Si “la lucidez es la
herida más cercana al sol” como lo propone René Char, se puede
decir que sólo la mirada del ciego puede encarar el sol a pesar de
cierta opinión ampliamente difundida. Es cierto que en la tradición
oculocéntrica (tomo el término de los estudios de Benjamín Mayer
Foulkes) los ojos del ciego no participan de esa sustancia solar que,
según Plotino, les permitiría mirar de frente la estrella más
cercana a nosotros. Por lo tanto, es importante articular en una
reflexión introductoria la condición de ciego, primero dentro del
contexto mítico y después a través de algunos fragmentos
filosóficos.
La mitología griega nos
presenta diversos arquetipos de ceguera, comenzando por la de
Polifemo: en la representación de esa mirada única, tal como nos la
presenta la Odisea, este habitante de la gruta prehistórica funciona
como la pupila original de la naturaleza, observándose únicamente a
sí misma. La luz en la gruta, el fuego que aclara la morada de
Polifemo, no es sino el mundo de la empírea más rudimentaria en que
la mirada original y todas las percepciones visuales permanecen en la
monovisión absoluta. Es justamente ahí donde se manifiesta la
naturaleza ciega que no se ha sometido aún a la relación sujeto
objeto. Cuando Ulises penetra en este universo de la mayor fatalidad
aporta su mirada doble –es por eso que Theodor W. Adorno y Max
Horkheimer lo definen como el “prototipo del burgués”–;
gracias a su condición de biocular juega entre la cosa y el nombre,
es decir entre el contenido y su formulación. Cuando Ulises se
esconde detrás de Nadie, Polifemo permanece indefenso frente a su
lógica binocular. Dicho de otra manera, la mirada prehistórica de
Polifemo, monocular, sólo puede encarar la realidad plana
–bidimensional– del mundo y no ve aún la posibilidad de ir
detrás de las cosas –tridimensional– frente al ardid del vientre
de los borregos. Ulises es capaz de poner en jaque la mirada
direccional de Polifemo que, como ciego, la remite todo el tiempo a
sí mismo, es decir al punto cero de la visión ocular. La gruta de
una sola pupila se vuelve aquí la órbita de una mirada muerta,
vencida por el embuste que introduce en el mito la posibilidad de un
“tercer ojo”.
Con Edipo encontramos la
mirada liberada de la fatalidad mítica, esto es posible gracias a la
castración simbólica, es decir la ceguera del rey Edipo a las cosas
de este mundo. Por su toma de conciencia de lo que es el hombre,
Edipo es el primer personaje mítico en ir más allá de lo visible
al volverse la víctima de la fatalidad mítica. Su enceguecimiento
es la representación de una tercera posibilidad de ir más allá de
las cosas en sí mismas, aceptando el hecho de que también él tiene
derecho a morir. Su hija Antígona es la realización de una justicia
extrema que asegura a su padre el derecho a ser conducido al reposo
sagrado de la tumba. De la misma manera, Edipo se puede poner en
paralelo al tercer ojo de Tiresias, quien debido a la toma de
conciencia del placer de su mujer, se ve condenado a la ceguera, y
por lo tanto a la percepción tridimensional de una mirada que
también va más allá de lo visible. Tiresias se vuelve así el
arquetipo del analista que conoce los deseos velados del inconsciente
mítico, tal como le son presentados por el oráculo de Delfos. A
través de esa metáfora podemos conocer la naturaleza como una
situación latente en posición de ser y de devenir, pero que no
puede explicarse sino con la sabiduría nocturna de Tiresias.
Aquí deseamos
introducir, para nuestro propósito, el cuestionamiento filosófico
sobre el ciego y de manera más amplia, sobre la ceguera en el plano
ontológico, tal como aparece en algunos pasajes seleccionados de la
historia de la filosofía. Se trata solamente de una tentativa de
interpretación teniendo en cuenta algunos ejemplos de este problema.
Así como la sabiduría
estaba ligada a la noche, a la edad madura del hombre –Ulises
encuentra la ceguera apenas cuando regresa a Ítaca–, G. W. F.
Hegel pretende también que el ave de Minerva no vuele más que de
noche. Por lo tanto, es necesario examinar la situación de todos
aquellos para quienes la noche continúa siendo el lugar
privilegiado de la experiencia, además del de una fatalidad
irremediable. Estar del lado de la noche también significa
sumergirse en los orígenes de los orígenes, es decir, en el
comienzo del pensamiento de ser que nos fue comunicado, aún
indiferenciado del discurso mitológico, el pensamiento como
theorein, es decir la observación posible cuando la imagen, la luz
del espíritu, sale de la unión indiferenciada con la oscuridad
mítica. Sin embargo, toda historia del pensamiento permanece ligada
a ese regreso de las ventanas primarias que nos entregan el secreto
de la mirada así como también la posibilidad de la mirada del
ciego, aquella de la idea.
Regresemos pues a la cuna
del pensamiento filosófico, a los pasajes de Heráclito
concernientes a Homero. En ese punto la filosofía presenta al ciego
a la vez como conocedor y como incapaz de conocer las cosas del mundo
empírico, las pulgas diminutas, imperceptibles para su tacto y,
claro está, fuera del alcance de su mirada física inexistente. La
frase enigmática que los buscadores de pulgas dirigen a Homero:
“todo aquello que hemos visto y tomado, lo abandonamos, todo
aquello que no hemos visto ni tomado, nos lo llevamos” marca el
desfase entre el mundo de las realidades empíricas y de la mente. Se
podría decir a propósito de la descripción de Heráclito que la
mente, por más educada que sea, queda indefensa ante la banalidad
del mundo empírico, frente a la experiencia del cuerpo o cuando ha
sido privada de la visión física. Podemos encontrar reminiscencias
de este pasaje a través de toda la historia de la filosofía hasta
la Carta sobre los ciegos para uso de los que ven de Denis Diderot.
Heráclito nos muestra materialmente, revelándonos la verdad sobre
el mundo de las realidades inaccesibles a la mente de Homero, la
fuerza bruta de los hechos que recubren nuestro espacio existencial,
es decir, el del cuerpo. La paradoja formulada por los buscadores de
pulgas es de alguna manera una anticipación arcaica de las
diferentes formas de visualizar el mundo: por un lado aquellas de la
mente y de los sueños, “quijotescas”, y por el otro, aquellas de
los hechos en bruto características de la mirada de Sancho Panza. Es
cierto que también podemos interpretar el pasaje de Heráclito como
un desfase, incluso como una contradicción, entre el verbo y la
imagen, es decir, la separación entre la ceguera del verbo y la
videncia muda de la imagen. Pero eso sobrepasaría nuestro propósito
y preferimos retomar nuestro cuestionamiento sobre el ciego y la
filosofía en contexto de la filosofía de Platón. Antes de abordar
la reflexión sobre los prisioneros de la caverna de Platón, es
necesario que precisemos que se trata de la ceguera ontológica, por
lo tanto del problema de la realidad de las cosas tal cual son. En
cuanto a la ceguera trascendental, que más bien proviene de la
estructura teológica del mundo, nos limitaremos a evocarla
posteriormente.
La caverna de Platón es
de alguna manera el prototipo de la cámara oscura en la que la
condición de los habitantes, atados de pies y cuello, se parece
extrañamente a la de Polifemo. Nos damos cuenta de paso que,
mientras Polifemo se volvió ciego porque el fuego fue llevado a su
único ojo, los habitantes de la caverna de Platón perciben, aunque
tenuemente, el resplandor del fuego que da existencia a los objetos
bajo la forma de sombras que se inscriben sobre la pared rocosa que
tienen enfrente. Aquí vemos ya el fenómeno de la transformación
del fuego original en luz, gracias a la distancia establecida entre
las llamas y los objetos iluminados por ellas. También hay otra
diferencia respecto a la cámara oscura de imágenes invertidas, y es
que la estructura de la caverna presenta una abertura mas grande, lo
que desde el punto de vista de la física no conlleva ninguna
inversión. Los portadores de objetos cuyas sombras se proyectan en
la pantalla de la caverna pueden ser tanto seres parlantes como
silenciosos; en un caso como en el otro, permanecen en lo temporal y
se puede suponer que no se vuelven seres parlantes sino hasta el
momento en que el fuego ya no puede iluminar los objetos que llevan
consigo. Solamente es por la ausencia del fuego que podemos suponer
este regreso al lenguaje, que retoma el papel del fuego para
proyectar las imágenes en la mirada fija de los prisioneros de la
caverna. Mientras que los portadores de objetos permanecen en
silencio, las imágenes que son las sombras transportadas solo
expresan el movimiento; se trata ahí de un espectáculo mínimo para
asegurarnos la realidad de los sucesos empíricos de lo cotidiano
banal. Sin duda seria mas preciso definir a los habitantes de la
caverna como ciegos en potencia que gracias al fuego de la realidad
empírica son mas bien cortos de vista mientras indagan las sombras
frente a ellos. Una vez liberados podrían dirigirse hacia la luz
trascendental que los deslumbraría con su resplandor. La ceguera se
encuentra de alguna manera en el paso de un mundo a otro. Si las
sombras del mundo empírico ya no tienen razón de ser, una salida
posible es el regreso a las tinieblas originales; aunque hay otra
posible: si queremos percibir la luz, estamos obligados a valernos
del punto ciego de la caverna como elemento de contraste para
enseguida gozar de la percepción del mundo soleado. De esta manera,
podemos seguir hablando de dos formas de ceguera, aquella que nos
amenaza en el mundo empírico y temporal y esta otra que abre el
pasaje al mundo de las ideas, a la visibilidad pura.
Cuando Platón acusa a
los pintores de pintar las sombras de las sombras, los pone en
posición de ciegos que no se pueden imaginar la sombra de la sombra
más que sobre el plano de la lógica formal y formalizada. Si
tomamos esta tesis de manera absoluta, la sombra de las sombras no
existe, o más específicamente funciona como el espacio
tridimensional de la oscuridad original. De esta manera, podemos
comprender la célebre pintura de Kasimir Malevich, Cuadrado blanco
sobre fondo blanco, que remite al mismo problema. Para comprender
mejor la estructura de la caverna de Platón podemos establecer un
paralelo con la idea griega de la estructura del Hades, donde los
cuerpos antes reales se vuelven sombras. Así, al olvidar el mundo de
su existencia corporal tridimensional, ellos se transforman en una
realidad bidimensional. No es un azar que la madre de Ulises recupere
el uso de la palabra al beber sangre, lo que le devuelve su
corporeidad perdida en la muerte.
En todo caso, el mundo de
las sombras sigue siendo ya sea el pasaje a la ceguera original, ya
sea el recorrido hacia una realidad del saber, la realidad
oculocéntrica. Ahora debemos evocar la ceguera trascendental debida
al discurso mitológico que nos ocupa por ejemplo, en la Biblia.
Antes del instante llamado fiat lux, Dios se repliega en las
tinieblas sobre si mismo. Al crear la luz, se hace de un velo de
separación entre lo visible y lo invisible; es por eso que nosotros
estamos respecto a él en posición de ciegos, es decir, enceguecidos
por esta luz deslumbrante; en otros términos, al crear al hombre,
Dios le inflige su propia ceguera dándole al mismo tiempo el don de
la luz que aun hay que encontrar. Es gracias a la ceguera
trascendental que Tiresias, en la mitología griega, puede ver mas
allá de lo visible en la paradoja que acabamos de evocar.
Debemos decir que la luz
presente en el dios trascendental no es aquella que entra en juego en
lo temporal. Podemos entenderlo evocando la filosofía de la religión
de Hegel; él pone en paralelo a Dios Padre, Dios Hijo y Dios
Espíritu Santo de acuerdo con su sistema ternario de la dialéctica.
El Hijo que va al mundo, a lo temporal, comunica esta luz que los
humanos no pueden ver en directo más que a través del espejo, como
lo pretende san Pablo. El Padre, visible gracias a su hijo, permanece
invisible para el hombre y es en este desfase, en esta separación,
que es necesario ver la ceguera de lo temporal. Dios Hijo vuelto
hombre porta la memoria de la mirada del Padre a quien encuentra
hasta la tercera etapa, al regresar a casa del Padre, en la síntesis
de la Luz trascendental y temporal que es llamada Espíritu Santo.
Solamente en la desaparición visible del Cristo, el hombre encuentra
su nostalgia de la primera luz de los orígenes, aquella que sólo le
es accesible en la trascendencia. Al mirar los íconos como imágenes
de lo invisible, los vemos en calidad de ciegos. Desde esta
perspectiva, nuestra percepción pasa a través de la ceguera a lo
visible, para desembocar en una percepción trascendental, es decir
en una mirada hacia Dios en la inmanencia de nuestro espíritu. La
Santa Trinidad muestra sólo un lado del velo infranqueable que nos
separa de Dios, aquél que le confiere el estatus de absoluto, la
totalidad de su mirada de Sí. Al observarse gracias a la Luz
Original se desprende del mundo donde se presenta únicamente en el
espejo de su hijo o a través de las representaciones de éste
último.
Aquí debemos tener en
cuenta las etapas obligatorias en la visión posible de la divinidad,
que también nos incita a replantear el problema de los íconos como
representación. Cuando le dije a un pintor de íconos “si
comprendo bien padre mío, los íconos están hechos para los
ciegos”, me respondió en un sentido muy profundo acorde con el
espíritu de los íconos: “Usted tiene razón”. Esto significa
que el hombre sometido a las reglas de lo temporal sólo puede
percibir bajo la máscara de lo sagrado; si cree ver lo sagrado en
directo, es solamente el sustituto de Dios lo que ve. El Cristo como
espejo del mundo posee de alguna manera dos caras, una ofrecida a la
mirada del padre y la otra que se ofrece a la mirada del hombre. A la
bisagra entre lo invisible de la trascendencia y lo visible de lo
temporal, dejándose ver por el hombre, sólo encuentra Su luz propia
una vez que ha dejado el mundo. Así es como nosotros podemos
comprender las numerosas metáforas de los Evangelios, en particular
el suceso de Tabor, como el retorno de esta luz original, a través
de las reapariciones del Hijo. De la misma manera podemos evocar, en
esta perspectiva, la luz del Pentecostés que se hace visible en la
ceguera momentánea de los Apóstoles.
En seguida de algunos
ejemplos como estos podemos comprender la ceguera como condición del
hombre en lo temporal histórico, donde desempeña el papel del ciego
que puede solamente a través de numerosos círculos, etapas en la
espiral de la dialéctica según Hegel, desembocar en la luz absoluta
del espíritu, como el espejo del mundo que, al final, no hace sino
reflejarse. Lamentablemente, no podemos profundizar más en el
aspecto teológico de la lectura de Hegel y sus consecuencias porque
preferimos detenernos en Ernst Bloch, quien de manera muy original
logra formular una crítica de Hegel. Con Bloch intentaremos
comprender la relación entre lo visible y lo invisible,
específicamente en su crítica del narcisismo de Hegel, es decir, la
ceguera del Sujeto que, en la última de las etapas, se encuentra
confundido con su Objeto. Dicho de otra manera, en el saber absoluto.
Hegel es comparado con Narciso quien no entiende que entre él y su
imagen siempre hay algo que ver, un desfase temporal o un objeto
escapando a su propia definición.
Antes de abordar esta
cuestión, queremos subrayar que para Bloch el único sentido de la
verdad –entendido como verdad material– es el tacto. La prioridad
que él otorga a esta forma de percepción debe comprenderse en el
contexto de su filosofía, que no se puede inscribir a una
perspectiva utópica si el mundo mismo no posee un sustrato apropiado
para esta manera de proceder. La materia como sustancia en potencia
de ser, manifiesta, según Bloch, una forma de utopía subyacente. En
otras palabras, el sujeto no puede realizar su sueño utópico si su
objeto no contiene una carga latente de concreto. Para decirlo de
manera más precisa, el narcisismo de Hegel representa para Bloch la
terminación de las etapas dialécticas y con ello la muerte del
sujeto en el círculo vicioso de su auto reflexión como resultado de
las etapas precedentes. El objeto no puede funcionar como espejo de
los posibles sino a condición de que el sujeto no termine su
razonamiento en el saber absoluto. Se trata entonces de evitar la
ceguera del sujeto en el espejo ciego de Narciso para que el
“aún-no-ser” permita al sujeto sobrepasar su propia ceguera.
Ésta última al no liberarse de la oscuridad del momento vivido, se
convierte en una forma de utopía negativa, es decir, la proyección
de su condición pasada y actual hacia el futuro, sin poder encarar
la luz de la utopía concreta.
Bloch se sitúa en una
perspectiva del “aún-no-ser”. Lo inacabado de la relación
sujeto objeto le da la oportunidad de ver el mundo abierto al
espíritu de la utopía, al sujeto como agente. Este último se
encuentra en posición de ciego en la oscuridad del momento vivido.
Según Bloch, el momento presente es aquel que por sí mismo nos
permite sobre todo ver, mirar hacia el pasado y para el otro lado
hacia el futuro como resultado del tiempo superado. Así, el sujeto
se puede comprometer a superar esta fatalidad y creer en un futuro
diferente que –gracias a la posibilidad de diferenciación entre
presente y futuro– podemos nombrar “futuro” (el futuro presenta
un cambio cualitativo, un abandono del orden eterno de las cosas) en
la oscuridad del momento presente. El sujeto debe entonces encontrar
esta posibilidad del futuro para no repetir todo lo que ya tuvo lugar
y aquello que no representa nada nuevo. En su obra Sujeto-objeto, en
la que Bloch expresa su crítica de Hegel, da a la figura de la
lechuza –que para Hegel no vuela más que de noche– el papel del
ave nocturna que voltea sus ojos hacia el nuevo amanecer. Podemos
decir que gracias al pasaje a través de la ceguera del instante
presente, la mirada del sujeto, dejando tras de sí las etapas ya
vistas y franqueadas, se abre hacia otra luz que surge detrás del
velo del momento presente. De alguna manera, la única vía posible
más allá de los ritmos ternarios de la dialéctica hegeliana pasa a
través del cese temporal en la oscuridad del momento vivido, y por
lo tanto a través de este punto ciego del espíritu que le ofrece la
posibilidad de aprehender otro tiempo que surge al alba de la noche
hegeliana. Se trata entonces de una apertura de la dialéctica hacia
un “aún-no-ser” de acuerdo con la latencia del mundo que
permanece en gestación de los nuevos posibles. Dicho de otra manera,
la ventana oscurecida del momento presente es la condición sine qua
non para que el sujeto se libere de las cadenas de la dialéctica
hegeliana y abandone la regla del tertium non datur por el tertium
possibilis. De esta manera, la cortina de lo invisible se vuelve un
obstáculo a superar para que el sujeto no caiga en la repetición
del saber absoluto (el narcisismo de Hegel) y evite la ceguera
provocada por el ahogamiento del sujeto en su imagen, es decir en su
objeto sin retorno. Claro que se trata de metáforas provenientes del
muy expresionista lenguaje de Bloch que nos revela su necesidad de
concebir críticamente el pensamiento de Hegel y en particular su
dialéctica. Más adelante, intentaremos ver cómo la figura del
ciego, o el tema de la ceguera, se inscribe en su filosofía de la
música.
Entonces, si el tacto es
el sentido de la verdad material, Bloch se inscribe en la tradición
materialista, específicamente en la de Diderot, tal como se expresa
en la célebre Carta sobre los ciegos. Tenemos entonces que trazar
algunas ideas básicas. Este texto se trata del cruce de dos
discursos, aquel que cree conocer el mundo gracias a la visión
ocular y aquel que de alguna manera está pegado a la palabra del
ciego. En realidad las palabras inventadas por Diderot que
aparentemente pertenecen al ciego, sirven de pretexto para enunciar
lo concreto de las cosas tal y como las percibe el ciego; esta
elección no es azarosa: el tan real ciego escogido por Diderot –el
ciego de Puiseaux– desempeña el papel de una muy eficaz metáfora
para expresar la visión del mundo del mismo Diderot.
Primero, Diderot evoca la
necesidad de orden. Pongamos un sistema filosófico para justificar
en el caso de ciegos more geométrico con el fin de evitar el azar que
pudiera enturbiar el orden establecido de las cosas materiales por el
sujeto en la existencia del ciego; su mundo ordenado es diferente del
mundo en movimiento, desordenado y espontáneo de los videntes.
También realza la significación de palabras sin referente, como por
ejemplo, belleza, que en el con texto del ciego sólo tiene una
significación platónica (lo bello sólo puede ser bueno). El ciego
no puede comprender el concepto de belleza inútil que sobre todo
será desarrollada en el siglo XIX. En otros términos, la idea misma
de lo bello para el ciego está ligada a un sustrato concreto, ya sea
moral, ya sea aquello que puede aprehender mediante el tacto. Por
esta razón, el cuestionamiento sobre el espejo nos muestra aún
mejor el cruce de dos lógicas, aquella que va a los objetos mismos,
y aquella que sólo trata la imagen de los objetos a través de la
percepción oculocéntrica. Cuando el ciego dice: “[el espejo] es
una máquina que pone las cosas en relieve, lejos de ellas mismas
cuando se encuentran convenientemente ubicadas respecto de ellas
mismas”, concibe la existencia de las cosas como realidad
tridimensional a la que aplica el discurso bidimensional de los
videntes, enfatizando así la ambigüedad entre la cosa y su imagen.
El ciego se imagina la mesa como cuerpo duplicado por el espejo, sin
embargo el vidente cree ver la mesa cuando ve su reflejo en la
superficie del espejo.
Notemos de paso que el
ciego de Puiseaux es una persona instruida, y lo que es aún más
sorprendente, alfabetizada (educa a su nieto). De esa manera
representa una ruptura en la larga tradición de ciegos analfabetos y
anticipa la entrada de la escritura braille, la que será más tarde
aplicada por Valentin Haüy y Louis Braille. Es en este momento
cuando se hace una división clara entre el ciego que solamente habla
y aquel que escribe y narra al mismo tiempo.
En lo que concierne al
tacto, éste no puede ser considerado solamente como un detalle
exótico ya que el ciego le asigna una definición muy actual: “…
me gustaría tanto tener largos brazos; me da la impresión que mis
manos me instruirían mejor sobre lo que sucede en la luna que sus
ojos o sus telescopios; además los ojos dejan de ver antes que las
manos de tocar”. Esto supone que el universo no puede ser
únicamente percibido con el ojo. Incluso la exploración moderna
actual nos demuestra que andamos a tientas en el universo, claro que
sin los brazos alargados del ciego de Diderot, sino con los medios
modernos como sondas, telescopios, que únicamente son nuestros ojos
prolongados o, mejor dicho, nuestros brazos suplementarios. Notemos
que es a ciegas como la célebre sonda Cassini tocó el sol de Titán.
El astrofísico Peter Von Ballmoos es consciente de que los
astrofísicos no son sino ciegos, que escrutan el cielo con aparatos;
lo que expresa citando Charles Baudelaire: “¿Qué buscan todos
esos ciegos en el cielo?” El ciego de Diderot está consciente de
que la luna podría estar al alcance de su brazo si éste fuera
suficientemente largo, y vemos ahí una aplicación de la distancia
ocular en el dominio del tacto como mirada aproximante.
Esto confirma una vez más
la tesis de que nuestro cuerpo permanece como una totalidad abierta
frente al mundo infinito de las cosas materiales que sólo son
visibles o perceptibles a veces mediante el tacto. Dicho de otra
manera, aquello que nuestro ojo no ve puede ser percibido mediante el
sentido del tacto, comenzando por ciertos puntos de nuestro propio
cuerpo.
De esta manera podemos
comprender mejor la iconografía de mi imagen Les Deux Regards de
Sainte Lucie [Las dos visiones de Santa Lucía] al ser representada
con cuatro ojos, dos en su cara y otros dos que sostiene entre sus
manos. En ella se expresa la relación sujeto objeto mediante la
duplicación de su mirada original que se observa a sí misma en el
espejo, es decir, en el plato sostenido. Sus brazos alejan la mirada
de su punto de partida orbital para encontrarla en el espejo de sus
ojos perdidos. Se trata entonces de una ceguera que le otorga la
visión física a través del hallazgo del tercer ojo, es decir,
ofreciéndole el espejo ciego en su totalidad abierta. Santa Lucía
contempla su rostro en ese espejo y se convierte de esta manera en la
figura emblemática de otra mirada que va más allá de la lógica
admisible por un oculocentrismo universal. Veamos de paso que desde
cierto punto de vista, la figura de Santa Lucía se inscribe en la
larga tradición de los cuadros que representan mujeres en el espejo
(cfr. las numerosas Venus en el espejo), pero solamente Santa Lucía
nos puede servir como ejemplo de una mirada trascendental en la
inmanencia de su cuerpo herido por la ceguera física.
El ojo no puede percibir
las cosas en directo porque necesita de la distancia que asegura al
objeto de su percepción, el estatus de imagen visual. La definición
del espejo que da el ciego es, de esta manera, la aplicación de una
visión abstracta oculocéntrica en el mundo de los cuerpos y de los
volúmenes susceptibles a ser percibidos por la mirada aproximante
del ciego. Cuando el ciego dice que no es posible ver el propio
rostro, pero que se puede tocar, (“…la vista entonces es una
especie de tacto que sólo se extiende sobre los diferentes objetos
de nuestro rostro”) ya evoca la muy conocida tesis de Pico della
Mirandola que dice que uno no puede verse con sus propios ojos. El
ciego se percibe a sí mismo tocándose la cara. Pero le sucede lo
mismo que al vidente porque tampoco puede percibir su rostro con el
tacto sobre la cara lisa del espejo que se le enfrenta. Sin embargo,
el ciego comprende el principio del espejo, y es justo en esa
perspectiva que Diderot va más allá de todos los clichés sobre el
ciego, que como residuo de un pasado desafortunado, nos acompañaron
hasta la primera mitad del siglo XX. Aquí pensamos en ciertos
psicólogos y psicoanalistas que creían que a los ciegos no les
concernía el estadio del espejo. Con este lamentable error podemos
medir la lucidez premonitoria de Diderot y su aceptación filosófica
del ciego como igual a nosotros. Mediante su concepto de espejo
táctil, también introduce en la filosofía occidental el concepto
de cuerpo que más tarde será considerado por Maurice Merleau-Ponty
como punto cero del espacio. Entonces Diderot da al ciego el dominio
de la percepción facial corporal, exagerando, en parte, la visión
que el ciego porta en la punta de los dedos de su mano. Y aún ahí,
él anticipa la visión del mundo moderno que constata que a ojo
desnudo sólo se percibe una porción mínima del universo, el resto
es percibido por máquinas y solamente interpretado por el hombre.
También sería muy interesante analizar a detalle el diálogo entre
el vidente y el invidente sobre las ideas comunes y corrientes, y la
visión del ciego, especialmente cuando pregunta sobre el tamaño de
las máquinas (microscopio, telescopio) en relación con las
realidades que éstas observan. El tacto es para el ciego el punto
del cuerpo que funciona como espejo. Pero a diferencia del espejo que
debe estar ubicado a cierta distancia del objeto, el tacto es activo,
tanto desde el punto de vista del sujeto, como del objeto.
Precisemos. El tacto es la mirada que, al mirar es mirada (si me toco
estoy en posición de ser visto viéndome) y que reconcilia al mismo
tiempo el ver y el ser visto. Cuando el cuerpo se observa a sí
mismo, éste es visto, al tiempo en que se mira. De esta manera,
también podemos comprender la idea del cuerpo para Merleau-Ponty
como totalidad abierta. El ciego puede conocer esta realidad gracias
a la percepción del tercer ojo que representa la única mirada
posible de lo que es él mismo, sin, por lo tanto, caer en la trampa
de Narciso.
El tacto, único sentido
de la verdad material, percibe aquello que no es perceptible para el
ojo, dicho de otra manera, el ojo como órgano de la distancia se
puede engañar con la realidad de las cosas, sin embargo, el tacto
nos puede informar, en primer lugar, sobre los puntos ciegos de
nuestro propio cuerpo, como proyectado hacia el exterior en el mundo
de los objetos. Sin esta posibilidad seríamos incapaces de
aprehender con nuestro cuerpo los objetos externos a él, porque éste
último podría quedar como una especie de espejismo desprovisto de toda
felicidad de verificación. De esta manera hacemos un cuerpo a cuerpo
con el mundo de los objetos, palpando a ciegas todo lo que escapa a
nuestro ojo.
En la filosofía de Ernst
Bloch nos volvemos a encontrar el concepto de “pre imagen”
(Vorbild), que nos remite a la primera percepción, aún indefinida,
de una realidad todavía inexistente. Las tres etapas de creación
que nombra Bloch “incubación”, “inspiración” y
“explicación”, son también válidas para la idea de “pre
imagen” tal y como es concebida en nuestra cabeza antes de que
podamos aplicarla al objeto de nuestra observación. La incubación
es de alguna manera un punto ciego del conocimiento; entonces es ésta
la que le da razón de ser o más exactamente de “aún-no-ser”,
una categoría definitiva. Si el mundo es infinitamente abierto es lo
mismo para nuestra posibilidad de conocimiento; pero dado que estamos
condenados a vivir la realidad objetiva a través del instante
presente, estamos, como ya ha sido dicho, obligados a aceptar la
oscuridad, y más aún la ceguera del momento vivido. Nos encontramos
la misma idea del “aún-no-ser” en la interpretación blochiana
de ciertas obras de arte, particularmente en La ronda de noche de
Rembrandt. El filósofo nos propone dos términos complementarios: la
“pre apariencia” (Vorschein) y la “apariencia” (Schein). Lo
que vemos en ese cuadro, es el espacio nocturno; en esta
constatación, nosotros nos situamos como ciegos frente a esas
realidades, ya que es sólo la “pre apariencia” la que nos da el
verdadero contenido del cuadro, es decir, la mañana anunciada por el
juego de la luz. Dicho de otra manera, ese cuadro se dirige, en
principio, tanto al instante de la oscuridad de nuestra percepción
como a la visión utópica de la llegada de la mañana, es decir, al
espacio temporal de una realidad que aún no está frente a nuestros
ojos enceguecidos. Este contenido utópico y el carácter inacabado
de las obras de arte nos permiten liberarnos de nuestras percepciones
inmediatas para encontrar una mirada inédita en un mundo que todavía
no está ahí. Estamos entonces obligados a atravesar la oscuridad
del momento vivido para superar (überschreitte) el obstáculo de
nuestro presente en la bisagra de nuestro pasado y de nuestro futuro.
La ronda de noche sirve a Bloch como metáfora para explicar sobre un
plano muy concreto, que pensar significa superar, sobrepasar.
Solamente como seres pensantes que ven más allá del momento
presente podemos encarar la clarividencia de otra mirada, liberada de
la factualidad en el orden eterno de las cosas.
Se puede observar más
aún en la filosofía de la música de Bloch, expresada en su obra
Geist der Utopie [Los frutos de la utopía] que remite directamente a
la situación del ciego. Él considera que incluso en música –la
felicidad de los ciegos– haría falta cerrar los ojos para estar a
la escucha del sonido como fenómeno del cuerpo que se establece en
el espacio, y acogerlo mediante nuestro tercer ojo, Eurídice de
nuestra anterioridad. Así, podemos comprender la necesidad de la
escucha en relación con el silencio de los pasos de Eurídice al
quitar el reino del Hades (el mito de Orfeo y Eurídice,
específicamente en el fracaso del regreso de Eurídice a la
superficie provocado por la mirada de Orfeo que la hace desaparecer).
El sonido musical siempre es anticipado por su “pre imagen”, es
decir, el silencio como punto cero de la espacialización del sonido
que llamamos música. Orfeo al regreso de los infiernos, olvida el
sustrato necesario para la música, dado que mira hacia atrás,
ignorando que la imagen de Eurídice como imagen anticipadora puede
ser muda y también dar un sentido más profundo a su manera de
proceder de músico. En efecto, el músico, primero tiene que abordar
a Eurídice a ciegas porque solamente a condición de aceptar la
ceguera obligatoria, Eurídice podrá caminar frente a nosotros y no
detrás. Creer en el pasaje que nos lleva hacia adelante significa
acoger a Eurídice en la inmanencia de nuestra mirada interior, es
decir, creer en la posibilidad de sobrepasar la oscuridad del momento
vivido. Esta última es la reminiscencia del Hades que nos amenaza al
encaminarnos más allá de nuestra ceguera puntual, es decir, más
allá de la factualidad del mundo que todavía no está acabado.
Ser ciego significa
entrar conscientemente en el olvido estético para recobrar detrás
nuestro el hacia-el-presente vivido, una mirada inédita, aquella de
lo posible.
(de
“L'aveugle et le philosophe ou Comment la cécité donne à
penser”, Publications de la Sorbonne, 2009.)
Traducción del francés de
Nadxeli Yrízar
Fuente: Bavčar, Evgen, “La mirada del ciego: entre el mito, la metáfora y lo real”, en Diecisiete, año 1, número 1, 2011, pp. 33-46. http://www.diecisiete.mx/
Fuente: Bavčar, Evgen, “La mirada del ciego: entre el mito, la metáfora y lo real”, en Diecisiete, año 1, número 1, 2011, pp. 33-46. http://www.diecisiete.mx/
EVGEN BAVCAR (ESLOVENIA
,1946)
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