SEGUNDA PARTE - EL BEBÉ TIENE
TRES AÑOS
Finalmente fui a ver a ese Stern.
No era realmente un hombre viejo. Alzó la vista del escritorio, me miró un
instante, y tomó un lápiz.
—Siéntate ahí, hijito.
Me quedé donde estaba hasta que
volvió a mirarme. Entonces le dije:
—Oiga, si entrara aquí un enano,
¿qué le diría? ¿Siéntate, chiquito?
Stern volvió a dejar el lápiz
sobre la mesa y se puso de pie. Sonrió. Su sonrisa fue tan breve y cortante
como su mirada.
—Me equivoqué—me dijo—, pero
¿cómo podía saber que no quieres que te llamen hijito?
Esto era un poco mejor, pero yo
estaba todavía enojado.
—Tengo quince años, y no tiene
por qué gustarme. No me lo refriegue por la nariz. Sonrió otra vez y dijo que
muy bien, y yo fui y me senté.
—¿Cómo te llamas? —Gerard.
—¿Nombre o apellido?
—Los dos—dije. —¿Es cierto eso?
—No—le contesté—. Y no me
pregunte tampoco dónde vivo. —De ese modo no vamos a ir muy lejos.
—Eso es asunto suyo. ¿Qué está
pensando? ¿Ve en mí sentimientos hostiles? Bueno, los tengo. Hay muchas otras cosas
que andan mal en mí, o no hubiera venido. ¿Se va a detener por eso?
—Bueno, no, pero...
—Entonces, ¿qué le preocupa?
¿Cómo le van a pagar.?
Saqué un billete de mil dólares y
lo puse sobre el escritorio.—Así no tendrá que presentarme la factura. Lleve
bien la cuenta. Cuando se termine me lo dice y le daré otro.
Y ya ve que no necesita mi dirección. Espere—le dije cuando él fue a tomar el
dinero—. Déjelo ahí. Quiero estar seguro de que usted y yo vamos a ir adelante.
Stern juntó las manos.
—No, así no podremos entendernos
hijo... quiero decir. Gerard.
— Así será, si quiere entenderse
conmigo.
—Te gusta complicar las cosas,
¿no? ¿De dónde sacaste esos mil dólares?
—Gané un concurso. Veinticinco
palabras o menos para explicar qué divertido me resulta lavar mi ropa interior
con el Jabón Escamoso.—Me incliné hacia él.—Y esta vez digo la verdad.
—Perfectamente—dijo Stern.
Me sorprendió. Pensé que estaba
enterado. Pero no añadió una palabra. Esperó a que yo siguiera hablando.
—Antes de comenzar, si
comenzamos—dije—hay algo que quiero saber. Las cosas que yo le diga, las que
vayan saliendo... ¿quedarán entre los dos, como con un cura o un abogado?
—Totalmente—dijo.
—¿No importa que?
—No importa que.
Lo observé con atención. Le creí.
—Recoja su dinero—le dije—. Puede
seguir. No lo hizo.
—Como me dijiste hace unos
instantes—empezó Stern—eso es asunto mío. Estos tratamientos no se compran como
si fuesen caramelos. Tenemos que trabajar juntos. Si alguno de los dos no puede
hacerlo, todo es inútil No puedes ir a ver al primer psiquiatra que encuentres
en la guía telefónica y pedirle lo que se te ocurra sólo porque tienes dinero.
Le contesté con cansancio:
—No lo saqué de la guía
telefónica, y el que usted pueda ayudarme no es solo una sospecha. Elegí entre
una docena o más de sanacabezas antes de decidirme por usted.
—Gracias—dijo. Y pareció que iba
a reírse de mí, lo que nunca me gustó—¿Elegiste. has dicho? ¿Como?
—Cosas que uno oye y lee. Ya
sabe. No voy a decírselo. Así que ponga eso junto con mi dirección.
Me miró un rato. Por primera vez
me dedicó algo más que una breve mirada. Luego recogió el billete.
—¿Qué tengo que hacer ahora?—le
pregunté. —¿Qué quieres decir?
—¿Cómo vamos a empezar?
—Ya empezamos cuando cruzaste esa
puerta. Claro, tuve que reírme.
—Está bien, me ha ganado. Solo
conocía el principio. No sabía cómo iba usted a seguir y no pude adelantarme.
Eso es muy interesante—dijo
Stern—¿Siempre te imaginas las cosas por adelantado? —Siempre.
—¿Y cuántas veces aciertas?
—Todas. Excepto... pero no tengo
por qué hablarle de excepciones. Esta vez se sonrió de veras.
—Ya veo, uno de mis pacientes ha
estado hablando. —Uno de sus ex pacientes. Sus pacientes no hablan.
—Les pido que no hablen. Y eso va
para ti también. ¿Qué oíste?
—Que de lo que hace y dice la
gente deduce lo que van a hacer y a decir. Y que a veces permite que lo hagan y
a veces no. ¿Cómo aprendió a hacer eso? Stern pensó unos
instantes.
—Creo que nací con cierto talento
para los detalles. Y luego me equivoqué bastantes veces, y con bastante gente,
hasta que aprendí a no equivocarme demasiado. ¿Y tú, como lo aprendiste?
—Contésteme a eso y no tendré que
volver por aquí.
—¿De veras no lo sabes?
—Ojalá lo hubiera sabido. Oiga,
esto no nos lleva a ninguna parte.
Se encogió de hombros. Depende de
adónde quieras ir.
Hizo una pausa y volví a sentir
toda la fuerza de su mirada.
—¿En qué resumida descripción de
la psiquiatría crees actualmente?—me preguntó.
—No le entiendo.
Stern abrió un poco un cajón del
escritorio y sacó de él una pipa ennegrecida. La olió y la dio vuelta, sin
dejar de mirarme.
—La psiquiatría se ocupa de la
cebolla del ser, desprendiendo una capa tras otra hasta llegar al purísimo
centro del yo. O la psiquiatría penetra como el barreno de un pozo de petróleo,
hacia abajo, hacia los lados, y otra vez más abajo, hasta alcanzar una capa
rendidora. O la psiquiatría toma un puñado de impulsos sexuales y los arroja al
campo de bolos de tu vida para que choquen con algunos episodios. ¿Alguna más?
Tuve que reírme.
—La última era muy buena.
—La última era muy mala. Todas
son malas. Todas tratan de simplificar algo complejo. El único resumen que
puedo ofrecerte es éste: nadie sabe lo que anda mal en ti sino tú mismo; nadie
sino tú puede encontrar una cura; nadie sino tú puede reconocer si ésta es en verdad
una cura, y una vez que lo has descubierto, nadie sino tú puede utilizarla.
—¿Para que está usted ahí,
entonces?
—Para escuchar.
—No tengo por qué pagarle a nadie
todo un jornal sólo para que me escuche una hora. —Es cierto. Pero estás
convencido de que sé escuchar.
—¿Lo estoy?—Lo pensé un
momento.—Creo que sí. Bueno, ¿usted no?
—No, pero nunca lo creerás.
Me reí. Me preguntó de qué se
trataba. —Ya no me está llamando hijito—le dije. —No.
Meneó levemente la cabeza. Como
mientras tanto seguía mirándome, los ojos parecían resbalarle dentro de las
órbitas—¿Qué deseas saber acerca de ti mismo y que no quieres que se lo cuente
a ningún otro?—Quiero descubrir por qué maté a alguien— dije rápidamente
No se inmutó.
—Acuéstate ahí. Me puse de pie.
—¿En ese sofá?
Hizo un gesto afirmativo.
Mientras me estiraba en el sofá,
con el cuerpo casi rígido, le dije: —Me siento como en un chiste.
—¿Qué chiste?
—Un hombre vestido con racimos de
uvas—dije mirando el techo. Era de un gris muy claro.
—¿Qué decía?
—«Tengo troncos llenos de estos
trajes.» —Muy bueno—dijo suavemente.
Lo miré con atención. Comprendí
entonces que era de esa clase de hombres que se ríen para adentro, cuando se
ríen.
—Lo incluiré en un libro de
historias clínicas algún día—me dijo—, pero no te incluiré a ti. ¿Para qué has
recordado ese chiste?—Como no le contesté se levantó y se sentó en una silla
detrás de mi cabeza, en donde yo no podía verlo.—Puedes dejar de hacer pruebas,
hijito. Soy bastante bueno para ti.
Apreté las mandíbulas con tanta
fuerza que me dolieron los dientes, y después relajé todos los músculos. Fue
magnífico.
—Está bien dije—. Lo siento.
No dijo nada, pero me pareció que
se reía otra vez. Aunque no de mí. —¿Cuántos años tienes?
—Este... quince
—Este... quince—repitió. ¿Qué
quiere decir quince?
—Nada. Tengo quince años.
—Cuando te pregunté cuántos años
tienes, dudaste porque te vino otro número a la boca. Lo rechazaste y lo
cambiaste por «quince».
—¡No cambié nada! ¡Tengo quince!
—No niego que los tengas.—Hablaba
serenamente—Vamos, ¿cuál era ese otro número?
Me enfurecí otra vez.
—No hay otro número ¿Qué
pretende? ¿Estudiar mis gritos, asegurar esto y aquello hasta que todo
signifique lo que según usted quiere significar?
Guardó silencio.
—Tengo quince—dije desafiante.
Añadí—No me gusta tener sólo quince. Usted lo sabe. No es que quiera insistir
en que tengo quince.
Siguió esperando sin decir una
palabra. —El número era ocho.
—Así que tienes ocho años. ¿Y
cómo te llamas
—Gerry.—Me incorporé en un codo,
y di vuelta la cabeza hasta que pude verlo. Había abierto la pipa y estaba
mirando a través de la boquilla hacia la lámpara del escritorio.— Gerry, sin
«este».
—Muy bien—dijo suavemente
haciéndome sentir verdaderamente tonto.
Volví a acostarme y cerré los
ojos. Ocho, pensé. ocho.
Ocho, ocho, plato. Estado, odio.
Comí del plato del estado y odié. Todo esto no me gustaba y entorné los
párpados. El techo era gris aún. Todo estaba bien. Stern, sentado en alguna
parte, detrás de mi, con su pipa, estaba bien. Respire hondamente, una, dos,
tres veces, y luego cerré los ojos. Ocho. Ocho años de edad. Ocho, odio. Años,
miedo. Edad, frío ¡Maldita sea! Me torcí y retorcí en el sofá buscando un modo
de vencer el frío. Comí del plato del...
Gruñendo, tomé mentalmente todos
los ochos y todas las rimas y todo lo que esto significaba y los ennegrecí
cuidadosamente. Pero enseguida volvieron a aclararse. Tenía que ponerles algo
encima. Imaginé la gran figura luminosa de un ocho y la coloqué allí.
Pero el ocho comenzó a rodar,
acostado y una luz apareció en el interior de sus asas. Era como una de esas
películas en relieve, que se miran con unos anteojos. Iba a tener que mirar, me
gustase o no.
De pronto abandoné toda
resistencia, y dejé que la visión me inundase. Los anteojos se acercaron, cada
vez más, y allí estaba yo.
Ocho. Ocho años de edad. Frío
como un animal en una zanja. La zanja corría junto al ferrocarril. El año
último, el cañaveral era unas mantas espinosas. El suelo era rojo; y cuando no,
era un cieno resbaladizo y pegajoso. Estaba helado y duro como barro cocido.
Esa dureza tenía ahora cubierto
por una escarcha blanquecina, fría como la luz del invierno que sube por las
lomas. Durante la noche, las luces eran tibias, y estaban dentro
de las casas de los otros. Durante el día el sol estaba también en la casa de
algún otro, pues a mí no me hacía ningún bien.
Yo estaba agonizando en aquella
zanja. La noche anterior había sido un lugar tan bueno como cualquiera para
dormir, y esta mañana era un lugar tan bueno como cualquiera para morir. Así
mismo. Ocho años de edad, el dulce y enfermizo sabor de la grasa de cerdo y el
pan húmedo que sacas de algún tacho de basura, el estremecimiento de terror
cuando estás, robando una arpillera y oyes el ruido de unos pasos.
Y oí unos pasos.
Yo estaba acostado sobre un lado
del cuerpo. Me cubrí el estómago, porque a veces le patean a uno el estómago, y
me tapé la cabeza con los brazos. Nada más.
Después de un rato, alcé los ojos
y vi un zapato enorme, un tobillo en el zapato, y al lado otro zapato. Esperé
inmóvil los puntapiés. No es que me importara mucho, pero era verdaderamente
una vergüenza. En todos estos meses nunca me habían sorprendido, ni siquiera se
me habían acercado, y ahora esto. Me daba tanta vergüenza que me eché a llorar.
El zapato me tomó por debajo del brazo,
pero no se trataba de un puntapié. Me hizo girar. Estaba tan endurecido por el
frío, que me di vuelta como un trozo de madera.
Conservé los brazos sobre la cara
y la cabeza, y me quedé inmóvil, con los ojos cerrados. Por alguna razón dejé
de llorar. Creo que la gente llora sólo cuando cree que va a recibir alguna
ayuda.
Como no ocurrió nada, abrí los
ojos y aparté los brazos hasta que pude ver algo. Había un hombre a mi lado,
alto como una montaña. Tenía unos descoloridos pantalones de lienzo y una chaquetilla
tipo Eisenhower con grandes manchas de sudor bajo los brazos.
La cara era peluda, como la de
esos tipos a quienes les crece algo que no puede llamarse una barba y nunca se
afeitan.
—Levántate—me dijo el hombre.
Le miré el zapato, pero no iba a
patearme. Me incorporé a medias y casi me caí de nuevo, pero el hombre me
sostuvo poniéndome una mano en la espalda. Así estuve un rato, sin poder
moverme, y luego me apoyé en una rodilla.
—Vamos—dijo el hombre—. En
marcha.
Juro que sentí que los huesos se me
rompían, pero me puse de pie. Mientras me levantaba, tomé del suelo una piedra
redonda y blanca. Tuve que mirar para saber si la estaba agarrando de veras.
Tenía los dedos agarrotados.
—Váyase de aquí o le romperé los
dientes de una pedrada—le dije.
El hombre extendió y bajó la mano
tan rápidamente que no pude ver cómo metió un dedo entre mi palma y la piedra,
arrancándomela.
Empecé a echarle maldiciones,
pero me volvió la espalda y subió por el terraplén hacia las vías. Apoyó la
barbilla en el hombro y dijo:
—Vamos, ¿quieres?
No trataba de atraparme, y por
eso no corrí. No me hablaba, y por eso no discutí con él. No me pegó, y por eso
no me enfurecí. Lo seguí. Me esperó. Me extendió una mano y se la escupí.
Entonces se fue, subiendo hacia las vías, hasta desaparecer de mi vista. Subí a
gatas el terraplén. La sangre me empezaba a circular por las manos y los pies y
yo los sentía como cuatro puerco espines patas arriba. Cuando llegué a los
durmientes, el hombre estaba esperándome.
La pendiente terminaba allí, pero
a mí me pareció, que las vías subían por una montaña y que la montaña se me
venía encima. Cuando me di cuenta, yo estaba en el suelo, de espaldas, mirando
el cielo frío.
El hombre se me acercó y se sentó
en una de las vías. No trató de tocarme. Jadeé un par de veces, y de pronto
sentí que sólo necesitaba dormir un minuto, sólo un minutito.
Cerré los ojos. El hombre me
hundió su dedo índice en las costillas. Me dolió.
—No te duermas—dijo.
—Estás completamente helado y
muerto de hambre. Quiero llevarte a casa para que te calientes y comas. Pero
hay un buen tirón y no podrás llegar solo. ¿No te importa que te lleva a
cuestas? ¿O prefieres caminar?
—¿Qué va a hacer conmigo cuando
lleguemos a su casa?
—Ya te lo dije. —Bueno, adelante.
Me alzó en sus brazos y echó a
caminar vías abajo. Si el hombre hubiera añadido una sola palabra yo me hubiese
vuelto a acostar en la zanja hasta morirme de frío. Pero ¿por qué me preguntó
si yo quería ir de este modo o de otro? Yo no podía moverme.
Dejé de preocuparme y me quedé
dormido.
Me desperté una vez en el momento
en que doblábamos a la derecha. Nos metimos en el bosque. No se veía ningún
sendero, pero el hombre caminaba con seguridad. La vez siguiente, me despertó
un crujido. El hombre estaba cruzando un lago helado, y el hielo cedía bajo sus
pies. No trató de apresurarse. Miré hacia abajo y vi las grietas blancas, pero
el hombre ni siquiera se inmutó. Me dormí otra vez.
Al fin me dejó en el suelo.
Habíamos llegado. Estábamos en una habitación muy caliente. Enseguida me puse
en guardia. Lo primero que hice fue buscar la puerta. La vi, y de un salto me
instalé junto a ella, con la espalda apoyada en la pared por si acaso se me
ocurría escapar. Luego miré a mi alrededor.
Era una habitación bastante
grande. Una de las paredes era de roca y las otras de troncos y barro. Un fuego
muy vivo ardía en la pared de piedra, pero no exactamente en una chimenea, sino
en una especie de hueco. En un estante de la pared opuesta había una vieja
batería de automóvil y de sus alambres colgaban dos amarillentas lámparas
eléctricas. Había una mesa, algunas cajas y un par de banquetas de tres patas.
El humo nublaba el aire, se sentía un olor a comida tan maravilloso,
conmovedor, dulzón y crepitante que sentí en la boca el chorro de una pequeña
manguera.
—¿Qué he traído, bebé?—preguntó
el hombre.
La habitación estaba llena de
chicos Bueno, eran tres, pero parecían más. Había una niña aproximadamente de
mi edad, de unos ocho años, quiero decir, con la cara manchada de azul. Tenía
un caballete, una paleta con muchos colores y un puñado de pinceles que no
estaba usando. Extendía la pintura pasando los dedos por el lienzo. A su lado
vi a una negrita, de unos cinco años que me miraba con ojos grandes y
asombrados. Y en una canasta, que era una especie de Luna, apoyada en dos
caballetes de madera, había un bebé. Me pareció que tendría unos tres o cuatro
meses. Babeaba, le salían unas burbujas de la boca, movía desordenadamente las
manos y agitaba las piernas, como todos los bebés.
Cuando el hombre habló la niña
que estaba junto al caballete me echó una mirada y se volvió hacia la cuna. El
bebé babeó y movió las piernas en el aire.
—Se llama Gerry. Está enojado.
—¿Por qué está enojado? —preguntó
el hombre mirando al bebé. —Por todo—respondió la niña—y por todos.
—¿De dónde viene?
—Eh. ¿Qué es esto?—exclamé, pero
nadie me hizo caso. El hombre continuó con las preguntas y la chica siguió
respondiendo. Yo nunca había visto nada parecido.
—Se escapó del asilo de huérfanos
—dijo la chica—Lo cuidaban bastante, pero nadie coengranaba con él.
Así dijo, «coengranaba»
Abrí la puerta y entró una ráfaga
de aire frío. —¡Canalla!—le grité al hombre. —Lo mandan del asilo.
—Cierra la puerta, Janie—dijo el
hombre.
La niña no se
movió, pero la puerta se cerró de golpe. Traté inútilmente de abrirla. Grité y
me puse a forcejear.
—Será mejor que se quede en un
rincón—dijo el hombre. —Janie, ponlo en un rincón.
Janie me miró. Una de las
banquetas se elevó en el aire y vino volando hacia mí y me golpeó con la tabla
del asiento. Salté hacia atrás, y la banqueta me siguió. Me moví a un costado,
y me encontré en el rincón. La banqueta se acercó otra vez. Traté de
derribarla, y sólo conseguí lastimarme la mano. Me agaché y descendió conmigo.
Intenté pasar por encima, y rodó por el suelo, y yo junto Con ella. Me
incorporé y me quedé temblando en el rincón. La banqueta se puso derecha y
clavó las patas en el suelo.
—Gracias, Janie—dijo el hombre.
Miró hacia el rincón. —Quédate ahí, sin moverte. Más tarde me ocuparé de ti. No
era necesario que hicieras tanto alboroto.—Y añadió dirigiéndose al bebé:—¿Nos
sirve realmente?
Y otra vez respondió la niña:
—Seguro. Es el indicado.
—Bueno—dijo el hombre, ¡qué me
dices!—Se acercó a mí y añadió—: Gerry, puedes vivir con nosotros. No soy del
asilo. Y no dejaré que te encierren.
—¿No, eh?.
—Te odia—dijo Janie.
—¿Qué tengo que hacer?
Janie volvió la cabeza y miró la
canasta. —Dale un poco de comida.
El hombre asintió y comenzó a
atarearse en el fuego.
En todo ese tiempo, la negrita no
se había movido, ni había dejado de mirarme con sus ojos saltones. Janie volvió
a su pintura y el bebé siguió ocupado en sus cosas, de modo que no me quedó más
que mirar a la negra.
—¿Qué demonios estás mirando?—le
grité.
Me hizo una mueca.
—Gerry, jo, jo—dijo, y
desapareció.
Quiero decir que realmente
desapareció, como una luz que se apaga, dejando un pequeño montón de ropas. Su
vestidito flotó en el aire unos instantes y luego cayó al suelo. Eso fue todo.
La negrita se había ido.
—Gerry, ji, ji—se oyó.
Alcé la vista, y allí estaba,
completamente desnuda, encaramada en una saliente de la roca, no muy lejos del
techo. Apenas la vi, desapareció.
—Gerry, jo, jo—dijo la negrita.
Ahora estaba en el otro extremo
de la habitación, en lo alto de unos cajones amontonados que servían de
estantes.
—Gerry, ji. ji, Estaba debajo de
la mesa. —Gerry, jo, jo.
Y la negrita apareció en el
rincón, apretándose contra mí.
Grité, traté de separarme de ella
y derribé la banqueta. Temí que la banqueta comenzara otra vez a moverse y me
hundí en el rincón. La negrita ya no estaba a mi lado.
El hombre, atareado junto al
fuego, miró por encima del hombro y dijo—Bueno, basta, chicas.
Hubo un momento de silencio. La
negrita salió lentamente de los estantes bajos, fue hasta su vestido y se lo
puso.
—¿Cómo hacías eso?—le pregunté.
—Jo, jo—dijo la negrita.
—Es fácil. Son dos mellizas—dijo
Janie. —Ah.
Otra negrita, exactamente igual,
salió de algún lugar entre las sombras se puso junto a la primera. Eran
idénticas. Allí se quedaron, mirándome. Esta vez dejé que me miraran.
—Estas son
Bonnie y Beanie—dijo la pintora—. Este es el bebé y éste —y señaló al hombre—es
Lone. Y yo soy Janie.
—Si—dije. No sabía qué decir.
—Agua, Janie—pidió Lone y alzó
una olla. Oí el ruido del agua que entraba en la olla, pero no vi nada.
—Ya es bastante—dijo Lone, y
colgó la olla de un gancho. —Vamos, Gerry, siéntate. Miré la banqueta.
—¿Ahí?
—Claro.
—No.
Tomé el plato y me senté en el
suelo, contra la pared.
—Eh—dijo el hombre al cabo de un
minuto.—No te apures, que los demás ya hemos comido. Nadie te va a quitar ese
plato. Come con calma.
Comí más rápido que antes. Aún no
había terminado, cuando empecé a vomitar. Me golpeé la cabeza con el borde de
la banqueta. Dejé el plato y la cuchara, y me quedé tendido en el piso. Me sentía
muy enfermo.
Lone se acercó y me miró.
—Lo siento, Gerry—me dijo.—Limpia
esto, ¿quieres, Janie?
La suciedad se desvaneció ante
mis ojos. Ya nada me llamaba la atención. Sentí que el hombre me ponía la mano
en el cuello y que luego me acariciaba la cabeza.
Beanie, tráele una manta. Vamos,
todos a dormir. Este chico necesita descanso.
Sentí cómo me envolvían en la
manta, y creo que me quedé dormido allí antes que Lone me pusiera en el suelo.
No sé qué hora sería cuando me
desperté. En un principio no supe dónde estaba. Asustado, levanté la cabeza, y
vi entonces el pálido resplandor de la leña. Lone dormía vestido frente al
fuego. El caballete de Janie se alzaba en la rojiza oscuridad como un insecto
imposible y feroz. La cabeza del bebé asomaba en el borde de la canasta, pero
era imposible saber si miraba hacia mí o hacía alguna otra parte. Janie estaba
tendida en el suelo, cerca de la puerta, y las mellizas sobre la mesa. Nada se
movía, excepto el bebé que cabeceaba de cuando en cuando.
Incorporándome, miré a mí
alrededor. La casa era sólo esta habitación, y había una única puerta. Fui
hacia ella en puntas de pie. Cuando pasé junto a Janie, la niña abrió los ojos.
—¿Qué pasa?—murmuró. —Nada que te
interese—le dije.
Me acerqué a la puerta haciéndome
el distraído, pero sin dejar de mirar a Janie. Ella no se movió. Y la puerta
estaba tan cerrada como antes.
Volví hacia Janie. Alzó la vista
hacia mí. No estaba asustada. —Tengo que ir al retrete—expliqué.
—Ah, ¿por qué no me lo dijiste
antes?—preguntó la niña.
De pronto lancé un quejido y me
tomé el vientre con las manos. No sé lo que sentí, entonces. Fue como si me
doliera, pero no me dolió. Nunca me había ocurrido una cosa igual. Afuera,
sobre la nieve, algo hizo plop.
—Muy bien—dijo Janie—. Vuelve a
la cama.
—Pero tengo que ir a...
—¿Adónde?
—A ninguna parte.
Era cierto. No tenía que ir a
ninguna parte.
—La próxima vez dímelo enseguida.
No te preocupes por mí. No hice ningún comentario. Volví a mis mantas.
—¿Eso es todo? dijo Stern.
—¿Cuántos años tienes?—me
preguntó.
—Quince—le respondí como entre
sueños.
Se quedó callado, y empecé a ver,
además del techo, unas paredes, una alfombra, unas lámparas, un escritorio y
una silla donde estaba Stern. Me senté, me quedé un rato con la cabeza entre
las manos, y luego alcé los ojos. Stern me observaba, jugueteando con su pipa.
—¿Qué me ha hecho?—le pregunté.
—Ya te lo he dicho. Yo no hago
nada. Todo lo haces tú.
—Me hipnotizó. —No.
Habló serenamente, pero con
firmeza.
—¿Qué pasó entonces? Fue... fue
como si aquello volviera a repetirse.
—¿Sentiste algo?
—Todo.—Me estremecí.—Todo aquel
infierno. ¿Qué era?
—Pasado el momento, uno se siente
mejor. Puedes vivirlo de nuevo, y cuantas veces quieras, y cada vez te dolerá
un poco menos. Ya lo verás.
Por primera vez, en mucho tiempo,
me sentí asombrado. Pensé un rato, y luego dije:
—Si lo hice yo solo, ¿cómo nunca
me pasó antes? —Se necesita alguien que escuche.
—¿Que escuche? ¿Entonces estuve
hablando? —Y bien rápido.
—¿Lo conté todo?
—¿Cómo puedo saberlo? Yo no
estaba allí.
—Usted no cree que todo eso haya
ocurrido, ¿no es cierto? Las chicas que desaparecen, la banqueta y todo lo
demás.
Stern se encogió de hombros.
—No soy yo quien tiene que creer
o no creer. ¿A ti te pareció real? —¡Demonios, ya lo creo!
—Bueno, eso es lo único que
interesa. ¿Es ahí donde vives, con esa gente?
De un mordisco me arranqué una
uña que me estaba molestando.
—Ya no; no desde que el bebé
cumplió tres años—miré a Stern—. Usted se parece a
Lone.
—¿Por qué?
—No sé. No, no se parece.—Y añadí
enseguida:—No sé por qué dije eso.
Me acosté otra vez. El techo era
gris y las lámparas brillaban débilmente. Oí el ruido de la pipa entre los
dientes de Stern. Me quedé quieto un buen rato.
—No pasa nada—dije. —¿Que quieres
que pase? —Como antes.
—Algo quiere salir. Déjalo, ya
aparecerá.—Sentí en mi cabeza como un tambor giratorio donde estaban
fotografiados los lugares, los objetos y las personas que yo trataba de
recordar. Y el tambor giraba con tanta rapidez que yo no podía distinguir las
figuras. Detuve el tambor y las figuras desaparecieron. Volví a hacerlo girar y
volví a pararlo.
—No pasa nada—dije.
—El bebé tiene tres años—dijo
Stern.
—Oh—dije.—Eso.
Cerré los ojos. Así debe ser.
Ser, ver, noche, luz. Debo haber visto una luz en la noche. Quizá vi al bebé.
Quizá al bebé de noche gracias a esa luz.
Noche tras
noche dormí en esa manta y muchas otras noches no dormí. En esa casa de Lone
había siempre algo que hacer. A veces yo dormía de día. Nadie dormía a la misma
hora, salvo que alguien estuviera enfermo, como en aquella primera noche.
La débil luz del fuego y las
lámparas amarillentas y viejas que colgaban de la batería apenas alumbraban la
casa. Había siempre una especie de oscuridad, tanto de día como de noche.
Cuando la luz era demasiado débil, Janie arreglaba la batería, y las lámparas
volvían a brillar.
Janie hacía aquello que los demás
no eran capaces de hacer. Todos trabajaban, por otra parte. Lone estaba afuera
mucho tiempo. A veces se llevaba a las mellizas para que le sirvieran de ayuda,
pero uno nunca advertía que éstas faltaran. Pues estaban aquí y allá, y otra
vez aquí, todo en un abrir y cerrar de ojos. Y el bebé seguía en su cuna.
Yo también trabajaba. Cortaba
leña para el fuego y añadía algunos estantes, y luego me iba a nadar con y las
mellizas. Y hablaba con Lone. Yo no sabía hacer nada que los demás no pudieran
hacer, y en cambio los otros hacían muchas cosas para mí imposibles.
Naturalmente, yo andaba casi siempre enojado. Pero de otro modo yo no hubiera
podido arreglármelas. Eso no nos impedía coengranar. Coengranar era una palabra
que Janie usaba muy a menudo. Según ella se la había enseñado el bebé. Según
ella quería decir que todos nosotros formábamos un solo ser, aunque hiciéramos
cosas diferentes. Dos brazos, dos piernas, un cuerpo, una cabeza dedicados a
una tarea común, aunque la cabeza no pudiera caminar y los brazos no pudieran
pensar. Lone decía que quizá el vocablo era una unión de «combinar» y
«engranar». Pero me parece que mucho no lo creía. Era en realidad más que eso.
El bebé hablaba continuamente,
como una estación de radio que funciona todo el día. Uno puede escuchar la
transmisión cuando se le antoje, pero aunque uno no la sintonice, la estación
continúa transmitiendo. He dicho que el bebé hablaba, pero no era eso
exactamente. En realidad funcionaba como un semáforo. Uno pensaba que esos
vagos y confusos movimientos tic las manos, los brazos, las piernas y la cabeza
no tenían sentido, pero en realidad lo tenían. Era como un semáforo, pero los
movimientos no expresaban letras o sílabas, sino pensamientos completos.
Así, por ejemplo, extender la
mano izquierda, alzar y agitar la mano derecha, golpear con el pie izquierdo;
significaba: «cualquiera que piense que el estornino es una peste no sabe
exactamente qué piensa el estornino», o algo semejante. Janie decía que ella
misma le había pedido al bebé que inventara el asunto del semáforo. Decía que
ella era capaz de escuchar el pensamiento de las mellizas—así decía, escuchar
el pensamiento— y que las mellizas podían escuchar al bebé. De modo que si ella
les preguntaba a las mellizas lo que quería saber, éstas le preguntaban al bebé
y luego le transmitían la respuesta. Pero cuando las mellizas empezaron a crecer,
perdieron esa habilidad. A todos los niños les pasa lo mismo. De modo que el
bebé aprendió a entender el lenguaje hablado, y a responder con señales de
semáforo.
Lone no entendía las señales, ni
yo tampoco. Las mellizas no le prestaban ninguna atención. Janie, en cambio,
observaba al bebé continuamente. El bebé entendía en seguida lo que uno quería
preguntarle y se lo comunicaba a Janie, y ésta nos decía de qué se trataba. En
parte, al menos. Nadie entendía realmente todo lo que quería decir el bebé, ni siquiera
Janie.
Pero recuerdo que Janie se
sentaba a pintar y observaba al bebé, y que de pronto se echaba a reír.
El bebé no crecía. Janie sí, y
también las mellizas y yo, pero no el bebé. Estaba ahí, nada más. Janie lo
alimentaba y lo limpiaba cada dos o tres días. No lloraba ni molestaba a nadie.
Casi siempre estaba solo.
Janie le mostraba los cuadros
antes de borrarlos y de empezar a pintar otra vez. Tenía que borrarlos, pues
sólo tenía tres lienzos. Por suerte, pues me horroriza pensar lo que hubiera sido aquella habitación si Janie hubiese conservado
todas sus obras; pintaba cuatro o cinco por día.
Lone y las mellizas andaban
siempre ocupados buscando un poco de trementina. Janie podía llevar de nuevo
las pinturas a la paleta sin ninguna dificultad, pues le bastaba mirar el
cuadro, y un color cada vez; pero la trementina era siempre útil. Un día, Janie
me dijo que como el bebé recordaba todos sus cuadros no había ningún motivo
para que ella los conservara. Eran cuadros de máquinas, engranajes y palancas,
y otros que parecían circuitos eléctricos y cosas semejantes. Nunca me
preocuparon mucho.
Una vez salí con Lone a buscar un
poco de trementina y un par de jamones. Caminamos a través de los bosques,
cruzamos las vías del ferrocarril, y descendimos un par de kilómetros hasta un
lugar desde donde podían verse las luces de un pueblo. Luego otra vez un
bosque, algunas avenidas, y una calle transversal.
Lone caminaba como siempre,
pensando y pensando.
Llegamos a una ferretería. Lone
se adelantó, miró la cerradura y volvió a buscarme, sacudiendo la cabeza.
Encontramos luego un almacén de ramos generales. Lone gruñó y nos paramos en la
sombra, junto a la puerta. Miré hacia adentro.
Y allí estaba Beanie, en el
interior del almacén, totalmente desnuda, como en otras ocasiones similares. Se
acercó a la puerta y la abrió. Entramos, y Lone cerró otra vez.
—Vete a casa, Beanie—dijo—, antes
que te enfríes.
—Jo, jo—dijo la negrita
haciéndome una mueca, y desapareció.
Encontramos un par de buenos
jamones, y una lata de diez litros de trementina. Me quise quedar con una
lapicera de bolilla, y Lone me dio un coscorrón y tuve que ponerla otra vez en
su sitio.
—Sólo nos llevamos lo
necesario—me dijo.
Cuando salimos del almacén,
Beanie volvió, cerró la puerta y se fue otra vez para casa.
Salí con Lone en muy contadas
ocasiones, sólo cuando tenía que ayudarle a traer los paquetes.
Estuve allí tres años. Es todo lo
que puedo recordar. Lone o había salido o estaba en la casa, pero uno apenas
notaba la diferencia. Las mellizas estaban casi siempre juntas. Janie me
gustaba, pero nunca hablábamos mucho. El bebé hablaba, en cambio,
continuamente, pero uno no sabia qué decía.
Estábamos todos ocupados y
coengranábamos.
Me senté de pronto en el sofá.
—¿Qué pasa?—preguntó Stern.
—No pasa nada. Esto no nos lleva
a ninguna parte.
—Dijiste eso antes de comenzar.
¿No crees que has conseguido algo desde entonces? —Ah, sí, pero...
—Y bueno, ¿cómo puedes estar
seguro esta vez?—No le contesté y volvió a preguntarme:—¿No te gustó la última
parte?
—No me gustó ni me disgustó. No
significaba nada. Sólo charla. —Entonces ¿qué diferencia encuentras entre esta
vez y la anterior?
—¡Demonios, una diferencia
enorme! La primera vez lo sentí todo. Lo vivía realmente.
Pero esta vez nada.
—¿Qué crees que habrá pasado? —No
sé. Usted lo sabrá.
—Supongamos dijo con aire
pensativo que se trate de algo muy desagradable y que no quieras recordarlo.
—¿Desagradable? ¿Cree usted que
morirse de frío no es desagradable?
—Lo desagradable puede tener
muchas formas. A veces lo que uno precisamente busca, la solución de todos los
problemas, nos parece tan horrible que ni queremos acercarnos. O tratamos de
ocultarlo, por lo menos. Espera... Stern se interrumpió.—Quizá
«horrible» y «desagradable» no son las palabras exactas. Puede ser algo que
deseas enormemente; pero no se quiere seguir.
—Yo quiero seguir.
Stern calló, como si tuviera que
poner en orden sus pensamientos, y luego dijo:
—Hay algo en esa frase, «el bebé
tiene tres años», que te molesta mucho. ¿Por qué?
—Demonios si lo sé. —¿Quién la
dijo?
—No sé... este.—Stern sonrió.
—¿Este?
Le respondí con otra sonrisa. —Yo
la dije.
—Bien. ¿Cuándo?
Seguí sonriendo. Stern se inclinó
hacia adelante y luego se puso de pie.
—Nunca vi persona más
insensata—dijo. No le respondí, y Stern se volvió a su escritorio—. No deseas
seguir, ¿no es cierto?
—No.
—¿Y si te digo que te resistes
porque estás a punto de descubrir lo que buscas?
—¿Por qué no me lo dice a ver qué
pasa?
Sacudió la cabeza.
—No te lo diré. Vamos, vete si
quieres. Te daré el cambio. —¿Cuántos se paran cuando están a punto de
descubrir la solución? —Casi todos.
—Bueno, no seré uno de ésos. Me
tendí otra vez en el sofá.
Stern no se rió, ni dijo «bien»
ni mostró ningún entusiasmo. Tomo el teléfono dijo:
—Cancele todo por esta tarde.
Luego fue a sentarse otra vez en
la silla, fuera de mi vista. El silencio era total. Una habitación a prueba de
ruidos.
—¿Qué opina usted—comencé a
decir—. ¿Por qué Lone me habrá dejado vivir en la casa si yo no era capaz de
hacer lo que hacían los otros?
—Quizá podías.
—Oh, no—afirmé—Traté de hacerlo.
Yo era bastante fuerte para mi edad y sabía callarme a tiempo, pero en todo lo
demás era como cualquier chico. Lo soy aún ahora. Lo
único que me distingue es el
hecho de haber vivido con Lone en aquel tugurio. —¿Tiene eso algo que ver con
«el bebé tiene tres años»?
Miré el cielo raso.
—El bebé tiene tres años. El bebé
tiene tres años. Fui a vivir a un caserón donde había un sendero que daba
vueltas entre los árboles y terminaba bajo lo que parecía ser la marquesina de
un teatro. El bebé tenía tres años. El bebé...
—¿Cuántos años tienes?
—Treinta y tres—respondí, y como
si aquel sofá me estuviera quemando, me levanté de un salto y corrí hacia la
puerta.
Stern me alcanzó.
—No seas tonto. ¿Me quieres hacer
perder toda la tarde?
—¿Y qué me importa? ¿Acaso no le
he pagado? —Muy bien. Es cosa tuya.
Volví al sofá.
—Este asunto no me gusta
nada—dije. —Mejor. Quiere decir que andamos cerca.
—¿Qué me hizo decir treinta y
tres? No tengo treinta y tres años. Tengo quince. Y otra cosa—¿Si?
—A propósito
de esa frase. «el bebé tiene tres años» La dije yo, de acuerdo. Pero cuando
pienso en eso... no es mi voz.
—¿Así como treinta y tres no es
tu edad?
—Eso es.
—Gerry—dijo Stern
afectuosamente—no hay nada que temer.
Me di cuenta que mi respiración
era algo agitada. No me desanimé. —No recuerdo—dije—haber dicho algo con la voz
de otro.
—Oye, este asunto de sanar
cabezas, como lo llamaste antes, no es lo que cree la mayoría. Cuando entro
contigo en tu mente—o cuando entras tú solo, lo que es lo mismo, no descubro un
mundo muy distinto del mundo llamado real. No parece así al principio, porque
el paciente se presenta con toda clase de fantasías, caprichos y extrañas
experiencias. Pero todos vivimos en un mundo semejante. Cuando alguien dijo que
la verdad es más extraña que la ficción, se refería a algo parecido. Vayamos a
donde vayamos o hagamos lo que hagamos, estamos siempre rodeados de símbolos,
de cosas poco familiares que no miramos nunca, o que no vemos cuando se nos ocurre
mirarlas. Si alguien pudiera contarte exactamente lo que ve, y lo que piensa,
mientras da dos o tres pasos por la calle, tendrías una imagen del mundo
increíblemente retorcida, oscura y parcial, como nunca hubieras podido
imaginártela. Nadie se fija realmente en lo que le rodea, hasta que entra en un
consultorio como éste. No importa el hecho de que está viendo sucesos del
pasado: lo que cuenta es que por primera vez ve con claridad, y sólo porque,
por primera vez, trata de hacerlo. Bien, ahora a propósito de ese «treinta y
tres».
No creo que un hombre pueda tener
una experiencia más desagradable que la de descubrir que tiene los recuerdos de
otro. El yo es algo demasiado importante, y no tolera que lo anulen. Pero
piensa un rato: los pensamientos son algo así como un lenguaje secreto, y uno
no tiene la clave de más de una décima parte. Ahora bien, en ese pensamiento
hay algo que aborreces. ¿No entiendes que el único modo de encontrar la clave
es no tratar de rechazarlo?
—¿Cree usted que he comenzado a
recordar con... con la mente de algún otro? —Así te pareció y eso significa
algo. Veamos qué.
—Bueno.
Me sentí enfermo. Me sentí
cansado. Y de pronto comprendí que sentirme enfermo y cansado era un modo de
escapar.
—El bebé tiene tres años—dijo
Stern.
El bebé tiene quizá tres años. Yo
tres, treinta y tres. Tú, Kew, tú.
—¡Kew!—grité. Stern no dijo
nada—. Oiga, no sé por qué, pero creo conocer el camino verdadero, y no es el
que estamos siguiendo. ¿Le importa si tomo otro?
—Tú eres el médico—dijo Stern.
Tuve que reírme. Luego cerré los ojos.
Los bordes y los marcos de las
ventanas asomaban entre las puntas del follaje. El verde de la hierba cubría
los prados, claro y limpio, y parecía como si las flores estuviesen temiendo
que se les quebraran y ensuciaran los pétalos.
Subí por el sendero con mi nuevo
par de zapatos. Me habían obligado a ponerme esos zapatos y mis pies no podían
respirar. No quería ir a la casa, pero tenía que ir.
Subí por los peldaños, entre las
grandes y blancas columnas, y me quedé mirando la puerta. Deseé poder mirar a
través de la puerta, pero era demasiado blanca y demasiado sólida. Sobre la
puerta, muy arriba, había una ventana en forma de abanico, con otras ventanas a
los lados; pero todos los vidrios eran de colores. Di un puñetazo en la puerta
y la ensucié.
No vino nadie y golpeé de nuevo.
La puerta se abrió de pronto, y una mujer negra, alta y delgada, me preguntó:
—¿Qué buscas?
—Bueno, la señorita Kew no querrá
verte con esa cara—dijo la negra. Tenía una voz estridente—. Estás muy sucio.
Me enfurecí. Ya estaba bastante molesto por haber tenido que venir, cruzándome
con la gente en pleno día y todo lo demás.
—Mi cara no tiene nada que
ver—dije—. ¿Dónde está la señorita Kew? Vamos, vaya a buscarla.
—¡No me hables de ese modo!—gritó
la mujer.
—No tengo ningún interés en
hablarle, de ningún modo. Déjeme entrar.
Comencé a desear que Janie
estuviera conmigo. Janie hubiera podido mover a la mujer. Pero tenía que
arreglármelas solo. Y no lo hice muy bien. La mujer dio un portazo antes que yo
pudiera echarle una maldición.
Así que empecé a patear la
puerta. Para eso si que servían los zapatos. Al rato la puerta se abrió tan
bruscamente que casi me fui de narices. La mujer apareció con una escoba.
—¡Fuera de aquí, basura—me
gritó—o llamaré a la policía.
Me dio un empujón y caí sobre el
piso del porche. Me levanté y fui hacia ella. La mujer retrocedió y me lanzó un
escobazo al pasar, pero yo ya estaba dentro de la casa. La mujer corrió
chillando detrás de mi. Le saqué la escoba de un manotón y en ese momento
alguien gritó con una voz de ganso viejo:
—¡Miriam!
Me detuve y la mujer se puso
histérica.
—¡Oh, señorita Alicia, cuidado!
¡Nos matará a las dos! ¡Llame a la policía. Llame a...
—Miriam—dijo la bocina, y Miriam
cerró la boca. En lo alto de la escalera había una mujer de cara de ciruela,
con un vestido lleno de encajes. Parecía un poco más vieja de lo que era, quizá
porque tenía los labios tan apretados. Le di unos treinta y tres años, treinta
y tres. Los ojos eran muy grandes y la nariz pequeña.
—¿Es usted la señorita Kew?—le
pregunté. —Sí. ¿Qué significa esta invasión? —Tengo que hablar con usted.
—No me hables en ese tono. Y
ponte derecho.
—Llamaré a la policía—dijo la
sirvienta. La señorita Kew se volvió hacia ella.
—Hay tiempo para eso. Miriam.
Vamos a ver, niñito sucio, ¿qué quieres? —Tengo que hablar con usted a solas—le
dije.
—No haga eso, señorita Alicia
—dijo la sirvienta.—Tranquilízate, Miriam. Niñito, ya te he dicho que no me
hables en ese tono. Puedes hacerlo delante de Miriam.
—Que me lleve el diablo.—Las
mujeres se sobresaltaron—. Lone me dijo que no lo hiciera—añadí.
—Señorita Alicia, no dejará
usted...
—¡Cállate Miriam! Joven, muestra
un poco de educación...—La mujer abrió enormemente los ojos.—¿Quién te dijo?...
—Lone me dijo. —Lone.
La mujer, de pie en la escalera,
se quedó mirándose las manos.
—Miriam, puedes retirarte.
Lo dijo de un modo que no parecía
la misma mujer.
La sirvienta abrió la boca, pero
la señorita Kew extendió un dedo que bien podía tener la mira de un rifle en la
punta. La sirvienta escapó.
—Eh, oiga—dije—, aquí tiene su
escoba.
Iba a tirársela cuando la
señorita Kew llegó a mi lado y me la sacó de la mano.
—Ven por aquí.
Me hizo
caminar ante ella y entramos en una habitación tan grande como la laguna donde
nos bañábamos. Estaba llena de libros todo alrededor, y las mesas tenían cuero
arriba, y en los rincones había flores doradas.
—Siéntate ahí—dijo señalando una
silla—. No, espera.
—Fue hasta la chimenea, sacó un
periódico de una caja y lo extendió sobre el asiento de la silla.—Siéntate
ahora.
Me senté sobre el papel. La
señorita Kew trajo otra silla para ella, pero no le puso ningún papel.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está Lone?
—Lone se murió—dije.
La mujer respiró hondo y empalideció.
Me miró fijamente y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Se siente mal?—le pregunté—¿Por
qué no vomita? Le hará bien.
—¿Murió? ¿Lone murió?
—Sí. Hubo una inundación la
semana pasada, y a la noche siguiente, cuando Lone volvía a casa, el viento
arrancó un roble viejo que se había aflojado con el agua. El árbol lo aplastó.
—Lo aplastó—murmuró la señorita
Kew.—¡Oh, no, no es cierto!
—Es cierto, de veras. Lo
enterramos esta mañana. Ya no podíamos, tenerlo en casa. Empezaba oler.
—¡Cállate!
La señorita Kew se cubrió la cara
con las manos. —¿Qué pasa?
—Enseguida estaré bien—dijo la
mujer en voz baja.
Se puso de pie y fue y se quedó
frente a la chimenea, dándome la espalda. Mientras esperaba a que volviese, me
saqué un zapato. Pero la mujer me habló desde allí,
—¿Eres el chico de Lone?
—Sí. Me dijo que viniese a verla.
—¡Oh, queridito mío!—La mujer
corrió hacia mí y durante un momento pensé que iba a abrazarme o algo parecido,
pero se detuvo de pronto, y arrugó la nariz—. ¿Cómo... cómo te llamas?
—Gerry—le dije.
—Bien, Gerry, ¿te gustaría vivir
conmigo en esta casa tan grande y tan hermosa y... y tener ropa nueva y todo lo
demás?
—Bueno, ésa es la idea
precisamente. Lone me dijo que viniese a verla. Dijo que a usted le sobraban
los billetes y también que usted le debía un favor.
—¿Un favor?
La señorita Kew pareció un poco
molesta.
—Bueno—traté de explicarle—, dijo
que él hizo algo por usted una vez, y que usted dijo que algún día, si podía,
le pagaría ese favor.
—¿Qué más te dijo de eso?—Hablaba
otra vez con aquella voz de bocina. —Ninguna otra condenada cosa.
—Por favor, no uses esa
palabra—dijo ella con los ojos cerrados. Los abrió e inclinó la cabeza—. Lo
prometí y lo haré. Puedes vivir aquí desde ahora mismo. Si... si quieres.
—Eso no tiene nada que ver. Lone
me pidió que lo hiciera.
—Serás feliz aquí dijo ella.
Movió la cabeza como si quisiera asegurármelo—. Yo me ocuparé de todo.
—Muy bien. ¿Puedo traer a los
otros chicos? —¿Otros chicos? ¿Niños?
—No uses esas palabras.—Volvió a
sentarse; sacó un pañuelito ridículo y se lo pasó por los labios, sin quitarme
los ojos de encima.—Cuéntame de esos... de esos otros chicos.
—Bueno. Está Janie que tiene
once, como yo. Y Bonnie y Beanie, que tienen ocho y son mellizas, y el bebé. El
bebé tiene tres años.
Grité. Stern estaba arrodillado
al lado del sofá, apretándome la cara entre las manos, tratando de que no me
temblara la cabeza.
—Eres un buen muchacho—me dijo—.
Lo has descubierto. Aun no has descubierto que es pero sí donde está.
—Seguro—dije con una voz un poco
ronca—. ¿Me da un poco de agua?
Sacó el agua de un termo. Estaba
tan fría que me lastimó la garganta. Me eché otra vez y descansé, como si
acabara de subir una montaña.
—No lo soportaría otra
vez—comenté.
—¿Quieres que terminemos por hoy?
—¿Usted qué dice?
—Lo que tú quieras.
Pensé un rato.
—Me gustaría seguir, pero no
quisiera empezar a dar vueltas. No, de ningún modo. —Si quieres oír otra de
esas poco apropiadas analogías, te diré que la psiquiatría es
como un mapa caminero. Hay muchos
caminos para ir de un lugar a otro.
—Iré por el camino más largo—le
dije. La carretera principal. No por el sendero de la colina. El embrague me
está fallando. ¿Por dónde doblo?
Stern se rió entre dientes. Daba
gusto oírlo. —Deja ese camino de tierra.
—Lo conozco. Había un puente que
ya no está.
—Ya pasaste por ahí—me dijo—.
Empieza del otro lado del puente.
—Nunca me lo hubiera imaginado.
Siempre creí que tendría que recorrer otra vez todo el camino, centímetro por
centímetro.
—No sé si tendrás que cruzar ese
puente, pero te será más fácil cuando hayas terminado. No sé tampoco si ese
puente tendrá alguna importancia, pero por ahora será mejor que no te acerques
mucho.
—Vamos, entonces.
Me sentía impaciente de veras.
—¿Puedo hacerte una sugestión? —No.
—Bueno. Habla sin preocuparte—me
dijo—. Esa primera etapa, cuando tenias ocho años... la viviste realmente.
Durante la segunda, con los chicos, no hiciste más que hablar.
Y esa visita, cuando tenias once
años, la sentiste de veras. Ahora habla otra vez, simplemente.
—Muy bien.
Stern aguardó unos instantes;
luego dijo con una voz tranquila: —En la biblioteca. Le hablaste de los otros
chicos.
Le hablé de... y entonces ella
dijo... y ocurrió algo y grité. La señorita Kew trató de consolarme y empecé a
insultarla.
Pero no se trata de eso ahora. No
llegamos ahí todavía.
En la biblioteca. El cuero, la
mesa, y yo contándole a la señorita Kew lo que Lone me había dicho.
Lone me había dicho: «En lo alto
de la colina, en el distrito de Height, vive una mujer de apellido Kew, que se
encargará de todos ustedes. Irán a verla y se lo pedirán. Hagan todo lo que ella les diga, pero nunca se separen. No permitan que
ninguno se vaya del grupo, ¿me entienden? Aparte de eso, tengan contenta a la
señorita Kew y ella los tratará bien.
Bueno, no se olviden de hacer lo
que les digo.»
Eso dijo Lone. Cada una de sus
palabras estaba unida a la otra por un cable de acero, y juntas formaban algo
irrompible. Yo por lo menos no hubiera sido capaz de romperlo.
—¿Dónde están el bebé y tus
hermanas?—preguntó la señorita Kew. —Yo se los traeré.
—¿Es cerca de aquí?
—Bastante cerca.—La señorita Kew
no replicó y yo añadí:—Volveré pronto.
—Espera—dijo la mujer—. Yo...
realmente, no he tenido tiempo de pensarlo. Quiero decir... Tengo que preparar
las cosas, ¿sabes?
Desde la puerta oí que ella decía
con una voz cada vez más fuerte mientras yo me iba alejando:
—Joven, si vas a vivir en esta
casa tendrás que aprender a ser más educado...—y otras cosas semejantes.
—Bueno, bueno—le grité a la
mujer, y salí de la casa.
Había un sol tibio, un cielo
claro, y pronto llegué de vuelta a casa de Lone. El fuego estaba apagado y el
bebé olía bastante mal. Janie había roto a puntapiés el caballete y estaba sentada
en el suelo, junto a la puerta, con la cabeza entre las manos. Bonnie y Beanie
se habían subido a una banqueta y se abrazaban con fuerza como si tuvieran
mucho frío aunque no hacía frío.
Sacudí a Janie tomándola de un
brazo. Levantó la cabeza. Los ojos de Janie son grises—aunque también algo
verdosos—, pero ahora tenían un aspecto muy raro, como leche aguada en el fondo
de un vaso.
—Pero ¿qué les pasa?—les dije.
—¿De quién hablas?—preguntó
Janie.
—De todos. ¿Qué les pasa a todos?
—No nos interesa nada, eso pasa.
—Bueno, está bien—dije—, pero
tenemos que hacer lo que dijo Lone. Vamos.
—No—dijo Janie. Miré a las
mellizas. Me volvieron la espalda.
—Tienen hambre—comentó Janie.
—Bueno, ¿por qué no les das algo?
Janie se encogió de hombros. Me senté. ¿Por qué
Lone tenía que haberse dejado
aplastar por ese árbol?
—No podemos coengranarnos
más—dijo Janie. Eso parecía explicarlo todo. —Oigan—dije—. Yo soy Lone ahora...
Janie pensó un rato y el bebé movió los pies.
Janie lo miró.
—No puedes—dijo.
—Sé dónde se puede conseguir
comida y trementina—dije—. Sé donde crece ese musgo que hay que meter entre los
troncos, y puedo cortar leña y todo.
Pero yo no podía llamar a Beanie
y a Bonnie desde varios kilómetros de distancia para que viniesen a abrir las
puertas. No podía decirle a Janie que trajese agua y avivase el fuego y
arreglase la batería. No podía coengranarme con ellas.
Nos quedamos callados mucho
tiempo. De pronto oí que la cunita crujía. Alcé los ojos.
Janie miraba hacia la cuna.
—Bueno—dijo Janie—. Vamos. —¿Quién dice eso?
—El bebé.
—¿Quién manda aquí? —dije muy
enojado—. ¿Yo o el bebé? —El bebé —dijo Janie.
Me puse de pie. Iba a darle una
en la boca, pero me detuve. Si el bebé conseguía que hicieran lo que Lone
quería, todo iría bien. Pero si yo comenzaba a repartir golpes a diestra y
siniestra, no se haría nada. Por lo tanto me callé. Janie se levantó y fue
hacia la puerta. Las mellizas la miraron. Bonnie
desapareció. Beanie recogió las ropas de su hermana y salió de la casa. Saqué
al bebé de la cuna y me lo puse en los hombros.
Afuera todo parecía mejor. Caía
la tarde y soplaba un viento tibio. Las mellizas saltaban entre los árboles,
como dos ardillas, y Janie y yo caminábamos juntos como si fuéramos a bañarnos
o algo parecido. El bebé empezó a dar puntapiés y Janie lo miró y le dio de
comer hasta que volvió a quedarse quieto.
Cuando nos acercábamos al pueblo,
pensé que sería mejor que anduviéramos juntos, pero no dije nada. El bebé debió
de haberlo dicho, sin embargo. Las mellizas se acercaron y Janie les dio sus
vestidos, y luego caminaron muy formalmente delante de nosotros. No sé cómo lo
consiguió el bebé. Seguro que las mellizas odiaban ese modo de viajar.
No tuvimos ningún tropiezo,
excepto con un hombre que encontramos en la carretera ya cerca de la casa de la
señorita Kew. El hombre se paró en seco y se quedó boqueando. Janie lo miró e
hizo que el sombrero se le metiera hasta las orejas. El pobre hombre casi se
arranca la cabeza tratando de sacárselo.
Qué le parece, cuando llegamos a
la casa ya habían quitado la mancha negra de la puerta. Yo tenía al bebé sobre
el pescuezo, agarrándole un brazo y un tobillo, así que tuve que patear la
puerta. La ensucié otra vez.
—Hay una mujer que se llama
Miriam—le dije a Janie.—Si dice algo mándala al diablo. La puerta se abrió y
apareció Miriam. Nos echó una mirada y dio un salto de dos
metros. Entramos en fila en la
casa. Miriam recobró el aliento y gritó: —¡Señorita Kew, señorita Kew!
—Váyase al diablo—le dijo Janie,
y me miró.
No supe qué hacer. Era la primera
vez que Janie me hacía caso.
La señorita Kew bajó las
escaleras. Traía otro vestido, pero tan ridículo y con tantos encajes como el
anterior. Abrió la boca pero no dijo nada. Y así se quedó, con la boca abierta,
como si esperara a que ocurriese algo.
—El Señor nos ampare—dijo al fin.
Las mellizas se pusieron en fila
y le clavaron los ojos. Miriam retrocedió, fue arrastrándose a lo largo de la
pared, llegó hasta la puerta y la cerró.
—Señorita Kew—dijo,—si éstos son
los chicos que van a vivir aquí, yo renuncio. —Váyase al diablo—le dijo Janie.
En ese momento Bonnie se sentó en
la alfombra. Miriam lanzó un chillido y se echó sobre ella. Agarró a Bonnie por
un brazo y quiso levantarla. Bonnie desapareció dejándole a Miriam un
vestidito, y la más condenada expresión en la cara. Beanie sonrió de oreja a
oreja. y empezó a saludar con las manos como una loca. Miré hacia donde
saludaba, y allá estaba Bonnie, desnuda como un pajarraco, sobre una baranda,
en lo más alto de la escalera.
La señorita Kew volvió la cabeza
y al ver a Bonnie cayó sentada en los escalones. Miriam se desplomó como si le
hubiesen dado un golpe. Beanie recogió el vestido de Bonnie, subió por la
escalera, pasó al lado de la señorita Kew y le alcanzó la ropa a su hermana.
Bonnie se vistió. La señorita Kew miró inexpresivamente alrededor y luego alzó
la vista. Bonnie y Beanie bajaron por las escaleras, tomadas de la mano.
Volvieron a ponerse en fila, a mi lado, y miraron a la señorita Kew con la boca
abierta.
—¿Qué le pasa a esa
mujer?—preguntó Janie. —Se enferma a cada rato.
—Volvamos a casa.
—No—le dije.
La señorita Kew se levantó,
apoyándose en la barandilla, y se quedó así unos instantes, con los ojos
cerrados. De pronto se enderezó (parecía diez centímetros más alta) y vino
hacia nosotros.
—Gerard—dijo con aquella voz de
ganso. Creo que iba a decirme algo distinto. Pero se contuvo y preguntó
apuntándome con el dedo:—En nombre de Dios, ¿qué es eso?
No comprendí al principio de qué
hablaba y miré hacia atrás.
—¿Qué?
—¡Eso! ¡Eso!
—Oh—dije—, es el bebé.
Lo bajé de los hombros y lo alcé
para que pudiera verlo. La mujer lanzó una especie de gemido, dio un salto y me
sacó al bebé de las manos. Lo sostuvo en el aire frente a ella y volvió a gemir
y lo llamó pobrecito, y atravesando la habitación, lo acostó en un banco con
almohadones que había debajo de la ventana. Se inclinó sobre él, se metió un
pulgar en la boca, se lo mordió y gimió de nuevo. Luego me miró:
—¿Cuánto tiempo hace que está
así?
Cambié unas miradas con Janie.
—Siempre estuvo así—dije.
La señorita Kew tosió, o algo
parecido, y echó a correr hacia Miriam, que estaba tendida en el piso. Le
abofeteó los dos lados de la cara, un par de veces. Miriam se sentó y se quedó
mirándonos. Cerró los ojos, se estremeció, y se levantó apoyándose en el cuerpo
de la señorita Kew.
—Serénate—le dijo la señorita Kew
entre dientes—. Trae una palangana con agua caliente y jabón. Algunos paños. Y
unas toallas. ¡Rápido!—gritó empujándola.
La negra se tambaleó, se tomó de
la pared y salió corriendo.
La señorita Kew volvió junto al
bebé y se inclinó sobre el, murmurando algo con los labios apretados.
—No se meta con él—le dije.—No le
pasa nada. Tenemos hambre.
La mujer me lanzó una mirada de
furia, como si yo la hubiese insultado.
—¡Tú no me hables!
—Oiga—le dije—, esto nos gusta
tan poco como a usted. Si Lone no nos lo hubiese pedido, no estaríamos aquí.
Estábamos muy bien donde estábamos.
—¡No me hables de ese modo!—dijo
la señorita Kew.
Nos miró a todos, uno por uno.
Luego sacó aquel tonto pedazo de pañuelo y se lo llevó a la boca.
—¿Ves?—le dije a Janie.—Está
siempre enferma.
—Jo, jo—dijo Bonnie. La señorita
Kew la miró largamente.
—Gerard—dijo con una voz
ahogada.—Creo haber entendido que estas niñas eran tus hermanas.
—¿Y qué?
Me miró como si yo fuera realmente
estúpido. —No tenemos hermanitas negras, Gerard. —Nosotros sí—dijo Janie.
La señorita Kew comenzó a
recorrer la habitación a grandes pasos. —Tenemos una gran tarea por
delante—dijo hablándose a sí misma.
Miriam entró con una tina
ovalada, y unas toallas y unas telas en el brazo. Puso todo sobre el banco, y
la señorita Kew tocó el agua con el dorso de la mano; y luego tomó al bebé y lo
metió en la tina. El bebé empezó a patear.
Di un paso adelante y dije:
—Esperen. Un momento. ¿Qué están
haciendo?
—Cállate, Gerry—dijo Janie. El
bebé dice que está bien. —¿Qué está bien? ¡Lo están ahogando!
—No, no es eso. Cierra la boca.
La señorita Kew cubrió de espuma
el cuerpo del bebé. Le hizo dar un par de vueltas, le restregó la cabeza y lo
envolvió en una toalla, como si quisiera asfixiarlo. Miriam miraba con los ojos muy abiertos mientras la señorita Kew ataba un
repasador alrededor del bebé, imitando unos pantalones. Cuando terminó, uno no
hubiera dicho que era el mismo bebé, y parecía que la señorita Kew había conseguido
dominarse. Respiraba con fuerza y tenía los labios todavía más apretados. Le
alargó el bebé a Miriam.
—Toma a este pobrecito—le dijo,—y
ponlo...—Miriam retrocedió.
—Lo siento, señorita Kew, pero me
voy de la casa y no quiero meterme en esto. La señorita Kew le lanzó unos
bocinazos:
—¡No puedes abandonarme en una
situación semejante! Estos chicos necesitan ayuda. ¿No lo ves?
Miriam nos miró.
—Usted no sabe lo que hace,
señorita Alicia. No solo están sucios. ¡Son unos demonios!
—Son víctimas del desamparo y
seguramente no peores que tú o yo si nadie hubiera cuidado de nosotras. Y no
digas... ¡Gerard!
—No digas... ¡Oh, Dios santo,
tenemos tanto que hacer! Gerard, si tú y tus ... esas niñas van a vivir aquí,
habrá que hacer grandes cambios. No podréis vivir bajo este techo y comportaros
como hasta ahora. ¿Me entiendes?
—Sí, claro. Lone nos dijo que
teníamos que hacer todo lo que usted nos mandara y tenería contenta.
—¿Harán todo lo que yo les diga?
—Es lo que acabo de decirle, ¿no?
—Gerard, tendrás que aprender a
no hablarme en ese tono. Bien, veamos. Si os digo que tenéis que obedecer a
Miriam, ¿lo haréis?
—¿Qué te parece?—le pregunté a
Janie.
—Se lo preguntaré al bebé.—Janie
miró al bebé, y el bebé agitó las manos y babeó un poco.—Dice que bueno.
—Gerard, te he hecho una
pregunta—dijo la señorita Kew.
—No se impaciente—le repliqué—.
Tenía que hacer mis averiguaciones, ¿no es así? Sí, si eso es lo que quiere,
obedeceremos también a Miriam.
La señorita Kew se volvió hacia
Miriam
—¿Has oído, Miriam?
Miriam nos miró y sacudió la
cabeza. Luego extendió lentamente las manos hacia
Bonnie y Beanie.
Las mellizas se acercaron y cada
una se tomó de una mano de Miriam. Alzaron los ojos hacia ella y sonrieron.
Imagino que preparaban otra de
las suyas, pero estaban graciosas. Miriam frunció los labios y durante un
momento creí que iba a mostrarse como un ser humano.
—Muy bien, señorita Alicia—dijo.
Empezaron a ocuparse de nosotros
y durante tres años no nos dejaron tranquilos.
—Era un infierno—le dije a Stern.
—Qué trabajo para esas mujeres.
—Sí, supongo. Pero también para
nosotros.. Mire, estábamos dispuestos a hacer todo lo que Lone nos había dicho.
Nada podía detenernos. Queríamos
obedecer a la señorita hasta en las cosas más pequeñas. Pero ella y Miriam no
lo entendían. Pensaban, supongo, que no debían descuidarnos un solo minuto.
Hubiera bastado que nos dijeran qué querían para que nosotros lo hiciéramos. No
había ningún problema cuando se trataba de que yo no me acostara con Janie. La
señorita Kew se ponía furiosa. Hay que ver cómo se ponía. Como si hubiera
querido robarme las joyas de la corona. Pero cuando nos decía: «deben portarse
como señoritas y caballeros», ya no tenía sentido. Y de cada tres de sus órdenes,
dos eran de esa especie «¡Ah!» decía. «¡Corrección; corrección!»—La mayor parte del tiempo yo no le hacía caso. Pero un día le pregunté
qué quería decir y ella lo soltó. Pero usted ya se da cuenta.
—Sí, ciertamente—dijo Stern.
¿Mejoraron las cosas con el tiempo?
—Sólo tuvimos dificultades serias
en dos oportunidades, una a propósito de las mellizas y la otra por culpa del
bebé. La última fue la más grave.
—¿Qué ocurrió?
—¿Con las mellizas? Bueno,
llevábamos allí una semana, aproximadamente, cuando comenzamos a notar algo
raro.
Janie y yo, quiero decir. Advertimos
de pronto que Bonnie y Beanie no estaban casi nunca con nosotros. Era como si
la casa fuera dos casas: una parte para la señorita Kew, Janie y yo, y la otra
para Miriam y las mellizas. Me imagino que lo hubiéramos notado antes si todo
no hubiese sido un bochinche al principio: ropa nueva, dormir de noche, y cosas
parecidas. El asunto ocurrió así. Estábamos jugando en el jardín, cuando llegó
la hora de almorzar. Miriam se llevó a las mellizas a la cocina y nosotros nos
fuimos a comer con la señorita Kew. Janie dijo entonces:
—¿Por qué las mellizas no comen
con nosotros?
—Miriam cuidará de ellas,
querida—dijo la señorita Kew.
Janie la miró con aquellos ojos
tan raros.
—¿Por qué no las hace venir aquí?
Yo las cuidaré. La señorita Kew torció la boca y dijo:
—Son negras, Janie; sigue
comiendo.
Pero para Janie y para mí eso no
significaba nada.
—Quiero que coman con
nosotros—afirmé—. Lone dijo que nunca nos separáramos. —Pero si nadie os
separa—dijo la mujer—. Todos viven en la misma casa. Todos
comen la misma comida Bueno, no
discutamos más el asunto.
Janie y yo nos miramos y ella
dijo:
—Entonces, ¿por qué no comemos
todos aquí?
La señorita Kew puso el tenedor
sobre la mesa y nos miró muy seria. —Ya os he dicho por qué, y no admitiré más
discusiones.
Bueno, yo pensé que eso no tenía
sentido. Eché atrás la cabeza y grité:
—¡Bonnie! ¡Beanie!
Y, ¡pum!, aparecieron las
mellizas.
Se desató un alboroto de los mil
demonios. La señorita Kew les ordenó que se fueran y ellas no se movieron, y
Miriam apareció sudando, con los vestidos de las chicas en la mano y no pudo
agarrarlas, y la señorita Kew les graznó primero a las mellizas y luego me
graznó a mí. Dijo que esto ya era demasiado. Bueno, quizá había pasado una
semana muy dura, pero nosotros también. En fin, nos dijo que nos fuéramos.
Fui a buscar al bebé y salí de la
casa seguido de Janie y las mellizas. La señorita Kew esperó a que cruzáramos
la puerta y luego corrió detrás de nosotros. Nos pasó de largo, se puso delante
de mí y me paró. Todos nos paramos.
—¿Así cumplís vosotros los deseos
de Lone?—nos preguntó.
Le dije que sí. La señorita Kew
nos recordó que Lone deseaba que nos quedáramos con ella. Y yo le contesté:
—Sí, pero también nos pidió que
no nos separáramos.
Entonces nos dijo que
volviéramos, y que hablaríamos sobre el asunto. Janie le preguntó al bebé y el
bebé dijo que bueno; así que entramos otra vez en la casa. Llegamos a un
acuerdo. No comeríamos más en el comedor. En un costado del porche había una
galería con vidrios, con una puerta que daba al comedor y otra que daba a la
cocina, y allí comimos desde entonces. La señorita Kew comía sola en el sitio
de antes.
Pero a causa de todo este
endemoniado alboroto ocurrió algo gracioso.
—Miriam. Aparentemente era la misma,
pero empezó a pasarnos bizcochos entre las horas de comer. ¿Sabe usted?, tardé
mucho tiempo en enterarme de lo que significaba todo esto. Realmente. Según
parece, la gente se ha dividido en dos bandos. Uno de ellos lucha por acercarse
a los negros, el otro por mantenerlos aparte. Pero lo que no entiendo es por
qué ambos bandos se preocupan tanto. ¿Por qué no olvidan, simplemente, el
asunto?
—No pueden. Tú ves, Gerry; es
necesario que la gente se crea superior, de un modo o de otro. Tú y los chicos
y Lone formaban algo unido y fuerte. ¿No sentíais que erais algo mejores que el
resto del mundo?
—¿Mejores? ¿Cómo podíamos ser
mejores? —Diferentes, entonces.
—Bueno, me imagino que si, pero
nunca lo pensábamos. Diferentes, sí; mejores, nunca.
—Eres un caso único—dijo Stern—.
Bien, cuéntame ahora de aquella otra dificultad que tuvieron. Del bebé.
—Ah, sí. El bebé. Bueno.
Llevábamos unos dos meses en casa de la señorita Kew y las cosas eran ya
realmente más fáciles. Habíamos aprendido todas las fórmulas: «si señora» y
«no, señora», y habíamos empezado a hacer trabajos escolares, un rato por la
mañana y otro por la tarde, cinco días por semana. Janie ya no se ocupaba del
bebé, y las mellizas iban y venían por la casa sin que nadie las molestase. Era
gracioso. Podían saltar de un lugar a otro ante los mismos ojos de la señorita
Kew y ella no lo creía. La afligía demasiado verlas de pronto totalmente
desnudas. Dejaron de hacerlo y la mujer se alegró de veras. Muchas cosas la
alegraban. Hacía años que no veía a nadie, años. Hasta los medidores estaban
fuera de la casa, de modo que nadie entraba allí. Pero al vivir con nosotros se
sintió como nueva. Dejó de usar esos vestidos anticuados y a veces parecía un
ser humano. A veces hasta comía con nosotros.
»Pero una mañana me desperté
sintiendo una cosa muy rara. Era como si me hubiesen robado algo mientras
dormía, aunque no sabía exactamente qué. Me deslicé por la ventana y a lo largo
de la cornisa hasta el cuarto de Janie, aunque eso estaba terminantemente
prohibido. Me acerqué a la cama y la desperté. Aún veo aquellos ojos, cómo se
abrieron un poco, todavía cargados de sueño, y cómo de repente casi se le salen
de las órbitas No tuve que explicarle que algo andaba mal. Ella ya lo sabía. y
sabía también que era.
—Se han llevado al bebé.—gritó.
No nos importó despertar a
alguien. Salimos corriendo del cuarto, atravesamos el vestíbulo y entramos en
la habitación donde dormía el bebé. Si usted no lo ve, no lo cree. La cuna
llena de adornos, el armario blanco, los sonajeros y todo lo demás habían
desaparecido, y en su lugar había un escritorio. Era como si el bebé nunca
hubiese estado allí.
No dijimos nada. Salimos de la
habitación y nos metimos en el dormitorio de la señorita Kew. Yo sólo había
estado allí una vez, y Janie en dos o tres oportunidades. Pero esto era
diferente; las prohibiciones no contaban. La señorita Kew estaba en cama con
las trenzas recogidas. Antes que cruzáramos la habitación, ya estaba
completamente despierta. Se incorporó, apoyándose en los codos, y puso la
espalda contra la cabecera.
—¿Qué significa esto?—preguntó.
—¿Dónde está el bebé?—le grité. —Gerard—dijo—, no hay necesidad de gritar.
—Mejor será que nos lo diga,
señorita Kew—dijo Janie.
Janie era una chica tranquila,
pero le aseguro que si usted la hubiese visto en ese momento, se habría
asustado.
El rostro de la señorita Kew se
ablandó de pronto y sus manos se extendieron hacia nosotros.
—Niños—nos dijo—, lo siento, lo
siento mucho. Pero he hecho lo mejor. He mandado fuera al bebé. Vivirá desde
hoy con otros niños como él. Aquí nunca hubiera sido feliz realmente. Lo sabéis
muy bien.
—Nunca nos dijo que no fuera
feliz—dijo Janie. La señorita Kew se río con una risa forzada:
—¡Como si pudiese hablar el
pobrecito!
—Será mejor que lo traiga de
vuelta—le repliqué—. Ya le dije que no debíamos separarnos.
La mujer estaba enojándose, pero
se contuvo.
—Trataré de explicártelo,
querido. Tú y Janie, y aun las mellizas, sois niños normales y sanos, y
creceréis hasta ser unos hermosos jóvenes. Pero el bebé, pobre... es distinto.
Crecerá sólo un poco, y nunca
podrá caminar ni jugar como los otros niños. —Eso no nos importa—dijo Janie—.
Usted no tenía derecho a sacarlo de aquí.
—Sí—dije—. Y será mejor que lo
traiga de vuelta, pero rápido.
—Ya os he dicho, entre otras
cosas—dijo la señorita Kew con tono agrio—, que no se dan órdenes a los
mayores. Bien, salid de aquí y vestios para el desayuno. Y que de esto no se
hable más.
—Señorita Kew—le dije con toda la
dulzura de que, yo era capaz—, creo que pronto deseará haberlo traído. Porque
si no lo trae enseguida.
La señorita Kew saltó de la cama
y nos echó de la habitación.
Me quedé callado un momento. —¿Y
qué pasó?—preguntó Stern.
—Oh—dije—, lo trajo de vuelta.—Me
reí.—Cuando uno se acuerda parece cómico.
Durante casi tres meses vivimos
sometidos a la señorita Kew, que llevaba firmemente las riendas. Y de pronto,
se acabaron las leyes. Habíamos tratado de respetar, todo lo posible, las ideas
de aquella mujer, pero, por Dios, esta vez se había pasado. Comenzamos el
tratamiento en el mismo instante en que cerró la puerta. El cacharro de loza
que tenía debajo de la cama se elevó por los aires y se rompió contra el espejo
de la cómoda. Se abrió luego un cajón, y salió un guante y le dio una bofetada.
La señorita Kew se subió de un
salto a la cama y el yeso del cielo raso cayó sobre ella.
El agua del baño empezó a correr,
y cuando llegó al dormitorio las ropas se desprendieron de sus ganchos. La
mujer quiso huir, pero la puerta estaba atrancada. Tiró entonces del picaporte
y la puerta se abrió. La señorita Kew quedó tendida en el piso. Sonó un portazo
y cayó sobre ella otro poco de yeso.
Regresamos a la habitación. La
señorita Kew estaba llorando. Nunca me hubiese imaginado que fuera capaz de
llorar.
—¿Va a traer al bebé?—le dije.
La señorita Kew siguió tendida y
llorando. Después de un rato nos miró. Daba lástima, verdaderamente. La
ayudamos a levantarse y la llevamos hasta una silla. Volvió a mirarnos, paseó
los ojos por el espejo y el cielo raso agujereado, y murmuró:
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?
—Se ha llevado al bebé—le dije—.
Eso ha pasado.
La señorita Kew saltó entonces de
la silla y dijo con voz asustada y firme a la vez: —Algo cayó sobre la casa. Un
aeroplano. O quizá fue un terremoto. Hablaremos del
bebé después del desayuno. —Dale
otro poco, Janie—dije
Una ola de agua la golpeó en la
cara y en el pecho, pegándole el camisón a la piel; una de las cosas que menos
le gustaban. Las trenzas se alzaron en el aire, tirándole de la
cabeza y obligándola a enderezarse. Fue a dar un grito y la borla de los polvos
se le metió en la boca. Se la sacó de un tirón.
—¿Qué estáis haciendo? ¿Qué
estáis haciendo?—dijo echándose a llorar otra vez,
Janie, con las manos a la
espalda, la miró inocentemente.
—No hacemos nada—le dijo.
Y yo añadí:
—todavía no. ¿Va a traer al bebé?
—Basta, basta—nos gritó—.
Olvidemos a ese idiota mongoloide. No es útil para nadie, ni siquiera para si
mismo. ¿Cómo podría llegar a creer que es mío?
—Trae ratas, Janie—dije.
Se oyó el ruido de algo que se
escurría a lo largo del zócalo. La señorita Kew se cubrió la cara con las manos
y se dejó caer en una silla.
—Ratas no—nos dijo—. No hay ratas
en esta casa.
En ese momento se oyó un chillido
y la señorita Kew se vino abajo. ¿Vio alguna vez a alguien que se viene realmente
abajo?
—Sí—dijo Stern.
—Yo estaba furioso, pero aun así
me pareció demasiado. Sin embargo, no debió pedir que se llevaran al bebé. Pasó
un par de horas antes que ella pudiera hablar por teléfono, pero al mediodía el
bebé ya estaba en la casa.
Me reí.
—¿Por qué te ríes?
—La señorita Kew nunca supo bien
lo que había pasado. Unas tres semanas después la oí hablar con Miriam. Decía
que la casa había dejado de sacudirse. Decía que era una gran cosa haber
impedido que los médicos continuaran examinando al bebé... Podía haberle pasado
algo al pobrecito. Me parece que lo creía de veras,
—Probablemente. Es muy común. La
gente no cree sino que quiere creer.
—¿Y qué cree usted de todo
esto?—le pregunté de pronto.
—Ya te lo he dicho. No tiene
importancia. Ni creo ni dejo de creer. —No me ha preguntado hasta qué punto lo
creo yo.
—No tengo por qué. Eso es asunto
tuyo.
—¿Es usted un buen psiquiatra?
—Creo que sí—dijo Stern—. ¿A
quién mataste? La pregunta me encontró desprevenido.
—A la señorita Kew—respondí, y
empecé a echar maldiciones—. No pensaba decírselo.
—No te preocupes—me dijo—. ¿Por
qué lo hiciste? —Eso es precisamente lo que he venido a descubrir. —Debes de
haberla odiado de veras.
Me eché a llorar. ¡Quince años y
llorando de ese modo!
Me dio todo el tiempo que quise.
Al principio fueron ruidos y quejidos, y gritos que me partían el pecho. Pasó
mucho tiempo antes que pudiera respirar normalmente. Al fin salieron las
palabras.
—¿Sabe usted de dónde vengo? Mi
primer recuerdo es un puñetazo en la boca. Aún lo veo venir, un puño tan grande
como mi cabeza. Porque estaba llorando. Desde entonces tengo miedo de llorar.
Lloraba porque tenía hambre. O frío quizás, o ambas cosas. Después los enormes
dormitorios, donde quien más robaba era quien más tenía. Lo molían a uno a
golpes si se portaba mal, le daban un premio si se portaba bien. Y el premio
mejor era que lo dejaran a uno solo. Trate de vivir de ese modo. Trate de vivir
deseando que lo dejen solo.
Luego aquella vida encantada con
Lone y los chicos. Algo maravilloso; uno era parte de algo. Nunca me había
ocurrido antes. Dos lámparas amarillentas y un poco de leña bastaban para
iluminar el mundo. Nada más, y era suficiente.
Y enseguida
todo fue distinto: ropa limpia, comida bien preparada, cinco lecciones por día:
Colón, y el rey Arturo, y un libro de higiene de 1925 que explicaba lo que era
un pozo negro. Y sobre todo eso, un gran bloque de hielo. Veíamos cómo se
fundía, y cómo se le redondeaban las aristas; sabíamos que gracias a nosotros,
la señorita Kew... Demonios, se dominaba demasiado como para mostrarnos algún
afecto, pero sentíamos eso sin embargo. Lone nos cuidaba porque éramos parte de
su mundo. La señorita Kew nos cuidaba también, pero ninguno de nosotros se
parecía a ella. Y ella quería que nos pareciésemos.
Tenía una idea muy rara del
«bien» y una idea equivocada del «mal», pero estaba emperrada, y quería
meternos esas ideas. Cuando no entendía, creía que la culpa era de ella... y
eran muchas las cosas que no entendía, y que nunca podría entender. Si algo
salía bien, era gracias a nosotros; si salía mal, era por su culpa. El último
año, ese último año fue... oh, bastante bueno.
—¿Y entonces?
—Entonces la maté. Oiga—dije.
Sentía que tenía que hablar rápidamente. No me faltaba tiempo, pero tenía que
salir de todo eso—. Le contaré lo que recuerdo. El día antes de que la matara
me desperté temprano. Las sábanas me crujían bajo el cuerpo, y la luz del sol
atravesaba los visillos blancos y las cortinas rojas y azules. Había un armario
lleno de ropa, ropa mía. Mía, ¿me oye?, y yo nunca había tenido nada. Y en la
planta baja
Miriam preparaba las tazas y
platos del desayuno, y las mellizas se reían. Se reían con ella, quiero decir,
no entre ellas como antes.
En la habitación de al lado,
Janie se paseaba cantando, y yo ya sabía que la cara le brillaría por dentro y
por fuera. Me levanté. Me lavé con agua caliente, verdaderamente caliente, y la
pasta dentífrica me hizo cosquillas en la lengua. Me vestí (las ropas eran de
medida) y bajé las escaleras y ya todos estaban abajo, y me alegré de verlos y
ellos se alegraron de verme, y tan pronto como nos sentamos a la mesa, bajó la
señorita Kew y la saludamos a coro.
Y así siguió la mañana:
comenzaron las lecciones en el vestíbulo, separadas por un recreo. Las
mellizas, con la punta de la lengua afuera, dibujaban las letras en vez de
escribirlas, y Janie pintaba un cuadro, un cuadro verdadero, con una vaca y
unos árboles y una cerca amarilla que se perdía en el horizonte. Yo me había
metido con una ecuación de cuatro incógnitas, y la señorita Kew se inclinaba
sobre mí y me ayudaba, y yo sentía el olor del perfume que ella llevaba en el
pecho. Levanté la cabeza para olerlo mejor y oí el ruido apagado de las fuentes
que Miriam metía en el horno.
Y así siguió la tarde: más lecciones,
más estudio, y un recreo en el jardín con muchas risas. Las mellizas se
perseguían, corriendo, aunque normalmente, de un lado a otro; Janie pintaba
minuciosamente las hojas de uno de los árboles tratando de seguir las
indicaciones de la señorita Kew. Y el bebé tenía un corralito nuevo. No era
mucho lo que se movía; se pasaba el tiempo mirando y babeando; estaba lleno de
comida y la cara le brillaba como una hoja de papel de estaño.
Y a la hora de la cena, la
señorita Kew nos leyó unas páginas, cambiando de tono cada vez que hablaba un
personaje distinto, apresurándose y bajando la voz cuando el pasaje la azoraba
un poco, pero sin saltearse una sola palabra.
Y tuve que ir y matarla. Y eso es
todo.
—No has explicado por qué—dijo
Stern. —¿Pero usted es estúpido?
Stern no dijo nada. Me puse boca
abajo, con la barbilla apoyada en el hueco de las manos, y lo miré fijamente.
Uno nunca podía adivinar lo que pensaba, pero me pareció que no sabía qué
decir.
—Acabo de explicarlo—le dije.
—No a mí.
Comprendí de pronto que le estaba
pidiendo demasiado.
—Nos
levantábamos todos al mismo tiempo—comencé a decir lentamente—. Hacíamos
siempre la voluntad de otro. Vivíamos según las costumbres de otro, pensando
las ideas de otro, repitiendo las palabras de otro. Janie pintaba los cuadros
de otro, el bebé no hablaba con nadie y a todos nos parecía bien. ¿Todavía no
se da cuenta?
—Todavía no.
—¡Pero por Dios!—Pensé un rato.
No coengranábamos.
—¿No coengranaban? Oh. Pero si ya
no lo hacían desde la muerte de Lone.
—Era distinto, como cuando un
automóvil se queda sin gasolina. El auto está ahí, esperando. No pasa nada
malo. Pero cuando caímos en manos de la señorita Kew, el automóvil se hizo
pedazos, ¿no comprende?
Le tocó a él pensar un rato.
Finalmente dijo:
—La mente nos empuja a veces a
hacer cosas raras. Algunas parecen completamente irracionales, sin sentido,
propias de un loco. Pero la piedra fundamental de nuestra vida es ésta: todos
nuestros actos están unidos por una lógica implacable. Profundiza lo suficiente
y encontrarás una relación de causa y efecto, tan evidente como en cualquier
otra esfera. Digo lógica, fíjate; no digo «virtud» o «rectitud» o «justicia» ni
nada parecido. La lógica y la verdad son dos cosas muy distintas, aunque a
veces, y para quien actúa lógicamente, parezcan lo mismo.
Cuando esa mente trabaja en lo
más hondo, aparentemente en pugna con la mente superficial todo se confunde. Comprendo,
en tu caso, lo que quieres decirme. Que para preservar o reconstruir el lazo
peculiar que los unía, tuviste que librarte de la señorita Kew. Pero no veo la
lógica. No veo que recuperar ese mundo valiera tanto como para destruir esa
nueva seguridad que, según admites, era agradable.
—Quizá no valía la pena
destruirla—dije desesperadamente. Stern se inclinó hacia adelante y me señaló
con la pipa.
—Lo valía. Y por eso lo hiciste.
Quizá ahora no lo pienses así. Pero en un principio lo más importante era
destruir a la señorita Kew y recuperar la vida anterior. No sé por qué, y tú
tampoco.
—¿Cómo podemos descubrirlo?
—Bueno, empecemos por la parte
más desagradable. Si estás dispuesto.
Me acosté. —Estoy listo.
—Perfectamente. Cuéntame lo que
pasó justo antes que la mataras.
Volví a tientas a vivir ese día,
tratando de saborear otra vez la comida, y oír de nuevo las voces. Algo vino y
se fue y volvió: las sábanas que me crispaban los nervios. Lo rechacé, pues eso
había ocurrido a la mañana, pero volvió otra vez y me di cuenta que ya era de
noche.
—Pensé todo lo que le he
dicho—dije—. Que los chicos hacían las cosas de otro, y no las propias, y que
el bebé no hablaba, y que todos sin embargo estábamos contentos y, finalmente,
que tenía que matar a la señorita Kew. Me llevó mucho tiempo llegar a eso, y
más todavía decidirme. Creo que pasé unas cuatro horas acostado. Luego me
levanté, salí de la habitación, atravesé el vestíbulo, entré en el dormitorio
de la señorita Kew y la maté.
—¿Cómo?
—¡Eso es todo!—grité con todas
mis fuerzas. Traté de calmarme—. Estaba tremendamente oscuro... todavía lo
está. No sé. No quiero saber. Ella nos quería. Sé que nos quería. Pero yo tenía
que matarla.
—Está bien. Está bien—dijo
Stern—. Creo que no hay necesidad de insistir sobre eso. Me parece que eres.
—¿Qué?
—Creo que sí. Lo suficiente por
lo menos.
—Sí—dijo Stern.
—Sigo sin ver la lógica de que me
habla.—Comencé a dar puñetazos en el sofá, un puñetazo por cada palabra.
—Vamos, cálmate—dijo Stern—. Te
estás lastimando.
—Quiero lastimarme—dije. —Ah—dijo
Stern.
Me levanté y me acerqué al
escritorio y bebí un poco de agua. —¿Qué quiere que haga?
—Cuéntame lo que hiciste después
de matarla. Antes de venir a verme.
—No mucho—dije—. Eso ocurrió
anoche. Me apoderé de su libreta de cheques y volví aturdido a mi habitación.
Me vestí, pero sin ponerme los zapatos. Los llevé en una mano. Salí de la casa.
Caminé un rato, tratando de pensar, y fui al banco a primera hora. Cobré un
cheque de mil cien. Tenía la idea de ir a ver a un psiquiatra y me pasé la
mayor parte del día buscando uno. Hasta que vine aquí. Eso es todo.
—No te fue difícil cobrar el
cheque.
—Nunca me fue difícil convencer a
la gente.
Stern lanzó un gruñido de
sorpresa.
—Sé lo que está pensando. No
conseguí convencer a la señorita Kew. —Eso es, en parte—admitió Stern.
—Si lo hubiera logrado—le dije—,
ella hubiera dejado de ser la señorita Kew. En cuanto al banquero... todo lo
que hice fue conseguir que se portara como un banquero.
Miré a Stern y de pronto
comprendí por qué jugaba continuamente con la pipa. Era una excusa para tener
los ojos bajos, y para que uno no pudiera vérselos.
—La mataste—dijo, y comprendí que
estaba cambiando de tema—, y destruiste algo que estimabas bastante. Aunque
menos que la posibilidad de reconstruir todo aquel mundo en que vivías con los
otros chicos. Y sin embargo no estás seguro del valor de ese mundo.—Alzó los
ojos.—¿No es esto, más o menos, lo que te preocupa?
—Casi exactamente.
—¿Sabes para qué mata la
gente?—No le contesté y Stern añadió:—Para sobrevivir.
Para salvar el yo o algo que se
identifica con el yo. Y en este caso la fórmula no sirve, pues en tu relación
con la señorita Kew las posibilidades de sobrevivir, solo o en grupo, eran
mayores que antes.
—Por lo tanto no tenía una razón
para matarla.
—La tenias, ya que lo hiciste.
Pero todavía no la hemos encontrado. Es decir, tenemos una razón, pero no
sabemos por qué es importante. La respuesta está en ti, en algún sitio.
—¿Dónde?
Se levantó y dio unos pasos por
la habitación.
—La historia tiene cierta unidad.
La fantasía se mezcla un poco con los hechos, y faltan algunos detalles, pero
existe un principio, un desarrollo y un fin. Bien, no puedo asegurarlo, pero la
respuesta está quizá en ese puente que rehusaste cruzar,
¿recuerdas?
Lo recordaba muy bien.
—¿Y por qué ahí? ¿Por qué no
probamos en otra parte?
—Por lo que acabas de
decir—apuntó con tranquilidad—¿Por qué retrocedes ahora? —Por favor, no agrande
las cosas le dije. A veces el hombre me aburría—. Me molesta.
No sé por qué, pero me molesta.
—Hay algo ahí, y eres tu quien lo
molesta, y por eso mismo trata de ocultarse. Y todo lo que quiere ocultarse
puede ser lo que buscas. ¿Conoces acaso lo que te molesta?
—Bueno, no.—Y volví a sentir esas
náuseas y esa debilidad, y otra vez traté de apartarlas. Y de pronto quise
seguir.—Adelante.
—Estás en la biblioteca. Acabas
de encontrarte con la señorita Kew. Te habla. Tú le cuentas de los chicos.
Me quedé muy quieto. No pasó
nada. Sí, algo pasó. Me puse duro, hasta que me dolió el cuerpo pero nada más.
Oí que Stern se levantaba y se
acercaba al escritorio. Manejó algo un rato. Algo crujió y zumbó. De pronto oí
mi propia voz:
—Bien. Está Janie, que tiene
doce, como yo; Bonnie y Beanie que tienen ocho, y son mellizas y el bebé. El
bebé tiene tres años.
Y el sonido de mi grito. Y la
nada.
Como un chisporroteo en la
oscuridad, salí agitando los puños. Unas manos fuertes me tomaron por las
muñecas, pero no trataron de impedir que moviera los brazos. Abrí los ojos. El
termos se había caído sobre la alfombra. Stern estaba agachado a mi lado,
sosteniéndome los puños. Dejé de luchar.
—¿Qué pasó?
Stern me soltó y retrocedió
observándome.
—Señor—dijo—, qué reacción.
Me llevé las manos a la cabeza y
lancé un gemido. Stern me tiró una toalla y la usé. —¿Qué me golpeó?
—Había registrado lo que dijiste
antes—explicó Stern—y como no recordabas, traté de ayudarte usando tu propia
voz. A veces obra maravillas.
—Obró maravillas esta
vez—gruñí.—Parece que se me saltaron los tapones.
—En efecto, ya ibas a meterte en
lo que no quieres recordar y preferiste desmayarte.
—¿Por qué está tan contento?
—La última defensa—dijo
concisamente.—Ya nos falta poco. Sólo otra prueba. —Oiga, cuidado. Mi última
defensa será morirme.
—No tengas miedo. Ese episodio
está en tu subconsciente desde hace mucho tiempo y no te hizo ningún daño.
—¿No?
—No te mató por lo menos.
—¿Cómo sabe usted que no lo hará
cuando lo saquemos a luz? —Ya lo verás.
Alcé la vista y lo miré de reojo.
Me pareció que Stern sabía lo que hacía.
—Sabes ahora de ti mismo bastante
más que antes—dijo con voz muy suave—. Podrás examinarte interiormente. Tendrás
conciencia de lo que vayas sabiendo. No del todo, quizá, pero sí lo suficiente
como para protegerte a ti mismo. No te preocupes. Cree en mí. Puedo pararlo si
se hace demasiado grave. Descansa. Mira el techo. Ten conciencia de tus pies.
No, no te mires los pies. Alza los ojos. Tus pies, cuidado con tus pies. No los
muevas, siéntelos. Cuenta los dedos de tus pies. Uno, dos, tres. Atención a ese
tercer dedo. Siéntelo, siéntelo, siéntelo. Déjalo solo, aflójalo, se afloja.
Los otros dedos, los de al lado, se aflojan también. Todos se aflojan, todos
están flojos, todos tus dedos están flojos...
—¿Qué está haciendo?—le grité.
—Crees en mí—dijo con la misma
voz sedosa—y también tus dedos creen en mí. Se aflojan porque crees en mí.
—Está tratando de hipnotizarme.
No lo permitiré.
—Te vas a hipnotizar a ti mismo.
Tú lo harás todo. Yo sólo te digo cómo tienes que hacerlo. Sólo pongo tus pies
en el camino. No hago más que eso. Nadie puede hacerte ir a donde no quieras,
pero puedes ir a donde señalan tus pies, tus pies de dedos flojos, tus...
Y así
continuamente. ¿Y dónde estaban las colgantes vestiduras de oro, la mirada
resplandeciente y los pases magnéticos? Stern ni me miraba. ¿Y la voz monótona
que invita al sueño? Bueno. Stern sabía que yo no tenía sueño y que no quería
tenerlo. Sólo deseaba ser pies. Sólo deseaba aflojarme, ser un par de pies
completamente flojos. Unos pies sin cerebro, unos pies que se dirigen a alguna
parte, once veces, once, tengo once años.
Me dividí en dos, y todo estuvo
bien. Una parte de mí mismo miraba a la parte de mí mismo que volvía a la
biblioteca. Y la señorita Kew se inclinaba hacia mí, pero no demasiado, y las
hojas del periódico crujieron bajo mi cuerpo en la silla de la biblioteca, y yo
me había sacado un zapato y los dedos del pie colgaban flojos... Y sentí
entonces cierta sorpresa. Pues esto era hipnosis, y sin embargo me sentía
totalmente consciente, inmóvil sobre el sofá, oyendo el zumbido de la voz de
Stern; totalmente capaz de volverme y sentarme y hablar con él, y hasta de irme
si quisiera, pero yo no quería irme...
Oh, si esto era la hipnosis, yo
estaba de acuerdo, completamente de acuerdo. Yo ya la conocía. Y estaba bien.
Podía ver, sobre la mesa, el
cuero repujado, y aun podía quedarme junto a la mesa con usted, con la señorita
Kew, la señorita Kew, y Bonnie y Beanie que tienen ocho, y son mellizas, y el
bebé. El bebé tiene tres años.
—El bebé tiene tres años—dijo
ella.
Sentí una presión, algo que se
estiraba y... y que se quebraba. Y con una desgarrante agonía, y una explosión
de triunfo que ahogaba el dolor, todo terminó.
Y esto era lo que estaba dentro.
Todo en un relámpago, pero realmente todo.
¿El bebé tiene tres años? Mi bebé
hubiera tenido tres años, si hubiera existido un bebé, pero nunca existió...
Lone, me abro a ti. Me abro, ¿me
abro lo bastante?
Los iris como ruedas. Sé que dan
vueltas, pero nunca pude verlos. La sonda viene invisible desde su cerebro y me
entra por los ojos hasta el cerebro. ¿Sabe él lo que eso significa para mí? ¿Le
importa? No le importa. No lo sabe. Me examina, me vacía y yo me lleno otra
vez. Bebe y espera, y espera y bebe de nuevo, y nunca mira su copa.
Cuando lo vi por vez primera, yo
estaba bailando en el viento, en el bosque, al aire libre, y él me miraba desde
el follaje sombrío. Lo odié por eso. No era mi bosque, no era mi prado de
lunitas de oro, entretejido de helechos. Pero era mi baile, y se apoderó de mi
baile... Mi baile, petrificado para siempre porque él estaba allí. Lo odié por
eso, odié cómo me miraba, cómo estaba allí, hundido hasta los tobillos en los
helechos suaves y húmedos, como un árbol con raíces en vez de pies, y unas
ropas del color de la tierra. Cuando me detuve, él se movió, y entonces fue
sólo un hombre, un gran mono de hombros cuadrados, ese animal sucio que es un
hombre. Y todo mi odio fue de pronto miedo, y me sentí helada de pronto.
Él sabía lo que estaba haciendo y
no le importó. Bailar... yo nunca volvería a bailar porque nunca sabría si el
bosque no estaba lleno de ojos, si no estaba lleno de hombres altos, hombres
parecidos a animales, descuidados y sucios. Los días de verano las ropas me
pesarían en el cuerpo, y las noches de invierno viviría envuelta recatadamente
en telas, como en una mortaja, y nunca volvería a bailar, nunca recordaría este
baile sin recordar esos ojos. ¡Cómo lo odié! ¡Oh, cómo lo odié!
Bailaba sola en lugares
ignorados. Ese era mi secreto. Y mientras tanto seguían hablando de mí como de
la señorita Kew, una señorita victoriana, avejentada y anticuada, correcta y
tiesa; encajes, ropa blanca y soledad. Ahora comenzaría a ser, realmente, lo
que ellos decían, y ya nunca dejaría de serlo. Mi secreto... me lo habían
robado.
El hombre salió a la luz del sol
y vino hacia mí, con la cabeza un poco inclinada sobre un hombro. Me quedé
donde estaba, helada por dentro y por fuera, con el corazón lleno de ira y la
piel erizada de miedo, con un brazo extendido y el cuerpo doblado en un momento del baile. Cuando el hombre se detuvo, volví a
respirar, pero sólo porque me ahogaba.
—¿Usted lee libros?—me dijo.
No podía soportar su cercanía,
pero tampoco podía moverme. El hombre extendió su mano áspera y me tocó la
barbilla, y me hizo levantar la cabeza y tuve que mirarlo a los ojos. Quise
apartarme, pero mi rostro no abandonaba su mano, y sin embargo su mano no me
retenía, sólo sostenía mi rostro.
—Tiene que leer algunos libros
para mí. No tengo tiempo para buscarlos. —¿Quien es usted.?—le pregunté.
—Lone—me dijo—. ¿Va a leer libros
para mí? —No. ¡Déjeme ir! ¡Déjeme ir!—No me tenía presa.
—¿Qué libros?—le pregunté.
Me golpeó en la cara, no muy
fuerte, y alcé un poco más la cabeza. Dejó caer la mano, y los ojos, los iris,
comenzaron a girar.
—Abra la cabeza me dijo—. Ábrala
y déjeme ver.
Había libros en mi cabeza y él
miraba los títulos.
No, no miraba los títulos; no
sabía leer. Miraba... lo que yo sabía de los libros. De pronto me sentí
terriblemente inútil. Yo sabía muy poco.
—¿Qué es eso?—preguntó ásperamente.
Comprendí. Lo había sacado de mi
cabeza. Yo no sabía que estaba, pero él lo había encontrado.
—Telekinesis—dije. —¿Cómo se
hace?
—Nadie sabe si es posible. Mover
objetos con la mente. —Es posible—dijo—. ¿Y esto qué es?
—Teleportación. Lo mismo. Bueno,
casi. Mover el propio cuerpo, pero sólo por medio de la mente.
—Sí, sí. Ya veo—dijo con cierta
dureza.
—Interpenetración molecular
Telepatía y clarividencia. No sé nada de todo eso. Me parece que son tonterías.
—Lea sobre eso. No importa si no
entiende. ¿Qué es eso? Estaba ahí, en mi cerebro, en mis labios.
—Gestalt
—¿Qué quiere decir?
—Grupo. Como curar varias
enfermedades con un solo tratamiento. Como varias ideas expresadas en una sola
frase. Él todo es mayor que la suma de las partes.
—Lea sobre eso, también. Lea
mucho sobre eso. Más que sobre ninguna otra cosa. Es lo más importante.
Se volvió, y cuando apartó sus
ojos de los míos fue como si algo se quebrase, y trastabillé y caí de rodillas.
Se hundió en el bosque sin mirar hacia atrás. Recogí mis ropas y corrí a casa.
Sentí furia, como una tormenta. Sentí miedo, como un huracán.
Sabía que iba a leer los libros,
sabía que iba a volver, sabía que nunca bailaría de nuevo. Así que leí los
libros y volví. A veces iba todos los días, durante tres o cuatro días, y otras
veces, cuando no podía encontrar algún libro, no iba durante diez. Lone estaba
siempre allí en el cañaveral, esperando, de pie entre las sombras, y tomaba lo
que quería de los libros y nada de mí. Nunca mencionaba nuestro próximo encuentro,
y yo no podía
saber si venía diariamente o sólo
los días en que yo iba a verlo.
Me hizo leer muchos libros que no
me interesaban, libros sobre evolución, organizaciones sociales y culturales,
mitología y, principalmente, simbiosis. No se podía decir que yo hablara con
él. Nada audible se producía entre nosotros, salvo sus pequeños gruñidos de
sorpresa o sus débiles murmullos de interés.
Arrancaba los
libros de mi mente como hubiera podido arrancar las fresas de una planta y de
un solo tirón. Olía a sudor, a tierra, y a los jugos de las hojas y los tallos
que aplastaba al caminar por el bosque.
Si algo aprendía de los libros,
nada demostraba.
Hasta que un día se sentó a mi
lado y me planteó un problema.
—¿Qué libro tiene algo como esto?
me preguntó, y se quedó pensando un rato. Una termita no puede digerir la
madera, pero sí el microbio que vive en la termita, y entonces la termita se
alimenta de lo que deja el microbio. ¿Qué es eso?
—Simbiosis—recordé. Recordé la
forma en que sacó el significado de las palabras y tiró las palabras. —Dos
formas de vida que se necesitan para vivir.
—Sí, bueno, ¿hay algún libro que
hable de cuatro o cinco seres que vivan de ese modo?
—No sé.
—¿Qué es esto?—me preguntó
entonces—. Imagínese una estación de radio, y luego cuatro o cinco receptores.
Cada receptor mueve una máquina diferente. Una cava, por ejemplo, la otra vuela
y la otra hace ruido, pero todas reciben órdenes del mismo lugar. Y cada una de
ellas tiene, sin embargo, su propia fuente de energía y una determinada
función. Bueno, ¿hay, en vez de radio y receptores, algo vivo que se parezca a
eso?
—¿Varios organismos que fueran
partes de un todo, y partes independientes a la vez? No lo creo... únicamente
que usted se refiera a una organización social, como un equipo, o como un grupo
de trabajadores que obedecen aun mismo patrón.
—No—dijo Lone inmediatamente—. No
es eso. Como un solo animal.
Y su mano entreabierta se movió
en el aire y yo comprendí lo que quería decir. —¿Quiere decir una forma de vida
gestalt?—pregunté. ¡Es imposible! —Ningún libro habla de eso, ¿no?
—Ninguno que yo conozca.
—Necesito saber algo más—dijo
lentamente—. Ese ser existe. Quiero saber si se ha producido antes.
—No entiendo cómo eso pueda
existir.
—Existe. Una parte que investiga,
una parte que calcula, una parte que descubre y una parte que habla.
—¿Que habla? Sólo los seres
humanos hablan. —Ya lo sé—me dijo, y se levantó y se fue.
Busqué en todas partes un libro
que hablase de ese ser, pero no fui capaz de encontrarlo. Volví y se lo dije. Se
quedó quieto mucho tiempo, con los ojos clavados en la doble línea azul de las
lomas del horizonte. Luego me miró con esos ojos y esos iris en movimiento y
buscó dentro de mí.
—Usted aprende, pero no
piensa—dijo, y miró otra vez hacia las lomas.—Todo esto pasa entre seres
humanos—añadió. Pasa, parte por parte, ante las narices de la gente, y nadie se
da cuenta. Algunos leen el pensamiento. Otros mueven objetos con la mente.
Otros se trasladan del mismo modo. Otros, en fin, resuelven cualquier problema.
Sólo falta quien junte todo eso, como lo hace un cerebro; alguien que gobierne
todas las partes: la que toca, la que tiene calor, la que camina, la que
piensa, y todas las demás...
Yo soy eso—terminó abruptamente.
Se quedó callado tanto tiempo que
pensé que me había olvidado. —Lone—dije—, ¿qué hace usted en el bosque?
—Espero—dijo—. Aún no estoy
terminado.—Me miró a los ojos y lanzó un gruñido de irritación.—No quiero decir
«terminado» en ese sentido. Quiero decir... que no estoy completo todavía. ¿Vio
cómo un gusano cortado en pedazos vuelve a completarse?
Bueno, olvide que lo han cortado.
Suponga que crece así, a partir de un pedazo. ¿Se da cuenta? Estoy uniendo
partes. No estoy terminado. Y busco un libro que hable de lo que yo seré algún
día.
—No conozco ese libro. ¿No me
puede decir algo más? Quizá entonces pueda pensar en un libro parecido, o en un
lugar donde podría buscarlo.
—Sólo sé que tengo que hacer lo
que hago, como un pájaro que tiene que hacer su nido, cuando llega el momento.
Y sé que cuando yo esté hecho, no podré sentirme demasiado orgulloso. Seré como
un cuerpo más ágil y más fuerte que todos los otros cuerpos, pero me faltará la
cabeza. Aunque quizá eso me pase porque soy de los primeros. Esa imagen suya,
ese hombre de las cavernas.
—Neanderthal.
—Eso es. Piense en él. No era
gran cosa. Sólo un proyecto. Yo seré lo mismo. Pero un día, cuando ya esté
organizado, aparecerá quizá la cabeza, y entonces valdré algo.
Gruñó satisfecho—y se alejó.
Busqué y busqué, días enteros,
pero no pude encontrar lo que él quería. Encontré una revista que afirmaba que
el próximo paso importante, en la evolución humana, sería de orden psíquico
antes que físico, pero no decía nada acerca de... ¿cómo lo llamaré? ¿Un
organismo gestalt? Encontré algo acerca de un moho de los pantanos, pero se
parecía más a una colonia de amebas que a una simbiosis.
Para mi mente poco científica,
poco curiosa, no había nada como lo que él pretendía, excepto quizá una banda
de música en marcha: cada uno de los músicos toca un instrumento diferente, con
una técnica diferente y notas diferentes, y todos juntos hacen una sola cosa.
Pero no era eso lo que él quería decir.
Por lo tanto fui a verlo. El sol
ya se ponía y corría un aire fresco, y Lone tomó lo poco que había en mis ojos
y me dio la espalda, enojado, lanzando una palabrota que no quiero recordar.
—No ha podido encontrarlo—me
dijo—. No vuelva.
Se levantó y se alejó, y se apoyó
de espaldas en un abedul descortezado, y se quedó mirando las sombras
susurrantes movidas por la brisa. Creo que se había olvidado de mí; o quizá
sumergido en sus extraños pensamientos no oyó el ruido de mis pasos. Le hablé,
desde muy cerca, y dio un salto, como un animal asustado.
—Lone—dije,—no me acuse. Hice
todo lo que pude.—Se dominó y me miró con aquellos ojos.
—¿Que no la acuse? ¿Quién la
acusa?
—No tuve éxito—le dije—, y está
usted enojado. Me miró tanto tiempo que me sentí incómoda. —No sé de qué
habla—me dijo.
Yo no quería que se fuera. Pero
se iría. Se iría dejándome con un solo pensamiento: yo no le importaba. Ya no
era crueldad o ligereza. Era indiferencia. La indiferencia de un gato ante un
tulipán entreabierto.
Lo tomé por los brazos e intenté
sacudirlo. Hubiera sido lo mismo que querer mover el frente de una casa.
—¡Usted tiene que saberlo!—le grité—.
Sabe lo que leo. ¡Tiene que saber lo que pienso!—Lone sacudió la cabeza. Me
enfurecí.—Soy un ser humano, una mujer. Me utilizó varias veces sin darme nada.
Destrozó mis costumbres y mis hábitos, haciéndome leer a toda hora, haciéndome
venir bajo la lluvia y los domingos, y no se fijó en mí, y ni siquiera me
habló. No sabe nada de mí y no le importa. Me hizo venir bajo un terrible
hechizo y ahora, ahora que ha terminado, me dice «no vuelva».
—¿Tengo que darle algo por lo que
tomé?
—Creo que sí.
Lone lanzó aquel breve murmullo
de interés. —Qué quiere que le dé. No tengo nada.
Me alejé de él. Sentí... no sé lo
que sentí. Y dije entonces:
—No sé.
—Quiero que...
—Bueno, maldita sea, ¿qué quiere?
No podía mirarlo. Apenas podía
hablar.
—No sé. Hay algo, pero no sé lo
que es. Es algo que... No puedo decir si lo sé.—Lone sacudió la cabeza, y volví
a tomarlo de los brazos.—Ha leído los libros que hay en mí, ¿no puede leer
el... el yo que hay en mí?
—Nunca lo probé.—Se acercó y me
tomó la cara.—A ver—dijo.
De sus ojos salió aquella extraña
sonda, y entró en mí y yo grité. Me retorcí tratando de huir. Yo no había
querido eso, estaba segura, no lo había querido. Luché terriblemente. No sé en
qué momento Lone me tomó entre sus manos y me alzó en el aire. Cuando terminó,
me dejó caer. Me doblé en el suelo, y. me eché a llorar. Lone se sentó a mi
lado. No trató de tocarme. No trató de irse. Me tranquilicé y me puse en
cuclillas, y esperé.
—No volveré a hacer eso muchas
veces—me dijo.
Me senté, me envolví las piernas
con la falda y puse la cabeza sobre las rodillas levantadas para poder verle la
cara.
—¿Qué pasó?
Lanzó una maldición.
—Qué condenada confusión lleva
usted ahí dentro. Treinta y tres años de edad...
¿Para qué quiere vivir así?
—Vivo muy bien—dije algo picada.
—Si—respondí.—Completamente sola
durante diez años, excepto alguien para hacer el trabajo. Nadie más.
—Los hombres son animales, y las
mujeres...
—¿Realmente odia a las mujeres?
Todas saben algo que usted ignora.
—No quiero saber. Soy feliz así.
—Como un infierno.
No le contesté. No me gusta ese
modo de hablar.
—De mí desea dos cosas. Ninguna
de ellas tiene sentido.
Me miró, y por primera vez vi
alguna expresión en su rostro: estaba asombrado.—
Quiere saberlo todo de mí, de
dónde vengo, y cómo llegué a ser lo que soy.
—Sí. Quiero saber eso. Pero ¿y
esa otra cosa que deseo, y que usted conoce y yo no? —Nací en
algún lugar y
crecí como un
matorral en alguna
parte—dijo Lone ignorándome. La
gente ni siquiera intentó meterme en el asilo. Así crecí, destinado a ser
el idiota del pueblo. Pude
haberlo sido, pero me metí en los bosques. —¿Por qué?
Pensó un rato y luego dijo:
—Quizá porque no entendía el modo
de vivir de la gente. En el bosque podía crecer a mi gusto.
—¿Cómo?
Mi pregunta atravesó esa lejanía
que nacía y moría, continuamente, entre nosotros. —Como eso que busqué en sus
libros...
—Nunca me lo explicó.
—Aprende, pero no piensa—dijo
como aquella otra vez—. Se trata de algo así como...
bueno, una persona. Está hecha de
partes diferentes, pero es una sola persona. Tiene manos, piernas, una voz y un
cerebro. Eso soy yo, el cerebro. Condenadamente débil, pero por ahora no hay
otro.
—Usted está loco.
—No. No lo estoy—dijo sin
inmutarse y con mucha firmeza—. Ya tengo la parte que es manos. Puedo llevarlas
a cualquier sitio, y ellas hacen allí lo que yo quiero, aunque son aún
demasiado jóvenes para hacer ciertas cosas. Tengo también la parte que habla.
Esta es realmente buena.
Lone se sorprendió.
—¡No hablo de mí! Ella está allá,
con los otros.
—¿Ella?
—La parte que habla. Ahora
necesito a alguien que piense, uno que tome una cosa y la junte con otra y dé
la respuesta exacta. Y cuando todo esté terminado, y cuando todo comience a
funcionar, seré ese ser de que le hablé. ¿Comprende? Sólo que... desearía que
tuviese una cabeza mejor que yo.
Todo me daba vueltas. —¿Cómo
empezó todo eso?
Lone me miró gravemente:
—¿Cómo empieza a crecer el pelo
en las axilas?—me preguntó—Nunca se sabe cómo pasan esas cosas. Pasan, nada
más.
—¿Qué es eso... que hace usted
cuando me mira a los ojos?
—¿Quiere saber cómo se llama? No
lo sé. No sé tampoco cómo lo hago. Solo sé que la gente me obedece. Usted va a
olvidarme.
—No quiero olvidarlo—dije con voz
ahogada.
—Lo hará. No comprendí en ese
momento si él quería decir que yo olvidaría o que yo tendría que olvidar.
—Me odiará, y más tarde, después
de mucho tiempo, se sentirá agradecida. Quizá algún día pueda hacer algo por
mí. Se sentirá tan agradecida, que estará contenta de hacerlo. Pero lo olvidará
todo, salvo una especie de... sentimiento. Y mi nombre, quizá.
No sé qué me movió a preguntarle,
casi con desesperación: —¿Y nadie sabrá nada de usted y de mi?
—No—dijo—. Excepto... bueno,
excepto la cabeza del ser, como yo, o alguna mejor.
Lone comenzó a incorporarse,
pesadamente.
—¡Oh, espere, espere!—grité. No
debía irse todavía, no debía irse. Era una bestia sucia y enorme, pero de algún
modo terrible yo era, ahora, su esclava.—No me ha dado eso otro... cualquier
cosa que sea.
—Ah, sí—dijo.—Eso.
Se movió como un relámpago. Sentí
una presión, algo que se estiraba y... se quebraba.
Y con una desgarrante agonía y una
explosión de triunfo que ahogaba el dolor, todo terminó.
Así, salí, por dos niveles
distintos:
Con once años, agotado por la
agonía de esa increíble entrada en él yo de otra persona.
Con quince años, acostado en el
sofá mientras Stern proseguía:
—...totalmente, totalmente
flojos, los tobillos y las piernas tan flojos como los pies, el vientre flojo,
la nuca floja lo mismo que el vientre, todo se ablanda y afloja, y aún mas...
Me senté en el sofá y puse los
pies en el piso. —Muy bien—dije.
Stern pareció un poco molesto.
—Esto va a dar resultado—dijo,
pero sólo si cooperas conmigo. Descansa...
—Ya dio resultado. —¿Qué?
—Todo, de la A a la Z.—Hice
castañetear los dedos: —Así.
Stern me lanzó una mirada
inquisitiva.
—¿Qué quieres decir?
—Era allí,
donde usted decía, en la biblioteca. Cuando yo tenía once años. Cuando ella
dijo: «El bebé tiene tres años». Todo lo que estaba hirviendo en ella, desde
hacía tres años, desbordó en ese instante inundándolo todo. Me alcanzó, con
todas sus fuerzas. Y yo era sólo un chico, descuidado, indefenso. Vino con
mucho... dolor. Yo nunca hubiera imaginado que existiera tanto dolor.
—Sigue—dijo Stern.
—Eso fue todo realmente. Quiero
decir, lo que me hizo a mí. Era en sí un buen pedazo de la señorita Kew. Lo que
le había ocurrido durante cuatro meses, sin faltar un solo detalle. Conocía a
Lone.
—¿Quieres decir toda una serie de
episodios? —Eso es.
—¿Viste toda una serie a la vez?
¿En menos de un segundo?
—Eso es. Mire, durante ese
instante fui ella, ¿se da cuenta? Fui ella, todo lo que ella había hecho, todo
lo que ella había pensado, todo lo que había oído y sentido. Todo, todo. Todo
en su orden, si yo así lo quería. Cualquiera de las partes, si sólo quería una
de ellas. Si yo fuese a decirle lo que voy a almorzar, ¿tendría que contarle
todo lo que hice desde que nací? No. Le digo que fui ella, y desde entonces, y
para siempre, tengo, de ese asunto, los mismos recuerdos que ella. Como en un
relámpago.
—Una gestalt—murmuró Stern.
—¡Ajá!—dije y pensé un rato en
eso. Pensé en muchas cosas. Las aparté por el momento y añadí—: ¿Cómo no lo
supe antes?
—Lo habías reprimido. Me puse de
pie, excitado.
—No comprendo por qué. No lo
comprendo de veras.
—Una repulsión natural, me
imagino—dijo Stern—¿Qué te parece esto? Te disgusta ser mujer aun un instante.
—Me dijo al principio que yo no
tenía esa clase de problemas.
—Bueno, ¿qué te parece esto?
Dices que sentiste dolor en ese momento. Pues bien, no quisiste recordarlo para
no sentir otra vez ese dolor.
—Déjeme pensar. Déjeme pensar.
Sí, sí, eso es, en parte. El meterse en la mente de otro. La señorita Kew me
abrió su mente porque yo le recordaba a Lone. Entré. No estaba preparado. No lo
había hecho nunca excepto quizá un poco, con gente que se me había resistido.
Esta vez entré del todo, y fue demasiado. Me asusté tanto que no quise
intentarlo otra vez. Y allí se quedó, oculto, escondido. Pero comencé a
desarrollarme y mi poder se desarrolló conmigo, y yo aún temía usarlo. Y cuanto
más crecía, más sentía, profundamente, que la señorita Kew tenía que morir,
antes que ella matara... lo que soy. ¡Dios mío!—grité—¿Sabe usted lo que soy?
—No—dijo. Stern—. ¿Quieres
decírmelo? —Me gustaría—respondí—Oh, si, me gustaría.
Stern tenía una expresión atenta,
profesional. No creía ni dejaba de creer. Aceptaba. Yo tenía que decírselo, y
de pronto comprendí que me faltaban las palabras. Conocía las cosas.. pero me
faltaban los nombres.
Lone tomó el significado y tiró
las palabras. Y antes: Lea libros. Lea libros para mí.
Aquella mirada. Aquel abrirse de
la mente. Me volví hacia Stern. Alzó la vista hacia mí.
Me acerqué. Se sorprendió en un
principio, luego, dominándose, se aproximó un poco más.
—Dios mío—murmuró.—No había visto
esos ojos. Juraría que los iris giran como ruedas.
Stern había leído libros. Yo no
sabía que se hubieran escrito tantos libros. Me deslicé dentro de él, y empecé
lo buscar lo que quería.
No puedo decir, exactamente, a
qué se parecía esa experiencia. Era tomo entrar en un túnel, y en ese túnel, en
todas partes, en el techo y las paredes asomaban unos brazos de madera como
esos que se ven en las ferias, en los tiovivos, esos brazos de donde se sacan
las anillas. Había una anilla en el extremo de cada brazo, y uno podía tomar lo
que quisiese.
Ahora imagine que su mente decide
qué anillas quiere tomar, y que los brazos sólo tienen esas anillas. Suponga
ahora que usted tiene mil manos para tomar esas anillas,
y que el túnel es de un millón de
kilómetros de largo, y que usted puede ir de un extremo a otro del túnel
sacando anillas. y en un solo abrir y cerrar de ojos. Bueno, era algo
semejante, sólo que más fácil.
Fue más fácil para mí de lo que
había sido para Lone.
Me incorporé apartándome de
Stern. Parecía enfermo y asustado.
—Todo está bien—dije.
—¿Qué me has hecho?
—Necesitaba algunas palabras.
Vamos, vamos, no olvide su profesionalidad
Tuve que admirarlo. Se guardó la
pipa en el bolsillo y se apretó las puntas de los dedos contra la frente y las
mejillas. Luego se sentó, y ya estaba bien otra vez.
—Comprendo—le dije. — Así se
sintió la señorita Kew cuando Lone le hizo lo mismo.
—¿Qué eres?
—Se lo diré. Soy el ganglio
central de un organismo complejo compuesto por el bebé, un computador; Bonnie y
Beanie, teleportadores; Janie, telekenicista, y yo mismo telépata y centro de
gobierno. Todo lo que somos ha sido ya documentado: la teleportación de los
yoguis, la telekinesis de algunos jugadores, los genios aritméticos. y.
principalmente, lo que algunosatribuyen a los fantasmas: muebles que se mueven,
el instrumento es una niña. Sólo que en este caso cada una de mis partes es
capaz de ejecutar un trabajo óptimo.
Lone organizó este ser, o el ser
se formó a su alrededor, poco importa. Reemplacé a Lone, pero cuando él murió
yo estaba todavía poco desarrollado, y por otra parte, ese episodio que viví
con la señorita Kew me reprimió totalmente. Tiene usted razón cuando supone que
el temor al dolor impidió que yo descubriera qué encerraba ese episodio.
Pero había otro motivo para que
yo no quisiese cruzar esa barrera, la barrera de «el bebé tiene tres años»
Ya dijimos que para mí debía
haber algo de más valor que la seguridad que nos daba la señorita Kew. ¿Puede
ver ahora qué era eso. Mi organismo gestalt estaba a punto de morir a causa de
esa seguridad. Comprendí que la señorita Kew tenía que morir o ese ser, yo,
moriría. Oh. Las partes seguirían viviendo; dos negritas casi mudas, una niña
introspectiva con cierto talento para el arte, un idiota mongoloide y yo... un
noventa por ciento de posibilidades sin aplicación y otro diez por ciento de
delincuente juvenil. Me reí.—Claro, tenía que morir. Era necesario para salvar
el organismo gestalt.
Stern murmuró algo entre dientes
y comenzó a decir:
—No comprendo...
—No necesita comprender.—Me reí
otra vez.—Esto es magnífico. Muy bueno, realmente bueno. Bien, escúcheme. Es un
asunto que puede interesarle. Como psiquiatra, quiero decir. Hemos hablado de
represiones. Yo no podía pasar «el bebé tiene tres años» porque ahí estaba el
secreto de lo que yo era realmente. No quería descubrirlo porque temía recordar
que yo era dos cosas: un chico al cuidado de la señorita Kew y algo
endemoniadamente más complicado. No podía ser ambas cosas a la vez y no quería
librarme de ninguna de ellas.
—¿Y ya lo has conseguido?—dijo
Stern sin levantar los ojos de la pipa. —Sí.
—¿Y ahora?
—¿Qué quiere decir?
—¿No se te ha ocurrido que
este... organismo gestalt ya está muerto?
—No lo está.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo sabe su cabeza que su
brazo funciona?
Stern se tocó la cara.
—Y entonces... ¿ahora qué?
Me encogí de hombros.
—¿Si el hombre de Pekín hubiese
visto la figura erecta del Homo sapiens hubiera dicho «ahora qué»? Viviremos,
eso es todo. Como un hombre, como un árbol, como cualquier cosa viviente. Nos
alimentaremos y creceremos, experimentaremos y nos multiplicaremos. Nos
defenderemos.—Extendí las manos.—Haremos cualquier cosa.
—¿Pero qué podéis hacer?
—¿Qué puede hacer un motor
eléctrico? Depende de la cosa a que apliquemos nuestra fuerza.
Stern estaba muy pálido.
—¿Y qué quisieras hacer tú?
Pensé un momento. Stern me esperó
sin añadir una palabra.
—¿Sabe qué?—dije al fin—. Desde
que nací la gente me trató siempre a las patadas. Luego me recogió la señorita
Kew. ¿Y qué ocurrió entonces? Ella casi me mata.
—Pensé otra vez.—Todo el mundo se
divierte, excepto yo. Con esa diversión que consiste en golpear a los más
pequeños, a los que no pueden responder. O con esos favores con los que
terminan por apoderarse de uno, o por matarlo a uno.—lo miré y sonreí.—Voy a
divertirme. Eso es todo.
Stern me volvió la espalda. Creí
que iba a levantarse y a caminar por la habitación, pero de pronto se dio
vuelta otra vez. Supe, entonces que no me quitaría los ojos de encima.
—Has cambiado mucho desde que
entraste aquí. —Es usted un buen sanacabezas.
—Gracias—dijo Stern amargamente—.
Y te imaginas que ya estás curado, listo para comenzar a rodar por ahí.
—Claro. ¿Usted no? Stern meneó la
cabeza.
—Sólo has descubierto lo que
eres. Tienes mucho más que aprender. Traté de no impacientarme.
—¿Como por ejemplo?
—Como saber qué le ocurre a la
gente que arrastra una culpa como la tuya. Eres diferente, Gerry, pero no
tanto.
—¿Debo sentirme culpable por
haber salvado mi vida? Stern fingió no oírme.
—Otra cosa. Te he oído decir que
te pasaste la vida odiando a todo el mundo. ¿Pensaste alguna vez por qué?
—No sabría decirlo.
—En parte porque estuviste tan
solo. Por eso mismo vivir con otros chicos, y luego con la señorita Kew,
significó tanto para ti.
—¿Y qué? Todavía tengo a los
chicos. Stern sacudió la cabeza lentamente.
—Tú y esos chicos formáis una
sola criatura. Única. Sin precedentes.—Me apuntó con su pipa.—Sola.
La sangre se me subió a la
cabeza. —Cállese.
—Piensa un poco—dijo Stern
suavemente—. Podéis hacer prácticamente lo que se os ocurra. Podéis conseguir
cualquier cosa. Y nada impedirá que estéis solos.
—Sí—dijo Stern—, pero algunos
aprendieron a vivir en soledad.
—¿Cómo?
—Saben algo—dijo Stern al cabo de
un rato—que tú ignoras totalmente. Si te lo dijera no lo entenderías.
—Dígamelo y veremos.
Me miró de un modo muy raro.
—Algunas veces lo llaman moral.
—Me parece que tiene razón. No sé
de qué habla.—Me sacudí.—Tiene miedo—le dije—. Tiene miedo del Homo
gestaltiensis.
—Stern hizo un tremendo esfuerzo
y sonrió.
—Eso es terminología bastarda
—Somos un ser bastardo—le
respondí.—Siéntese—añadí, indicándole dónde.
Stern atravesó el cuarto
silencioso y se sentó ante el escritorio. Me incliné hacia él y comenzó a
dormir con los ojos abiertos. Me incorporé y lancé una mirada alrededor del
cuarto. Tomé el termos, lo llené de agua y lo puse encima de la mesa. Arreglé
una punta de la alfombra, y coloqué una toalla limpia en la cabecera del sofá.
Me acerqué al costado del escritorio, lo abrí y observé el alambre de grabación.
Como si extendiera una mano,
llegó Beanie, y se detuvo junto al escritorio, con los ojos muy abiertos.
—Mira—le dije—. Fíjate bien.
Quiero borrar este alambre. Pregúntale al bebé cómo se hace.
Me guiñó un ojo y se inclinó
sobre el grabador. Estuvo allí un momento, y se fue y volvió, simplemente. Me
apartó e hizo girar dos perillas, y luego movió una llave que sonó dos veces.
El alambre corrió hacia atrás rápidamente, susurrando.
—Está bien—dije.—. Puedes irte.
Beanie desapareció.
Tomé mi chaqueta y fui hacia la
puerta. Stern estaba sentado todavía ante el escritorio, con los ojos abiertos.
—Un buen sanacabezas—murmuré.
Me sentía magníficamente.
Esperé un rato afuera, y luego
volví a entrar en el cuarto. Stern levantó la cabeza.
—Siéntate ahí, hijito
—Caramba—dije.—Lo siento, señor.
Me equivoqué de oficina. —No es nada—respondió Stern.
Salí y cerré la puerta. Durante
todo el trayecto al puesto de policía me fui riendo entre dientes. Les conté
una historia a propósito de la señorita Kew y les gustó. Y aún a veces me río
acordándome de este Stern, de cómo se habría explicado la pérdida de una tarde
y la ganancia de un billete de mil. Mucho más divertido que recordarlo muerto.
¿Qué demonios es la moral, al fin y al cabo?
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