo rico.
Hay que ser fuerte,
te dicen:
sólo si lo eres tendrás derecho a cumplir
dieciocho años
y oler la cocaína que quieras.
Y vomitarte sobre la vajilla de tu madre
en la cena ofrecida
para celebrar tu regreso.
Por ahora,
te sacude el frío en el dormitorio de los grandes
y aprietas la medalla que te regaló tu novia
en el aeropuerto.
No he terminado contigo, decía la tarjetica,
prefiero que lo hagan otros.
Y firmaba:
mami te quiere.
Te sacaron de la galería de espejos
para que no rompieras el diseño de la arquitectura holandesa.
Aun antes de tu llegada
ella sufría de baby blues
porque,
¡ay!, gemía,
no estoy preparada para ser madre.
Ahora eres tú,
quien no está preparado para ser hijo.
Odias lo que está bien,
odias lo que está mal.
Estás perdido entre Le Pere Lachaise
y la rue Delambre.
No hay suficientes recuerdos como tú quisieras.
Ya juegas con la inmortalidad:
pobre rata,
qué poco vales en la apuesta,
te gritan los transeúntes a la caída del sol.
Miras el papel higiénico
impregnado de tu caca de niño triste.
De niño malo
enviado a París con un recuadro en el cuello:
menor viajando solo.


Zanahoria rallada

El primer suicidio es único.
Siempre te preguntan si fue un accidente
o un firme propósito de morir.
Te pasan un tubo por la nariz,
con fuerza,
para que duela
y aprendas a no perturbar al prójimo.
Cuando comienzas a explicar que
la-muerte-en-realidad-te parecía-la-única-salida
o que lo haces
para-joder-a-tu-marido-y-a-tu-familia,
ya te han dado la espalda
y están mirando el tubo transparente
por el que desfila tu última cena.
Apuestan si son fideos o arroz chino.
El médico de guardia se muestra intransigente:
es zanahoria rallada.
Asco, dice la enfermera bembona.
Me despacharon furiosos,
porque ninguno ganó la apuesta.
El suero bajó aprisa
y en diez minutos,
ya estaba de vuelta a casa.
No hubo espacio donde llorar,
ni tiempo para sentir frío y temor.
La gente no se ocupa de la muerte por exceso de amor.
Cosas de niños,
dicen,
como si los niños se suicidaran a diario.
Busqué a Hammett en la página precisa:
nunca diré una palabra sobre tu vida
en ningún libro,
si puedo evitarlo.


El dolor

Doblé con cuidado sus camisas
y vacié la gaveta de la mesa de noche.
Dada la magnitud de mi dolor,
leí a Marguerite Duras,
hostil y dulzona ella,
tejiendo un chal para su amado.
Al quinto día,
abrí las cortinas.
La luz cayó sobre el cubrecamas manchado de grasa,
el piso lleno de desechos,
el marco de la puerta descascarado.
Tanto dolor,
por cosas tan feas.
Miré una vez más su cara de ratón
y tiré todo por el bajante de la basura.
La vecina,
alarmada por semejante volumen de basura,
me preguntó si me sentía bien.
Duele, le dije.
En mi buzón colocaron un anónimo:
el que tenga un amor
que lo cuide
que lo cuide
y que no ensucie el bajante de basura de la comunidad.

(De Valiente ciudadano)

XIV

Escucha cómo paso de largo.
Propicio es el tiempo
para el brazo
que reposa
sobre tu flanco.
Para un primer canto de alondras,
para una mansa vereda
y un olor de piernas en reposo.
Escucha cómo paso de largo
y todo se hace tan frágil,
tan triste.

(de El invierno próximo)



Poema

Frente al dinosaurio de ojos pardos supe que
el retorno de mis antepasados se acercaba.
A su costado el anciano moribundo encendía
una hoguera de azufre.
Llovía
Apoyé mi mano sobre su boca húmeda de ternura presintiendo en la piedra
el paso de un cascabel infantil
y habló el dinosaurio de ojos pardos:
«Llévate la lluvia que apaga mi fuego ancestral y camina hacia el país de los eternos ahorcados.
El perro negro clavado en el centro de cuatro árboles
te hablará del hombre de tu única noche muerto
sobre la ebriedad de las puertas del mal cerradas»
Detrás del anciano moribundo sonrió mi abuelo
apretando contra sí su reloj de oro.
Sentí nostalgia por las doncellas misteriosas.
Todo había muerto.
A mis pies quedaba la herrumbre del dinosaurio
de ojos pardos y se acercaba inevitable,
el grito de mis antepasados.
A mis espaldas silbó un gato negro.
Era el ojo lunar de mi primer aullido frente al dolor.
        Maracaibo, Abril 1956

(de Revista Arquitrave 21, Octubre, 2005).


Órdenes al corazón

Cuando leí lo de la muerte súbita: “Un deprimido que envía órdenes a su corazón para que se detenga”, sentí pánico. Comencé a escuchar el esfuerzo desmesurado de mi corazón, tucún, tucún, desde hace cincuenta años. Dios, cómo debe estar de cansado. De aburrido. Órdenes y contraórdenes. Vive, muérete, encógete, ensánchate. Desde que le hago caso, se ha puesto más grande. Invade mi sombra. Me tumba cuando camino. Me marea. Sé que estoy a punto de darle la orden final. Pero no importa tanto eso, sino que es él quien sabe que la orden está por llegar. Y me trata de apresurar. Eso me irrita. Me enoja. Ya no le molestan tanto el cigarrillo, los tragos y las arrecheras. Simplemente está impaciente. Esperando la orden. Y ahora soy yo la que no quiere que se detenga. Necesito tiempo. Un poco más. No quiero morirme pareciéndome a mi madre. Mortifica esa imagen de espejo al derecho, sin fondo, copia fiel en la que no aparece mi odio mesurado. El tumulto es grande. La memoria es grande. Todo se ha puesto grande. Entre costilla y costilla, el corazón está creciendo. No lo maldigo, porque desde que leo la Biblia para el aliviar el insomnio, repito palabras de furia bien medida. A la medida de Dios. Nunca había leído rencores y venganzas y amenazas tan espectaculares. La frase budista de Beatriz es más apacible. No logré aprenderla de memoria. Pero ella jura que cambia el karma. Si la repito, mi rostro despedirá efluvios positivos. Pura alegría, pura emoción. Y qué va, cuando manejo y me veo por el retrovisor, despido pura mierda. Pura crispación. Dicen que la gente a punto de morir ve la película de su vida en segundos. Para variar, hasta en eso he sido lenta. Cuadro a cuadro, desgraciada. Y disfrútalos. Ningún episodio tiene sentido. Algo así como una bola de billar de un mal jugador.

Mira, yo la conocía de nombre solamente. Me gustaba su manera de escribir. Sí, me entrevistó varias veces, hace tiempo. Era buena, pero andaba como ida, captaba y escribía. Muy superficial. De todos modos era la mejor. Era mi amiga y no cobro nada por el entierro. A  mi mujer no le gusta mucho la idea, pero pienso que se lo debo. Tú sabes, era generosa, muy dada a la entrega. ¿Orlando? Se parecían y no llegaron a caer bien. A él lo salvó el prestigio y el apoyo de una mujer. Ella se quedó en el camino, a medias, sin respaldo de nadie.

Demasiado arrecha.

De Órdenes al Corazón. (Gentileza de http://letramuerta.com.ve)





MIYÓ VESTRINI (FRANCIA/VENEZUELA, 1938 -1991)




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