Hasta que llegó aquel día, el día precisamente de su jubilación, siempre le había horrorizado la idea de llegar a tener éxito en la vida. Muy a menudo se le veía andar de puntillas por el instituto o por su casa, como no queriendo molestar a nadie. Y siempre había existido en él un rechazo total del sentimiento de protagonismo. Perder, por ejemplo, siempre le había gustado. Hasta en el ajedrez prefería jugar a un tipo de juego que se llama autómata, y que consiste en obligar al contrincante a vences a pesar suyo. Le gustaba sentirse a buen resguardo de las indiscretas miradas de los otros. Y no era nada extraño, por tanto, que todo lo que a lo largo de cuarenta años había ido escribiendo –siete extensas novelas en torno al tema del funambulismo- permaneciera rigurosamente inédito, encerrado bajo doble llave en el fondo de un baúl que había heredado de sus discretos antepasados.
Era un hombre modesto, no orientado hacia sí
mismo, sino hacia una búsqueda oscura, hacia una preocupación esencial cuya
importancia no estaba ligada a la afirmación de su persona; se trataba de una
búsqueda muy peculiar en la que estaba empeñado con obstinación y fuerza
metódicas que sólo se disimulaba bajo su modestia.
¿Para qué
exhibirme (razonaba Anatol cínicamente) y por qué dar a la imprenta mis textos
si en lo que yo escribo sospecho que no hay más que una ceremonia íntima y
egoísta, una especie de interminable y falsificado chisme sobre mí mismo,
destinado, por tanto, a una utilización estrictamente privada?
Era un
razonamiento absolutamente cínico que él se hacía a menudo para no sentirse
tentado a publicar. Porque nada más lejos de la realidad que todo aquello que
se decía a sí mismo para así engañarse y poder seguir en la amada sombra del
cerrado espacio de su estudio.
Entre las
medidas adoptadas para poder vivir como escritor secreto, la más curiosa de
todas era la que había tomado hacía ya más de cuarenta años: la de vivir en su
propio país, la pequeña y seductora, aunque terriblemente mezquina, isla de
Umbertha, haciéndose pasar por extranjero. Le resultó fácil engañar a todo el
mundo, porque la trágica y brutal desaparición de toda su familia en la guerra
le facilitó el cambio de identidad. De pronto, una noche, muertos ya todos,
Anatol comprendió que estaba solo, completamente solo en el mundo, y notó esa
sensación de extravío que se siente cuando, en el camino, nos volvemos atrás y
vemos el trecho recorrido, la vía indiferente que se pierde en un horizonte que
ya no es el nuestro. Concluida la guerra, Anatol se dijo que al final sólo
quedaba eso, la mirada hacia atrás que percibía la nada, y estuvo deambulando
–extraviado- tres largos años por Europa, y cuando cumplió los veinte regresó a
Umbertha y lo hizo exagerando enormemente las haches aspiradas (en Umbertha no
hay palabra que no lleve esa letra, que es pronunciada siempre de forma
relativamente aspirada) y cometiendo, además, todo tipo de errores cuando
hablaba ese idioma. Todo el mundo le tomó por forastero, y hasta se reían mucho
con su exageración al aspirar las haches, y eso le reportó a Anatol la
inmediata ventaja de asegurarse protección como escritor secreto, pues en
Umbertha los buscadores del oro de talentos ocultos sólo estaban interesados en
posibles glorias nacionales y descartaban por sistema cualquier pista que
pudiera conducir a genios forasteros.
¿En cuántos
lugares de este mundo (razonaba Anatol) no habrá en este instante genios
ocultos cuyos pensamientos no llegarán nunca a oídas de la gente? El mundo es
para quienes nacen para conquistarlo, no para quienes prefieren pasar
desapercibidos, vivir en el anonimato.
Viviendo
en ese anonimato, tratando de pasar de puntillas por la vida, protegido por su
falsa condición de extranjero y confiando en no ser nunca reconocido como
isleño ni como escritor, había ido disfrutando durante cuarenta años de una
discreta y feliz existencia. Siempre en compañía de su esposa Yhma, una
umberthiana que le dio cinco hijos y que fue siempre fiel cómplice de sus
secretos literarios. Y trabajando siempre en lo mismo, como profesor de idiomas
y de educación física en un instituto de la capital. Siempre en lo mismo,
siempre, hasta que le llegó el día de su jubilación.
Tuvo que
ser precisamente ese día cuando, resonando todavía los ecos del emocionado
aplauso de varias generaciones de alumnos que acudieron espontáneamente a su
última clase, vio peligrar por vez primera en cuarenta años su rechazo total
del sentimiento de protagonismo, pues notó que en el fondo no le desagradaban
nada todas aquellas muestras de afecto y también el sentirse (aunque fuera tan
sólo por unas horas) el centro de atención de aquel instituto en el que, sin él
buscarlo, se había convertido en toda una institución. Con su peculiar acento
extranjero y aspirando más que de costumbre las haches –sin duda para reírse un
poco de sí mismo-, bromeó con su amigo el profesor Bompharte acerca de la
estimación que se le tenía en el instituto.
—Querido
Bompharte, ya lo ves: instituto, institución —le dijo.
Bompharte
le dedicó una sonrisa amable y condescendiente (la que habitualmente le
dedicaba cuando no acababa de entender lo que quería expresar el bueno de Anatol)
y le comentó que se alegraba de verle tan radiante:
—Te veo
muy bien. Esto de la jubilación te está sentando de maravilla.
Anatol
calló, porque pensó que si hablaba tendría que explicar —y aquello era algo
vergonzoso para él- que si se le veía tan radiante era debido a lo mucho que
estaba disfrutando al sentirse centro de atención de tanta y tanta gente en el
instituto.
Lo que son
las cosas (pensaba Anatol). Me paso días, meses,años rechazando cualquier tipo
de protagonismo y, cuando de repente me convierto en el personaje principal de
la función, me muero de gusto.
—¿Por qué
te quedas tan callado? ¿En qué estás pensando? —le dijo entonces Bompharte.
—En lo
volubles que somos todos los humanos —le contestó—. Y no me preguntes ahora por
qué pensaba esto. Dejémoslo así. De vez en cuando me gusta tener algún secreto.
—Ya —dijo
Bompharte con un aire un tanto misterioso—. Por cierto, creo que te hablé de la
exposición de fotografías que ando preparando sobre el mundo del deporte...
—Sí. Me
hablaste.
—Pero no
sé si te dije que pensamos también editar un libro sobre la exposición...
—Pues no.
—Y que he
pensado en ti para que, desde la autoridad que te conceden tantos años de
profesor de educación física, escribas la introducción. ¿Qué te parece? Y es
que sospecho, amigo Anatol, que lo harás muy bien. Siempre me has parecido un
escritor secreto.
Anatol,
completamente lívido, creyó que había llegado la hora del fin del mundo. ¿Qué
clase de broma siniestra era aquella? Todo el orden y la gran armonía y
tranquilidad de su vida se tambaleaba por momentos. Tardó en darse cuenta de
que no había para tanto, de que las palabras de Bompharte eran tan sólo una
forma convencional de animarle a escribir cuatro intrascendentes líneas, y nada
más. Hasta que no llegó a verlo así, lo pasó muy mal. Y lo peor de todo era que
su repentina lividez y expresión de pánico le estaban delatando.
—Pero ¿te
sucede algo, Anatol?
Finalmente
reaccionó a tiempo y logró mudar la expresión de su rostro.
—No, nada.
¿Por qué? —sonrió.
Era mucho
mejor no negarse a escribir la introducción, pues eso sí equivaldría a levantar
automáticamente todo tipo de sospechas. Era mejor aceptar el encargo, escribir
cuatro líneas con desidia y torpeza, cuatro tonterías, y acabar con aquel
enojoso asunto.
—Yo pensé
—ya se estaba excusando Bompharte— que disponiendo como dispondrás a partir de
ahora de más tiempo libre, pues yo pensé, me dije...
—¡Nada!
—bromeó rápidamente Anathol—. ¡Instituto, institución! ¿Y cómo no va a
encantarme escribirte la introducción?
Una semana
después, le llegaban las fotografías a su casa de recién jubilado. Eran
imágenes de tenis, fútbol, esgrima, atletismo, natación...Creyó apreciar de
inmediato en las fotografías de los saltos de pértiga una belleza descomunal,
totalmente diferenciada del resto de las imágenes que le habían enviado. Una
belleza única. Y cuando comenzó a redactar la introducción no tardó en darse
cuenta de lo difícil que iba a resultarle escribir con desidia o torpeza.
Aunque hubiera sabido hacerlo, habría sido incapaz de firmar un texto inválido,
y además él pensaba que era cierto eso de que cada hombre lleva escrita en la
propia sangre la fidelidad de una voz y no hace más que obedecerla, por muchas
derogaciones que la ocasión le sugiera.
Se dijo a
sí mismo que era incapaz de escribir mal y traicionarse y que, además, allí
estaba (no podía apartar de ella su fascinada y rendida mirada) la exagerada y
singular belleza de las instantáneas de los saltos de pértiga, a los que
irremediablemente acabó comparando en su escrito con las heroicas maniobras de
los funámbulos y, como fuera que a éstos les conocía a la perfección, pues no
en vano llevaba cuarenta años escribiendo sobre su arriesgado oficio, el
resultado final fue un texto compacto y muy osado, hermoso y casi genial, una
muy equilibrada y espectacular reflexión sobre el equilibrio humano y también
sobre el mundo de los pasos en falso en el vacío del cielo de Umbertha.
La
introducción llegó a manos de Lampher Hvulac, el gran poeta y editor
umberthiano, y ello ocurrió no a causa de la brillantez y el nervio de la prosa
de Anatol o a la importancia de la exposición (que no la tenía, más bien estaba
condenada en un principio a no rebasar los estrechos límites del instituto),
sino a que casualmente la sobrina favorita del gran Hvulac aparecía muchas
veces en segundo plano en las fotografías de los duelos de esgrima y le hizo
llegar el libro a su querido tío, que quedó asombrado y vivamente intrigado
ante el ingenio del que hacía gala aquel desconocido y modesto profesor de
educación física que firmaba la funambulesca introducción.
—Aquí,
detrás de estas líneas, se esconde un autor —señaló Hvulac en cuanto terminó de
leer la introducción. Lo dijo con cierto fanatismo y plenamente convencido,
además, de que jamás le fallaba el olfato, su tremendo olfato literario.
Y poco
después —para que le oyeran todos los hvulaquianos que le rodeaban en aquel
momento— incluso lo repitió, gritándolo; cada vez más fanático de aquellas
líneas que había leído y también de su propio olfato.
—¡Aquí hay
un autor!
Poco
después, todos sus incondicionales estaban de acuerdo en que detrás de aquellas
frases sobre el equilibrio y la pértiga tenían que haber otras encerradas en
los cajones de un escritorio, páginas secretas y deliciosamente extranjeras que
Hvulac debía conocer por si merecía la pena editarlas en su exquisita colección
de prosas umberthianas.
Podemos imaginar el estado de ánimo de
Anatol, que en vano invocó su condición de extranjero para que se
desinteresaran de él, en vano porque el círculo de Hvulac consideraba que
cuarenta años en la isla le habían convertido en un umberthiano más. Y por otra
parte, estaba la fascinación y curiosidad que despertaba lo que no dejaba de
ser toda una expectativa inédita en la isla: la posible existencia de páginas
extranjeras en la obra de un umberthiano más.
De nada
sirvió que Anatol se defendiera, que negara la existencia de otros escritos.
Todo fue inútil. Acosado tenazmente por el círculo de hvulaquianos, acabó
confesando que, como era un aficionado a la literatura, en cierta ocasión se
había atrevido a traducir por su cuenta al Walter Benjamin de Infancia en Berlín, y les ofreció a modo
de pantalla, para que no indagaran más en sus posibles trabaos literarios, su
versión al umberthiano del libro, una versión que empezaba así: “Importa poco
no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como
quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje.”
—Publicaremos esa traducción —dijeron a coro todos los hvulaquianos.
¡Curioso
dilema! (razonaba Anatol, aquella misma noche, en compañía de su mujer Yhma).
Por una parte, hay en mí los estímulos de una honesta ambición; ciertos deseos
de mover, si bien púdicamente, las cosas: decirles que en realidad la
traducción la he utilizado únicamente a modo de pantalla para que no descubran
que tengo escritas siete novelas terribles sobre esta maldita isla de Umbertha.
Por una parte, pues, la íntima sensación de que en el fondo ardo en deseos de
que me lean. Y por otra parte, con características más fuertes, el presentimiento de que un eventual destino de escritor pueda
contener no sé qué simisntes de una siniestra aventura. Y por encima de todo
ese dilema, la impresión o tal vez la certeza de que en la clandestinidad mi
obra ha madurado más y mejor que si me hubiera apresurado a publicarla; y
también la impresión o tal vez certeza de que estoy llegando a la última etapa
de un viaje en el que he ido aprendiendo lentamente el difícil ejercicio de
saber perderse en el emboscado mundo de lo impreso.
Nunca
dejaste que leyera tus papeles (le dijo Yhma), y por eso yo siempre he vivido
con cierta ignorancia acerca de aquello sobre lo que tú realmente escribías.
Pero debo decirte que siempre, ¿me oyes?, siempre me he preguntado cuál debe
ser la historia que subyace debajo de todas las historias que has contado en
tus novelas.
Es triste
(dijo Anatol desviándose de la cuestión), pero cada vez se glorifica menos al
arte y más al artista creador; cada vez se prefiere más al artista que a la
obra. Es triste, créeme.
Pero no
has contestado a mi pregunta (insistió Yhma). ¿Cuál puede ser esa historia que
debes estar repitiendo continuamente en tus novelas?
En el
fondo, muy en el fondo (le contestó entonces Anatol simulando una confesión muy
íntima y dolorosa), yo vengo repitiendo desde siempre la historia de alguien
que se jura vivir en su propio país disfrazado de forastero hasta que le
reconozcan.
Pues ya te
han reconocido (le dijo su mujer con una sonrisa que a Anatol le pareció de una
estupidez y grosería infinitas).
¿Me
atreveré a subir al alambre y correr los riesgos del funámbulo? ¿Me atreveré a
propiciar la publicación de la primera de mis novelas? (se preguntaba, al día
siguiente, Anatol, mientras avanzaba con el manuscrito en dirección a la
editorial de Hvulac). Si entrego la novela, ya nunca podré recobrarla,
pertenecerá al mundo. ¿Debo entregarla? Hvulac no sabe que existe. Nada me
obliga a dársela. De repente el poder de las palabras me parece exorbitante; su
responsabilidad, insostenible. ¿Me atreveré a subir al alambre?
—Amigo
Anatol —le diría poco después Hvulac al recibir el manuscrito—, quisiera que
supiera que mi experiencia de autor reconocido confirma su presentimiento de
que se trata de una aventura realmente siniestra. Entre otras cosas porque el
escritor que consigue un nombre y lo impone, sabe muy bien que hay otros
hombres que hasta tal punto son sólo escritores que precisamente por eso no
pueden conseguir este nombre. Se trata de una aventura realmente siniestra,
pero el hecho es que no se puede dejar de correrla, créame, no se puede escapar
a un destino semejante.
—Pero es
que a mí, amigo Hvulac, siempre me ha horrorizado el sentimiento de protagonismo.
Yo siempre amé la discreción, el feliz anonimato, la gloria sin fama, la
grandeza sin brillo, la dignidad sin sueldo, el prestigio propio. Ya de niño,
el mundo de la escritura se me presentaba como precozmente apetecible y
prohibido, relacionado, en cualquier caso, con una infracción, con una práctica
furtiva. Y además, amigo Hvulac, en lo que yo escribo sospecho una operación de
baja lujuria, una especie de interminable y falsificado chisme sobre mí mismo.
¿A quién podría interesarle algo semejante?
—¿Y dice
que un chisme sobre sí mismo? ¿Acaso es usted también un funámbulo como su
héroe?
—Ya me
gustaría, ya. Pero yo nunca me atreví a serlo, porque es un oficio muy duro. Si
caes, mereces la más convencional de las oraciones fúnebres. Y no debes esperar
nada más, porque el circo es así, convencional. Y su público es descortés.
Durante tus movimientos más peligrosos, cierra los ojos. ¡Cierra los ojos el
público cuando tú estás rozando la muerte para deslumbrarlo! Es un oficio duro
que nunca me atreví a practicar. Yo más bien he huido siempre del menor riesgo,
y es por eso que tal vez nunca me decidí a publicar, a correr ese peligro
infinito de una aventura literaria que presentía que podía contener no sé qué
simientes de una peripecia realmente siniestra. Publicar era y es, para mí,
algo así como arriesgarse a dar un paso en falso en el vacío. Si yo algún día
viera publicada mi novela, ese hecho yo lo sufriría como si fuera un baldón, un
sentirme desnudo y humillado como delante de una uniformada comisión médica militar.
—Y sin
embargo no me negará, amigo Anatol, que usted me acaba de entregar su novela
para que la publique. Es más, sabe perfectamente que la voy a publicar.
Por toda
respuesta, Anatol bajó la cabeza, como si estuviera confundido y avergonzado
por sus manifiestas contradicciones. Pero en realidad se sentía íntimamente
satisfecho por haberse atrevido a dar aquel decisivo paso sobre la cuerda
floja, sobre el alambre circense de la literatura.
Después,
comenzó a perderse. Se imaginó en un bosque de pinos y hayas, en un paisaje
lluvioso, rodeado de ardillas que se mofaban de él. El bosque era tenebroso y
en la madera de los árboles había leyendas grabadas en letra impresa. Decidió que
había llegado la hora de retirarse prudentemente, la hora de desaparecer. Se
despidió de Hvulac y alcanzó la calle, comenzó a caminar bajo la lluvia de
Umbertha, pensativo. Dio vueltas a la idea de que su novela ya no podía ser
recobrada, pues ahora pertenecía al mundo, que por fin sabría, a través de una
voz extranjera, de la mezquindad y miseria moral que reinaba en la isla de
Umbertha.
Un
sentimiento de pánico le acompañó hasta el portal de su casa. Pero se trataba
de un pánico fingido, provocado artificialmente por el propio Anatol. Se
disponía a entrar ya en su casa cuando de repente se golpeó teatralmente con
las manos en la frente y simuló que acababa de recordar que se encontraba sin
tabaco. Y entonces, mientras anochecía, dirigió sus pasos hacia el cercano café
Asha, en cuya antesala (nunca Anatol solía pasar de ella) había un luminoso
kiosko con un viejo cartel en el que podía leerse: Tabaco y Prensa. Esas dos
palabras unidas le producían siempre una inmensa sensación de felicidad, porque
leer y fumar eran sus dos actividades favoritas y porque, además, aquella
inscripción era como una señal confortable en el desierto ciudadano, pues le
indicaba que se hallaba a dos pasos de su muer, de su pipa y de sus libros, de
su hogar.
En contra
de su más elemental costumbre, Anatol se perdió en el interior del local.
Tabaco y prensa en ristre, abordó a un camarero que le pareció que también
andaba perdido por allí, y le preguntó qué clase de secreto era el que
ocultaban detrás de la puerta del fondo del bar y por qué desde hacía años ésta
permanecía misteriosamente cerrada. Anatol, que sabía perfectamente que por la
puerta trasera del bar pasaba a diario una verdadera multitud, escuchó con
simulado interés las explicaciones del camarero:
—Por esa
puerta pasa cada día más gente que por la mismísima Vía Vhico... ¿No ve que
lleva al Callejón de la China?
—No me
diga...—le dijo Anatol.
—Sí. Se lo
digo — respondió molesto el camarero mientras le invitaba a abandonar el local
precisamente por aquella puerta.
Anatol
salió de buena gana al callejón, y se puso a caminar como si se hubiera
perdido. Andando en deliberado zigzag bajo la luz de las farolas, Anatol no
hacía más que entrenarse a perderse para más tarde poder perderse de verdad. Y
andando de aquella forma, llegó finalmente, tras no pocas vacilaciones, a la
oficina de viajes marítimos que languidecía junto a la lavandería china que
daba nombre al callejón. Allí, un hombre que parecía muy impaciente, le saludó:
—Por fin,
ya era hora, señor...Hace rato que debería haber cerrado. Creí que no vendría.
Aquí tiene su billete, y que haya suerte, señor... Perdone, no logro nunca
recordar su nombre que, por otra parte, si quiere que le diga la verdad,
siempre me sonó falso.
—Señor Don
Nadie —le sonrió con inmensa felicidad Anatol. Y tras dejar que su mirada
vagara por las extrañas pinturas de remolcadores que se mecían en aguas
manchadas de aceite y que junto a un calendario que exaltaba las vacaciones en
Europa, decoraban la polvorienta oficina, Anatol pagó, y después salió silbando
una habanera, y se perdió en la noche.
Una hora
después, entró en un bar del puerto. Seguía jugando a estar perdido. Sabiendo
perfectamente dónde estaba, preguntó si quedaba lejos el muelle de Europa. Le
dijeron que estaba en él. Entonces pidió un café y dos fichas, y en primer
lugar llamó por teléfono a Yhma.
—No te
inquietes por la tardanza —le dijo—. He bajado a comprar tabaco.
—Pero ¿cómo
que has bajado si no has subido a casa? A veces no te entiendo, Anatol.
—Ya lo
entenderás —dijo y colgó.
Después,
llamó a Hvulac.
—Enemigo
Anatol —le dijo éste medio bromeando, pero también bastante en serio—, es usted
un verdadero animal, permítame que le hable así. Estoy leyendo su novela, y nos
deja muy mal. Pero ¿qué tiene usted contra nosotros? La verdad es que nunca
imaginé que fuera usted tan extranjero...
Hubo una larga
pausa en la que tal vez Hvulac estuvo esperando alguna seria justificación por
parte de Anatol, pero éste permaneció en riguroso silencio.
Pero en
fin —prosiguió Hvulac—, se trata de un texto valioso, para qué negarlo, y
nosotros somos más liberales de lo que usted cree, así que lo publicaremos. Es
más, tiene usted que firmarme un contrato en exclusiva, quiero asegurarme los
derechos de sus próximos libros. Olvídese de la pensión con la que pensaba
vivir tras su jubilación, y alegre esa cara, hombre, firmemos el contrato de su
vida, y decídase a ser feliz entre nosotros.
Por un
momento fue como si Anatol hubiera previsto desde hacía ya mucho tiempo que
Hvulac le hablaría de esa forma, porque le contestó en un tono muy ceremonioso,
como si recitara un papel aprendido de antemano:
—Hallará
la puerta de mi casa abierta, amigo Hvulac, mi mujer se la franqueará con sumo
gusto, encontrará todas las estancias iluminadas, y en una de ellas, en la que
hasta el día de hoy fue mi estudio, hallará la llave que abre el baúl en el que
descansa el resto de mi obra secreta. El baúl es suyo. La isla es bella. En mi
escritorio hallará un documento que atestigua que el baúl es suyo y de la isla
entera.
Hizo una
breve pausa, mientras contemplaba a través de la ventana la fila de palmeras y
de bancos de piedra del muelle de Europa. Y luego, añadió murmurando entre
dientes y con voz muy baja y casi imperceptible:
—Y que os
sea leve, porque os dejo seis perfectas bombas de relojería.
—¿Cómo
dice? ¿Sigue ahí, Anatol?
—Sí, pero por poco tiempo. Porque el autor
se va. Les dejo el baúl, que es lo único que interesa.
Anatol
colgó el teléfono. Pensó: La obligación del autor es desaparecer. Tomó sin
prisas el café, observó que había dejado de llover, y poco después se perdió en
la oscuridad del muelle de Europa. Pensó: Hay personas que siempre se
encuentran bien en otro lugar.
Al
mediodía del día siguiente, en alta mar, el sol calentaba cada vez con más
violencia, el alquitrán derretido se escurría por las paredes, el mar era azul,
y el agua utilizada para lavar el puente se evaporaba directamente hacia el
cielo también azul. El capitán del barco apareció sobre el puente de mando, se
mojó un dedo, y comentó que ya se lo imaginaba, que la prisa estaba
descendiendo y que muy pronto podría cambiar de dirección el viento. Anatol,
que lo oyó, blasfemó en una larga y obscena frase que contenía cinco haches que
él pronunció tan exageradamente aspiradas como pudo, y después sonrió. El
capitán repitió lo de la dirección del viento, y Anatol entonces descendió, sin
prisas, por la escalera que conducía a la única zona refrigerada del barco, y
allí se perdió.
(de Suicidios
ejemplares, Editorial Anagrama, 2000)
ENRIQUE VILA-MATAS (ESPAÑA, 1948)