El
encarnizamiento por borrar del paisaje humano lo irregular, lo imprevisto y lo
deforme, linda con la indecencia. Sin duda es deplorable que todavía devoren en
ciertas tribus a los ancianos estorbosos; sin embargo, no hay que olvidar que
el canibalismo representa, tanto un modelo de economía cerrada, como una
costumbre que, algún día, seducirá al atestado planeta. y a pesar de que se
persiga sin piedad a los antropófagos, no me conmueve que vivan en el terror y
que terminen por desaparecer, minoría ya de por sí, desprovista de confianza en
sí misma, incapaz de abogar por su propia causa. Distinta en extremo me parece
la situación de los analfabetos, considerable masa apegada a sus tradiciones y
privaciones y a la que se castiga con una injustificable virulencia. Pues, a
fin de cuentas, ¿es un mal no saber leer ni escribir? Francamente no lo creo. E
incluso pienso que deberemos vestir luto por el hombre cuando desaparezca el
último iletrado.
El interés de
los hombres civilizados por los pueblos que se llaman atrasados es muy
sospechoso. Incapaz de soportarse más a sí mismo, el hombre civilizado descarga
sobre esos pueblos el excedente de males que lo agobian, los incita a compartir
sus miserias, los conjura para que afronten un destino que él ya no puede
afrontar solo. A fuerza de considerar la suerte que han tenido de no
"evolucionar", experimenta hacia ellos los resentimientos de un audaz
desconcertado y falto de equilibrio. ¿Con qué derecho permanecen aparte, fuera
del proceso de degradación al cual él se encuentra sometido desde hace tanto
tiempo sin poder liberarse? La civilización, su obra, su locura, le parece un
castigo que pretende infligir a aquellos que han permanecido fuera de ella.
"Vengan a compartir mis calamidades; solidarícense con mi infierno",
es el sentido de su solicitud, es el fondo de su indiscreción y de su celo. Excedido
por sus taras y, más aún, por sus "luces", sólo descansa cuando logra
imponérselas a los que están felizmente exentos. El hombre civilizado ya
procedía así incluso en la época en que no era ni tan "ilustrado" ni
estaba tan harto, sino entregado a la avaricia y a su sed de aventuras y de
infamias. Los españoles, por ejemplo, en la cúspide de su carrera, debieron
sentirse tan oprimidos por las exigencias de su fe y los rigores de la Iglesia,
que se vengaron de ellos mediante la Conquista.
¿Alguien trata
de convertir a otro? No será jamás para salvarlo, sino para obligarlo a
padecer, para exponerlo a las mismas pruebas por las que atravesó el impaciente
convertidor: ¿vigilia, plegaria tormento? Pues que al otro le ocurra lo mismo,
que suspire, que aúlle, que se debata en medio de iguales torturas. La
intolerancia es propia de espíritus devastados cuya fe se reduce a un suplicio
más o menos buscado que desearían ver generalizado, instituido. La felicidad
del prójimo no ha sido nunca ni un móvil ni un principio de acción, y sólo se
la invoca para alimentar la buena conciencia y cubrirse de nobles pretextos: el
impulso que nos guía y que precipita la ejecución de cualquiera de nuestros
actos, es casi siempre inconfesable. Nadie salva a nadie; no se salva uno más
que a sí mismo, aunque se disfrace con convicciones la desgracia que se quiere
otorgar. Por mucho prestigio que tengan las apariencias, el proselitismo deriva
de una generosidad dudosa, en sus efectos que una abierta agresividad. Nadie
está dispuesto a soportar solo la disciplina que ha asumido ni el yugo que ha
aceptado. La venganza asoma bajo la alegría del misionero y del apóstol. Su
aplicación en convertir no es para liberar sino para convertir.
En cuanto
alguien se deja envolver por una certeza, envidia en otros las opiniones
flotantes, su resistencia a los dogmas y a los slogans, su
dichosa incapacidad de atrincherarse en ellos. Se avergüenza secretamente de
pertenecer a una secta o a un partido, de poseer una verdad y de haber sido su
esclavo, y así, no odiará a sus enemigos declarados, a los que enarbolan otra
verdad, sino al Indiferente culpable de no perseguir ninguna. Y si para huir de
la esclavitud en que se encuentra, el Indiferente busca refugio en el capricho
o en lo aproximado, hará todo lo posible por impedírselo, por obligarlo a una
esclavitud similar, idéntica a la suya. El fenómeno es tan universal que
sobrepasa el ámbito de las certezas para englobar el del renombre. Las Letras,
como era de esperarse, proporcionarán la penosa ilustración. ¿Qué escritor que
goce de una cierta notoriedad no acaba por sufrir a causa de ella, por
experimentar el malestar de ser conocido o comprendido, de tener un público,
por restringido que sea? Envidioso de los amigos que se pavonean en la
comodidad del anonimato, se esforzará por sacarlos de él, por turbar su
apacible orgullo con el fin de que también ellos experimenten las
mortificaciones y ansiedades del éxito. Para alcanzarlo, cualquier maniobra le
parecerá legítima, y a partir de entonces su vida se convierte en una
pesadilla. Los aguijonea, los obliga a producir y a exhibirse, contraría sus
aspiraciones a una gloria clandestina, sueño supremo de los delicados y de los
abúlicos. Escriban, publiquen, les repite con rabia, con impudicia. Y los
desgraciados se empeñan en ello sin pensar en lo que les aguarda. Sólo el
escritor famoso lo sabe. Los espía, pondera sus tímidas divagaciones violencia
y desmesura, con un calor furibundo, y, para precipitarlos en el abismo de la
actualidad, les encuentra o les inventa admiradores o discípulos, o una turba
de lectores, asesinos omnipresentes e invisibles. Perpetrado el crimen, se
tranquiliza y se eclipsa, colmado por' el espectáculo de sus protegidos presa
de los mismos tormentos y vergüenzas que él, vergüenzas y tormentos resumidos
en la fórmula de no recuerdo qué escritor ruso: "Se podría perder la razón
ante la sola idea de ser leído".
Así como el
autor atacado contaminado por la celebridad se esfuerza por contagiar a los que
no la han alcanzado, así el hombre civilizado, víctima de una conciencia
exacerbada, se esfuerza por comunicar sus angustias a los pueblos refractarios
a sus divisiones internas, pues ¿cómo aceptar que las rechacen, que no sientan
ninguna curiosidad por ellas? No desdeñará entonces ningún artificio para
doblegarlos, para hacerlos que se parezcan a él y que recorran su mismo
calvario: los maravillará con los prestigios de su civilización que les
impedirán discernir lo que podría tener de bueno y lo que tiene de malo. Y sólo
imitarán sus aspectos nocivos, todo lo que hace de ella un azote concertado y
metódico. ¿Esos pueblos eran inofensivos y perezosos? Pues desde ahora querrán
ser fuertes y amenazadores para satisfacción de su bienhechor que se interesará
en ellos y les brindará "asistencia", satisfecho al contemplar cómo
se enredan en los mismos problemas que él y cómo se encaminan hacia la misma
fatalidad. Volverlos complicados, obsesivos, locos. Su joven fervor por los
instrumentos y el lujo, por las mentiras de la técnica, le asegura al
civilizado que ya se convirtieron en unos condenados, en compañeros de su mismo
infortunio, capaces de asistirlo ahora a él, de cargar sobre sus hombros una
parte del peso agobiante, o, al menos, de cargar uno tan pesado como el suyo. A
eso llama "promoción", palabra escogida para disfrazar su perfidia y
sus llagas.
Ya sólo
encontramos restos de humanidad en los pueblos que, distanciados de la
historia, no tienen ninguna prisa por alcanzarla. A la retaguardia de las
naciones, no tocados por la tentación del proyecto, cultivan sus virtudes
anticuadas, se afanan por permanecer fuera de época. Son
"retrógrados", no cabe duda, y permanecerían gustosos en su
estancamiento si tuvieran los medios para hacerlo. Pero el hábil complot que
los "avanzados" traman contra ellos no se lo permite. Una vez
desencadenado el proceso de degradación, furiosos por no haber podido oponerse
a él, se dedicarán, con el desenfado de los neófitos, a acelerar su curso, a
provocar el horror, según la ley que hace que prevalezca siempre el nuevo mal sobre
el antiguo bien. y querrán ponerse al día aunque sólo sea para demostrar a los
otros que también ellos saben lo que es caer, y que incluso pueden, en materia
de decadencia, sobrepasarlos. ¿De qué sirve asombrarse o quejarse? ¿No están
los simulacros por encima de la esencia, la trepidación por encima del reposo?
¿Acaso no se diría que asistimos a la agonía de lo indestructible? Cualquier
paso adelante, cualquier forma de dinamismo lleva consigo algo de satánico: el
"progreso" es el equivalente moderno de la Caída, la versión profana
de la condenación, y los que creen en él son sus promotores. Y todos nosotros
no somos más que réprobos en marcha, predestinados a lo inmundo, a esas
máquinas, a esas ciudades que únicamente un desastre exhaustivo podría suprimir.
Esa sería la oportunidad de demostrar cuán útiles son nuestros inventos, y
rehabilitarlos.
Si el
"progreso" es un mal tan grande, ¿cómo es posible que no hagamos nada
para desembarazarnos de él? ¿lo deseamos realmente? En nuestra perversidad es
lo "máximo" que perseguimos y deseamos: búsqueda nefasta, contraria
en todo punto a nuestra dicha. Uno no avanza ni se "perfecciona"
impunemente. Sabemos que el movimiento es una herejía, y por eso mismo nos
atrae y nos lanzamos en él, depravados irremediablemente, prefiriéndolo a la
ortodoxia de la quietud. Estábamos hechos para vegetar, para florecer en la
inercia, y no para perdernos en la velocidad y en la higiene responsable de la
abundancia de esos seres desencarnados y asépticos, de ese hormigueo de fantasmas
donde todo bulle y nada está vivo. Al organismo le es indispensable una cierta
dosis de mugre (fisiología y suciedad son términos intercambiables), por ello
la perspectiva de una higiene a escala universal inspira legítimas
aprehensiones. Debimos conformarnos, piojosos y serenos, con la compañía de las
bestias, estancarnos a su lado durante algunos milenios más, respirar el olor
de los establos y no el de los laboratorios, morir de nuestras enfermedades y
no de nuestros remedios, dar vueltas alrededor de nuestro vacío y hundirnos en
él suavemente. Hemos sustituido la ausencia, que debió haber
sido una tarea y una obsesión, por el acontecimiento, y todo acontecimiento nos
mancha y nos corroe puesto que surge a expensas de nuestro equilibrio y de
nuestra duración. Mientras más se reduce nuestro futuro, más nos dejamos
sumergir por lo que nos arruina. Estamos tan intoxicados con la civilización,
nuestra droga, que nuestro apego a ella presenta todos los síntomas de una
adicción, mezcla de éxtasis y de odio. Tal como van las cosas, no hay duda de
que acabará con nosotros, y ya no podemos renunciar a ella, o liberarnos, hoy
menos que nunca. ¿Quién vendrá en nuestra ayuda? ¿Un Antistenes, un Epicuro, un
Crisipo que ya encontraban demasiado complicadas las costumbres antiguas? ¿qué
pensarían de las nuestras, y quién de ellos, transportado a nuestras
metrópolis, tendría suficiente temple como para conservar su serenidad? Más
sanos y más equilibrados en todos los aspectos, los antiguos podrían haber
prescindido de una sabiduría que, no obstante, elaboraron: lo que nos
descalifica para siempre es que a nosotros ni nos importa ni tenemos la
capacidad para elaborar una. ¿Acaso no es significativo que entre los modernos
el primero en denunciar con vigor los estragos de la civilización, por amor a
la naturaleza, haya sido lo contrario de un sabio? Le debemos el diagnóstico de
nuestro mal a un insensato, más marcado que cualquiera de nosotros, un
maniático comprobado, precursor y modelo de nuestros delirios. y no menos significativo
me parece el reciente acontecimiento del psicoanálisis, terapéutica sádica,
preocupada más por irritar nuestros males que por calmarlos, y singularmente
experta en el arte de sustituir nuestros ingenuos malestares por malestares
alambicados.
Cualquier
necesidad, al dirigirse hacia la superficie de la vida para escamoteamos las
profundidades, le confiere un precio a lo que no tiene ni sabría tenerlo. La
civilización, con todo su aparato, está fundamentada en nuestra propensión a lo
irreal y a lo inútil. Si consintiéramos en reducir nuestras necesidades, en no
satisfacer más que las indispensables, ésta se hundiría de inmediato. Así, para
durar, se reduce a crearnos siempre nuevas necesidades, multiplicándolas sin
descanso, pues la práctica general de la ataraxia le traería consecuencias más
graves que las de una guerra de destrucción total. La civilización, al
agregarle a los inconvenientes fatales de la naturaleza los inconvenientes
gratuitos, nos obliga a sufrir doblemente, diversifica nuestros tormentos y
refuerza nuestras desgracias, y que no vengan a machacarnos que ella nos ha
curado del miedo. De hecho, la correlación es evidente entre la multiplicación
de nuestras necesidades y el acrecentamiento de nuestros terrores. Nuestros
deseos, fuente de nuestras necesidades, suscitan en nosotros una constante
inquietud, intolerable de una manera muy diferente al escalofrío que se siente
ante algún peligro de la naturaleza. Ya no temblamos a ratos, temblamos sin
parar. ¿Qué hemos ganado con trocar miedo por ansiedad? ¿Y quién no escogería
entre un pánico instantáneo y otro difuso y permanente? La seguridad que nos
envanece disimula una agitación ininterrumpida que envenena nuestros instantes,
los presentes y los futuros, haciéndolos inconcebibles. Feliz aquel que no
resiente ningún deseo, deseo que se confunde con nuestros terrores. Uno
engendra a los otros en una sucesión tan lamentable como malsana. Esforcémonos
mejor en aguantar el mundo y en considerar cada impresión que recibimos como
una impresión impuesta que no nos concierne que soportamos
como si no fuera nuestra. "Nada de lo que sucede me concierne, nada es
mío", dice el Yo cuando se convence de que no es de aquí, que se ha
equivocado de universo y que su elección se sitúa entre la impasibilidad y la
impostura.
Resultado de las
apariencias, cada deseo, al hacernos dar un paso fuera de nuestra esencia, nos
ata a un nuevo objeto y limita nuestro horizonte. Sin embargo, a medida que se
exaspera, el deseo nos permite entender esa sed mórbida de la que emana. Si
deja de ser natural y nace de nuestra condición de civilizados, es impuro y
perturba y mancha nuestra sustancia. Es vicio todo lo que se agrega a nuestros
imperativos profundos, todo lo que nos deforma y perturba sin necesidad. Hasta
la risa y la sonrisa son vicios. En cambio, es virtud lo que nos induce a vivir
a contra corriente de nuestra civilización, lo que nos invita a comprometer y a
sabotear su marcha. En cuanto a la felicidad —si es que esta palabra tiene un
sentido—, consiste en la aspiración a lo mínimo y a la ineficacia, en el más
acá erigido en hipóstasis. Nuestro único recurso: renunciar, no sólo
al fruto de nuestros actos, sino a los actos mismos, constreñirse a la
improducción, dejar inexploradas una buena parte de nuestras energías y de
nuestras oportunidades. Culpables de querer realizarnos más allá de nuestras
capacidades y de nuestros méritos, fracasados por ineptos para el verdadero
cumplimiento, nulos a fuerza de tensión, grandes por agotamiento, por la
dilapidación de nuestros recursos, nos prodigamos sin tener en cuenta nuestras
posibilidades y nuestros límites. De ahí nuestro hastío, agravado por los
mismos esfuerzos que hemos desplegado para acostumbrarnos a la civilización, a
todo lo que implica de corrupción tardía. Que también la naturaleza esté
corrompida es algo que no negamos; pero esta corrupción sin fecha es un mal
inmemorial e inevitable al que nos hemos acostumbrado, mientras que el de la
civilización viene de nuestras obras o de nuestros caprichos, y tanto más
agobiante cuanto que nos parece fortuito, marcado por la opción o la fantasía,
por una fatalidad premeditada o arbitraria. Con razón o sin ella, creemos que
este mal pudo no surgir, que dependía de nosotros el que no se produjera. Lo
que acaba por hacérnoslo más odioso de lo que es. Nos descorazona tener que
soportarlo y enfrentar sus sutiles miserias cuando pudimos habernos contentado
con aquellas útiles miserias vulgares, pero soportables, con las que la
naturaleza nos ha dotado ampliamente.
Si pudiéramos
abstenernos de desear, de inmediato estaríamos a salvo de un destino; con el
sacrificio de nuestra identidad, reacios a amalgamarnos al mundo, superiores a
los seres, a las cosas, a nosotros mismos, obtendríamos la libertad,
inseparable de un entrenamiento de anonimato y de abdicación. "Soy nadie, he
vencido mi nombre", exclama aquel que, no queriendo rebajarse a dejar
huella, trata de conformarse a la prescripción de Epicuro: "Esconde tu
vida". Siempre regresamos a los antiguos cuando se trata de ese arte de
vivir cuyo secreto hemos perdido en dos mil años de sobre naturaleza y de
caridad compulsiva. Regresamos a la ponderación antigua en cuanto decae el
frenesí que el cristianismo nos ha inculcado; la curiosidad que despiertan los
sabios antiguos corresponde a una disminución de nuestra fiebre, a un regreso
hacia la salud. Y volvemos a ellos porque el intervalo que nos separa del
universo es más vasto que el universo mismo y, por ello, nos proponen una forma
de desapego que inútilmente buscaríamos en los santos.
Al
transformarnos en frenéticos, el cristianismo nos preparaba, a pesar de sí
mismo, a engendrar una civilización de la que él es víctima: ¿acaso no creó en
nosotros demasiadas necesidades, demasiadas exigencias? Necesidades y
exigencias interiores en su inicio, que iban a degradarse y a volverse
exteriores, así como el fervor del que emanaban tantas plegarias suspendidas
bruscamente, y que, al no poder ni desvanecerse ni quedar sin empleo, se puso
al servicio de dioses de recambio forjando símbolos a la medida de su nulidad.
Estamos entregados a una falsificación de infinito, a un absoluto sin dimensión
metafísica, sumergidos en la velocidad a falta de estarlo en el éxtasis. Esa
chatarra jadeante, réplica de nuestra inquietud, y esos espectros que la
conducen, ese desfile de autómatas, esa procesión de alucinados, ¿a dónde van,
qué buscan?, ¿qué espíritu de demencia los impulsa? Cada vez que estoy a punto
de absolver a los hombres civilizados, cada vez que tengo dudas sobre la
legitimidad de la aversión o del terror que me inspiran, me basta con pensar en
las carreteras campestres de un día domingo para que la imagen de esa gusanera
motorizada me reafirme en mi asco o en mis temores. En medio de esos
paralíticos al volante que han abolido el uso de las piernas, el caminante
parece un excéntrico o un proscrito: pronto será visto como un monstruo. No más
contacto con el suelo: todo lo que en él se hunde se nos ha vuelto extraño e
incomprensible. Desarraigados, incapaces de congeniar con el polvo o con el
lodo, hemos logrado la hazaña de romper, no sólo con la intimidad de las cosas,
sino con su misma superficie. En este punto la civilización aparecería como un
pacto con el diablo, si es que el hombre tuviera todavía un alma que
vender.
¿Es realmente para
ganar tiempo que se inventaron esos aparatos? Más desprovisto, más desheredado
que el troglodita, el hombre civilizado no tiene un instante para sí; incluso
sus ocios son enfebrecidos o agobiantes: un presidiario con licencia que
sucumbe en el aburrimiento de no hacer nada y en la pesadilla de las playas.
Cuando se han recorrido comarcas donde el ocio es de rigor y donde todos lo
ejercen, se adapta uno mal a un mundo donde nadie lo conoce ni sabe gozarlo,
donde nadie respira. El ser esclavizado por las horas, ¿es todavía un ser
humano? ¿Tiene derecho a llamarse libre cuando sabemos que se
ha sacudido todas las esclavitudes salvo la esencial? A merced del tiempo que
alimenta y nutre con su propia sustancia, el hombre civilizado se extenúa y
debilita para asegurar la prosperidad de un parásito o de un tirano. Calculador
a pesar de su locura, se imagina que sus preocupaciones y problemas aminorarían
si pudiera "programárselos" a pueblos "subdesarrollados" a
los que le reprocha no entrar "al aro", es decir, al vértigo. Para
mejor precipitarlos en él, les inyectará el veneno de la ansiedad y no los
dejará en paz hasta que observe en ellos los mismos síntomas de ajetreo. Con el
fin de realizar su sueño de una humanidad sin aliento, perdida y atada al
reloj, recorrerá los continentes, siempre en busca de nuevas víctimas sobre
quienes verter el excedente de su febrilidad y de sus tinieblas. Mirándolo se
adivina la verdadera naturaleza del infierno: ¿acaso no es ahí el lugar donde
el tiempo es condena eterna?
De nada sirve
someter al universo y apropiárnoslo: mientras no hayamos triunfado sobre el
tiempo, seguiremos siendo esclavos. Ahora bien, esa victoria se adquiere merced
a la renuncia, virtud hacia la que nuestras conquistas nos vuelven
particularmente ineptos, de manera que, mientras más numerosas son, más se
intensifica nuestra sujeción. La civilización nos enseña cómo apoderarnos de
las cosas, cuando debería iniciarnos en el arte de despojarnos de ellas, pues
no hay libertad ni "verdadera vida" si no se aprende a renunciar. Me
apodero de un objeto, me considero su dueño, y, de hecho, sólo soy su esclavo,
como también soy esclavo del instrumento que fabrico y manejo. No hay nueva
adquisición que no signifique una cadena más, ni hay factor de poder que no sea
causante de debilidad. Hasta nuestros dones contribuyen a encadenarnos; el
espíritu que se eleva por encima de los demás es menos libre: confinado en sus
facultades y en sus ambiciones, prisionero de sus talentos, los cultiva a sus
expensas, los hace valer a costa de su salvación. Nadie se libera si se obliga
a ser alguien o algo. Todo lo que poseemos o producimos, todo lo que se
sobrepone a nuestro ser, nos desnaturaliza y ahoga. Y qué error, qué herida
haberle adjudicado la existencia a nuestro mismo ser cuando hubiéramos podido,
inmaculados, preservarlo en lo virtual y en lo invulnerable. Nadie se cura del
mal de nacer, plaga capital si es que existe una. Y aceptamos la vida y
soportamos todas sus pruebas sólo porque tenemos la esperanza de curarnos algún
día. Los años pasan, la llaga permanece.
Mientras más se
diferencia y complica la civilización, más maldecimos los lazos que nos atan a
ella. Según Solovieiv, la civilización llegará a su fin (que será, según el
filósofo ruso, el fin de todo) en la plenitud del "siglo más
refinado". Lo cierto es que nunca estuvo tan amenazada ni fue tan odiada
como en los momentos en que parecía mejor establecida, según atestiguan los
ataques, en pleno Siglo de las Luces, contra sus costumbres y prestigios, contra
todas las conquistas que la enorgullecían. "En los siglos cultos se
convierte en una especie de religión adorar lo que se admiraba en los siglos
vulgares", anota Voltaire, no muy apto para comprender las razones de tal
entusiasmo. En todo caso, fue en la época de los salones cuando el
"retorno a la naturaleza" se impuso, igual como la ataraxia sólo
podía ser concebida en un tiempo en que, cansados de divagaciones y de
sistemas, los espíritus preferían las delicias de un jardín a las controversias
del ágora. La búsqueda de la sabiduría proviene siempre de una civilización
harta de sí misma. Cosa curiosa: nos es difícil imaginar el proceso que llevó
al mundo antiguo a la saciedad, el objeto ideal de nuestras nostalgias. Por lo
demás, comparado al innombrable hoy, cualquier época nos parece bendita. Al
apartarnos de nuestro verdadero destino, entramos, si es que no estamos ya en
él, en el siglo final, en ese siglo refinado por excelencia (complicado hubiera
sido el adjetivo exacto) que será necesariamente en el que, a todos los
niveles, nos encontraremos en la antípoda de lo que deberíamos haber
sido.
Los males
inscritos en nuestra condición son superiores a los bienes; e incluso si se
equilibraran, nuestros problemas no estarían resueltos. Tal y como sugiere la
civilización, estamos aquí para debatirnos con la vida y la muerte, y no para
esquivarlas. Y aunque la civilización consiguiera, secundada por la inútil
ciencia, eliminar todos los azotes, o, para engatusarnos, empresa de disimulo,
de encubrimiento de lo insoluble, nos prometiera otros planetas a guisa de
recompensa, sólo lograría acrecentar nuestra desconfianza y nuestra
desesperación. Mientras más se agita y se pavonea, más envidiamos las edades
que tuvieron el privilegio de ignorar las facilidades y las maravillas con que
nos gratifica sin cesar. "Con un poco de pan, de cebada y de agua, se
puede ser tan feliz como Júpiter", repetía el sabio que nos conminaba a
esconder nuestra vida. ¿Es manía citarlo siempre? ¿Y a quién dirigirse
entonces, a quién pedir consejo? ¿A nuestros contemporáneos?, esos indiscretos,
esos intranquilos culpables de habernos convertido, al deificar las
confesiones, el apetito y el esfuerzo, en unos fantasmas líricos, insaciables y
extenuados. Lo único que excusa su furia es que no se derive de un nuevo
instinto, ni de un impulso sincero, sino del pánico ante un horizonte cerrado.
Muchos de nuestros filósofos que se asoman, aterrados, al porvenir, no son más
que los intérpretes de una humanidad que, sintiendo que los instantes se le
escapan, trata de no pensar en ello —sin dejar de pensar. Sus sistemas ofrecen
la imagen y el desenvolvimiento discursivo de esa obsesión. Lo mismo ocurre con
la Historia, quien solicita su interés cuando ya el hombre tiene todas las
razones para dudar que aún le pertenezca y siga siendo su agente. De hecho todo
ocurre como si, escapándosele, la Historia, él comenzara una carrera no
histórica, breve y convulsionada, que relegaría a nivel de tonterías las
calamidades que hasta ahora lo enorgullecían tanto. Su dosis de ser se adelgaza
a cada paso que avanza. Sólo existimos gracias al retroceso, gracias a la
distancia que mantenemos entre las cosas y nosotros mismos. Moverse es
entregarse a lo falso y a lo ficticio, es practicar una discriminación abusiva
entre lo posible y lo fúnebre. Al grado de movilidad que hemos llegado, ya no
somos dueños ni de nuestros gestos ni de nuestra suerte. Seguramente nos
preside una providencia negativa cuyos designios, a medida que nos aproximamos
a nuestro fin, se hacen cada vez más impenetrables pero que se develarían sin
esfuerzo ante cualquiera que solamente quisiera detenerse y salir de su papel
para contemplar, aunque fuera por un instante, el espectáculo de esa trágica
horda sin aliento a la cual pertenece.
Y, pensándolo
bien, el siglo final no será el más refinado, ni siquiera el más complicado,
sino el más apresurado, aquel en que, disuelto el ser en el movimiento, la
civilización, en un supremo ímpetu hacia lo peor, se desmenuzará en el
torbellino que suscitó. Y puesto que nada puede impedirle ya que se hunda él,
renunciemos a ejercer nuestras virtudes en su contra, sepamos distinguir,
incluso en los excesos en los que se complace, algo exaltante que nos invite a
moderar nuestras indignaciones y a revisar nuestro desdén. Así nos parecerán
menos odiosos esos espectros, esos alucinados al reflexionar sobre los móviles
inconscientes y las profundas razones de su frenesí: ¿acaso no sienten que el
plazo que les ha sido acordado se reduce día con día v que el desenlace está
cerca? ¿y no es para alejar esta idea por lo que se en la velocidad? Si
estuvieran seguros de algún otro porvenir no tendrían ningún motivo para
huyendo de sí mismos: reducirían su ritmo y se instalarían sin temor en una
expectativa indefinida. Pero ni siquiera se trata de este porvenir o de otro
cualquiera, puesto que simplemente no tienen ninguno; esa es una oscura certeza
informulada que surge del enloquecimiento de la sangre, que temen enfrentar,
que quieren olvidar apresurándose, yendo cada vez más rápido y negándose un
solo instante para sí mismos. Las máquinas son el resultado, y no la causa, de
tanta prisa, de tanta impaciencia. No son ellas las que empujan al hombre
civilizado hacia su perdición; es porque ya iba hacia ellas que las inventó
como medios, como auxiliares para perderse más rápida y eficazmente. No
contento con ir hacia ella, quería rodar. En este sentido,
pero sólo en éste, las máquinas le permiten "ganar tiempo". Y las
distribuye, las impone a los "atrasados" para que puedan seguirlo,
adelantarse incluso en la carrera hacia el desastre, en la instauración de una
locura universal y mecánica. y con el fin de asegurar este acontecimiento, se
encarniza nivelando, uniformando el paisaje humano, borrando las
irregularidades y proscribiendo las sorpresas. Lo que quisiera es que reinara
la anomalía, la anomalía rutinaria y monótona, convertida en
reglamento de conducta, en imperativo. A los que se escabullan los acusa de
oscurantistas o extravagantes, y no se dará por vencido hasta que los
introduzca en el camino correcto, es decir en sus errores de hombre civilizado.
Los primeros en negarse son los iletrados, y por ello los obligará a aprender a
leer y a escribir, con el fin de que, atrapados en la trampa del saber, ninguno
escape a la desgracia común. Tan grande es la obnubilación del hombre
civilizado, que no concibe que se pueda optar por un género de perdición
distinta a la suya. Desprovisto del descanso necesario para ejercitarse en la
autoironía, se priva también de cualquier recurso contra sí mismo, y tanto más
nefasto resulta para los demás. Agresivo y conmovedor, no deja de tener algo
patético: es comprensible que, frente a lo inextricable que lo aprisiona,
sienta uno cierto malestar en atacarlo y denunciarlo, sin contar con que
siempre es de mal gusto hablar de un incurable, aunque sea odioso. Sin embargo,
si nos negáramos al mal gusto, ¿aún podríamos emitir juicio alguno?
(De La
caída en el tiempo. Planeta-Agostini, Barcelona, 1986. Traducción de Esther
Seligson)
EMIL M. CIORAN (RUMANIA, 1911-1995)