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noviembre 29, 2011

POEMAS DE LUIS CERNUDA




Si el hombre pudiera decir lo que ama...

Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.


Adolescente fui en días idénticos a nubes...

Adolescente fui en días idénticos a nubes,
cosa grácil, visible por penumbra y reflejo,
y extraño es, si ese recuerdo busco,
que tanto, tanto duela sobre el cuerpo de hoy.

Perder placer es triste
como la dulce lámpara sobre el lento nocturno;
aquel fui, aquel fui, aquel he sido...
era la ignorancia mi sombra.

Ni gozo ni pena; fui niño
prisionero entre muros cambiantes;
historias como cuerpos, cristales como cielos,
sueño luego, un sueño más alto que la vida.

Cuando la muerte quiera
una verdad quitar de entre mis manos,
las hallará vacías, como en la adolescencia,
ardientes de deseo, tendidas hacia el aire.


País

Tus ojos son de donde
la nieve no ha manchado
la luz, y entre las palmas
el aire
invisible es de claro.

Tu deseo es de donde
a los cuerpos se alía
lo animal con la gracia
secreta
de mirada y sonrisa.

Tu existir es de donde
percibe el pensamiento,
por la arena de mares
amigos,
la eternidad en tiempo.


Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman...

Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman,
parece como el viento que se mece en otoño
sobre adolescentes mutilados,
mientras las manos llueven,
manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas,
cataratas de manos que fueron un día
flores en el jardín de un diminuto bolsillo.

Las flores son arena y los niños son hojas,
y su leve ruido es amable al oído
cuando ríen, cuando aman, cuando besan,
cuando besan el fondo
de un hombre joven y cansado
porque antaño soñó mucho día y noche.

Mas los niños no saben,
ni tampoco las manos llueven como dicen;
así el hombre, cansado de estar solo con sus sueños,
invoca los bolsillos que abandonan arena,
arena de las flores,
para que un día decoren su semblante de muerto.


Quiero, con afán soñoliento...

Quiero, con afán soñoliento,
Gozar de la muerte más leve
Entre bosques y mares de escarcha,
Hecho aire que pasa y no sabe.

Quiero la muerte entre mis manos,
Fruto tan ceniciento y rápido,
Igual al cuerno frágil
De la luz cuando nace en el invierno.

Quiero beber al fin su lejana amargura;
Quiero escuchar su sueño con rumor de arpa
Mientras siento las venas que se enfrían,
Porque la frialdad tan sólo me consuela.

Voy a morir de un deseo,
Si un deseo sutil vale la muerte;
A vivir sin mí mismo de un deseo,
Sin despertar, sin acordarme,
Allá en la luna perdido entre su frío.


No intentemos el amor nunca

Aquella noche el mar no tuvo sueño.
Cansado de contar, siempre contar a tantas olas,
quiso vivir hacia lo lejos,
donde supiera alguien de su color amargo.

Con una voz insomne decía cosas vagas,
barcos entrelazados dulcemente
en un fondo de noche,
o cuerpos siempre pálidos, con su traje de olvido
viajando hacia nada.

Cantaba tempestades, estruendos desbocados
bajo cielos con sombra,
como la sombra misma,
como la sombra siempre
rencorosa de pájaros estrellas.

Su voz atravesando luces, lluvia, frío,
alcanzaba ciudades elevadas a nubes,
cielo Sereno, Colorado, Glaciar del infierno,
todas puras de nieve o de astros caídos
en sus manos de tierra.

Mas el mar se cansaba de esperar las ciudades.
Allí su amor tan sólo era un pretexto vago
con sonrisa de antaño,
ignorado de todos.

Y con sueño de nuevo se volvió lentamente
adonde nadie
sabe de nadie.
Adonde acaba el mundo.


Quisiera saber por qué esta muerte...

Quisiera saber por qué esta muerte
al verte, adolescente rumoroso,
mar dormido bajo los astros ciegos,
aún constelado por escamas de sirenas,
o seda que despliegan
cambiante de fuegos nocturnos
y acordes palpitantes,
rubio igual que la lluvia,
sombrío igual que la vida es a veces.

Aunque sin verme desfiles a mi lado,
huracán ignorante,
estrella que roza mi mano abandonada su eternidad,
sabes bien, recuerdo de siglos,
cómo el amor es lucha
donde se muerden dos cuerpos iguales.

Yo no te había visto;
miraba los animalillos gozando bajo el sol verdeante,
despreocupado de los árboles iracundos,
cuando sentí una herida que abrió la luz en mí;
el dolor enseñaba
cómo una forma opaca, copiando luz ajena,
parece luminosa.

Tan luminosa,
que mis horas perdidas, yo mismo,
quedamos redimidos de la sombra,
para no ser ya más
que memoria de luz;
de luz que vi cruzarme,
seda, agua o árbol, un momento.


Remordimiento en traje de noche

Un hombre gris avanza por la calle de niebla;
No lo sospecha nadie. Es un cuerpo vacío;
Vacío como pampa, como mar, como viento,
Desiertos tan amargos bajo un cielo implacable.

Es el tiempo pasado, y sus alas ahora
Entre la sombra encuentran una pálida fuerza;
Es el remordimiento, que de noche, dudando;
En secreto aproxima su sombra descuidada.

No estrechéis esa mano. La yedra altivamente
Ascenderá cubriendo los troncos del invierno.
Invisible en la calma el hombre gris camina.
¿No sentís a los muertos? Mas la tierra está sorda.


Sombras blancas

Sombras frágiles, blancas, dormidas en la playa,
dormidas en su amor, en su flor de universo,
el ardiente color de la vida ignorando
sobre un lecho de arena y de azar abolido.

Libremente los besos desde sus labios caen
en el mar indomable como perlas inútiles;
perlas grises o acaso cenicientas estrellas
ascendiendo hacia el cielo con luz desvanecida.

Bajo la noche el mundo silencioso naufraga;
bajo la noche rostros fijos, muertos, se pierden.
Sólo esas sombras blancas, oh blancas, sí, tan blancas.
La luz también da sombras, pero sombras azules.


Todo esto por amor

Derriban gigantes de los bosques para hacer un durmiente,
derriban los instintos como flores,
deseos como estrellas
para hacer sólo un hombre con su estigma de hombre.

Que derriben también imperios de una noche,
monarquías de un beso,
no significa nada;
que derriben los ojos, que derriben las manos como estatuas vacías.

Mas este amor cerrado por ver sólo su forma,
su forma entre las brumas escarlata,
quiere imponer la vida, como otoño ascendiendo tantas hojas
hacia el último cielo,
donde estrellas
sus labios dan otras estrellas,
donde mis ojos, estos ojos,
se despiertan en otro.


Un muchacho andaluz

Te hubiera dado el mundo,
muchacho que surgiste
al caer de la luz por tu Conquero,
tras la colina ocre,
entre pinos antiguos de perenne alegría.

Eras emanación del mar cercano?
Eras el mar aún más
que las aguas henchidas con su aliento,
encauzadas en río sobre tu tierra abierta,
bajo el inmenso cielo con nubes que se orlaban de
rotos resplandores.

Eras el mar aún más
tras de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;
eras forma primera,
eras fuerza inconsciente de su propia hermosura.

Y tus labios, de bisel tan terso,
eran la vida misma,
como una ardiente flor
nutrida con la savia
de aquella piel oscura
que infiltraba nocturno escalofrío.

Si el amor fuera un ala.

La incierta hora con nubes desgarradas,
el río oscuro y ciego bajo la extraña brisa,
la rojiza colina con sus pinos cargados de secretos,
te enviaban a mí, a mi afán ya caído,
como verdad tangible.

Expresión amorosa de aquel mismo paraje,
entre los ateridos fantasmas que habitaban nuestro mundo,
eras tú una verdad,
sola verdad que busco,
mas que verdad de amor, verdad de vida;
y olvidando que sombra y pena acechan de continuo
esa cúspide virgen de la luz y la dicha,
quise por un momento fijar tu curso ineluctable.

Creí en ti, muchachillo.

Cuando el amor evidente,
con el irrefutable sol del mediodía,
suspendía mi cuerpo
en esa abdicación del hombre ante su dios,
un resto de memoria
levantaba tu imagen como recuerdo único.

Y entonces,
con sus luces el violento Atlántico,
tantas dunas profusas, tu Conquero nativo,
estaban en mí mismo dichos en tu figura,
divina ya para mi afán con ellos,
porque nunca he querido dioses crucificados,
tristes dioses que insultan
esa tierra ardorosa que te hizo y te hace.


Unos cuerpos son como flores...

Unos cuerpos son como flores,
otros como puñales,
otros como cintas de agua;
pero todos, temprano o tarde,
serán quemaduras que en otro cuerpo se agranden,
convirtiendo por virtud del fuego a una piedra en un hombre.

Pero el hombre se agita en todas direcciones,
sueña con libertades, compite con el viento,
hasta que un día la quemadura se borra,
volviendo a ser piedra en el camino de nadie.

Yo, que no soy piedra, sino camino
que cruzan al pasar los pies desnudos,
muero de amor por todos ellos;
les doy mi cuerpo para que lo pisen,
aunque les lleve a una ambición o a una nube,
sin que ninguno comprenda
que ambiciones o nubes
no valen un amor que se entrega.


El viento y el alma

Con tal vehemencia el viento
viene del mar, que sus sones
elementales contagian
el silencio de la noche.

Solo en tu cama le escuchas
insistente en los cristales
tocar, llorando y llamando
como perdido sin nadie.

Mas no es él quien en desvelo
te tiene, sino otra fuerza
de que tu cuerpo es hoy cárcel,
fue viento libre, y recuerda.


Ventana huérfana con cabellos habituales...

Ventana huérfana con cabellos habituales,
Gritos del viento,
Atroz paisaje entre cristal de roca,
Prostituyendo los espejos vivos,
Flores clamando a gritos
Su inocencia anterior a obesidades.

Esas cuevas de luces venenosas
Destrozan los deseos, los durmientes;
Luces como lenguas hendidas
Penetrando en los huesos hasta hallar la carne,
Sin saber que en el fondo no hay fondo,
No hay nada, sino un grito,
Un grito, otro deseo
Sobre una trampa de adormideras crueles.

En un mundo de alambre
Donde el olvido vuela por debajo del suelo,
En un mundo de angustia,
Alcohol amarillento,
Plumas de fiebre,
Ira subiendo a un cielo de vergüenza,
Algún día nuevamente surgirá la flecha
Que abandona el azar
Cuando una estrella muere como otoño para olvidar su sombra.


Yo fui...

Yo fui.
Columna ardiente, luna de primavera.
Mar dorado, ojos grandes.

Busqué lo que pensaba;
pensé, como al amanecer en sueño lánguido,
lo que pinta el deseo en días adolescentes.
Canté, subí,
fui luz un día
arrastrado en la llama.

Como un golpe de viento
que deshace la sombra,
caí en lo negro,
en el mundo insaciable.

He sido.


Estoy cansado

Estar cansado tiene plumas,
tiene plumas graciosas como un loro,
plumas que desde luego nunca vuelan,
mas balbucean igual que loro.

Estoy cansado de las casas,
prontamente en ruinas sin un gesto;
estoy cansado de las cosas,
con un latir de seda vueltas luego de espaldas.

Estoy cansado de estar vivo,
aunque más cansado sería el estar muerto;
estoy cansado del estar cansado
entre plumas ligeras sagazmente,
plumas del loro aquel tan familiar o triste,
el loro aquel del siempre estar cansado.


Como leve sonido

Como leve sonido:
hoja que roza un vidrio,
agua que acaricia unas guijas,
lluvia que besa una frente juvenil;

Como rápida caricia:
pie desnudo sobre el camino,
dedos que ensayan el primer amor,
sábanas tibias sobre el cuerpo solitario;

Como fugaz deseo:
seda brillante en la luz,
esbelto adolescente entrevisto,
lágrimas por ser más que un hombre;

Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía,
como este afán sin nombre
que no me pertenece y sin embargo soy yo;

Como todo aquello que de cerca o de lejos
me roza, me besa, me hiere,
tu presencia está conmigo fuera y dentro,
es mi vida misma y no es mi vida,
así como una hoja y otra hoja
son la apariencia del viento que las lleva.


La sombra

Al despertar de un sueño, buscas
Tu juventud, como si fuera el cuerpo
Del camarada que durmiese
A tu lado y que al alba no encuentras.
Ausencia conocida, nueva siempre,
Con la cual no te hallas. Y aunque acaso
Hoy tú seas más de lo que era
El mozo ido, todavía
Sin voz le llamas, cuántas veces;
Olvidado que de su mocedad se alimentaba
Aquella pena aguda, la conciencia
De tu vivir de ayer. Ahora,
Ida también, es sólo
Un vago malestar, una inconsciencia
Acallando el pasado, dejando indiferente
Al otro que tú eres, sin pena, sin alivio.


Soliloquio del Farero

Cómo llenarte, soledad,
sino contigo misma...


De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
quieto en ángulo oscuro,
buscaba en tí, encendida guirnalda,
mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
y en tí los vislumbraba,
naturales y exactos, también libres y fieles,
a semejanza mía,
a semejanza tuya, eterna soledad.

Me perdí luego por la tierra injusta
como quien busca amigos o ignorados amantes;
diverso con el mundo,
fui luz serena y anhelo desbocado,
y en la lluvia sombría o en el sol evidente
quería una verdad que a ti te traicionase,
olvidando en mi afán
cómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojos
con nubes sobre nubes de otoño desbordado
la luz de aquellos días en tí misma entrevistos,
te negué por bien poco;
por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
por quietas amistades de sillón y de gesto,
por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,
por los viejos placeres prohibidos
como los permitidos nauseabundos,
útiles solamente para el elegante salón susurrado,
en bocas de mentira y palabras de hielo.
Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona
que yo fui,
que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;
por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,
limpios de otro deseo,
el sol, mi dios, la noche rumorosa,
la lluvia, intimidad de siempre,
el bosque y su alentar pagano,
el mar, el mar como su nombre hermoso;
y sobre todo ellos,
cuerpo oscuro y esbelto,
te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,
y tú me das fuerza y debilidad
como el ave cansada los brazos de la piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
oigo sus oscuras imprecaciones,
contemplo sus blancas caricias;
y erguido desde cuna vigilante
soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,
por quienes vivo, aun cuando no los vea;
y así, lejos de ellos,
ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
roncas y violentas como el mar, mi morada,
puras ante la espera de una revolución ardiente
o rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,
transparente pasión, mi soledad de siempre,
eres inmenso abrazo;
el sol, el mar,
la oscuridad, la estepa,
el hombre y su deseo,
la airada muchedumbre,
¿qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;
en ti, mi soledad, los amo ahora.


El joven marino

El mar, y nada más.

Insaciable, insaciable.
Con pie desnudo ibas sobre la olvidadiza arena,
Dulcemente trastornado, como el hombre cuando un placer
espera,
Tu cabello seguía la invocación frenética del viento;
Todo tú vuelto apasionado albatros,
A quien su trágico desear brotaba en alas,
Al único maestro respondías:
El mar, única criatura
Que pudiera asumir tu vida poseyéndote.

Tuyo sólo en los ojos no te bastaba,
Ni en el ligero abrazo del nadador indiferente;
Lo querías aún más:
Sus infalibles labios transparentes contra los tuyos ávidos.
Tu quebrada cintura contra el argínteo escudo de su
vientre,
Y la vida escapando,
Como sangre sin cárcel,
Desde el fatal olvido en que caías.

Ahí estás ya.
No puedes recordar,
Porque ahora tú mismo eres quieto recuerdo;
Y aquella remota belleza.
En tu cuerpo cifrada como feliz columna,
Hoy sólo alienta en mí,
En mí que la revivo bajo esta oscura forma,
Que cuando tú vivías
Sobre un ara invisible te adivinaba erguido.

No te bastaba
El sol de lengua ardiente sobre el negro diamante de
tu piel,
A lo largo de tantas lentas mañanas, ganadas en ocio
celeste,
Llenas de un áureo polen, igual que la corola de alguna
flor feliz,
De reposo divino, divina indiferencia;
Caído el cuerpo flexible y seguro, como un arma mortal,
Ante la gran criatura enigmática, el mar inexpresable,
Sin deseo ni pena, igual a un dios,
Que sin embargo hubiera conocido, a semejanza del hombre,
Nuestros deseos estériles, nuestras penas perdidas.

Mira también hacia lo lejos
Aquellas oscuras tardes, cuando severas nubes,
Denso enjambre de negras alas,
Silencio y zozobra vertían sobre el mar;
Y en tanto las gaviotas encarnaban la angustia del aire
invadido por la tormenta,
Recuérdale agitado, al mar, sacudiendo su entraña,
Como demente que quisiera arrancar en la luz
EI núcleo secreto de su mal,
Torciendo en olas su pálido cuerpo,
Su inagotable cuerpo dolido,
Trastornado ante tu amor, también inagotable,
Sin que pudieras llevar sobre su frente atormentada
La concha protectora de una mano.

Las gracias vagabundas de abril
Abrieron sus menudas hojas sobre la arena perezosa.
Una juventud nueva corría por las venas de los hombres
invernales;
Escapaban timideces, escalofríos, pudores
Ante el puñal radiante del deseo,
Palabra ensordecedora para la criatura dolida en cuerpo
y espíritu
Por las terribles mordeduras del amor,
Porque el deseo se yergue sobre los despojos de la tormenta
Cuando arde el sol en las playas del mundo.

Mas ¿qué importan a mi vida las playas del mundo?
Es ésta solamente quien clava mi memoria,
Porque en ella te vi cruzar, sombrío como una negra
aurora,
Arrastrando las alas de tu hermosura
Sobre su dilatada curva, semejante a una pomposa rama
Abierta bajo la luz,
Con su armadura de altas rocas
Caída hacia las dunas de adelfas y de palmas,
En lánguido paraje del perezoso sur.

Aún ven mis ojos las salinas de sonrosadas aguas,
Los leves molinos de viento
Y aquellos menudos cuerpos oscuros,
Parsimoniosamente movibles,
Junto a los bueyes fulvos,
Transportando los lunáticos bloques de sal
Sobre las vagonetas, tristes como todo lo que pertenece a
los trabajos de la tierra,
Hasta las anchas barcas resbaladizas sobre el pecho del
mar.

Quién podría vivir en la tierra
Si no fuera por el mar.

Cuántas veces te vi,
Acariciados los ligeros tobillos por el ancho círculo de
tu pantalón marino,
El pecho y los hombros dilatados sobre la armoniosa cintura,
Cubierto voluptuosamente de lana azul como de yedra,
El desdén esculpido sobre los duros labios,
Anegarte frente al mar en una contemplación
Más honda que la del hombre frente al cuerpo que
ama.
Cambiantes sentimientos nos enlazan con este o aquel
cuerpo,
Y todos ellos no son sino sombras que velan
La forma suprema del amor, que por sí mismo late,
Ciego ante las mudanzas de los cuerpos,
Iluminado por el ardor de su propia llama invencible.

Yo te adoraba como cifra de todo cuerpo bello,
Sin velos que mudaran la recóndita imagen del amor;
Más que al mismo amor, más, ¿me oyes?,
Insaciable como tú mismo.
Inagotable como tú mismo;
Aun sabiendo que el mar era el único ser de la creación
digno de ti
Y tu cuerpo el único digno de su inhumana soberbia.

Era el atardecer. Las aves del día
Huyeron ante el furtivo pensamiento de la sombra.
Los hombres descansaban en sus cabañas,
Entre la mujer y los hijos,
Desnudos los pies bajo la luz funeral del acetileno,
Acechando el sueño en sus yacijas junto al mar;
Como si no pudieran dormir lejos de lo que les hace
vivir
Y de lo que les hace morir.

Un gran silencio, una gran calma
Daba con su presencia el mar;
Pero también latía por el aire adormecido y fresco del
letal anochecer
Un miedo oscuro
A no se sabe qué pálidos gigantes,
Dueños de grisáceas serpientes y negros hipocampos,
Abriendo las sombrías aguas,
En lucha sus miembros retorcidos con rebeldes potencias
animales del abismo.

Las barcas, como leves espectros,
Surgían lentamente desde la arena soñolienta,
Voluptuosos cuerpos tibios,
Con la gracia del animal que sabe volver los ojos implorantes
Hacia las manos de su dueño, dispensadoras de protección
y de caricias,
Y piensa tristemente que se alejan sin poder retenerlas.

No a estas horas,
No a estas horas de tregua cobarde,
Al amanecer es cuando debías ir hacia el mar, joven
marino,
Desnudo como una flor;
Y entonces es cuando debías amarle, cuando el mar debía
poseerte,
Cuerpo a cuerpo,
Hasta confundir su vida con la tuya
Y despertar en ti su inmenso amor
El breve espasmo de tu placer sometido,
Desposados el uno con el otro,
Vida con vida, muerte con muerte.

Y una vez, como rosa dejada,
Flotó tu cuerpo, apenas deformado por las nupciales
caricias del mar,
Mas pálidos los labios, lo mismo que si hubieran dado
paso
A toda su pasión, el ave de la vida;
Igualmente hermoso así, joven marino,
Desgarradoramente triste con tu belleza inhabitada,
Como cuando tornasolaba la vida tus miembros melodiosos.

Cambian las vidas, pero la muerte es única.
Aún oigo aquella voz exangüe, que en su vago delirio
Llegó hasta mí, a través de las velas caídas en la arena,
como alas arrancadas;
Alguien que conocía tu ausencia, porque sus ojos te
vieron muerto, tal una rosa abandonada sobre el mar,
Decía lentamente: “Era más ligero que el agua.”

Qué desiertos los hombres,
Cómo chocan sin verse unos a otros sus frentes de vergüenza,
Y cuán dulce será rodar, igual que tú, del otro lado, en
el olvido.
Así tu muerte despierta en mí el deseo de la muerte,
Como tu vida despertaba en mí el deseo de la vida.


Birds in the Night

El gobierno francés, ¿o fue el gobierno inglés?, puso
una lápida
En esa casa de 8 Great College Street, Camden Town, Londres,
Adonde en una habitación Rimbaud y Verlaine, rara pareja,
Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron,
Durante algunas breves semanas tormentosas.
Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y alcalde,
Todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y Rimbaud
cuando vivían.


La casa es triste y pobre, como el barrio,
Con la tristeza sórdida que va con lo que es pobre,
No la tristeza funeral de lo que es rico sin espíritu.
Cuando la tarde cae, como en el tiempo de ellos,
Sobre su acera, húmedo y gris el aire, un organillo
Suena, y los vecinos, de vuelta del trabajo,
Bailan unos, los jóvenes, los otros van a la taberna.

Corta fue la amistad singular de Verlaine el borracho
Y de Rimbaud el golfo, querellándose largamente.
Mas podemos pensar que acaso un buen instante
Hubo para los dos, al menos si recordaba cada uno
Que dejaron atrás la madre inaguantable y la aburrida
esposa.
Pero la libertad no es de este mundo, y los libertos,
En ruptura con todo, tuvieron qut pagarla a precio alto.

Sí, estuvieron ahí, la lápida lo dice, tras el muro,
Presos de su destino: la amistad imposible, la amargura
De la separación, el escándalo luego; y para éste
El proceso, la cárcel por dos años, gracias a sus costumbres
Que sociedad y ley condenan, hoy al menos; para aquél
a solas
Errar desde un rincón a otro de la tierra,
Huyendo a nuestro mundo y su progreso renombrado.

El silencio del uno y la locuacidad banal del otro
Se compensaron. Rimbaud rechazó la mano que oprimía
Su vida; Verlaine la besa, aceptando su castigo.
Uno arrastra en el cinto el oro que ha ganado; el otro
Lo malgasta en ajenjo y mujerzuelas. Pero ambos
En entredicho siempre de las autoridades, de la gente
Que con trabajo ajeno se enriquece y triunfa.

Entonces hasta la negra prostituta tenía derecho de insultarles;
Hoy, como el tiempo ha pasado, como pasa en el mundo,
Vida al margen de todo, sodomía, borrachera, versos
escarnecidos,
Ya no importan en ellos, y Francia usa de ambos nombres
y ambas obras
Para mayor gloria de Francia y su arte lógico.
Sus actos y sus pasos se investigan, dando al público
Detalles íntimos de sus vidas. Nadie se asusta ahora, ni
protesta.

"¿Verlaine? Vaya, amigo mío, un sátiro, un verdadero
sátiro.
Cuando de la mujer se trata; bien normal era el hombre,
Igual que usted y que yo. ¿Rimbaud? Católico sincero,
como está demostrado."
Y se recitan trozos del “Barco Ebrio” y del soneto a
las “Vocales”.
Mas de Verlaine no se recita nada, porque no está de
moda
Como el otro, del que se lanzan textos falsos en edición
de lujo;
Poetas mozos de todos los países hablan mucho de él
en sus provincias.

¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de
ellos?
Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable
Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron
por ella,
Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita
Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.
Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla.



Luis de Baviera escucha a Lohengrin

Sólo dos tonos rompen la penumbra:
Destellar de algún oro y estridencia granate.
Al fondo luce la caverna mágica
Donde unas criaturas, ¿de qué naturaleza?, pasan
Melodiosas, manando de sus voces música
Que como fuente escondida, lenta fluye
O, crespa luego, su caudal agita
Estremeciendo el aire fulvo de la cueva
Y con iris perlado riela en notas.

Sombras la sala de auditorio nulo.
En el palco real un elfo solo asiste
Al festejo del cual razón parece dar y enigma:
Negro pelo, ojos sombríos que contemplan
La gruta luminosa, en pasmo friolento
Esculpido. La pelliza de martas le agasaja
Abierta a una blancura, a seda que se anuda en lazo.
Los ojos entornados escuchan, beben la melodía
Como una tierra seca absorbe el don del agua.

Asiste a doble fiesta: una exterior, aquella
De que es testigo; otra interior allá en su mente,
Donde ambas se funden (como color y forma
Se funden en un cuerpo), componen una misma delicia.
Así, razón y enigma, el poder le permite
A solas escuchar las voces a su orden concertadas,
El brotar melodioso que le acuna y nutre
Los sueños, mientras la escena desarrolla,
Ascua litúrgica, una amada leyenda.

Ni existe el mundo, ni la presencia humana
Interrumpe el encanto de reinar en sueños.
Pero, mañana, chambelán, consejero, ministro,
Volverán con demandas estúpidas al rey:
Que gobierne por fin, les oiga y les atienda.
¿Gobernar? ¿Quién gobierna en el mundo de los sueños?
¿Cuándo llegará el día en que gobiernen los lacayos?
Se interpondrá un biombo, benéfico, entre el rey y sus
ministros.
Un elfo corre libre los bosques, bebe el aire.

Esa es su vida, y trata fielmente de vivirla:
Que le dejen vivirla. No en la ciudad, el nido
Ya está sobre las cimas nevadas de las sierras
Más altas de su reino. Carretela, trineo,
Por las sendas; flotilla nívea, por los ríos y lagos,
Le esperan siempre, prestos a levantarle
Adonde vive su reino verdadero, que no es de este mundo:
Donde el sueño le espera, donde la soledad le aguarda.
Donde la soledad y el sueño le ciñen su única corona.

Mas la presencia humana es a veces encanto,
Encanto imperioso que el rey mismo conoce
Y sufre con tormento inefable: el bisel de una boca,
Unos ojos profundos, una piel soleada,
Gracia de un cuerpo joven. Él lo conoce,
Sí, lo ha conocido, y cuántas veces padecido,
El imperio que ejerce la criatura joven,
Obrando sobre él, dejándole indefenso,
Ya no rey, sino siervo de la humana hermosura.

Flotando sobre música el sueño ahora se encarna:
Mancebo todo blanco, rubio, hermoso, que llega
Hacia él y que es él mismo. ¿Magia o espejismo?
¿Es posible a la música dar forma, ser forma de mortal alguno?
¿Cuál de los dos es él, o no es él, acaso, ambos?
El rey no puede, ni aun pudiendo quiere dividirse a sí del otro.
Sobre la música inclinado, como extraño contempla
Con emoción gemela su imagen desdoblada
Y en éxtasis de amor y melodía queda suspenso.

Él es el otro, desconocido hermano cuyo existir jamás creyera
Ver algún día. Ahora ahí está y en él ya ama
Aquello que en él mismo pretendieron amar otros.
Con su canto le llama y le seduce. Pero, ¿puede
Consigo mismo unirse? Teme que, si respira, el sueño escape.
Luego un terror le invade: ¿no muere aquel que ve a su doble?
La fuerza del amor, bien despierto ya en él, alza su escudo
Contra todo temor, debilidad, desconfianza.
Como Elsa, ama, mas sin saber a quién. Sólo sabe que ama.

En el canto, palabra y movimiento de los labios
Del otro le habla también el canto, palabra y movimiento
Que a brotar de sus labios al mismo tiempo iban,
Saludando al hermano nacido de su sueño, nutrido por su sueño.
Mas no, no es eso: es la música quien nutriera a su sueño, le dio forma.
Su sangre se apresura en sus venas, al tiempo apresurando:
El pasado, tan breve, revive en el presente,
Con luz de dioses su presente ilumina al futuro.
Todo, todo ha de ser como su sueño le presagia.

En el vivir del otro el suyo certidumbre encuentra.
Sólo el amor depara al rey razón para estar vivo,
Olvido a su impotencia, saciedad al deseo
Vago y disperso que tanto tiempo le aquejara.
Se inclina y se contempla en la corriente
Melodiosa e, imagen ajenada, su remedio espera
Al trastorno profundo que dentro de sí siente.
¿No le basta que exista, fuera de él, lo amado?
Contemplar a lo hermoso, ¿no es respuesta bastante?

Los dioses escucharon, y su deseo satisfacen
(Que los dioses castigan concediendo a los hombres
Lo que estos les piden), y el destino del rey,
Desearse a sí mismo, le transforma,
Como en flor, en cosa hermosa, inerme, inoperante,
Hasta acabar su vida gobernado por lacayos,
Pero teniendo en ellos, al morir, la venganza de un rey.
Las sombras de sus sueños para el eran la verdad de la vida.
No fue de nadie, ni a nadie pudo llamar suyo.

Ahora el rey está ahí, en su palco, y solitario escucha,
Joven y hermoso, como dios nimbado
Por esa gracia pura e intocable del mancebo,
Existiendo en el sueño imposible de una vida
Que queda sólo en música y que es como música,
Fundido con el mito al contemplarlo, forma ya de ese mito
De pureza rebelde que tierra apenas toca,
Del éter huésped desterrado. La melodía le ayuda a conocerse,
A enamorarse de lo que él mismo es. Y para siempre
en la música vive.



Las sirenas

Ninguno ha conocido la lengua en la que
cantan las sirenas
y pocos los que acaso, al oír algún canto
a medianoche
(No en el mar, tierra adentro, entre las aguas
De un lago), creyeron ver a una friolenta
y triste surgir como fantasma y entonarles
Aquella canción misma que resistiera Ulises.
Cuando la noche acaba y tiempo ya no hay
A cuanto se esperó en las horas de un día,
Vuelven los que las vieron; mas la canción quedaba,
Filtro, poción de lágrimas, embebida en su espíritu,
y sentían en sí con resonancia honda
El encanto en el canto de la sirena envejecida.
Escuchado tan bien y con pasión tanta oído,
Ya no eran los mismos y otro vivir buscaron,
Posesos por el filtro que enfebreció su sangre.
¿Una sola canción puede cambiar así una vida?
El canto había cesado, las sirenas callado, y sus ecos.
El que una vez las oye viudo y desolado queda
para siempre.


A las estatuas de los dioses

Hermosas y vencidas soñáis,
Vueltos los ciegos ojos hacia el cielo,
Mirando las remotas edades
De titánicos hombres,
Cuyo amor os daba ligeras guirnaldas
Y la olorosa llama se alzaba
Hacia la luz divina, su hermana celeste.

Reflejo de vuestra verdad, las criaturas
Adictas y libres como el agua iban;
Aún no había mordido la brillante maldad
Sus cuerpos llenos de majestad y gracia.
En vosotros creían y vosotros existíais;
La vida no era un delirio sombrío.

La miseria y la muerte futuras,
No pensadas aún, en vuestras manos
Bajo un inofensivo sueño adormecían
Sus venenosas flores bellas,
Y una y otra vez el mismo amor tornaba
Al pecho de los hombres,
Como ave fiel que vuelve al nido
Cuando el día, entre las altas ramas,
Con apacible risa va entornando los ojos.

Eran tiempos heroicos y frágiles,
Deshechos con vuestro poder como un sueño feliz.


Donde habite el olvido

Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.


Desolación de la Quimera

Todo el ardor del día, acumulado
En asfixiante vaho, el arenal despide.
Sobre el azul tan claro de la noche
Contrasta, como imposible gotear de un agua,
El helado fulgor de las estrellas,
Orgulloso cortejo junto a la nueva luna
Que, alta ya, desdeñosa ilumina
Restos de bestias en medio de un osario.
En la distancia aúllan los chacales.

No hay agua, fronda, matorral ni césped.
En su lleno esplendor mira la luna
A la Quimera lamentable, piedra corroída
En su desierto. Como muñón, deshecha el ala;
Los pechos y las garras el tiempo ha mutilado;
Hueco de la nariz desvanecida y cabellera,
En un tiempo anillada, albergue son ahora
De las aves obscenas que se nutren
En la desolación, la muerte.

Cuando la luz lunar alcanza
A la Quimera, animarse parece en un sollozo,
Una queja que viene, no de la ruina,
De los siglos en ella enraizados, inmortales
Llorando el no poder morir, como mueren las formas
Que el hombre procreara. Morir es duro,
Mas no poder morir, si todo muere,
Es más duro quizá. La Quimera susurra hacia la luna
y tan dulce es su voz que a la desolación alivia.

«Sin víctimas ni amantes. ¿Dónde fueron los hombres?
Ya no creen en mí, y los enigmas que yo les propusiera
Insolubles, como la Esfinge, mi rival y hermana,
Ya no les tientan. Lo divino subsiste,
Proteico y multiforme, aunque mueran los dioses.
Por eso vive en mí este afán que no pasa,
aunque pasó mi forma, aunque ni sombra soy;
Afán que se concreta en ver rendido al hombre
Temeroso ante mí, ante mi tentador secreto indescifrable.

»Como animal domado por el látigo,
El hombre. Pero, qué hermoso; su fuerza y su hermosura,
Oh dioses, cuán cautivadoras. Delicia hay en el hombre;
Cuando el hombre es hermoso, en él cuánta delicia.
Siglos pasaron ya desde que desertara el hombre
De mí y a mis secretos desdeñosos olvidara.
y bien que algunos pocos a mí acudan,
Los poetas, ningún encanto encuentro en ellos,
Cuando apenas les tienta mi secreto ni en ellos veo hermosura.

«Flacos o fláccidos, sin cabellos, con lentes,
Desdentados. Esa es la parte física
En mi tardío servidor; y, semejante a ella,
Su carácter. Aun así, no muchos buscan mi secreto hoy,
Que en la mujer encuentran su personal triste Quimera.
y bien está ese olvido, porque ante mí no acudan
Tras de cambiar pañales al infante
O enjugarle nariz, mientras meditan
Reproche o alabanza de algún crítico.

«¿Es que pueden creer en ser poetas
Si ya no tienen el poder, la locura
Para creer en mí y en mi secreto?
Mejor les va sillón en academia
Que la aridez, la ruina y la muerte,
Recompensa que generosa di a mis víctimas,
Una vez ya tomada posesión de sus almas,
Cuando el hombre y el poeta preferían
Un miraje cruel a certeza burguesa.

»Bien otros fueron para mí los tiempos
Cuando feliz, ligera, hollaba el laberinto
Donde a tantos perdí y a tantos otros los dotaba
De mi eterna locura: imaginar dichoso, sueños de futuro,
Esperanzas de amor, periplos soleados.
Mas, si prudente, estrangulaba al hombre
Con mis garras potentes, que un grano de locura
Sal de la vida es. A fuerza de haber sido,
Promesas para el hombre ya no tengo.»

Su reflejo la luna deslizando
Sobre la arena sorda del desierto,
Entre sombras a la Quimera deja,
Calla en su dulce voz la música cautiva.
y como el mar en la resaca, al retirarse
Deja a la playa desnuda de su magia,
Retirado el encanto de la voz, queda el desierto
Todavía más inhóspito, sus dunas
Ciegas y opacas, sin el miraje antiguo.

Muda y en sombra, parece la Quimera retraerse
A la noche ancestral del Caos primero;
Mas ni dioses, ni hombres, ni sus obras,
Se anulan si una vez son: existir deben
Hasta el amargo fin, perdiéndose en el polvo.
Inmóvil, triste, la Quimera sin nariz olfatea
Frescor de alba naciente, de alba de otra jornada
Que no habrá de traerle piadosa la muerte,
Sino que su existir desolado prolongue todavía.


Epílogo

(Poemas para un Cuerpo)

Playa de la Roqueta:
Sobre la piedra, contra la nube,
Entre los aires estás, conmigo
Que invisible respiro amor en torno tuyo.
Mas no eres tú, sino tu imagen.

Tu imagen de hace años,
Hermosa como siempre, sobre el papel hablándome,
Aunque tan lejos yo, de ti tan lejos hoy
En tiempo y en espacio.
Pero en olvido no, porque al mirada,
Al contemplar tu imagen de aquel tiempo,
Dentro de mí la hallo y lo revivo.

Tu gracia y tu sonrisa,
Compañeras en días a la distancia, vuelven
Poderosas a mí, ahora que estoy,
Como otras tantas veces
Antes de conocerte, solo.

Un plazo fIjo tuvo
Nuestro conocimiento y trato, como todo
En la vida, y un día, uno cualquiera,
Sin causa ni pretexto aparente,
Nos dejamos de ver. ¿Lo presentiste?
Yo sí, que siempre estuve presintiéndolo.

La tentación me ronda
De pensar, ¿para qué todo aquello:
El tormento de amar, antiguo como el mundo,
Que unos pocos instantes rescatar consiguen?
Trabajos del amor perdidos.

No. No reniegues de aquello,
Al amor no perjures.
Todo estuvo pagado, sí, todo bien pagado,
Pero valió la pena,
La pena del trabajo ..
De amor, que a pensar ibas hoy perdido.

En la hora de la muerte
(Si puede el hombre para ella
Hacer presagios, cálculos),
Tu imagen a mi lado
Acaso me sonria como hoy me ha sonreído,
Iluminando este existir oscuro y apartado
Con el amor, única luz del mundo.



LUIS CERNUDA (ESPAÑA, 1902-1963)

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