Hace 20 años creía que eran muchas las cosas que debía decir, hoy pienso que lo que quiero decir no es tanto. Hace 20 años creía saber más —mucho más que ahora— y mis opiniones eran más contundentes. También tenía mucha más confianza en poder comunicar un pensamiento. Como se verá, era algo ingenua. Hoy no tengo esa confianza. He terminado por darme cuenta de que todo lo que me rodea es complejo, cambiante, equívoco e inasible, que está construido en capas y más capas y que siempre queda alguna otra capa por debajo, algo sorprendente que me obligará a replantearme todo a cada paso, y que la vida no me alcanzará para explorar sino unos pocos trozos. Tampoco doy ya por descontada la comunicación como hacía antes. Más aún: hoy, en un mundo saturado como éste en el que vivimos, con tan poco silencio, atosigado de mensajes, la comunicación entre dos humanos me parece un milagro. A veces, sólo a veces, se abre una fisura, una grieta, y algo de lo que uno dice puede pasar a formar parte genuina de las preocupaciones de otro.
En ese sentido, los que, por razones diversas, nos hemos quedado cerca de la infancia y no la hemos clausurado corremos con alguna ventaja. La comunicación se vuelve algo más fácil puesto que las grandes cuestiones son las que nos planteábamos a los cuatro, a los cinco años, a los seis años, y los paisajes de infancia de las distintas personas, aunque variados, se parecen siempre un poco. Los asuntos con que nos topamos los humanos al entrar a la vida no son tantos: el amor y el desamor, el tiempo, el cambio, la soledad, la compañía, el absurdo, la injusticia, la extraordinaria variedad y riqueza del mundo y la búsqueda de señales para encontrar en él algún sitio. Cuando uno habla desde la propia infancia a la infancia de otros, tiene algunas posibilidades más de que se produzca la grieta. Por eso decía que corro con ventaja.
Una de esas cuestiones viejas, nunca jamás saldadas, siempre abiertas y calientes, es la que tiene que ver con los cuentos. Y con la ficción en general. Con cómo se va construyendo el territorio del imaginario. Con la extraña manera en que de pronto, en medio de la vida cotidiana y sus contundencias, se levantan las ilusiones de un cuento y con el modo en que nos entregamos a él y resolvemos habitarlo, a pesar de ser una construcción tan precaria, suspendida en la nada, hecha de nada y, además, para nada. También con las razones que me han llevado a creer que se gana en libertad con la mudanza.
Me pareció prudente poner estas reflexiones bajo la protección de Scherezada. Como todos sabemos, Scherezada logró, a fuerza de cuentos, demorar su muerte durante mil y una noches y luego, como consecuencia de esa demora, demorarla aún más, sine die, es decir, sin día de plazo fijo, con plazo azaroso, que es la mejor moratoria que, hasta ahora hemos conseguido los humanos en el banco del destino. El personaje de Scherezada, la contadora, la que fabrica, con sabiduría y paciencia, una red de resistencia contra la veracidad y la tremenda falta de humor, además, del rey Schariar, la que, a pura palabra, impide que el alfanje caiga en su nuca y la degüelle como antes a cada una de las pobres esposas por un día de ese revanchista implacable, me agrada mucho. Y creo también que me ilumina. Una vez bajo la protección de Scherezada podría haber empezado a reflexionar a partir de Aristóteles. Eso le daría algún prestigio a mis dichos. En realidad estuve dudando un buen rato entre Aristóteles y mi abuela, y me quedé con mi abuela. Tal vez hace 20 años me habría quedado con Aristóteles. Hoy por esa decantación de las aguas de que hablaba antes, todo lo que luego, con el correr del tiempo, fui leyendo en torno a la ficción, y en general en torno al espacio poético, más mi propia práctica como artesana de lo poético, aparece formando parte de un cauce muy antiguo, que se fue cavando en el paisaje más viejo de todos mis paisajes y por acción en buena medida, ya se verá, de mi abuela: María Chan. Inédita. Una muy personal, privada e íntima bibliografía. La pregunta era: ¿cómo se empezó a construir ese territorio donde están, se mezclan, se aparean, se prestan juntos, las historias que me contaron, las que yo, a mi vez cuento, las que he leído, y hasta las que me tengo prometido leer cuanto antes; construcciones todas levantadas en el vacío, puras y perfectas ilusiones? ¿De qué está hecho ese país en el que tengo mis amigos, mis aliados, mis enamorados, muchos de ellos muertos hace siglos o nacidos y criados en geografías remotas, y al que busco ingresar cuando, a mi vez, escribo mis ficciones? ¿Cómo empezó todo este asunto? No se trató de una única escena, por cierto, sino de muchas escenas que, superpuestas, terminaron dibujando un recuerdo. Sentada en el patio a veces, otras veces en mi cuarto, o en la cocina, de mi casa en Florida, un barrio suburbano de Buenos Aires a los cuatro, a los cinco, a los seis años, escuchaba a mi abuela contar la historia del burro que en lugar de heces, como cualquier burro contante y sonante, fabricaba oro.
La historia —al menos en la versión popular que recordaba mi abuela y que procedía, es de suponer, de Galicia, como su familia, aunque podía ser también que de algún otro lado porque la ciudad era en los años de la infancia de mi abuela un hervidero de inmigrantes— empezaba con un hombre muy pobre, pero muy pobre (a veces yo quería saber hasta qué punto era pobre el hombre ese, si tenía casa o no, si la casa tenía o no ventanas, si comía o no comía, si tenía zapatos), que de pronto, por esas vueltas que tiene la vida, daba con este burro milagroso. Había, además, algunas palabras mágicas (mi abuela no había leído a Propp, como cualquiera se puede imaginar, pero podía ejercer con todo desparpajo cualquiera de las funciones). No recuerdo bien cómo descubría las palabras mágicas el hombre este, pero sí recuerdo muy bien cuáles eran y que yo, aunque me las sabía de memoria desde hacía tiempo, esperaba con mucha ansiedad que aparecieran. "Asnín, caga azuquín", esas eran. Y el burro, entonces, arrojaba por el trasero montones de monedas de oro, con las que el pobre dejaba de ser pobre instantáneamente, y hasta podía comenzar a ser generoso.
Pero la segunda parte del cuento era la verdaderamente emocionante porque ahí todo cobraba sentido. Había un otro —el antagonista, el villano—, y ese otro no era pobre sino rico, tan rico como pobre era el pobre (a veces yo preguntaba cómo de rico, si con ropas de terciopelo, relojes y cadenas de plata). El otro, claro está, codiciaba el burro. Y entonces lo robó, porque no estaba acostumbrado a privarse de nada de lo que deseaba en este mundo. Y robó también la fórmula mágica, con lo que llegaba a ese punto del cuento muy bien provisto, teniéndolo todo para ser aún más rico de lo que había sido hasta entonces. Pero quedaba aún un recodo, una última vuelta en esa historia: al solemne y esperanzado "Asnín, caga azuquín" del nuevo dueño, el burro respondía con un brusco regreso a la naturaleza, y de su trasero no salían monedas de oro sino lo que sale del trasero de cualquier burro que no es de cuento. El pico de la felicidad estaba para mí un momento antes del desenlace, un momento antes del instante en que el inocente y justiciero burro enchastraba la alfombra de seda y brocado que había tendido el codicioso a sus pies, con grandes cantidades de desprejuiciadas heces malolientes.
No era el único cuento, por supuesto, pero era uno de mis favoritos. Lo debo de haber pedido y escuchado cientos de veces entre los cinco y los siete años. Estaba para mí cargado de audacia. En primer lugar de audacia en el imaginario, porque, con palabras nada más, con aire que salía de la boca de mi abuela, se construía algo inesperado, algo que no formaba parte del mundo de las cosas naturales (y hasta un burro que violaba las reglas fisiológicas). En segundo lugar tenía grandes cantidades de audacia social, hasta de rebeldía, porque mi abuela, que no me permitía a mí decir palabras inconvenientes, incluía en el cuento una fórmula mágica llena de picardía: "Asnín, caga azuquín". Eso me llevaba a pensar que, en el territorio ese que habitábamos por un rato las dos, nuestros vínculos eran otros y eran otras las reglas. Me parecía, además, que había en el cuento una valentía ética, porque, con arrojo y sin mezquindades, se llevaba la justicia hasta sus últimas consecuencias (que es lo que uno espera que suceda cuando tiene cinco, seis, siete años).
Por otra parte, el hecho de que mi abuela y yo compartiésemos esa excursión aventurera del cuento creaba un lazo nuevo entre nosotras. Yo valoraba —valoro— mucho ese lazo, que considero inaugural a todos los que he formado a lo largo de mi vida con escritores que he leído, con lectores con quienes compartí lecturas y con lectores que han leído mis escrituras. Formábamos parte de una cofradía, éramos habitantes de un mismo territorio al que podíamos entrar y del que podíamos salir tantas veces como quisiésemos. Podíamos aludir a él en determinadas circunstancias, hacer bromas secretas al respecto, y con una mirada nomas ya sabíamos lo que sentía cada una de nosotras en cada recodo del cuento.
Por la deformación de los recuerdos, supongo, se me hace que esos momentos fueron muy largos. Como si la duración del cuento estuviese hecha de otra materia. Por lo general sucedía en el final de la tarde, después de tomar la leche y antes de empezar a preparar la cena. De esos momentos, que no tengo por qué pensar que estuviesen hechos de otra sustancia que de los minutos y las horas que miden habitualmente nuestros relojes, tengo un recuerdo más lento, como si cavasen un espacio diferente. No es el recuerdo de la actividad diaria, de ir y venir de la escuela, comer, pasear, hacer los deberes. Es más tiempo o un tiempo más denso o más hondo. Un tiempo de otro orden. ¿De qué estaba hecha esa felicidad impalpable? A veces me digo que si pudiese entender de qué estaba hecha lo entendería todo, hasta el sentido de la vida. Pero por el momento no he podido sino olfatearla, y adivinarle dos o tres ingredientes. Estaba hecha de gratuidad, sin duda. Eso primero. Mi abuela me tenía acostumbrada al regalo del tiempo, a la gratuidad. Incluso mucho antes del cuento del asno solía jugar conmigo una especie de historia muda que hacía con un piolín anudado. Lo extendía así, circular, como había quedado entre las dos manos, como marcando el espacio en donde iba a suceder todo, y con los dedos tejía una cuna. Yo iba aprendiendo a quitarle el hilo y a cambiar el dibujo: de la cuna al catre, a las vías del ferrocarril, a la estrella. No había una historia propiamente dicha detrás, sólo las fantasías que despertaban en mí las palabras "cuna", "catre", "vías", "estrella". Bien hecho, por otra parte, el juego no terminaba sino que volvía a la cuna, el arte y así siempre, recomenzando como la vida. Ese juego del hilo, como luego la grandísima donación de cuentos y de lectura (porque, cuando aparecieron los libros en mi vida mi abuela empezó a alternar cuentos orales con cuentos leídos), era completamente gratis. No se me pedía nada a cambio. Una excursión, nada más, al imaginario. Un ir y volver hacia y desde un otro orden. Sin embargo, había algo más, yo percibía. Había, además de la gratuidad, una especie de poderío. Algo me decía que, si el cuento era gratis, no era solo porque mi abuela era buena y me quería y entonces me donaba el tiempo sino, además, porque ella misma obtenía alguna felicidad de las excursiones imaginarias que hacíamos. Era algo que yo derivaba de comparar su situación de narradora con su situación de vida regular. Mi abuela no me parecía un ser especialmente feliz en otros momentos. Es más: yo sabía (de ese modo misterioso en que los niños saben las cosas) que no era feliz, que muchas veces sufría. En el cuerpo y en el alma. Mientras ella me contaba, yo, desde el banquito bajo en el que me sentaba, podía verle las piernas vendadas por las úlceras siempre abiertas que tenía, y el cuerpo inmenso, difícil de arrastrar, porque mi abuela era muy gorda y de un andar muy torpe. La había visto apoyada en el pilar de la puerta de entrada, aterrada porque alguien no llegaba. La había visto haciendo solitarios con los naipes para forzar un cambio de la suerte. La había visto llorar en la cocina mientras dos de sus hijos se peleaban a gritos en el patio. Pero, mientras contaba, cuando me tenía ahí, pendiente de sus palabras, era otra persona. Mucho más libre y más vigorosa, de eso no cabía duda. Se estaba conquistando otro espacio, un espacio en el que podía ser ágil feliz y también justiciera, como el burro.
Y el poderío derivaba, me parece, del hecho de que ella misma, ella personalmente, estaba haciendo acontecer ese cuento. Ella misma inauguraba ese otro espacio y se otorgaba y me otorgaba la posibilidad de habitarlo. Era la constructora o reconstructora de un viejo cuento. Lo que me ofrecía habitar era ficción, es decir, construcción en el vacío. Aquí es cuando puede venir Aristóteles a ayudar un poco a mi abuela con su venerable y nunca suficientemente absorbido concepto de poesía (o arte en general como artificio, es decir como construcción, en la que se obliga o se convence a ciertos elementos naturales —el mármol de las canteras, el aire que sale de la boca— a comportarse de acuerdo con un plan diferente). El plan del artista, que no es un plan natural sino poético, es decir de otro orden. Eso que sucedía entre las dos era una construcción imaginaria en la que ella, mi abuela, ponía el artificio, la sabiduría del artesano de cuentos, y yo ponía lo que Coleridge le pedía al lector o al escuchador de cuentos, "that willing suspension of disbelief", la deliberada —consentida, gustosa— suspensión de la incredulidad. La aceptación, la entrega. Era una especie de pacto. Entre las dos permitíamos que la ficción existiese y ganábamos en horizontes. Sin embargo, había algo más. No creo que hubiera yo gozado tanto de los cuentos, no creo que hubiese insistido tanto en que mi abuela me repitiera una y otra vez los mismos si no fuera porque sentía que, además, había algo que yo atrapaba mientras estaba dentro de ellos y que luego, al salir, me ensanchaba, me volvía más sabia. Del mismo modo en que Scherezada se había vuelto sabia en la biblioteca de su padre el visir y, con algún esfuerzo, había logrado volver un poco más sabio a su esposo, el rey Schariar. Yo tenía la íntima convicción de que los cuentos tenían que ver con la vida, aunque en ellos hubiese burros que defecaran oro. Pero ¿por qué?, o mejor, ¿de qué manera?, ¿en qué radicaba esa sabiduría? Y ahí, otra vez, Aristóteles al lado de mi abuela, aunque, se verá, con reparos. Para Aristóteles, el arte era a la vez Poiesis (o construcción: ficción) y mímesis (emulación de la vida). La palabra mímesis es tan difícil de traducir que en general se prefiere tomarla así, en crudo y en griego. La mimesis —o emulación de lo universal de la vida— es lo que, según Aristóteles, convierte lo artificial en artístico, el artificio en arte. No es poco. Es natural que Aristóteles definiera así el arte de su tiempo porque así se veía entonces la tragedia —tenida por la más valiosa de las artes: como una imitación-más pura más intensa, más perfilada— de las pasiones y las acciones de los hombres. Su definición era en realidad muy aguda, porque buscaba dar cuenta de esa doble dimensión —indisoluble— de ficción y profunda verdad que hay en el arte. Sólo que luego se abusó del concepto, la dualidad se convirtió en fisura, y todo terminó derivando en una partición —de graves consecuencias para el arte— entre forma y contenido. Según esta simplificación de lo complejo, la construcción pasaba a ser lo que tenía que ver con "el estilo" y con "la belleza", en tanto la verdad debía buscarse en el contenido, que a veces se llamaba "mensaje". Como el mensaje no era a veces tan fácil de hallar ni venía formateado en moraleja, había que recurrir a la interpretación. Pletóricos de espíritu detectivesco los intérpretes se ocuparían de "traducir" la ficción y de encontrar las verdades ocultas. Fue un resbalón de lo aristotélico, del que no hay por qué responsabilizar a Aristóteles.
La frontera indómita, Fondo de Cultura Económica, México, 1999.
GRACIELA MONTES (Argentina, 1947)