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marzo 04, 2011

FUEGOS - MARGUERITE YOURCENAR


Foto: Yousuf Karsh, 1987.


A Hermes


Hablando con propiedad, no puede decirse que Fuegos sea un libro escrito en mi juventud; fue escrito en 1935: yo tenía treinta y dos años. La obra, publicada en 1936, volvió a publicarse en 1957 sin apenas ningún cambio. Tampoco se ha cambiado nada en el texto de la presente edición.

Al ser producto de una crisis pasional, Fuegos se presenta como una colección de poemas de amor o, si se prefiere, como una serie de prosas líricas unidas entre sí por una cierta noción del amor. La obra no necesita, por lo tanto, ningún comentario, ya que el amor total se impone a su víctima a la vez como una enfermedad y como una vocación, al ser siempre el resultado de una experiencia y uno de los temas más trillados de la literatura. Todo lo más puede recordarse que cualquier amor vivido, como el que da lugar a este libro, se hace y más tarde se deshace -en el seno de una situación determinada, con ayuda de una compleja mezcla de sentimientos y de circunstancias que, en una novela, constituirían la trama de la narración y, en un poema, constituyen el punto de partida del canto. En Fuegos estos sentimientos y estas circunstancias se expresan ora directamente, aunque de un modo bastante críptico, mediante «pensamientos» separados -que en un principio fueron extraídos en su mayoría de un diario íntimo-, ora, al contrario, indirectamente, mediante narraciones tomadas de la leyenda o de la historia y destinadas a servir de soportes al poeta a través de los tiempos.

Los personajes míticos o reales que estos relatos evocan pertenecen todos a la antigua Grecia, excepto María Magdalena, situada en ese mundo judeo-sirio en que apareció el cristianismo y que los pintores del Renacimiento y de la era barroca, tal vez más realista en esto de lo que se cree, gustan de recrear, poblándolo de hermosas arquitecturas clásicas de cortinajes y de desnudos. En diversos grados, todas estas narraciones modernizan el pasado; algunas de ellas, además, se inspiran de estadios intermedios que esos mitos o leyendas han franqueado antes de llegar hasta nosotros, de suerte que lo «antiguo», para hablar con propiedad, no es enFuegos sino una primera capa poco visible. Fedra no es la Fedra ateniense: es la ardiente culpable que Racine nos presenta. Aquiles y Patroclo son vistos menos a la manera de Homero que a la manera de los poetas, pintores y escultores que le suceden, entre la antigüedad homérica y nosotros; por lo demás, estos dos relatos, abigarrados en diversos puntos con los colores del siglo XX, nos transportan a un mundo onírico que carece de edad. Antígona fue sacada tal cual del drama griego, pero acaso de entre todos los relatos que se desgranan en Fuegos sea éste -pesadilla de guerra civil y de rebelión contra una inicua autoridad- el más cargado de elementos contemporáneos o casi premonitorios. La historia de Lena se inspira en lo poco que se conoce de la cortesana que llevó ese nombre y que participó, en el 525 antes de nuestra Era, en la conspiración de Harmodio y Aristógiton; pero el color local griego moderno y la obsesión de las guerras civiles de nuestro tiempo cubre casi por completo el fondo del siglo VI. El monólogo de Clitemnestra incorpora a la Micenas homérica una Grecia rústica perteneciente a la época del conflicto greco-turco de 1924, o de la aventura de los Dardanelos. El de Fedón procede de una indicación que da Diógenes Laercio sobre la adolescencia de este alumno de Sócrates; la Atenas noctámbula de 1935 se superpone en él a la de la juventud dorada de los tiempos de Alcibíades. La historia de María Magdalena se basa en una tradición mencionada en la Leyenda Aurea (y rechazada como inauténtica por el autor de ese piadoso volumen), que convertía a la santa en la novia de San Juan, quien la abandona para seguir a Jesús. El Próximo Oriente que se evoca en esta narración, al margen de los Evangelios apócrifos, es el de anteayer y el de siempre, más en él se introducen unas metáforas y palabras de doble sentido semántico que lo salpican de anacrónicos modernismos. La aventura de Safo se relaciona con Grecia por la leyenda, muy controvertida, del suicidio de la poetisa a causa de un apuesto joven insensible. Pero esta Safo acróbata pertenece al mundo internacional del placer de entreguerras y el incidente del travesti recuerda las comedias shakespearianas más que los temas griegos. Una intención, muy clara, de doble impresión, mezcla en Fuegos el pasado con el presente, que se convierte a su vez en pasado.

Todo libro lleva el sello de su época, y es bueno que así sea. Este condicionamiento de una obra por su tiempo se realiza de dos maneras: por una parte, por el color y el olor de la época misma, que impregna más o menos la obra del autor; por la otra, sobre todo cuando se trata de un escritor todavía joven, por el complicado juego de influencias literarias y de reacciones contra esas mismas influencias, y no siempre es fácil distinguir entre sí esas diversas formas de penetración. En Fedón o el vértigo descubro fácilmente la influencia del voluptuoso humanismo de Paul Valéry, influencia que aquí vela, con su bella superficie, una vehemencia nada propia de este escritor. [De mi interés por la obra de Paul Valéry da pruebas una alusión al «admirable Pablo» en uno de los primeros pensamientos de la obra. La fórmula del poeta que aquí se menciona, y cuya opinión contraria defiende este pensamiento puede leerse en Choses tues, 1932.] La airada violencia de Fuegos reacciona, conscientemente o no, contra Giraudoux, cuya Grecia amable y parisiense me irritaba, como todo aquello que es a un tiempo enteramente opuesto a nosotros y muy próximo. Hoy me percato de que el fondo común de clasicismo adobado al gusto moderno restaba importancia -a no ser para un lector muy atento - a esa profunda diferencia existente entre el mundo de Giraudoux, tan perfectamente instalado en la tradición francesa, y el mundo delirante que yo trataba de pintar. En cambio, me gustaba Cocteau; yo era sensible a su genio mistificador y hechicero; le guardaba cierto rencor por rebajarse tan a menudo a realizar sus numeritos de prestidigitación, como si fuera un ilusionista. La franqueza arrogante de la persona que habla en Fuegos, con máscara o sin ella, la insolente voluntad de dirigirse sólo al lector ya conquistado, representan un endurecimiento contra ciertos acomodos hábiles y ligeros. Con toda seguridad, el procedimiento de Cocteau me animó a emplear de vez en cuando el antiquísimo procedimiento del «juego de palabras» lírico que, por entonces, empleaban también los surrealistas, aunque de manera algo distinta. No creo que yo me hubiese arriesgado a esas sobrecargas verbales que en Fuegos responden a la sobreimpresión temática de la que hablé anteriormente, si los poetas de mi época y no sólo los del pasado no me hubieran dado ejemplo. Otras similitudes, debidas en apariencia a roces literarios contemporáneos provienen, como antes indicaba, de la vida misma.

Así es como la pasión por el espectáculo, en su triple aspecto de ballet, de musIc-hall y de cine, común a toda la generación que cumplía treinta años hacia 1935, explica que en Aquiles o la mentira el relato, típicamente onírico de Aquiles y Misandra bajando por la escalera de la torre se enrede con la descripción de un ejercicio de trapecio de aquel artista que se llamó Barbette, que casi parecía tener alas, cuando arrastraba tras de sí los clásicos ropajes de las victorias, y a quien yo vería más tarde en Florida, deformado por una terrible caída y enseñando su arte a los equilibristas del circo Barnum; o asimismo que en Fedón o el vértigo, una danza en el cabaret recuerde la danza de los astros. Que en Patroclo o el destino, el duelo de Aquiles y de la Amazona sea un ballet barroco visto a través de Diaghileff o Massine y «ametrallado» por las cámaras de los cineastas, lo que también es característico de esta atmósfera de juegos angustiados. En Antígona o la elección, con una anticipación que también pertenece a aquella época, los haces luminosos que siguen por el escenario del libro unas evoluciones de un primer personaje están ya a punto de convertirse en los lúgubres focos de los campos de concentración: esta sensibilización al peligro político que pesaba sobre el mundo ha dejado, en algunos poetas y novelistas de la segunda pre-guerra, huellas innegables; es natural que Fuegos, lo mismo que otros libros de aquella época, contengan estas sombras proyectadas.

Llevar más lejos el análisis no daría, sin duda, más que un residuo puramente biográfico: probablemente sólo a mí me importa que Safo o el suicidio naciese de un espectáculo de variedades visto en Pera, y que fuera escrito en el puente de un buque de carga amarrado en el Bósforo; mientras el disco que un amigo griego había puesto en su gramófono daba vueltas incansablemente repitiendo la popular cantinela americana: «He goes throught the air with the greatest of ease, the dating young man on the flying trapeze»; importa muy poco asimismo que estos ingredientes se hayan mezclado con la leyenda de la antigua poetisa, con el recuerdo de lostr avest is del Renacimiento, con un eco de los únicos buenos versos que conozco de ese virtuoso-fantástico que fue Banville sobre un payaso proyectado hacia el cielo, con un admirable dibujo de Degas y finalmente, con un cierto número de siluetas cosmopolitas que por aquellos tiempos llenaban los bares de Constantinopla. Acaso sólo por ese punto de vista de la exégesis puramente literaria valga la pena resaltar que la Atenas de Fuegos es la de mis paseos matinales por el antiguo cementerio del Cerámico, con sus malas hierbas y sus tumbas abandonadas, orquestados por el ruido chirriante de una cercana cochera de tranvías; allí donde unas mujeres decían la buenaventura, instaladas en unas chabolas, y predecían el porvenir con los posos de café turco; donde un grupito de hombres y de mujeres jóvenes, algunos de ellos destinados a la muerte súbita o lenta de la guerra, terminaban la larga noche desocupada, animada en ocasiones por los debates sobre la guerra civil española o sobre los méritos respectivos de una artista de cine alemana y su rival sueca, encaminándose, algo ebrios de vino y de música oriental de las tabernas, a contemplar la salida del sol sobre el Partenón. Por un efecto óptico, sin duda muy banal, aquellas cosas y aquellos seres que entonces eran la realidad contemporánea me parecen hoy más lejanos y abolidos por el tiempo que los mitos o las oscuras leyendas con los que yo los mezclé por un instante.

Estilísticamente hablando, Fuegos pertenece a la manera tensa y florida que fue mía durante aquel período, alternando con la del relato clásico casi excesivamente discreto. Lejos hoy tanto de uno como de otro estilo, creo haber hablado ya de lo que me siguen pareciendo las virtudes de la narración clásica a la francesa, de su expresión abstracta de las pasiones, del dominio aparente o real que impone al escritor. Sin prejuzgar de los méritos o defectos de Fuegos, me interesa decir también que el expresionismo casi desmedido de estos poemas continúa pareciéndome una forma de confesión natural y necesaria, un legítimo esfuerzo para no perder nada de la complejidad de una emoción o del fervor de la misma. Esta tendencia, que persiste y renace a cada época en todas las literaturas, pese a las juiciosas limitaciones puristas o clásicas, se empeña -tal vez quiméricamente- en crear un lenguaje totalmente poético, en el que cada palabra, cargada del máximo sentido, revele sus valores escondidos, del mismo modo que, bajo determinadas luces, se revelan las fosforescencias de las piedras. Sigue tratándose de hacer concreto el sentimiento o la idea en unas formas en sí mismas «preciosistas» (el término es en sí mismo revelador), como esas gemas que deben su densidad y su brillo a las presiones y temperaturas casi insostenibles por las que han pasado, o también de obtener del lenguaje las torsiones hábiles que los artesanos del Renacimiento conseguían con el hierro forjado, cuyos complicados entrelazados fueron en un principio un simple hierro al rojo vivo. Lo peor que puede decirse de estas audacias verbales es que aquel que a ellas se entrega corre perpetuamente el riesgo de cometer un abuso o un exceso, del mismo modo que el escritor que se entrega a las litotes clásicas se codea sin cesar con el peligro de pecar de seca elegancia y de hipocresía.

Si el lector no suele ver más que afectación, en el mal sentido de la palabra, en lo que yo llamaría de buen grado «expresionismo barroco», en el noventa por ciento de los casos suele ser porque el poeta ha cedido al deseo de sorprender, de gustar o de disgustar a toda costa; mas también es cierto que en ocasiones ese mismo lector es incapaz de llegar hasta el final de la idea o de la emoción que el poeta le ofrece, y en donde él no ve, equivocadamente, más que metáforas forzadas y fríos conceptos brillantes y afectados. No es culpa de Shakespeare, sino nuestra, cuando, al comparar el poeta su amor por el destinatario de los Sonetos a una tumba pavimentada con los trofeos de sus antiguas pasiones, no sentimos flotar sobre nosotros todos los estandartes de la época elizabethiana. No es culpa de Racine, sino nuestra, cuando el famoso verso que pronuncia Pyrrhus enamorado de Andrómaca -«Ardiendo con más fuegos de los que yo encendí»- no nos hace ver, por detrás de ese amante desesperado, el inmenso incendio de Troya y sentir, donde las gentes de buen gusto no ven más que un equívoco indigno del gran Racine, el oscuro retorno a sí mismo del hombre que ha sido implacable y empieza a saber lo que es sufrir.

Este verso en el que Racine -con un procedimiento en él frecuente- reaviva la metáfora de los fuegos del amor, ya utilizada en su tiempo, devolviéndole el esplendor de verdaderas llamas, nos lleva de nuevo a la técnica del juego de palabras lírico que hace, por decirlo así, las dos ramas de una parábola con la misma palabra. Si, volviendo a Fuegos, Fedra coge para bajar a los Infiernos unos remos que son a la vez los vagones del metro,1 es porque el oleaje humano dando vueltas por los pasillos subterráneos en las horas de afluencia, en nuestras ciudades, es para nosotros la estampa más terrorífica del río de las sombras; si Tetis es a la vez la madre y el mar2 es debido a que dicho equívoco (que por lo demás sólo tiene sentido en francés) funde en un todo el doble aspecto de Tetis, madre de Aquiles y Tetis divinidad del mar. Podría multiplicar los ejemplos, que en Fuegos valdrán lo que valgan. Lo importante es tratar de demostrar que, en estos juegos en que el sentido de una palabra, en efecto, juega dentro de su montura sintáctica, no existe una forma deliberada de afectación o de burla, sino que, como en el lapsus freudiano y en las asociaciones de dobles y triples ideas del delirio y del sueño, hay un reflejo del poeta enfrentándose con un tema particularmente rico para él de emociones y peligros. En una obra mía más reciente y muy alejada de todo rebuscamiento de estilo -con mayor razón, de juego estilístico-, espontáneamente, sin darme cuenta de ello, daba lugar a un juego de palabras dando al carcelero de la prisión donde agoniza el héroe del libro el nombre de Herman Mohr.3

Por mucho que yo diga (y aunque en principio sea verdad), que una colección de poemas no necesita comentarios, sé que daré la impresión de rechazar el obstáculo al hablar tan ampliamente de características estilísticas y temáticas -a fin de cuentas, secundarias- y silenciar la experiencia pasional que me inspiró este libro. Pero aparte de que me percato del ridículo que haría comentando una obra que en tiempos deseé no fuera leída jamás, no es este el lugar apropiado para examinar si el amor total por una persona en particular, con los riesgos que comporta, tanto para sí como para el otro, de inevitable engaño, de abnegación y de humildad auténtica, pero también de violencia latente y de exigencia egoísta, merece o no el lugar exaltado que le han concedido los poetas. Lo que sí parece evidente es que esta noción del amor pasión, escandaloso en ocasiones pero imbuido de una especie de virtud mística, no puede subsistir a no ser asociándolo a una forma cualquiera de fe en la trascendencia, aunque no sea más que en el seno de la persona humana, y que una vez privado del soporte de valores metafísicos y morales que hoy se desprecian -tal vez porque nuestros predecesores abusaron de ellos-, el amor locura pronto se convierte en un inútil juego de espejos o en una manía triste. En Fuegos, donde yo no creía sino glorificar un amor muy concreto, o acaso exorcizarlo, la idolatría por el ser amado se asocia muy visiblemente a unas pasiones más abstractas, pero no menos intensas, que prevalecen en ocasiones sobre la obsesión sentimental y carnal: en Antígona o la elección, la elección de Antígona es la justicia; en Fedón o el vértigo, el vértigo es el del conocimiento; en María Magdalena o la salvación, la salvación es Dios. No hay en ello sublimación como pretende una fórmula desacertada e insultante para la misma carne, sino oscura percepción de que el amor por una persona determinada, aun siendo tan desgarrador, no suele ser sino un hermoso accidente pasajero, menos real en cierto sentido que las predisposiciones y opciones que lo preceden y que sobrevivirán a él. A través de la fogosidad o de la desenvoltura de este tipo de confesiones casi públicas, ciertos pasajes de Fuegos me parecen contener hoy unas verdades entrevistas muy pronto, pero que después habrán requerido toda una vida para tratar de hallarlas y autentificarlas. Este baile de máscaras ha sido una de las etapas de una toma de conciencia.



1 La palabra francesa «rame» significa, al mismo tiempo, remos y
vagones de metro.

2 «Mère» (madre) y «Mer» (mar) se pronuncian de la misma manera.

«Mohr» y «Mort» (muerte) se pronuncian de la misma manera. El nombre de Herman Mohr, que aparece en la obra Opus Nigrum es el del carcelero del héroe destinado a morir.


***

2 de noviembre de 1967
Espero que este libro no sea leído jamás.

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Existe entre nosotros algo mejor que un amor: una complicidad.

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Cuando estás ausente, tu figura se dilata hasta el punto de llenar el universo. Pasas al estado fluido, que es el de los fantasmas. Cuando estás presente, tu figura se condensa; alcanzas las concentraciones de los metales más pesados, del iridio, del mercurio. Muero de ese peso, cuando me cae en el corazón.

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El admirable Pablo se equivocó. (Me refiero al gran sofista y no al gran predicador.) Para todo pensamiento, para todo amor que entregado a sí mismo empieza a desfallecer, existe un reconstituyente singularmente enérgico que es TODO EL RESTO DEL MUNDO que a él se opone y que no vale tanto como él.

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Soledad. . . Yo no creo como ellos creen, no vivo como ellos viven, no amo como ellos aman... Moriré como ellos mueren.

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El alcohol desembriaga. Después de beber unos sorbitos de coñac, ya no pienso en ti.


FEDRA O LA DESESPERACIÓN

Fedra lo realiza todo. Abandona su madre al toro, su hermana a la soledad: esas formas de amor no le interesan. Deja su tierra como quien renuncia a los sueños; reniega de su familia y vende sus recuerdos como antigüedades. En ese ambiente, en que la inocencia es un crimen, asiste asqueada a lo que ella acabará por ser. Su destino, visto desde fuera, la horroriza; aún no lo conoce bien: sólo en forma de inscripciones en la muralla del Laberinto. Se arranca mediante la huida a su espantoso futuro. Se casa distraídamente con Teseo igual que Santa María Egipciaca pagaba con su cuerpo el precio de su pasaje; deja que se hundan hacia el Oeste, envueltos en una niebla de fábula; los mataderos gigantescos de su especie de América cretense. Desembarca, impregnada de olor a rancho y a venenos de Haití, sin darse cuenta de que lleva consigo la lepra, contraída bajo un tórrido Trópico del corazón. Su estupor al ver a Hipólito es como el de una viajera que ha desandado camino sin saberlo: el perfil de aquel niño le recuerda a Knossos y al hacha de dos filos. Ella lo odia, ella lo cría; él crece contra ella, rechazado por su odio, habituado desde siempre a desconfiar de las mujeres, obligado desde el colegio, desde las vacaciones de Año Nuevo, a saltar los obstáculos que en torno suyo erige la enemistad de una madrastra. Está celosa de sus flechas, es decir, de sus víctimas; de sus compañeros, es decir, de su soledad. En esa selva virgen que es el lugar de Hipólito planta ella, a pesar suyo, los hitos del palacio de Minos: traza a través de las malezas el camino de dirección única hacia la Fatalidad. Crea a Hipólito a cada instante. Su amor es un incesto. No puede matar al muchacho sin cometer una especie de infanticidio. Fabrica su belleza, su castidad, sus debilidades; las extrae del fondo de sí misma; separa de él esa pureza detestable para poder odiarla en forma de insípida virgen: forja por completo a la inexistente Aricia. Se embriaga con el sabor de lo imposible, único alcohol que sirve de base a todas las mezclas de la desgracia. En el lecho de Teseo, siente el amargo placer de engañar de hecho al que ama y con la imaginación al que no ama. Es madre: tiene hijos como quien tiene remordimientos. Entre las sábanas humedecidas con el sudor de la fiebre, se consuela mediante susurros de confesiones, como aquellas confidencias de su infancia que balbuceaba abrazada al cuello de su nodriza. Mama su desgracia; se convierte, por fin, en la miserable sirvienta de Fedra. Ante la frialdad de Hipólito, imita al sol cuando choca con un cristal: se transforma en espectro. Habita su cuerpo como si del propio infierno se tratara. Reconstruye un Laberinto en el fondo de sí misma, en donde no puede por menos de encontrarse: el hilo de Ariadna ya no la ayuda a salir pues se lo enrolla en el corazón. Se queda viuda: por fin puede llorar sin que le pregunten por qué; pero el negro no le sienta bien a su figura sombría: siente rencor hacia su luto, porque engaña sobre su dolor. Libre de Teseo, soporta su esperanza como un vergonzoso embarazo póstumo. Se dedica a la política para distraerse de sí misma: acepta la Regencia de la misma manera que aceptaría tejerse un chal. El retorno de Teseo se produce demasiado tarde para que ella vuelva al mundo de las fórmulas, en donde se atrinchera aquel hombre de Estado; sólo puede entrar allí por la rendija del subterfugio; se inventa, alegría tras alegría, la violación con que acusa a Hipólito, de suerte que su mentira es para ella como saciar un deseo. Dice la verdad: ha soportado los peores ultrajes; su impostura no es sino una traducción. Toma veneno, pues se halla mitridatizada contra ella misma; la desaparición de Hipólito produce el vacío a su alrededor; aspirada por ese vacío, se hunde en la muerte. Se confiesa antes de morir, para tener el placer de hablar por última vez de su crimen. Sin cambiar de lugar, regresa al palacio familiar donde la culpa es inocencia. Empujada por la cohorte de sus antepasados, se desliza por aquellos pasillos de metro, llenos de un olor animal, donde remos y vagones se hunden en el agua espesa de la laguna Estigia, donde los raíles relucientes sólo proponen el suicidio o la partida. En el fondo de las galerías mineras de su Creta subterránea acabará por encontrar al joven, desfigurado por sus mordiscos de fiera, pues dispone de todos los caminos recónditos de la eternidad para reunirse con él. No lo ha vuelto a ver, desde la gran escena del tercer acto; ella ha muerto por su causa; a causa de ella, él no ha vivido. El sólo le debe la muerte, mientras que ella le debe los espasmos de una inextinguible agonía. Tiene derecho a hacerle responsable de su crimen, de su inmortalidad sospechosa en labios de los poetas, que la utilizarán para expresar sus aspiraciones al incesto, del mismo modo que el chofer, que yace en la carretera con el cráneo aplastado, puede acusar al árbol contra el que fue a chocar. Como toda víctima, fue asimismo su verdugo. Palabras definitivas van a salir por fin de sus labios, que ya no tiemblan de esperanza. ¿Qué irá a decir?
Probablemente «gracias».
En el avión, cerca de ti, ya no le tengo miedo al peligro. Uno sólo muere cuando está solo.


*

Nunca seré vencida. Sólo a fuerza de vencer. Puesto que cada una de las trampas que sorteo me encierra en el amor, que acabará por ser mi tumba, terminaré mi vida en un calabozo de victorias. Sólo la derrota encuentra llaves y abre puertas. La muerte, para alcanzar al fugitivo, se ve obligada a moverse, a perder esa fijeza que nos hace reconocer en ella al duro contrario de la vida. Nos da la muerte del cisne golpeado en pleno vuelo; la de Aquiles, agarrado por los cabellos por no se sabe qué Razón sombría. Como en el caso de la mujer asfixiada en el vestíbulo de su casa de Pompeya, la muerte no hace sino prolongar en el otro mundo los corredores de la huida. Mi muerte, la mía, será de piedra. Conozco las pasarelas, los puentes giratorios, todas las zapas de la Fatalidad. No puedo perderme. La muerte, para acabar conmigo, tendrá que contar con mi complicidad.

*

¿Te has dado cuenta de que aquellos a quienes fusilan se desploman, caen de rodillas? Con el cuerpo flojo, pese a las cuerdas, se doblan como si se desvanecieran una vez pasado todo. Hacen como yo. Adoran a su muerte.

*
No hay amor desgraciado: no se posee sino lo que no se posee. No hay amor feliz: lo que se posee, ya no se posee.

*
No hay nada que temer. He tocado fondo. No puedo caer más bajo que tu corazón.


AQUILES O LA MENTIRA

Habían apagado todas las lámparas. Las sirvientas, en la sala de abajo, tejían a ciegas los hilos de una inesperada trama, que se convertía en la de las Parcas; un inútil bordado colgaba de las manos de Aquiles. El vestido negro de Misandra ya no se distinguia del vestido rojo de Deidamía; el vestido blanco de Aquiles parecía verde bajo la luna. Desde la llegada de aquella joven extranjera en que todas las mujeres presentían un dios, el temor se había introducido en la Isla como una sombra acostada a los pies de la belleza. El día ya no era día, sino la máscara rubia de las tinieblas. Los senos de mujer se hacían coraza en un pecho de soldado. En cuanto Tetis vio formarse en los ojos de Júpiter la película de los combates en que sucumbiría Aquiles, buscó por todos los mares del mundo una isla, una roca, un lecho estanco para flotar sobre el porvenir. Aquella diosa inquieta rompió los cables submarinos que transmitían a la Isla el fragor de las batallas, reventó el ojo del faro que guiaba a los navíos, echó a fuerza de tempestades a los pájaros migratorios que podían llevarle a su hijo mensajes de sus hermanos de armas. Como las campesinas que visten de mujer a sus hijos enfermos para despistar a la Fiebre, ella lo había vestido con sus túnicas de diosa para engañar a la Muerte. Aquel hijo infectado de mortalidad le recordaba la única culpa de su juventud divina: se había acostado con un hombre sin tomar la banal precaución de convertirlo en dios. En el hijo se encontraban los toscos rasgos del padre, revestidos de una belleza que sólo de ella procedía y que algún día le harían más penosa la obligación de morir. Envuelto en sedas, en mil velos de gasa, enredado en collares de oro, Aquiles se había introducido, por orden suya, en la torre de las doncellas; acababa de salir del colegio de los Centauros: cansado de bosques, soñaba con cabelleras; harto de gargantas salvajes, soñaba con senos de mujer. El refugio femenino donde lo encerraba su madre se transformó, para aquel emboscado, en una sublime aventura; era preciso entrar, con la protección de un corsé o de un vestido, en ese amplio continente inexplorado de la Mujer en donde el hombre no ha penetrado hasta ahora sino como un vencedor, y a la luz de los incendios de amor. Tránsfuga del campo de los machos, Aquiles venía a intentar aquí la suerte única de ser algo diferente a sí mismo. Para los esclavos, él pertenecía a la raza asexuada de los amos; el padre de Deidamía llevaba la aberración hasta amar en él a la virgen que no era; tan sólo las dos primas se negaban a creer en aquella muchacha demasiado parecida a la imagen ideal que un hombre se hace de las mujeres. Aquel joven ignorante de las realidades del amor empezaba, en el lecho de Deidamía, su aprendizaje de luchas, estertores y subterfugios; su desvanecimiento sobre aquella tierna víctima servía de sustituto a un goce más terrible, que él no sabía dónde tomar, cuyo nombre ignoraba y que no era otro sino la Muerte. El amor de Deidamía, los celos de Misandra rehacían de él el duro contrario de una mujer. Ondeaban las pasiones en la torre como chales de seda atormentados por la brisa. Aquiles y Deidamía se aborrecían como los que se aman; Misandra y Aquiles se amaban como los que se aborrecen. Aquella enemiga de fuertes músculos se convertía para Aquiles en lo equivalente a un hermano, aquel rival delicioso enternecía a Misandra como si fuera una especie de hermana. Cada ola que por la Isla pasaba traía consigo unos mensajes: los cadáveres griegos, impulsados a alta mar por inauditos vientos, eran otros tantos residuos del ejército naufragado por no tener ayuda de Aquiles. Buscábanlos los proyectores bajo un disfraz de astro. La gloria, la guerra, vagamente entrevistas entre las nieblas del porvenir, le parecían queridas exigentes cuya posesión le obligaría a cometer innumerables crímenes: en el fondo de aquella prisión de mujeres creía poder escapar a los ruegos de sus futuras víctimas. Una barca embarazada de reyes hizo un alto al pie del apagado faro, que no era sino un escollo más: Ulises, Patroclo y Tersites, advertidos por una carta anónima, habían anunciado su visita a las princesas. Misandra, de súbito complaciente, ayudaba a Deidamía a colocar unas horquillas en el pelo de Aquiles. Sus anchas manos temblaban, como si acabara de dejar caer un secreto. Las puertas abiertas de par en par dejaron entrar a la noche, a los reyes, al viento, al cielo cuajado de signos. Tersites respiraba agitadamente, cansado de subir la escalera de los mil escalones y se frotaba con las manos sus angulosas rodillas de inválido: parecía un rey que, por cicatería, se hubiera convertido en su propio bufón. Patroclo, vacilante ante el hurón escondido entre aquellas Damas, tendía al azar sus manos enguantadas de hierro. La cabeza de Ulises recordaba una moneda usada, roída y herrumbrosa, en la que aún se distinguían las facciones del rey de Ítaca. Con la mano a modo de visera, como un marino en la punta de un mástil, examinaba a las princesas adosadas a la pared como una triple estatua de mujer. Los cabellos cortos de Misandra, sus grandes manos que sacudían con fuerza las de los jefes, su desenfado, hicieron que, en un principio, él la tomara por escondite de un varón. Los marineros de la escolta desclavaban unos cajones y desembalaban -mezcladas con los espejos, las joyas y los neceseres de esmalte- las armas de Aquiles, que él sin duda se apresuraría a esgrimir. Pero los cascos que manejaban las seis manos pintadas recordaban los que utilizan los peluqueros; los cintos reblandecidos se convertían en cinturones femeninos; entre los brazos de Deidamía, un escudo redondo parecía una cuna. Como si el disfraz fuera un maleficio del que nada escapaba en la Isla, el oro se convertía en plata sobredorada, los marinos en máscaras y los reyes en buhoneros. Tan sólo Patroclo resistía al sortilegio, lo rompía como una hoja desnuda. Un grito de admiración de Deidamía lo señaló a la atención de Aquiles, que saltó hacia aquel acero vivo, tomó entre sus manos la dura cabeza cincelada como el pomo de una espada, sin percatarse de que sus velos, sus pulseras y sus sortijas hacían de su ademán un arrebato de enamorada. La lealtad, la amistad, el heroísmo, dejaban de ser palabras de hipócritas que disfrazan sus almas: la lealtad residía en aquellos ojos que permanecían límpidos ante el amasijo de mentiras; la amistad podría albergarse en los corazones de ambos; la gloria sería su porvenir. Patroclo, ruborizándose, rechazó aquel abrazo de mujer. Aquiles retrocedió, dejó caer los brazos, vertió unas lágrimas que no hacían sino perfeccionar su disfraz de doncella, pero que proporcionaron a Deidamía nuevas razones para preferir a Patroclo. Miradas, sonrisas interceptadas como si fueran una correspondencia amorosa, la turbación del joven abanderado, medio ahogado por aquella marea de encajes, convirtieron el desconcierto de Aquiles en un furioso ataque de celos. EI muchacho vestido de bronce eclipsaba las imágenes nocturnas que de Deidamía conservaba Aquiles, y el uniforme superaba, a sus ojos de mujer, el pálido destello de un cuerpo desnudo. Aquiles cogió torpemente una espada, que soltó inmediatamente, y utilizó sus manos para apretar el cuello de Deidamía, sus manos envidiosas del éxito de una compañera. Los ojos de la mujer estrangulada saltaron como dos largas lágrimas; intervinieron los esclavos; las puertas, al cerrarse con un ruido de millares de suspiros, ahogaron los últimos estertores de Deidamía: los reyes, desconcertados, se hallaron al otro lado del umbral. La habitación de las Damas se llenó de una oscuridad sofocante, interna, que nada tenía que ver con la noche. Aquiles, arrodillado, escuchaba cómo la vida de Deidamía se escapaba de su garganta lo mismo que el agua del cuello demasiado estrecho de una jarra. Se sentía más separado que nunca de aquella mujer que él había tratado, no sólo de poseer, sino de ser: cada vez menos cercana, a medida que él iba apretando su cuello, el enigma de ser una muerta venía a añadirse en ella al misterio de ser una mujer. Palpaba con horror sus senos, sus caderas, sus cabellos desnudos. Se levantó, tanteando las paredes en donde ya no se abría ninguna salida, avergonzado de no haber reconocido en los reyes los secretos emisarios de su propio valor, seguro de haber dejado escapar su única probabilidad de ser un dios. Los astros, la venganza de Misandra, la indignación del padre de Deidamía, se unirían para mantenerlo encerrado en aquel palacio sin fachada a la gloria: sus mil pasos en torno al cadáver compondrían en lo sucesivo la inmovilidad de Aquiles. Unas manos casi tan frías como las de Deidamía se posaron en su hombro: se quedó estupefacto al oír a Misandra proponerle la huida antes de que estallara sobre él la cólera del padre todopoderoso. Confió su muñeca a la mano de aquella fatal amiga y siguió los pasos de aquella muchacha, que tan bien se desenvolvía en las tinieblas, sin saber si Misandra obedecía a un rencor o a una gratitud sombría, si llevaba por guía a una mujer que se vengaba o a una mujer a quien él había vengado. Las puertas cedían y luego volvían a cerrarse: las desgastadas baldosas se hundían suavemente bajo sus pies como el blando hueco de una ola; Aquiles y Misandra continuaban su descenso en espiral, cada vez más deprisa, como si su vértigo fuera un peso. Misandra contaba los escalones, desgranaba en voz alta una suerte de rosario de piedra. Por fin encontraron una puerta que daba al acantilado, a los diques, a las escaleras del faro: el aire salado como la sangre y las lágrimas brotó y salpicó el rostro de la extraña pareja aturdida por aquella marea de frescor. Con una risa dura, Misandra detuvo a la hermosa criatura, ya preparada para saltar, y le tendió un espejo en donde el alba le permitía ver su rostro, como si ella no hubiera consentido en llevarlo hasta la luz del día sino para infligirle, en un reflejo más espantoso que el vacío, la prueba pálida y maquillada de su no-existencia de dios. Pero su palidez de mármol, sus cabellos que ondeaban al viento como el penacho de un casco, su maquillaje mezclado con el llanto que se le pegaba a las mejillas como la sangre de un herido, mostraban, al contrario, dentro del estrecho marco, todos los futuros aspectos de Aquiles, como si aquel delgado espejo hubiera encarcelado al porvenir. La hermosa criatura solar se arrancó el cinturón, se deshizo del chal y quiso liberarse de sus asfixiantes gasas, pero temió exponerse más al fuego de los centinelas si cometía la imprudencia de mostrarse desnudo. Durante un instante, la más dura de aquellas dos mujeres divinas se inclinó sobre el mundo, dudando si tomar sobre sus propios hombros la carga del destino de Aquiles, de Troya en llamas y de Patroclo vengado, ya que ni el más perspicaz de los dioses o de los carniceros hubiera podido distinguir aquel corazón de hombre de su propio corazón. Prisionera de sus senos, Misandra empujó las dos hojas de la puerta, que gimieron en su nombre, e impulsó con el codo a Aquiles hacia todo lo que ella no podría ser. La puerta volvió a cerrarse tras la enterrada viva: libre como un águila, Aquiles corrió a lo largo de la barandilla, bajó precipitadamente las escaleras, descendió veloz por las murallas, saltó precipicios, rodó como una granada, se disparó como una flecha, voló como una Victoria. Las rocas le rasgaban los vestidos sin morder su carne invulnerable: la ágil criatura se detuvo, desató sus sandalias y ofreció a las plantas de sus pies descalzos una probabilidad de ser heridas. La escuadra levaba anclas: se oían voces de sirenas que cruzaban el mar; la arena, agitada por el viento, apenas grababa los pies ligeros de Aquiles. Una cadena tensada por la resaca amarraba la barca al malecón y sus máquinas se estremecían para una próxima marcha: Aquiles se subió al cable de las Parcas con los brazos abiertos, sostenido por las alas de sus chales flotantes, protegido como por blanca nube por las gaviotas de su madre marina. De un salto, aquella muchacha despeinada en quien nacía un dios subió a la popa del navío. Los marineros se arrodillaron, prorrumpieron en exclamaciones, saludaron con maravillados exabruptos la llegada de la Victoria. Patroclo abrió los brazos, creyó reconocer a Deidamía; Ulises movió la cabeza; Tersites se echó a reír. Nadie sospechaba que aquella diosa no era una mujer.

*
Un corazón es tal vez algo sucio. Pertenece a las tablas de anatomía y al mostrador del carnicero. Yo prefiero tu cuerpo.

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Nos rodea la atmósfera de Leysin, de Montana, de los sanatorios de alta montaña acristalados como acuarios, gigantescas reservas donde continuamente acude a pescar la Muerte. Los enfermos escupen confidencias sanguinolentas, intercambian bacilos, comparan cuadros de temperatura, se instalan en una camaradería de peligros. ¿Quién tiene más lesiones, tú o yo?

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¿A dónde huir? Tú llenas el mundo. No puedo huir más que en ti.

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El Destino es alegre. Quien preste a la Fatalidad una especie de hermosa máscara trágica no conoce de ella sino sus disfraces de teatro. Un bromista pesado y desconocido repite el mismo burdo estribillo hasta las náuseas de la agonía. Flota en torno a la Suerte un indefinido olor a habitación de niño, a caja barnizada de donde salen los diablos de la Costumbre, a armarios en donde se escondían nuestras criadas, grotescamente ataviadas, para darnos un susto con la esperanza de oírnos gritar. Los personajes de las Tragedias se estremecen, brutalmente alterados por la risotada del trueno. Antes de ser ciego, Edipo no hizo otra cosa durante toda su vida sino jugar a la gallina ciega con la Suerte.

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Por mucho que yo cambie, mi destino no cambia. Cualquier figura puede inscribirse en el interior de un círculo.

*

Nos acordamos de nuestros sueños, pero no recordamos nuestro dormir. Tan sólo dos veces penetré en esos fondos, surcados por las corrientes, en donde nuestros sueños no son más que restos de un naufragio de realidades sumergidas. El otro día, borracha de felicidad como uno se emborracha de aire al final de una larga carrera, me eché en la cama a la manera del nadador que se lanza de espaldas, con los brazos en cruz: caí en un mar azul. Adosada al abismo como una nadadora que hace el muerto, sostenida por la bolsa de oxígeno de mis pulmones llenos de aire, emergí de aquel mar griego como una isla recién nacida. Esta noche, borracha de dolor, me dejo caer en la cama con los gestos de una ahogada que se abandona: cedo al sueño como a la asfixia. Las corrientes de recuerdos persisten a través del embrutecimiento nocturno, me arrastran hacia una especie de lago Asfaltita. No hay manera de hundirse en este agua saturada de sales, amarga como la secreción de los pájaros. Floto como la momia en su asfalto, con la aprensión de un despertar que será, todo lo más, un sobrevivir. El flujo y reflujo del sueño me hacen dar vueltas, a pesar mío, en esta playa de batista. A cada momento, mis rodillas tropiezan con tu recuerdo. El frío me despierta, como si me hubiera acostado con un muerto.

***
Soporto tus defectos. Uno se resigna a los defectos de Dios. Soporto tu ausencia. Uno se resigna a la ausencia de Dios.

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Un niño es un rehén. La vida nos tiene atrapados.

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Lo mismo ocurre con un perro, con una pantera o con una cigarra. Leda decía: «Ya no soy libre para suicidarme desde que me he comprado un cisne.»


PATROCLO O EL DESTINO

Una noche o, más bien, un día impreciso caía sobre el llano: no hubiera podido decirse en qué dirección iba el crepúsculo. Las torres parecían rocas al pie de las montañas que parecían torres. Casandra aullaba sobre las murallas, dedicada al horrible trabajo de dar a luz al porvenir. La sangre se pegaba, como si fuera colorete, a las mejillas irreconocibles de los cadáveres. Helena pintaba su boca de vampiro con una barra de labios que recordaba a la sangre. Desde hacía muchos años, se habían instalado allí, en una especie de rutina roja en donde la paz se mezclaba con la guerra, como la tierra y el agua en las nauseabundas regiones de las marismas. La primera generación de héroes -que había acogido a la guerra como un privilegio, casi como una investidura-, al ser segada por los carros, dio lugar a un contingente de soldados que la aceptaron como un deber, para después soportarla como un sacrificio. La invención de los tanques abrió brechas enormes en aquellos cuerpos que ya no existían sino a la manera de parapetos; una tercera ola de asaltantes se abalanzó contra la muerte; aquellos jugadores que apostaban en cada jugada el máximo de su vida cayeron al fin como si se suicidaran, golpeados por la bola en la casilla roja del corazón. Ya había pasado el tiempo de las ternuras heroicas en que el adversario era el reverso sombrío del amigo. Ifigenia había muerto, fusilada por orden de Agamenón, acusada de haber tomado parte en el motín de las tripulaciones del mar Negro; Paris había quedado desfigurado por la explosión de una granada; Polixeno acababa de sucumbir de tifus en el hospital de Troya; las Oceánidas, arrodilladas en la playa, ya no trataban de espantar las moscas azules del cadáver de Patroclo. Desde la muerte del amigo que había llenado el mundo y lo había reemplazado, Aquiles no abandonaba su tienda alfombrada de sombras: desnudo, acostado en el suelo como si se esforzara por imitar al cadáver, se dejaba roer por los piojos del recuerdo. Cada vez con más frecuencia, la muerte le parecía un sacramento del que sólo son dignos los más puros: muchos hombres se deshacen, pero pocos hombres mueren. Todas las particularidades que recordaba al pensar en Patroclo -su palidez, sus hombros rígidos, más bien altos, sus manos que siempre estaban algo frías, el peso de su cuerpo desplomándose en el sueño con densidad de piedra- adquirían por fin su pleno sentido de atributos póstumos, como si Patroclo hubiera sido, estando vivo, un esbozo de cadáver. El odio inconfesado que duerme en el fondo del amor predisponía a Aquiles hacia la tarea de escultor: envidiaba a Héctor por haber rematado aquella obra maestra; tan sólo él tenía derecho a arrancar los últimos velos que el pensamiento, el ademán, el hecho mismo de estar vivo interponían entre ellos, para descubrir a Patroclo en su suprema desnudez de muerto. En vano los jefes troyanos mandaban anunciar, al son de las trompetas, sabias luchas cuerpo a cuerpo, despojadas de la ingenuidad de los primeros años de guerra: viudo de aquel compañero, que merecía ser un enemigo, Aquiles ya no mataba, para no suscitarle a Patroclo rivales de ultratumba. De cuando en cuando resonaban gritos; unas sombras con cascos pasaban por la roja pared: desde que Aquiles se encerraba en aquel muerto, los vivos no se mostraban a él sino en forma de fantasmas. Una humedad traidora subía del suelo desnudo; el paso de los ejércitos hacía temblar la tienda; las estacas oscilaban en aquella tierra que ya no las sujetaba; los dos campos reconciliados luchaban con el río que se esforzaba por ahogar al hombre: el pálido Aquiles entró en aquella noche de fin del mundo. Lejos de ver en los vivos a los precarios supervivientes de una marea-de-muerte que seguía amenazando, eran los muertos ahora los que le parecían sumergidos por el inmundo diluvio de los vivos. Contra el agua inestable, animada y sin forma, Aquiles defendía las piedras y el cemento que sirven para fabricar tumbas. Cuando el incendio, que bajaba de los bosques del Ida, llegó al puerto y lamió el vientre de los navíos, Aquiles tomó partido contra los troncos, los mástiles, las velas insolentemente frágiles y se puso a favor del fuego, que no teme abrasar a los muertos en el lecho de madera que forman las hogueras. Unos extraños pueblos primitivos desembocaban de Asia como si fueran ríos: contagiado de la locura de Ajax, Aquiles degolló a aquellos carneros, sin reconocer en ellos siquiera unos lineamentos humanos. Le enviaba a Patroclo aquella manada para que pudiera cazar en el otro mundo. Luego aparecieron las Amazonas: una inundación de senos cubrió las colinas del río: el ejército se estremecía al oler aquellas sueltas melenas. Las mujeres representaban para Aquiles, desde siempre, la parte instintiva de la desgracia, aquella cuya forma él no había escogido y que tenía que soportar sin poder aceptarla. Le reprochaba a su madre que hubiera hecho de él un mestizo, a mitad de camino entre el dios y el hombre, arrebatándole así casi todo el mérito que los hombres tienen en hacerse dioses. Le guardaba rencor por haberle llevado, siendo niño, a los baños de la Estigia para inmunizarlo contra el miedo, como si el heroísmo no consistiera en ser vulnerable. Se hallaba resentido con las hijas de Licomedes por no haber reconocido, bajo su máscara, lo contrario de un disfraz. No perdonaba a Briseida la humillación de haberla amado. Su espada se hundió en aquella jalea color de rosa, cortó nudos gordianos de vísceras; las mujeres aullaban y parían la muerte por la brecha de sus heridas, se enredaban como los caballos en la corrida con sus entrañas enmarañadas. Pentesilea se separó de aquel amasijo de mujeres pisoteadas, como un duro hueso se separa de una pulpa desnuda. Se había bajado la visera para que nadie se enterneciera mirando sus ojos: Sólo ella osaba renunciar a la astucia de no llevar velos. Bajo su coraza y su casco, con una máscara de oro, aquella Furia mineral sólo tenía de humano los cabellos y la voz, pero sus cabellos eran de oro y a oro sonaba aquella voz pura. Era la única, entre sus compañeras, que había consentido en cortarse un seno, pero aquella mutilación apenas se notaba en su pecho de diosa. Arrastraron por los cabellos a las muertas fuera de la arena; hicieron calle los soldados, y transformaron el campo de batalla en un campo cerrado; empujaron a Aquiles al centro de un círculo donde el asesinato era para él la única salida. Sobre aquel decorado caqui, arenoso salobre, azul horizonte, la armadura de la Amazona cambiaba de forma con los siglos, de color con los focos. Combatiendo con aquella esclava, que de cada finta hacía un paso de baile, el cuerpo a cuerpo se convertía en torneo, después en ballet ruso. Aquiles avanzaba, luego retrocedía, unido a ese metal que contenía una hostia, invadido por el amor que se hallaba en el fondo del odio. Lanzó su arma con todas sus fuerzas, como para romper un encantamiento, reventó la frágil coraza que interponía, entre aquella mujer y él, no se sabe qué puro soldado. Pentesilea cayó como quien cede, incapaz de resistir la violación del hierro. Precipitáronse los enfermeros; se oyó crepitar la ametralladora de las cámaras; unas manos impacientes desollaban el cadáver de oro. Al levantar la visera descubrieron, en lugar de un rostro, una máscara de ojos ciegos a la que ya no llegarían los besos. Aquiles sollozaba, sostenía la cabeza de aquella víctima digna de ser un amigo. Era el único ser en el mundo que se parecía a Patroclo.

*
No darse ya es seguir dándose. Es dar nuestro sacrificio.

*
No hay nada más sucio que el amor propio.

*

El crimen del loco consiste en que se prefiere a los demás. Esta preferencia impía me repugna en los que matan y me espanta en los que aman. La criatura amada ya no es, para esos avaros, sino una moneda de oro en que crispar los dedos. Ya no es un dios: apenas es una cosa. Me niego a hacer de ti un objeto, ni siquiera el Objeto amado.

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Lo único horrible es no servir para nada. Haz de mí lo que quieras, incluso una pantalla, incluso un metal buen conductor.

*

Podrías hundirte de un solo golpe en la nada, adonde van los muertos: yo me consolaría si me dejaras tus manos en herencia. Sólo tus manos subsistirían, separadas de ti, inexplicables como las de los dioses de mármol convertidos en polvo y cal de su propia tumba. Sobrevivirían a tus actos, a los miserables cuerpos que han acariciado. Entre las cosas y tú no harían ya de intermediarios: ellas mismas se transformarían en cosas. Inocentes de nuevo, pues tú ya no estarías para hacer de ellas tus cómplices, tristes como galgos sin dueño, desconcertadas como arcángeles a quienes ningún dios da ya órdenes, tus inútiles manos reposarían sobre las rodillas de las tinieblas. Tus manos abiertas, incapaces de dar o de recibir ninguna alegría, me habrían dejado caer como una muñeca rota. Beso, a la altura de la muñeca, esas manos indiferentes que tu voluntad no aparta ya de las mías; acaricio la arteria azul, la columna de sangre que, antaño, incesante como el chorro de una fuente, surgía del suelo de tu corazón. Con sollozos pequeños y satisfechos reposo la cabeza como una niña entre esas palmas llenas de estrellas, de cruces, de precipicios de lo que fue mi destino.
No tengo miedo de los espectros. Sólo son terribles los vivos, porque poseen un cuerpo.

*
No hay amores estériles. Y es inútil tomar precauciones. Cuando te dejo llevo dentro de mí el dolor, como una especie de hijo horrible.


ANTÍGONA O LA ELECCIÓN

¿Qué dice el mediodía profundo? El odio se cierne sobre Tebas como un espantoso sol. Desde que murió la Esfinge, la innoble ciudad no tiene secretos: todo acaece de día. La sombra baja a ras de las casas, al pie de los árboles, como el agua insípida al fondo de las cisternas: las habitaciones ya no son pozos de oscuridad, almacenes de frescor. Los transeúntes parecen sonámbulos de una interminable noche blanca. Yocasta se ha estrangulado para no ver el sol. La gente duerme de día, ama de día. Los durmientes acostados al aire libre parecen suicidas; los amantes son como perros que copulan al sol. Los corazones están tan secos como los campos; el corazón del nuevo rey está tan seco como la roca. Tanta sequedad llama a la sangre. El odio infecta las almas; las radiografías del sol roen las conciencias sin reducir su cáncer. Edipo se ha quedado ciego de tanto manipular esos rayos oscuros. Sólo Antígona soporta las flechas que dispara la lámpara de arco de Apolo, como si el dolor le sirviera de gafas oscuras. Abandona aquella ciudad de arcilla cocida al fuego, donde los rostros endurecidos se hallan modelados con la tierra de las tumbas. Acompaña a Edipo fuera de la ciudad cuyas puertas, abiertas de par en par, parecen vomitarlo: Guía por los caminos del exilio al padre que es, al mismo tiempo, su trágico hermano mayor: bendice la venturosa culpa que lo arrojó sobre Yocasta, como si el incesto con la madre no hubiera sido para él sino una manera de engendrar una hermana. No descansará hasta verlo reposar en una noche más definitiva que la ceguera humana, acostado en el lecho de las Furias que se transforman inmediatamente en diosas protectoras, pues todo dolor al que uno se abandona acaba por convertirse en serenidad. Rechaza la limosna de Teseo, que le ofrece vestidos, ropa blanca y un sitio en el coche público, para volver a Tebas; regresa a pie a la ciudad, que convierte en crimen lo que sólo es un desastre, en exilio lo que no es sino una partida, en castigo lo que no es más que una fatalidad. Despeinada, sudorosa, objeto de irrisión para los locos y de escándalo para los cuerdos, sigue a campo traviesa la pista de los ejércitos sembrada de botellas vacías, de zapatos usados, de enfermos abandonados que los pájaros de presa toman ya por cadáveres. Se dirige hacia Tebas, como San Pedro a Roma, para dejarse crucificar.

Atraviesa los siete círculos de los ejércitos que acampan en torno a Tebas, deslizándose invisible como una lámpara en el rojo Infierno. Entra por una puerta disimulada en las murallas, coronadas de cabezas cortadas, como en las ciudades chinas. Se desliza por las calles vacías a causa de la peste del odio, sacudidas en sus cimientos por el paso de los carros de asalto; trepa hasta las plataformas en donde mujeres y niñas gritan de alegría cada vez que un disparo respeta a uno de los suyos; su cara exangüe entre las largas trenzas negras ocupa un lugar en las almenas, en la fila de cabezas cortadas. No elige a sus hermanos enemigos, ni tampoco la garganta abierta ni las manos repugnantes del hombre que se suicida: los gemelos son para ella un sobresalto de dolor, como antes lo fueron de gozo en el vientre de Yocasta. Espera la derrota para dedicarse al vencido, como si la desgracia fuera un juicio de Dios. Vuelve a bajar, arrastrada por el peso de su corazón, hacia los bajos fondos del campo de batalla; anda sobre los muertos como Jesús sobre el mar. Entre aquellos hombres, nivelados por la descomposición que comienza, reconoce a Polinice por su desnudez expuesta como una siniestra ausencia de fraude, por la soledad que le rodea como una guardia de honor. Vuelve la espalda a la baja inocencia que consiste en castigar. Aun estando vivo, el cadáver oficial de Eteocles, ya frío por sus actos, se halla momificado en la mentira de la gloria. Aun estando muerto, Polinice existe igual que el dolor. Ya no acabará ciego como Edipo, ni vencerá como Eteocles, ni reinará como Creonte; no puede inmovilizarse; sólo puede pudrirse. Vencido, despojado, muerto, ha alcanzado el fondo de la miseria humana; nada se interpone entre ellos, ni siquiera una virtud, ni siquiera un minúsculo honor. Inocentes de las leyes, escandalosos ya en la cuna, envueltos en el crimen como en una misma membrana, tienen en común su espantosa virginidad que consiste en no ser ya de este mundo: sus dos soledades se encuentran exactamente igual que dos bocas en un beso. Ella se inclina sobre él como el cielo sobre la tierra, volviendo a formar así en su integridad el universo de Antígona: un oscuro instinto de posesión la inclina hacia ese culpable que nadie va a disputarle. Aquel muerto es la urna vacía donde echar, de una sola vez, todo el vino de un gran amor. Sus delgados brazos levantan trabajosamente el cuerpo que le disputan los buitres: lleva a su crucificado como quien lleva una cruz. Desde lo alto de las murallas, Creonte ve llegar a aquel muerto sostenido por su alma inmortal. Se abalanzan unos pretorianos, que arrastran fuera del cementerio a esta gárgola de la Resurrección: sus manos acaso desgarren en el hombro de Antígona una túnica sin costuras, se apoderan del cadáver que empieza a disolverse, que se derrama como un recuerdo. Cuando se ve libre de su muerto, aquella muchacha que baja la frente parece soportar el peso de Dios. Creonte se enfurece al verla, como si sus harapos cubiertos de sangre fueran una bandera. La ciudad sin compasión ignora los crepúsculos: el día oscurece de golpe, como una bombilla fundida que deja de dar luz. Si el rey levantara la cabeza, los faroles de Tebas le ocultarían ahora las leyes inscritas en el cielo. Los hombres no tienen destino, puesto que el mundo no tiene astros. Sólo Antígona, víctima por derecho divino, ha recibido como patrimonio la obligación de perecer y ese privilegio puede explicar el odio que se le tiene. Avanza en la noche fusilada por los faros: sus cabellos de loca, sus harapos de mendiga, sus uñas de ladrona muestran hasta dónde puede llegar la caridad de una hermana. A pleno sol, ella era el agua pura sobre las manos sucias, la sombra en el hueco del casco, el pañuelo en la boca de los difuntos. Su devoción a los ojos muertos de Edipo resplandece sobre millones de ciegos; su pasión por el hermano putrefacto calienta fuera del tiempo a miríadas de muertos. Nadie puede matar a la luz; sblo pueden sofocarla. Corren un velo sobre la agonía de Antígona. Creonte la expulsa a las alcantarillas, a las catacumbas. Ella regresa al país de las fuentes, de los tesoros, de las semillas. Rechaza a Ismena, que no es más que una hermana en la carne; al apartar a Hemon evita la horrible posibilidad de parir vencedores. Parte a la búsqueda de su estrella situada en las antípodas de la razón humana, y no la puede alcanzar a no ser pasando por la tumba. Hemon, convertido a la desgracia, se precipita tras sus pasos por los negros pasillos: este hijo de un hombre ciego es el tercer aspecto de su trágico amor. Llega a tiempo para ver cómo ella prepara el complicado sistema de chales y poleas que le permitirán evadirse hacia Dios. El mediodía profundo hablaba de furor; la medianoche profunda habla de desesperación. El tiempo ya no existe en aquella Tebas sin astros; los durmientes tendidos en el negro absoluto ya no ven su conciencia. Creonte, acostado en el lecho de Edipo, descansa sobre la dura almohada de la razón de Estado. Algunos descontentos, dispersos por las calles, borrachos de justicia, tropiezan con la noche y se revuelcan al pie de los hitos. Bruscamente, en el silencio estúpido de la ciudad que duerme su crimen como una borrachera, se precisa un latido que proviene de debajo de la tierra, crece, se impone al insomnio de Creonte, se convierte en su pesadilla. Creonte se levanta, y palpando a ciegas encuentra la puerta de los subterráneos, cuya existencia sólo él conoce; descubre las huellas de su hijo mayor en el barro del subsuelo. Una vaga fosforescencia que emana de Antígona le permite reconocer a Hemon, colgado del cuello de la inmensa suicida, impulsado por la oscilación de aquel péndulo que parece medir la amplitud de la muerte. Atados uno a otro como para pesar más, su lento vaivén los va hundiendo cada vez más en la tumba y ese peso palpitante vuelve a poner en movimiento toda la maquinaria de los astros. El ruido revelador traspasa los adoquines, las losas de mármol, las paredes de barro endurecido, llena el aire reseco de una pulsación de arterias. Los adivinos se tienden en el suelo, pegan a él el oído, auscultan como médicos el pecho de la tierra sumida en su letargo. El tiempo reanuda su curso al compás del reloj de Dios. El péndulo del mundo es el corazón de Antígona.

*
Amar con los ojos cerrados es amar como un ciego. Amar con los ojos abiertos tal vez sea amar como un loco: es aceptarlo todo apasionadamente. Yo te amo como una loca.

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Aún me queda una sucia esperanza. Cuento, a pesar mío, con una solución de continuidad del instinto: lo equivalente, en la vida del corazón, al acto del distraído que se equivoca de nombres y de puertas. Te deseo con horror una traición de Camilo, un fracaso junto a Claudio y un escándalo que te aleje de Hipólito. No me importa cuál sea el paso en falso que te haga caer sobre mi cuerpo.

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Se llega virgen a todos los acontecimientos de la vida. Tengo miedo de no saber cómo arreglármelas con mi dolor.

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Un dios que quiere que yo viva te ha ordenado que dejes de amarme. No soporto bien la felicidad. Falta de costumbre. En tus brazos, lo único que yo podía hacer era morir.

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Utilidad del amor. Los voluptuosos se las componen para realizar sin él la exploración del placer. No se sabe qué hacer con el deleite durante una serie de experiencias sobre la mezcla y combinación de los cuerpos. Después, se da uno cuenta de que aún quedan descubrimientos por hacer en tan oscuro hemisferio: Necesitábamos el amor para que nos enseñara el Dolor.


LENA O EL SECRETO

Lena era la concubina de Aristógiton y su sirvienta, aún más que su querida. Vivían en una casita cerca de la capilla de Saint-Sôtir: ella cultivaba en el jardincillo tiernos calabacines y abundantes berenjenas, salaba las anchoas y cortaba en rajas la carne roja de las sandías; bajaba a lavar la ropa en el lecho seco del Ilissos y se preocupaba de que su amo cogiera la bufanda que le impedía acatarrarse tras los ejercicios del Estadio. Como premio a tantos cuidados, él se dejaba querer. Salían juntos: escuchaban, en los pequeños cafés, cómo daban vueltas los discos de canciones populares, ardientes y lamentables como un oscuro sol. Ella se enorgullecía al ver el retrato de él en la primera página de los periódicos de deportes. Aristógiton se había inscrito en el concurso de boxeo de Olimpia; consintió en que Lena lo acompañara en su viaje. Ella soportó sin quejarse el polvo del camino, la cansada ambladura de las mulas, las posadas llenas de piojos, en donde el agua se vendía más cara que el mejor vino de las islas. Por el camino, el ruido de los coches era tan continuo que ni siquiera se oía el canto de las cigarras. Un día, a la hora del mediodía, al transponer una colina, descubrió a sus pies el valle del Olimpia, hueco como la palma de un dios que lleva en su mano la estatua de la Victoria. Flotaba un vaho de calor sobre los altares, las cocinas y los puestos de la feria, cuyas joyas de pacotilla codiciaba Lena. Para no perderse de su amo entre el gentío cogió con los dientes una punta de su manto. Había frotado con grasa, adornado con cintas, embadurnado con sus besos los ídolos generosos que no rechazaban los atrevimientos de una sirvienta; había dicho todas las oraciones que sabía para que su amo triunfara y había gritado contra sus rivales toda una sarta de maldiciones. Separada de él durante las largas abstinencias impuestas a los atletas, había dormido sola en la tienda reservada a las mujeres, fuera del recinto de los luchadores. Había rechazado las manos que se tendían en la sombra, indiferente incluso a los cucuruchos de pipas de girasol que le ofrecían sus compañeras. La imaginación del boxeador se llenaba de torsos untados de aceite y de cabezas rapadas que las manos no pueden agarrar: Lena tenía la impresión de que Aristógiton la abandonaba en aras de sus adversarios. La noche de los Juegos vio cómo lo sacaban a hombros por los pasillos del Estadio, agotado y sin aliento, como después de hacer el amor, víctima del estilo de los reporteros, de las placas de vidrio de los fotógrafos: presintió que la engañaba con la Gloria. Su vida de triunfador transcurría en fiestas con gentes importantes: lo había visto salir del banquete ritual en compañía de un noble joven ateniense, ebrio de una embriaguez que ella deseaba atribuir al alcohol, ya que uno se aparta antes del vino que de la felicidad. Regresó él a Atenas en el coche de Harmodio y abandonó a Lena en manos de sus compañeras. Desapareció envuelto en una nube de polvo, sustrayéndose a sus caricias como un muerto o como un dios. La última imagen que de él conservaba y que se le había quedado grabada, era la de una bufanda de seda flotando sobre una nuca morena. Como una perra, que sigue desde lejos por el camino al amo que se va sin ella, Lena emprendió en sentido contrario el largo camino montañoso por donde se apresuraban las mujeres, por los lugares desiertos, temerosas de tropezar con algún sátiro. En cada posada de pueblo donde entraba para comprar un poco de sombra y un café acompañado de un vaso de agua, encontraba al posadero contando todavía las monedas de oro que descuidadamente habían dejado caer aquellos dos hombres: por todas partes alquilaban las mejores habitaciones, bebían los más exquisitos vinos y obligaban a los cantores a vociferar hasta la madrugada: el orgullo de Lena, que era también amor, curaba las heridas de su amor, que era asimismo orgullo. Poco a poco, el joven dios secuestrador dejaba de ser para ella un rostro, adquiría un nombre, una historia, un corto pasado. El garajista de Patras le contó que se llamaba Harmodio; el tratante de caballos de Pyrgos hablaba de sus caballos de carreras; el barquero de la Estigia, que tenía trato con los muertos a causa de su trabajo, sabía que era huérfano y que su padre acababa de atracar en la otra orilla de los días; los ladrones que circulaban por los caminos no ignoraban que el tirano de Atenas lo había colmado de riquezas; las cortesanas de Corinto hablaban de su belleza. Todos, hasta los mendigos, hasta los tontos de pueblo, sabían que en su coche de carreras llevaba al campeón de boxeo de los Juegos Olímpicos: un muchacho deslumbrante que semejaba la copa, el jarrón adornado con ínfulas, la imagen de largos cabellos de la Victoria. En Megara, el empleado del fielato le contó a Lena que Harmodio se había negado a cederle el paso al carro del jefe del Estado y que Hiparco le había reprochado al joven violentamente su ingratitud y sus amistades plebeyas. Los milicianos le habían quitado a la fuerza el carro de fuego que el tirano le había regalado, pero no para que paseara en él -según dijo- en compañía de un boxeador. En los alrededores de Atenas, Lena se estremeció al oír las aclamaciones sediciosas en las que aparecía el nombre de su amo, pronunciado por diez mil pares de labios. Los jóvenes habían organizado, en honor del vencedor, unos ejercicios con antorchas a los que Hiparco se negaba a asistir. Los pinos arrancados de raíz lloraban desconsoladamente su resina sacrificada. En la casita del barrio de Saint-Sôtir, los bailarines que golpeaban con el talón, de manera desigual, las losas del patio, proyectaban sobre la pared un fresco movedizo y desnudo. Para no molestar a nadie, Lena se deslizó sin hacer ruido por la entrada de la cocina. Las jarras y cacerolas ya no le hablaban un lenguaje familiar; unas manos torpes habían preparado la comida; se cortó el dedo al recoger los cristales de un vaso roto. Trató en vano de amansar, con huesos y caricias, al perro de Harmodio tumbado debajo de la despensa. Ella esperaba que su amo le contara el menú de las cenas de sociedad a las que asistía, pero ni siquiera sus sonrisas se fijan en ella. Para no tener que soportarla, la envía a trabajar en la vendimia, a su granja de Decelia. Lena prevé que puede celebrarse un matrimonio entre su amo y la hermana de Harmodio: piensa con horror en una esposa, con desamparo en unos hijos. Vive en la sombra que proyecta en su camino el hermoso Eros de las bodas rodeado de antorchas. El que no haya esponsales sólo tranquiliza a medias a la inocente, que se equivoca de peligro: Harmodio ha introducido la desgracia en aquella casa como si fuera una querida envuelta en velos; ella se siente abandonada a cambio de aquella mujer impalpable. Una noche, un hombre en cuyas cansadas facciones ella no reconoce el rostro, multiplicado hasta el infinito en monedas y sellos con la efigie de Hiparco, llama a la puerta de servicio y pide tímidamente el mendrugo de pan de una verdad. Aristógiton, que entra por casualidad, la encuentra sentada a la mesa, al lado de aquel sospechoso mendigo; desconfía demasiado de ella para hacerle ningún reproche; expulsan al mendigo de la estancia, que se llena repentinamente de gritos. Unos días más tarde, Harmodio descubre a su amigo, víctima de una emboscada, al pie de la fuente Clepsidra: llama a Lena para que le ayude a llevar al boxeador, cuyo cuerpo se halla tatuado a cuchilladas, al único diván que hay en la casa: sus manos pintadas de yodo se encuentran sobre el pecho del herido. Lena ve dibujarse, en la frente inclinada de Harmodio, la inquieta arruguita del Apolo encantador de llagas. Tiende hacia el joven sus grandes manos agitadas y le suplica que salve a su amo: no se sorprende al oírle reprocharse cada una de aquellas heridas, como si él fuera el responsable, pues le parece natural que un dios sea salvador y asesino al mismo tiempo. El paso de un policía vestido de paisano, que va y viene a lo largo del camino desierto, hace estremecer al herido acostado en la tumbona. Sólo Harmodio se atreve a ir a la ciudad, como si no fuera posible que ningún cuchillo se abriera paso en su carne, y aquella despreocupación confirma a Lena en la idea de que es un dios. Ambos amigos temen tanto que Lena se vaya de la lengua, que pretenden engañarla haciéndole creer que la agresión de la víspera fue una pelea entre hombres borrachos, por miedo, sin duda, a que ella difunda, en la carnicería o en la tienda de la esquina, sus probables proyectos de venganza. Lena se percata con espanto de que le dan a probar al perro los guisos que ella les prepara, como si pensaran que tiene sus buenas razones para odiarlos. Para que ella los olvide, se van con unos amigos a acampar en el Parnesio, a la moda cretense. Le ocultan el lugar donde se encuentra la caverna donde duermen. Ella se encarga de llevarles los alimentos, que deposita en una piedra como si fueran destinados a los muertos que merodean por los confines del mundo. Lleva a Aristógiton como una ofrenda el vino negro y los pedazos de carne echando sangre, sin conseguir que aquel espectro exangüe le hable. Aquel sonámbulo del crimen ya no es más que un cadáver que se encamina hacia la tumba, como los cadáveres de los judíos van en peregrinación a Josafat. Ella le toca tímidamente las rodillas, los pies descalzos, para estar bien segura de que no están helados del todo. Le parece ver, en las manos de Harmodio, la varita de zahorí de Hermes, guía de las almas. El regreso a Atenas se efectúa entre los perros del miedo y los lobos de la venganza: unas figuras grotescas de terratenientes sin fortuna, de abogados sin causa y de soldados sin porvenir se deslizan en la habitación del amo como sombras proyectadas por la presencia de un dios. Desde que Harmodio se siente obligado por prudencia a no dormir en su casa, Lena es relegada al desván y no puede velar a su amo todas las noches, como se vela a un enfermo, ni remeterle la ropa de la cama, como se hace con un niño. Escondida en la terraza, contempla cómo se abre y se cierra infatigablemente la puerta de aquella casa aquejada de insomnio; asiste, sin entender nada, a las idas y venidas que sirven de lanzadera para tejer la venganza. Con vistas a una fiesta deportiva, le mandan coser unas cruces en relieve en unas túnicas de lana parda. Arden las lámparas aquella noche en todos los tejados de Atenas: las jovencitas de familia noble preparan su vestido de comunión para la procesión del día siguiente; en el santuario preparan a la Santísima Virgen peinándole sus cabellos rojizos; un millón de semillas de incienso humean ante la nariz de Atenea. Lena sienta en sus rodillas a la pequeña Irini, que ahora vive en su casa, pues Harmodio teme que Hiparco quiera vengarse quitándole a su hermanita. Lena se compadece de aquella niña, a quien antaño temía ver entrar en la casa con corona de novia, como si alguien hubiese traicionado las esperanzas de ambas. Pasa toda la noche escogiendo rosas rojas, que la niña arrojará a manos llenas cuando pase la Virgen Purísima. Harmodio sumerge en aquella cesta sus manos impacientes, que parecen hundirse en sangre. A la hora en que Atenas muestra su rostro de perla, Lena coge de la mano a la pequeña Irini, que tirita entre el nácar de sus velos. Sube con la niña la pendiente de los Propíleos... Las llamas de diez mil cirios brillan débilmente en las luces del alba, como otros tantos fuegos fatuos que no hubieran tenido tiempo de regresar a sus tumbas. Hiparco, ebrio aún de pesadillas, guiña los ojos ante toda aquella blancura, examina distraídamente la cándida fila azul de los Hijos de Atenea. Bruscamente, un odiado parecido aflora en el rostro sin forma de la pequeña Irini: el señor, frenético, sacude el brazo de aquella joven ladrona, que ha osado apropiarse de los execrables ojos de su hermano, aúlla pidiendo que alejen de su presencia a la hermana del miserable que envenena sus sueños. La niña cae de rodillas: la cesta, al volcarse, derrama su rojo contenido y las lágrimas borran, en el rostro de la chiquilla, aquella semejanza abominable y divina. A la hora en que el cielo se vuelve de oro, como el inalterable corazón de la bondadosa Lena, ésta lleva a la niña a su casa, despeinada, sin su cesta. Harmodio estalla de alegría ante aquel deseado ultraje. Lena, arrodillada sobre las losas del patio, moviendo la cabeza como una plañidera, siente posarse en su frente la mano de aquel duro muchacho que se parece a Némesis: los insultos del tirano, sus amenazas que ella repite sin intentar comprenderlas, adquieren en su voz átona la horrible insipidez de los veredictos sin recurso y del hecho consumado. Cada ultraje añade al rostro de Harmodio un fruncir de entrecejo o una sonrisa de odio. En presencia de aquel dios, que antes desdeñaba hasta informarse de su nombre, Lena se embriaga de existir, de ser útil, de hacer sufrir tal vez... Ayuda a Harmodio a mutilar los hermosos laureles del patio, como si el primero de los deberes consistiera en suprimir toda clase de sombra; sale del jardín con los dos hombres, que esconden los cuchillos de cocina entre aquellos ramos de Pascua florida. Cierra la puerta tras la siesta de Irini, la jaula de las palomas, la caja de cartón donde pastan las cigarras, todo el pasado que se ha vuelto tan profundo como un sueño. La multitud endomingada la separa de sus señores, entre los cuales ya no distingue. Se introduce tras ellos en las obras del Partenón y tropieza con los montones de piedras mal desbastadas que hacen que el templo de la Virgen se parezea a sus futuros escombros. A la hora en que el cielo muestra su roja faz, ve desaparecer a los dos amigos por entre el engranaje de las columnas como en el fondo de una máquina de triturar el corazón humano para extraer de él un dios. Estallan bombas y gritos: el hermano mayor de Hiparco, con el vientre abierto sobre el altar cubierto de sangre y de brasas, parece ofrecer sus entrañas al examen de los sacerdotes. Hiparco, herido de muerte, continúa gritando órdenes, se apoya en una columna para no caer vivo. Las puertas de los Propíleos se cierran para cortar a los rebeldes la única salida que no da al vacío; los conspiradores, cogidos en aquella trampa de mármol y de cielo, corren de un lado para otro, tropiezan con montones de dioses. Aristógiton, herido en la pierna, es capturado por los ojeadores en las grutas de Pan. El cuerpo linchado de Harmodio es despedazado por la multitud como el de Baco en el transcurso de las misas sangrientas: unos adversarios, o tal vez unos fieles, se pasan de mano en mano la espantosa hostia. Lena se arrodilla, coge en su delantal los rizos de pelo de Harmodio, como si aquel favor fuera lo más urgente que ella puede hacer por su amo. Unos sabuesos se le echan encima: le atan las manos, que pierden inmediatamente su aspecto desgastado de utensilios domésticos para convertirse en manos de víctima, en falanges de mártir. Sube al coche celular como los muertos suben a la barca. Atraviesa una Atenas estancada, aterida de miedo, donde las caras se esconden tras las contraventanas cerradas, por temor a verse obligadas a juzgar. Pone el pie en el suelo ante una casa que, por su aspecto de hospital y de prisión, debe ser el palacio del Jefe del Estado. Bajo la puerta de la cochera se cruza con Aristógiton, cuyas piernas heridas flaquean. Ve desfilar el pelotón de ejecución sin volver siquiera hacia su amo unos ojos ya vidriosos, como las pupilas de los muertos. El ruido de los disparos en el patio contiguo resuena para ella como una salva de honor sobre la tumba de Harmodio. La empujan dentro de una sala blanqueada de cal, donde los supliciados adquieren el aspecto de animales agonizantes, y los verdugos, el de vivisectores. Hiparco, medio tumbado en unas parihuelas, vuelve hacia ella la cabeza vendada y coge a tientas aquellas manos de mujer crispadas sobre la única verdad de la que aún siente hambre. Le habla tan bajito y tan de cerca que el interrogatorio parece una confidencia amorosa. Exige nombres, confesiones. ¿Qué es lo que ella había visto? ¿Quiénes eran los cómplices? ¿Servía el mayor de los dos de entrenador al más joven, en aquella carrera hacia la muerte? ¿Acaso no era el boxeador más que un puñetazo en manos de Harmodio? ¿Fue el miedo lo que inspiró al joven la idea de desembarazarse de Hiparco? ¿Sabía acaso que el amo lo hubiera perdonado, que no le guardaba rencor? ¿Hablaba de él a menudo? ¿Estaba triste? Una intimidad desesperada se estableció entre aquel hombre y aquella mujer poseídos del mismo dios, que morían del mismo mal, y cuyas apagadas miradas se volvían hacia dos ausentes. Lena, sometida a interrogatorio, aprieta dientes y labios. Sus amos callaban cuando ella servía los platos; se había quedado fuera de la vida de ambos como una perra esperando a la puerta; pero aquella mujer, vacía de recuerdos, se esfuerza por orgullo en hacer creer que lo sabe todo, que sus amos le han confiado su corazón como a una encubridora con la que pueden contar, que sólo depende de ella escupir un pasado. Los verdugos la tienden sobre un caballete para operarla en silencio. Amenazan a aquella llama con el suplicio del agua; hablan de infligirle el suplicio del fuego a aquel manantial. Lena teme la tortura, que no arrancará de ella sino la humillante confesión de que sólo era una criada, y en ningún momento una cómplice. Un chorro de sangre le brota de la boca, como en una hemoptisis: se ha cortado la lengua para no revelar unos secretos que no conoce.

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Ardiendo con más fuegos... Animal cansado, un látigo de llamas me azota con fuerza las espaldas. He hallado el verdadero sentido de las metáforas de los poetas. Me despierto cada noche envuelta en el incendio de mi propia sangre.

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Nunca he conocido otra cosa que no fuera la adoración o el desenfreno... ¿Qué estoy diciendo? Nunca he conocido sino la adoración o la compasión.

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Los cristianos rezan ante la cruz y la besan. Les basta ese trozo de madera, aun cuando de él no cuelgue ningún Salvador. El respeto debido a los ajusticiados acaba por ennoblecer el inmundo aparato del suplicio: no basta con amar a las criaturas; hay que adorar asimismo su miseria, su envilecimiento, su desdicha.

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Cuando lo pierdo todo, me queda Dios. Si pierdo a Dios, vuelvo a encontrarte. No se puede poseer al mismo tiempo la noche inmensa y el sol.

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Jacob luchaba con el ángel en la tierra de Galaad. Aquel ángel era Dios puesto que su adversario fue vencido en la lucha y herido en la derrota. Los peldaños de la escalera de oro sólo se ofrecen a los que aceptan primero ese «knock-out» eterno. Es Dios todo lo que nos pasa, todo aquello de que no hemos triunfado. La muerte es Dios, y el mundo, y la idea de Dios para el imbécil boxeador que se deja vencer por su gran batir de alas. Tú eres Dios: tú podrías romperme.

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No caeré. He llegado al centro. Escucho el latido de un reloj divino a través del delgado tabique carnal de la vida llena de sangre, de estremecimientos y de jadeos. Estoy cerca del núcleo misterioso de las cosas así como en la noche nos hallamos, en ocasiones, cerca de un corazón.


MARÍA MAGDALENA O LA SALVACIÓN

Me llamo María: me llaman Magdalena. Magdala es el nombre de mi pueblo: es la pequeña comarca donde mi madre poseía unos campos, donde mi padre poseía unas viñas. Nací en Magdala. A mediodía, mi hermana Marta repartía jarras de cerveza a los obreros, en la granja; yo me llegaba a ellos con las manos vacías; bebían mi sonrisa a lengüetazos; sus miradas me palpaban como si yo fuera una fruta ya casi madura, cuyo sabor depende de un poco más de sol. Mis ojos eran dos fieras atrapadas en la red de mis pestañas; mi boca casi negra, una sanguijuela hinchada de sangre. El palomar rebosaba de palomas; el arca, de panes; el cofre, de monedas con la efigie del César. Marta se estropeaba la vista marcando mi ajuar con las iniciales de Juan. La madre de Juan tenía pesquerías; el padre de Juan tenía viñas. Juan y yo, sentados el día de la boda bajo la higuera de la fuente, sentíamos ya sobre nosotros el intolerable peso de setenta años de felicidad. La misma música de baile se tocaría en las bodas de nuestras hijas; yo me sentía ya llena de los hijos que ellas iban a tener. Juan llegaba hacia mí desde el fondo de su infancia; sonreía a los ángeles como los niños, a los ángeles que eran sus únicos compañeros; yo había rechazado, por amor a él, los ofrecimientos del centurión romano. Juan huía de la taberna donde las prostitutas se agitan como víboras al son excitante de una flauta triste; apartaba la vista para no ver el rostro redondo de las criadas de la granja. Amar su inocencia fue mi primer pecado. No sabía yo que estaba luchando contra un rival invisible, lo mismo que nuestro padre Jacob contra el ángel, ni que la apuesta del combate era aquel muchacho de cabellos desordenados, coronados de briznas de paja y que esbozaban una especie de aureola. Yo no sabía que otro había amado a Juan antes de que yo lo amara, antes de que él me amara a mí; yo no sabía que Dios era el remedio que buscan los solitarios. Presidía yo el banquete de bodas en el cuarto de las mujeres; las matronas me susurraban al oído consejos de alcahuetas y recetas de cortesanas; la flauta gritaba como una virgen; los tambores resonaban como corazones; las mujeres se revolcaban en la sombra, paquetes de velos, racimos de senos, y me envidiaban con voz pastosa la violenta felicidad de recibir al Esposo. Los corderos que estaban degollando en el patio chillaban como los inocentes entre las manos de los carniceros de Herodes; no pude oír, a lo lejos, el balido del Cordero ladrón. Los humos de la noche lo emborronaron todo en la habitación de arriba; el día gris perdió el sentido de las formas y colores de las cosas: no reparé en el blanco vagabundo -sentado entre los parientes pobres, en el extremo más alejado de la mesa de los hombres- que comunicaba a los jóvenes, sólo con tocarlos o con darles un beso, la horrible especie de lepra que les obliga a apartarse de todo. Yo no adivinaba la presencia del Seductor que hace parecer la renuncia tan dulce como el pecado. Cerraron las puertas, quemaron perfumes para alejar a los diablos y nos dejaron solos. Al levantar los ojos, advertí que Juan no había hecho sino atravesar su fiesta de bodas como si fuera una plaza llena de gente con motivo de alguna fiesta pública. Temblaba sólo de dolor; estaba pálido, pero de vergüenza; sólo temía un desfallecimiento del alma que lo dejara impotente para poseer a Dios. Yo era incapaz de distinguir en el rostro de Juan la mueca del asco de la del deseo: era virgen y, además, toda mujer que ama es una pobre inocente. Comprendí más tarde que yo representaba para él la peor de las culpas carnales, el pecado legítimo, aprobado por la costumbre, tanto más vil cuanto que está permitido revolcarse en él sin rubor, tanto más de temer cuanto que no trae consigo la condenación. Había elegido en mí a la más escondida de las muchachas a quien él pudiera cortejar con la secreta esperanza de no obtenerla nunca; yo justificaba su repugnancia hacia otras presas más accesibles; sentada en aquella cama, ya no era más que una mujer fácil. La imposibilidad en que se encontraba de amarme creaba entre nosotros una similitud más fuerte que esos contrastes del sexo que sirven, entre dos seres humanos, para destruir la confianza, para justificar el amor: ambos deseábamos ceder a una voluntad más fuerte que la nuestra, entregarnos, ser cogidos, y salíamos al paso de todos los dolores para dar a luz una nueva vida. Aquella alma de largos cabellos corría hacia un Esposo. Apoyaba la frente en el cristal cada vez más empañado por su aliento; los ojos cansados de las estrellas ya ni siquiera nos espiaban; una sirvienta al acecho al otro lado de la puerta tomaba quizá mis sollozos por exclamaciones de amor. Se alzó en la noche una voz llamando a Juan por tres veces, como sucede en las casas en donde alguien va a morir: Juan abrió la ventana, se asomó para medir la profundidad de la sombra y vio a Dios. Yo no vi más que las sábanas de la cama y las ató para hacer con ellas una cuerda; moscas de fuego palpitaban en la tierra como si fueran astros, así que él parecía sumergirse en el cielo. Perdí de vista a aquel tránsfuga incapaz de preferir una mujer al pecho de Dios. Abrí prudentemente la puerta de mi habitación, en donde nada había sucedido a no ser una huida. Salté por encima de los convidados, que roncaban en el vestíbulo y cogí de la percha el capuchón de Lázaro. La noche era demasiado oscura para ver en el suelo las huellas de las plantas divinas; las piedras en las que tropezaba no eran de aquellas que yo saltaba a la pata coja al salir del colegio; percibía las casas por primera vez, como las ven desde fuera los que no tienen hogar. Por los rincones de las callejuelas de mala fama, tornaban a rezumar los consejos en las bocas desdentadas de las alcahuetas; había vomitonas de borrachos bajo los arcos del mercado que me recordaron los charcos de vino del festín de bodas. Para escapar de la ronda, corrí a lo largo de las galerías de madera de la posada, hasta llegar al cuarto del teniente romano. Aquel bruto me abrió, borracho aún de las libaciones en mi honor a la mesa de Lázaro; sin duda me tomó por una de las rameras con quien solía acostarse. Mantuve la cara tapada con el capuchón de Lázaro; la cosa fue más fácil cuando se trató de mi cuerpo. Cuando él me reconoció, yo ya era María Magdalena. Le oculté que Juan me había abandonado en mi noche de bodas por miedo a que se creyera obligado a verter, en el vino de su deseo, el agua insípida de su compasión. Le dejé creer que yo prefería sus brazos velludos a las manos largas y siempre juntas de mi pálido novio: le guardé el secreto a Juan de su fuga con Dios. Los niños del pueblo descubrieron dónde me encontraba y me tiraron piedras. Lázaro mandó limpiar el estanque del molino, creyendo encontrar allí el cadáver de Juan; Marta agachaba la cabeza al pasar por delante de la posada; la madre de Juan vino a pedirme cuentas del pretendido suicidio de su hijo único; yo no me defendí: me parecía menos humillante dejarles creer a todos que el desaparecido me había amado locamente. Al mes siguiente, Marius recibió órdenes de reunirse, en Gaza, con la segunda división de Palestina; no pude encontrar el dinero necesario para adquirir en el carro uno de esos puestos de tercera clase reservados desde siempre a los profetas, a los miserables, a los soldados con permiso y a los Mesías. EI posadero me contrató para limpiar los vasos: aprendí de mi patrón la cocina del deseo. Era muy dulce para mí saber que la mujer despreciada por Juan caía sin transición al último puesto de las criaturas: cada golpe, cada beso me modelaban un rostro, unos pechos, un cuerpo diferente del que mi amigo no había acariciado. Un camellero beduino consintió en llevarme a Jaffa mediante el pago en abrazos; un marino marsellés me tomó a bordo de su barco: yo iba acostada en la popa y me contagiaba del cálido temblor del mar lleno de espuma. En un bar del Pireo, un filósofo griego me enseñó la sabiduría como si fuera un desenfreno más. En Esmirna, las larguezas de un banquero me enseñaron la dulzura que el chancro de la ostra y las pieles de los animales feroces añaden a la piel de una mujer desnuda, de suerte que fui envidiada, además de deseada. En Jerusalén, un fariseo me enseñó a hacer uso de la hipocresía como si fuera un colorete inalterable. En un tugurio de Cesarea, un paralítico ya curado me habló de Dios. Pese a las súplicas de los ángeles, que sin duda se esforzaban por devolverlo al cielo, Dios continuaba errando de pueblo en pueblo, mofándose de los sacerdotes, insultando a los ricos, dividiendo a las familias, disculpando a la mujer adúltera, ejerciendo por todas partes su escandaloso oficio de Mesías. Hasta la eternidad tiene su hora de moda: uno de aquellos martes en que sólo invitaba a gente célebre, Simón el fariseo tuvo la ocurrencia de rogar la asistencia de Dios. Yo había rodado tanto con la intención de darle, a aquel terrible Amigo, una rival menos ingenua. Seducir a Dios era quitarle a Juan su porte de eternidad, era obligarlo a recaer sobre mí con todo el peso de su carne. Pecamos porque Dios no está: como nada perfecto se presenta a nosotros, nos resarcimos con las criaturas. Cuando Juan comprendiese que Dios sólo era un hombre, ya no habría ninguna razón para que no prefiriese mis senos. Me atavié como para ir al baile; me perfumé como para meterme en una cama. Mi entrada en la sala del banquete hizo que se parasen las mandíbulas; los Apóstoles se levantaron con gran tumulto, por miedo a verse infectados con el roce de mis faldas: a los ojos de aquellas gentes yo era tan impura como si estuviera continuamente sangrando. Tan sólo Dios permanecía sentado en la banqueta de cuero: instintivamente reconocí aquellos pies desgastados de tanto andar por todos los caminos de nuestro infierno, aquellos cabellos llenos de piojos de astros, aquellos grandes ojos puros como únicos pedazos que de su cielo le quedaban... Era feo como el dolor; estaba sucio como el pecado. Caí de rodillas, tragándome mi salivazo, incapaz de añadir el sarcasmo al horrible peso del desamparo de Dios. Me di cuenta en seguida de que no podría seducirlo, pues no huía de mí. Deshice mis cabellos como para tapar mejor la desnudez de mi culpa; vacié ante él el frasco de mis recuerdos. Comprendía que aquel Dios fuera de la ley debía haberse deslizado una mañana fuera de las puertas del alba, dejando tras de sí a las personas de la Trinidad, sorprendidas de no ser más que dos. Se había alojado en la posada de los días; se había prodigado a innumerables transeúntes que le negaban su alma, mas reclamaban de él todas las tangibles alegrías. Había soportado la compañía de bandidos, el contacto de leprosos, la insolencia de los policías: consentía igual que yo en pertenecer a todos, espantoso destino... Puso sobre mi cabeza su ancha mano de cadáver, que parecía hallarse ya sin sangre. No hacemos más que cambiar de esclavitud: en el momento preciso en que me abandonaron los demonios, me convertí en posesa de Dios. Juan se borró de mi vida, como si el Evangelista no hubiera sido para mí sino el Precursor: frente a la Pasión, me olvidé del amor. He aceptado la pureza como la peor de las perversiones: he pasado noches en blanco, tiritando de rocío y de lágrimas, tumbada en el campo en medio de los Apóstoles, como un montón de corderos enamorados del Pastor. He envidiado a los muertos sobre los que se acuestan los Profetas para resucitarlos. Ayudé al divino curandero en sus curas maravillosas: froté con barro los ojos de los ciegos de nacimiento. Dejé que Marta trabajase en mi lugar el día de la comida de Betania, por miedo a que Juan se sentara al lado de las rodillas celestiales, en el taburete que yo habría dajado. Fueron mis lágrimas y mis gritos los que obtuvieron del dulce taumaturgo el segundo nacimiento de Lázaro: aquel muerto envuelto en vendas que daba sus primeros pasos en el umbral de la tumba era casi nuestro hijo. Le busqué discípulos, mojé mis manos pálidas con el agua de fregar de la Santa Cena; me mantuve al acecho en el «square» de los Olivos, mientras se daba el golpe de la Redención. Tanto lo quise que dejé de compadecerlo: mi amor se cuidaba de agravar ese desamparo, lo único que lo convertía en Dios. Para no arruinar su carrera de Salvador, consentí en verlo morir, a la manera de una amante, que consiente en que su amado haga un brillante matrimonio. En la sala de los pasos perdidos, cuando Pilatos nos dio a elegir entre un facineroso y Dios, grité como los demás que soltaran a Barrabás. Le vi acostarse en el lecho vertical de sus nupcias eternas; asistí al momento horrible en que lo ataban con cuerdas, al beso que dio a la esponja aún empapada de un amargor marino, a la lanzada del soldado que se esforzaba por perforar el corazón del divino vampiro, con miedo de que tornara a levantarse para chupar el porvenir. Sentí estremecerse sobre mi frente aquella dulce ave de rapiña clavada en la puerta de los Tiempos. Un viento de muerte horadaba los cielos, desgarrándolos como si fueran un velo; el mundo se vencía del lado de la noche, arrastrado por el peso de la cruz. El pálido capitán colgaba de las vergas del Tres-Mástiles, sumergido por la Culpa: el hijo del carpintero expiaba los errores que su Padre eterno había cometido en sus cálculos. Yo sabía que nada bueno podría nacer de su suplicio: el único resultado de aquella ejecución iba a ser mostrar a los hombres que es fácil deshacerse de Dios. El Divino sentenciado a muerte sólo dejaba caer al suelo inútiles semillas de sangre. Los dados trucados del Azar saltaban inútilmente en manos de los centinelas; los harapos de la Túnica infinita no le servían a nadie para hacerse un traje. En vano vertí a sus pies la ola oxigenada de mi cabellera; en vano intenté consolar a la única Madre que ha concebido a Dios. Mis gritos de mujer y de perra no llegaban hasta mi dueño muerto. Los ladrones, al menos, compartían su misma pena: al pie de aquel eje por donde pasaba todo el dolor del mundo, yo no hacía sino estorbar su diálogo con Dimas. Levantaron escaleras, halaron cuerdas. Dios se desprendió, como un fruto maduro, dispuesto ya a pudrirse en la tierra del sepulcro. Por vez primera, su cabeza inerte descansó en mi hombro, el jugo de su corazón nos ponía las manos pegajosas, como en época de vendimias. José de Arimatea iba delante de nosotros con un farol; Juan y yo nos doblábamos bajo el peso de aquel cuerpo más pesado que el hombre; unos soldados nos ayudaron a colocar una piedra de molino tapando la entrada del sepulcro. No regresamos a la ciudad hasta que llegó el frío del sol crepuscular. Volvimos a encontrarnos, no sin estupor, con tiendas y teatros, con la insolencia de los taberneros, con los diarios de la tarde cuya página de sucesos llenaba la Pasión. Pasé la noche escogiendo mis mejores sábanas de cortesana; al llegar la mañana envié a Marta a comprar todos los perfumes que encontrase al mejor precio. Cantaban los gallos, como si quisieran refrescar el arrepentimiento de Pedro: asombrada de que llegara el día, me metí por un camino de los arrabales bordeado de manzanos que recordaban la culpa y de viñas que recordaban la Redención. Guiada por un recuerdo, ángel incorruptible, entré en aquella caverna horadada en lo más profundo de mí misma; me acerqué a aquel cuerpo como a mi propia tumba. Yo había renunciado a toda esperanza de Pascua, a toda promesa de resurrección. No me di cuenta de que la piedra del lagar se hallaba tajada en toda su longitud a consecuencia de alguna fermentación divina; Dios se había levantado de la muerte como de un lecho de insomnio: de la tumba deshecha colgaban las sábanas mendigadas al jardinero. Era la segunda vez en mi vida que yo me hallaba ante una cama donde dormía un ausente. Los granos de incienso rodaron por el suelo del sepulcro y cayeron al fondo de la noche. Las paredes me devolvieron mi aullido de vampiro insatisfecho; al salirme fuera de mí, me di en la frente con la piedra del dintel. La nieve de los narcisos permanecía virgen de toda huella humana: los que acababan de robar a Dios caminaban por el cielo. El jardinero, encorvado hacia el suelo, escardaba un macizo de flores: levantó la cabeza bajo el sombrero de paja que formaba como una aureola de sol y de verano; caí de rodillas, llena del dulce temblor de las mujeres enamoradas que creen sentir cómo se derrama por todo su cuerpo la sustancia de su corazón. El llevaba al hombro el rastrillo que utiliza para borrar nuestras culpas; en la mano, el ovillo y las tijeras de podar que las Parcas confían a su hermano eterno. Quizá se preparase a bajar a los Infiernos por el camino de las raíces. Conocía el secreto del remordimiento de las ortigas, de la agonía de la lombriz de tierra. La palidez de la muerte permanecía en él, de suerte que parecía haberse disfrazado de lirio. Yo adivinaba que su primer ademán sería para apartar a la pecadora contaminada por el deseo. Me sentía babosa en aquel universo de flores. El aire era tan fresco que las palmas de mis manos tuvieron la sensación de apoyarse en un espejo: mi maestro muerto había pasado al otro lado del espejo del Tiempo. Mi aliento enturbió la gran imagen: Dios se borró, igual que un reflejo sobre el cristal de la mañana. Mi cuerpo opaco no era un obstáculo para aquel Resucitado. Se oyó un crujido, puede que en el fondo de mí misma; caí con los brazos en cruz, arrastrada por el peso de mi corazón: no había nada detrás del espejo que yo acababa de romper. Me encontraba de nuevo más vacía que una viuda, más sola que una mujer abandonada. Por fin conocía toda la atrocidad de Dios. Dios me había robado no sólo el amor de una criatura, a la edad en que uno se figura que son insustituibles, Dios me había robado además mis náuseas de embarazada, mis sueños de recién parida, mis siestas de anciana en la plaza del pueblo, la tumba cavada al fondo del cercado en donde mis hijos me hubieran enterrado. Después de robarme mi inocencia, Dios me robaba mis culpas: cuando apenas empezaba a medrar en mi oficio de cortesana, me quitaba la posibilidad de seducir al César o de subir a las tablas. Después de su cadáver, me quitaba su fantasma: ni siquiera quiso que yo me embriagara con un sueño. Como el peor de los celosos, ha destruido esa belleza que me exponía a recaer en las camas del deseo: me cuelgan los pechos, me parezco a la Muerte, a esa vieja amante de Dios. Como el peor de los maníacos, sólo amó mis lágrimas. Pero ese Dios que todo me lo quitó no me lo ha dado todo. No he recibido más que una migaja de su amor infinito: compartí su corazón con las criaturas como cualquier otra. Mis amantes de antaño se acostaban sobre mi cuerpo sin preocuparse de mi alma: mi celeste amigo de corazón sólo se preocupó de calentar esa alma eterna, de suerte que una mitad de mi ser no ha dejado de sufrir. Y, sin embargo, me ha salvado. Gracias a él no recibí de las alegrías sino su parte de dolor, la única inagotable. Me escapo de las rutinas de la casa y de la cama, del peso muerto del dinero, del callejón sin salida que es el éxito, del contento que procuran los honores, de los encantos de la infamia. Puesto que aquel condenado al amor de Magdalena se ha evadido al cielo, evito el insípido error de serle necesaria a Dios. Hice bien en dejarme llevar por la gran ola divina; no me arrepiento de haber sido rehecha por las manos del Señor. No me ha salvado ni de la muerte, ni del mal, ni del crimen, pues gracias a ellos nos salvamos. Me ha salvado tan sólo de la felicidad.

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Cuando vuelvo a verte, todo se torna límpido. Acepto sufrir.

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¿Y tú te vas? ¿Te vas?... No, no te vas: yo te retengo... Me dejas tu alma entre las manos como si fuera un manto.

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¿Próximo? No, estás más cerca aún. Te compadezco como a mí misma. *

He conocido a jóvenes que pertenecían al mundo de los dioses. Sus ademanes recordaban la trayectoria de los astros; nadie podía extrañarse de hallar insensible su duro corazón de porfirio; si tendían la mano, la codicia de aquellos exquisitos mendigos era un vicio de dioses. Como todos los dioses, revelaban inquietantes parentescos con los lobos, los chacales, las víboras: si los hubieran guillotinado, hubieran adquirido el aspecto lívido de los mármoles decapitados. Hay mujeres y jovencitas que proceden del mundo de las Madonas: las peores amamantan a la esperanza como a un hijo prometido a futuras crucifixiones. Algunos de mis amigos salen del mundo de los sabios, de una especie de India o de China interior: en torno a ellos el universo se disipa como el humo, cerca de esos fríos estanques donde se mira la imagen de las cosas, las pesadillas merodean como tigres domesticados. Amor, mi duro ídolo, tus brazos tendidos hacia mí son vértebras de alas. He hecho de ti mi Virtud; acepto ver en ti al Dominio, al Poder. Me entrego a ese terrible avión propulsado por un corazón. Por las noches, en los tugurios a donde vamos juntos, tu cuerpo desnudo se parece a un Ángel encargado de velar por tu alma.

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Dios mío, en vuestras manos entrego mi cuerpo.

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Se dice: loco de alegría. También podría decirse: cuerdo de dolor.

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Poseer es lo mismo que conocer: las Escrituras siempre tienen razón. El amor es brujo: sabe los secretos; es un zahorí: conoce los manantiales. La indiferencia es tuerta; el odio es ciego; ambas tropiezan una al lado de la otra y caen a la fosa del desprecio. La indiferencia ignora; el amor sabe; deletrea la carne. Hay que gozar de un ser para tener ocasión de contemplarlo desnudo. Ha sido preciso que yo te ame para llegar a comprender que la más mediocre o la peor de las personas humanas es digna de inspirar allá arriba el sacrificio de Dios.

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Hace seis días, hace seis meses, hizo seis años, hará seis siglos... ¡Ah! Morir para detener el Tiempo...

FEDÓN O EL VÉRTIGO

Oyéme, Cebes... Te hablo en voz baja, pues sólo cuando hablamos en voz baja nos escuchamos a nosotros mismos. Voy a morir, Cebes. No muevas la cabeza: no me digas que ya lo sabes y que todos morimos. El tiempo no os cuesta nada, a vosotros los filósofos; no obstante, existe, puesto que nos endulza como a las frutas y nos reseca como a las hierbas. Para aquellos que aman, el tiempo deja de existir, pues los amantes se arrancan el corazón para dárselo a quienes aman, y por eso son insensibles a los millares de hombres y mujeres que no tienen nada que ver con su amor, y por eso lloran y se desesperan con seguridad. Y cuando empiezan a atrasarse esos sangrientos relojes, los que son amados ven acercarse la vejez y la muerte. Para aquellos que sufren, el tiempo no existe: se anula a fuerza de precipitarse, pues cada hora de un suplicio es una tempestad de siglos. Cada vez que un dolor llegaba hasta mí, yo me apresuraba a sonreírle, para que él a su vez me sonriese, y todos los dolores adquirían el rostro radiante de una mujer, tanto más hermosa cuanto que hasta ahora no había advertido su belleza. Del dolor sé lo que enseña su contrario, del mismo modo que por la vida sé las pocas certezas que ya tengo de la muerte. Lo mismo que Narciso en el manantial, yo me miré en las pupilas humanas: la imagen que en ellas veía era tan radiante que me congratulaba de proporcionar tanta dicha. Conozco del amor lo poco que me enseñaron los ojos que me amaron. Antaño, en Elide, rodeado de un murmullo de gloria, calculaba el avance de mi adolescencia por las sonrisas cada vez más temblorosas que palpitaban a mi lado. Acostado sobre el pasado de mi raza como sobre una tierra fecunda, me hallaba revestido de mi riqueza como si fuera una manta de oro. Los astros daban vueltas a la manera de faros; las flores se convertían en frutos; el estiércol se convertía en flor; pasaban las parejas como si fueran condenados a trabajos forzados o como matrimonios de pueblo: el pífano del deseo, el tambor de la muerte acompasaban su vals triste y nunca faltaban bailarinas. Su camino, que ellos creían recto, resultaba circular al muchacho tendido en el centro del porvenir. Mis cabellos palpitaban; las pestañas recubrían mis ojos prisioneros para siempre de mis párpados; mi sangre corría dando mil revueltas, como esos ríos subterráneos que parecen negros a los ojos nocturnos de las sombras, pero que serían rojos si el sol saliera en la tierra de los muertos. Mi sexo se estremecía como un pájaro en busca de un nido con sombra. Mi desarrollo hacía estallar el espacio a mi alrededor, como si fuera una corteza azul. Me puse de pie: mis manos rechazadas por paredes de colegio se tendían en la noche, trataban de recoger Signos; nacía en mí el movimiento como una gravitación divina; la lluvia de primavera resbalaba por mi torso desnudo. Las plantas de mis pies eran el único punto de contacto con la tierra fatal que algún día me recuperaría. Ebrio de vida, titubeando de esperanza, me agarraba para no caer a los hombros lisos y suaves de algunos compañeros de juego que pasaban por casualidad: caíamos juntos y llamábamos amor a aquella contienda. Mis frágiles bienamados no eran para mí sino blancos que yo debía acertar justo en el corazón, caballos jóvenes a los que había que halagar con un lento resbalar de la mano, acariciándoles el cuello hasta hacer que se transparentase, por debajo del pálido moaré de la epidermis, el rojo tejido de la sangre. Y los más hermosos, Cebes, no eran sino el premio o el botín de la victoria, la dulce copa ofrecida donde verter la vida entera. Hubo otros que fueron vallas, obstáculos, fosos disimulados con fajines verdes. Salí para Olimpia custodiado por un pedagogo ciego; gané el primer premio en el concurso de los niños: los hilos de oro de mis cintas, súbitamente invisibles, se perdieron entre mis cabellos. Mi puño levantaba el disco cuyo impulso dibujaba, entre la meta y yo, la curva pura de un ala; diez mil pechos humanos contenían la respiración ante el ademán de mi brazo. Por la noche, acostado en la azotea de mi casa paterna, contemplaba los astros dando vueltas en un estadio olímpico cubierto de arena oscura, pero no trataba de calcular mi porvenir. Mis días futuros parecían desbordantes de caricias de luchadores, de puñetazos amistosos, de caballos que galopan hacia una ignorada Dicha. De repente, estallaron clamores junto a los muros de mi ciudad natal y una cortina de humo cubrió la faz del cielo. Las columnas de fuego sustituyeron a las columnas de piedra. El ruido de la loza cayendo con estruendo disimuló en la cocina los gritos de las sirvientas violadas; una lira rota gimió como una virgen en brazos de un hombre borracho. Mis padres desaparecieron entre las ruinas pegajosas de sangre. Todo se tambaleó, todo cayó, todo fue aniquilado antes de que yo pudiera darme cuenta de si se trataba de un verdadero asedio, de un incendio real, de una auténtica matanza o si aquellos enemigos no eran sino amantes, y lo que se encendía no era sino mi propio corazón. Pálido, desnudo, contemplando mi vergüenza en los escudos de oro, agradecía a aquellos hermosos adversarios que pisotearan mi pasado. Todo acababa con latigazos y escenas de esclavitud: estas son también, Cebes, las consecuencias del amor. El afán de lucro había atraído a los mercaderes a la ciudad asaltada; yo estaba de pie en la plaza pública: el mundo con sus llanuras, sus colinas, donde mis perros ya no perseguían a los ciervos, y sus vergeles llenos de frutas de las que ya no disponía, sus olas por donde mi reposo ya no bogaría blandamente sobre la seda violeta, daba vueltas a mi alrededor como una rueda gigantesca en la que me estaban torturando. El área polvorienta del mercado era un amasijo de brazos, de piernas, de senos, donde hurgaba el hierro de las lanzas. El sudor y la sangre corrían por mi rostro, que parecía sonreír, pues el sol me obligaba a hacer muecas. Negras costras de moscas se pegaban a nuestras quemaduras. El insoportable calor del sol me obligaba a levantar alternativamente mis pies descalzos, de tal manera que, a fuerza de horror, parecía estar bailando. Cerraba los ojos para no ver mi imagen en pupilas obscenas; hubiera querido destruir en mí el oído, para no oír comentar con bajeza los aspectos de mi hermosura; hubiera querido taparme la nariz para no oler el hedor de las almas, tan fuerte que a su lado el olor de los cadáveres parece un perfume; perder, en fin, el sentido del gusto, para no percibir en mi boca el sabor repugnante de mi docilidad. Pero mis dos manos atadas me impedían morir... Pasaron un brazo en torno a mis hombros, para sostenerme, no para acariciarme. Cayeron las ligaduras que me ataban las piernas: borracho de sed y de sol, seguí al desconocido lejos de aquella carnicería donde perecerían aquellos a quienes ni siquiera la vergüenza hubiera aceptado. Entré en una casa cuyas paredes de adobe conservaban un poco del frescor del barro. Me ofrecieron por cama un montón de paja. El hombre que me había comprado me sostuvo la cabeza para que pudiese beber el único sorbo de agua que quedaba en la cantimplora. Primero creí que era por amor, pero sus manos no se detenían en mi cuerpo más que para curar mis llagas. Luego, al verlo llorar mientras me frotaba con un bálsamo, creí que era por bondad. Pero me equivocaba, Cebes: mi salvador comerciaba con esclavos y lloraba porque mis cicatrices le impedirían venderme a un alto precio en los burdeles de Atenas; no quiso hacer el amor conmigo por miedo a encariñarse con un objeto frágil, del que hay que deshacerse lo más deprisa posible antes de que se marchite su lozanía. Pues las virtudes, Cebes, no todas tienen las mismas causas y no todas son hermosas. Aquel hombre me llevó a Corinto, con su cargamento de esclavos. Me alquiló un caballo para que no se estropeasen mis pies. No pudo impedir que se ahogaran algunas de sus bestias de carga al atravesar un vado con tiempo de tormenta; tuvimos que hacer sin montura el largo y ardiente camino que sigue el Istmo de Corinto; cada uno de nosotros, inclinado hacia el suelo hasta tocar su sombra, cargaba con el sol, como si fuera un pesado fardo. Al rodear un bosque de pinos, se abrió el horizonte para mostrarnos Atenas: la ciudad tendida como una jovencita se extendía púdicamente entre el mar y nosotros. El templo que había encima de la colina dormía como un dios de color de rosa. Mis lágrimas, que no logró hacer derramar la desgracia, corrieron ante la belleza. Pasamos aquella misma noche por la Puerta Dipila: las calles olían a aceite rancio, a orines y a polvo transportado por el viento. Vendedores de lazos aullaban por las esquinas, proponiendo a los transeúntes una posibilidad de estrangularse que no sabían aprovechar. Las paredes de las casas me tapaban el Partenón. Ardía un farol en el umbral de la casa de mujeres: todas las habitaciones rebosaban de tapices y espejos de plata. El lujo de mi prisión me hizo temer el verme obligado a permanecer allí para siempre. Me deslicé para bailar a la salita redonda amueblada con mesas bajas, más emocionado que la mañana del concurso en la liza de Olimpia. De niño, había bailado en las praderas cuajadas de narcisos silvestres, escogiendo los más frescos para posar en ellos mis pies. Ahora bailaba sobre escupitajos, cáscaras de naranja y cristales de vasos que los borrachos habían tirado. Mis uñas pintadas relucían en el círculo de las lámparas; el vaho de las carnes calientes y el vapor de los labios me impedían ver con claridad el rostro de los clientes, lo que me evitó aborrecerlos. Yo era un espectro desnudo que bailaba para unos fantasmas. A cada talonazo que yo daba en la sucia tarima, se hundía más y más mi pasado y mi porvenir de joven príncipe. Una noche, un hombre de cabellos rubios vino a sentarse a la mesa colocada a plena luz: no necesité oír las lisonjas del encargado para reconocer en él a un miembro del Olimpo humano. Era hermoso, como yo, pero la belleza no era sino un atributo de aquel ser innombrable a quien sólo faltaba la inmortalidad para ser dios. Durante toda la noche, aquel hombre un poco ebrio me miró bailar. Volvió al día siguiente, pero ya no vino solo. El viejecito panzudo que lo acompañaba parecía uno de esos juguetes que se mantienen de pie gracias a una carga de plomo, pese a los empujones de los niños para derribarlos. Se advertía que aquel hombre grueso y astuto tenía un centro de gravedad, un eje, una densidad propia, y que los esfuerzos de sus contradictores no los modificarían. Lo Absoluto, donde él se había colocado con un salto prodigioso de sus piernas de sátiro, servía de pedestal a aquel personaje concreto como un tronco de árbol, ideal como una caricatura, que se bastaba a sí mismo hasta el punto de convertirse en su propio creador. La razón, para aquel sofista, no era sino una suerte de puro espacio en el que no se hartaba de hacer dar vueltas a las formas: Alcibíades era dios, pero aquel vagabundo callejero parecía ser Universo. Bajo su manto raído, se buscaban los pies del Chivo celeste. Aquel hombre henchido de sabiduría hacía girar en sus órbitas unos ojos pálidos semejantes a pequeños lentes, donde se agrandaban las virtudes y defectos de las almas. La fijeza de su mirada parecía fortalecer los músculos de mis piernas, los huesos de mis tobillos, como si me hubieran crecido en los talones las alas de su pensamiento. Ante aquel Pan esculpido a cuchilladas por un tosco escultor, que tocaba en las flautas de la razón las melodías de la vida eterna, mi danza dejaba de ser un pretexto para convertirse en una función, al igual que la marcha de los astros, y como la sabiduría, a los ojos de los libertinos, constituye el supremo deleite, los espectadores borrachos vieron en mi ligereza el colmo del exceso. Alcibíades dio unas palmadas para llamar al encargado de la casa de baile: mi patrón se adelantó, ahuecando la mano para obtener un poco de oro. Aquel hombre, que tan a gusto se hallaba entre la inmundicia, no sólo contaba con la ganancia de unas cuantas dracmas: cada vicio que él olfateaba en el trasfondo de la arcilla humana le infundía a la vez la esperanza de un buen negocio y el sentimiento reconfortante de una baja fraternidad. Mi amo me llamó desde lejos, para permitir que los clientes apreciaran la mercancía viva: me senté con ellos a la mesa y hallé de nuevo, por instinto, mis ademanes de muchacho libre al lado de aquel joven que se parecía a mi orgullo perdido. Como había agotado las monedas de oro que llevaba en el cinturón, Alcibíades se quitó dos de sus pesadas pulseras para comprarme. Al día siguiente se embarcaba para la guerra de Sicilia: yo soñaba ya con interponer mi pecho entre el peligro y él como si fuera un dulce escudo. Pero aquel joven dios distraído me había comprado para agradar a Sócrates: por primera vez en mi vida me sentí rechazado y aquel humillante rechazo me entregaba a la Sabiduría. Salimos los tres a la calle, convertida en arroyo por la última tormenta. Alcibíades desapareció en el estruendo de un carro; Sócrates cogió su linterna y aquella débil estrella mostrase más caritativa que los ojos fríos del cielo. Seguí a mi nuevo amo hasta su casita, donde lo esperaba una mujer desaliñada con la boca llena de injurias; unos niños desgreñados chillaban en la cocina; los piojos invadían las camas. La pobreza, la vejez, su propia fealdad y la belleza de otros flagelaban a aquel Justo con sus correas de víboras: igual que todos nosotros, no era más que un esclavo condenado a muerte. Sentía pesar sobre sí la bajeza de los afectos familiares, que a menudo no son más que una ausencia de respeto. Pero en lugar de liberarse a fuerza de renuncias, inmóvil como un cadáver que teme golpear con la frente el techo de su tumba, aquel hombre había comprendido que el destino no es más que un molde hueco donde derramamos nuestra alma, y que la vida y la muerte nos aceptan como escultores. Aquel desocupado imitaba alternativamente a su padre el marmolista y a su madre la comadrona: ejerciendo funciones de comadrona, ayudaba a las almas a parir, y como marmolista, cubierto de objeciones como si fueran polvo de mármol, extraía de los tiernos bloques humanos una efigie divina. Su sabiduría múltiple como los aspectos de las cosas le compensaba los gozos del libertino, los triunfos del atleta, los excitantes peligros del buscador de aventuras en el mar de la casualidad. Siendo pobre, gozaba de las riquezas que hubiera poseído si no se hubiera dedicado a ganancias invisibles; siendo casto, paladeaba cada noche el sabor de los desenfrenos que hubiera podido ofrecerse si le hubieran parecido provechosos para Sócrates; siendo feo, gozaba con inocencia de la belleza precisa que el azar había otorgado a Cármides, de manera que el cuerpo casi grotesco donde el destino había alojado a su alma no era sino una de las formas, no más importante que otras, del Sócrates infinito. Semejante a la del dios que tal vez crea los mundos, su porción de libertad eran sus criaturas. Había comprendido que el torbellino que movía mis pies descalzos se emparentaba con la inmovilidad de sus secretos éxtasis: yo lo he visto de pie, indiferente a los astros que daban vueltas sin aumentar su vértigo, forma negra y recogida sobre la noche ática, soportar sin desfallecer el cierzo atroz y helado que sopla de las profundidades de Dios. Seguí por las mañanas, a lo largo de los campos de espliego, al alcahuete sublime que presentaba todos los días a la juventud de Atenas nuevas verdades desnudas. Le di escolta a lo largo del pórtico Real donde ululaba para él la muerte como una lechuza en forma de Anteo. La cicuta había crecido en un rincón de la campiña árida: un alfarero del Agora había fabricado la copa donde echarían el veneno; las calumnias habían tenido tiempo de madurar al sol del Desprecio. Yo era el único que sabía el cansancio del sabio: sólo yo lo había visto levantarse de su miserable cama e inclinarse jadeante para buscar sus sandalias. Pero la simple fatiga no hubiera hecho que aquel hombre de setenta años renunciara a la vida que le quedaba. Aquel anciano que, durante toda su vida, había trocado una clara verdad contra otra verdad aún más resplandeciente, un hermoso rostro amado por otro aún más hermoso, hallaba por fin el modo de canjear la muerte lenta y banal que le preparaban por dentro sus arterias por una muerte más útil y más justa, engendrada por sus actos, nacida de él como una hija abnegada que acudiera a remeterle la ropa en su lecho al caer la noche. Aquella muerte, lo bastante sólida como para perdurar unos siglos en torno a su recuerdo, se insertaba en la serie de actos nobles que habían constituido su vida y prolongaba su camino hacia una vida eterna. Justo era que Atenas elevara, sobre la dura toba de las Leyes, unos templos cada día más orgullosos a unas divinidades cada vez más perfectas; y era asimismo justo que él, que despreciaba todo aquello sentado bajo unos pórticos menos hermosos que el pensamiento puro, enseñara a los jóvenes a no confiar sino en la propia alma. Era justo que un servidor vestido de luto acudiera, por orden de los Heliastas, a tenderle la copa llena de un licor amargo; y también era justo que aquella apacible muerte formara una mancha entre tanto azul, sin dejar por ello de hacerlo más azul todavía. Sin duda, la muerte tenía para él mayor atractivo que Alcibíades, puesto que no la impedía meterse en su cama. Ocurrió una noche, en la estación del año en que los jóvenes mendigos tienen las manos llenas de rosas, a la hora en que el sol cubre a Atenas de besos antes de decirle adiós. Una barca regresaba al puerto, replegando sus dos alas, blancas como el cisne del dios al que rezaban los peregrinos. La mazmorra se hallaba excavada en la ladera de una roca; la puerta abierta dejaba entrar la brisa y el grito de los aguadores; desde el fondo de la prisión, semejante a una caverna, el Templo pálidamente malva se nos revelaba como una Idea divina. El rico Critón gemía, indignado de que el Maestro no le hubiese permitido trazar hacia la huida un camino de oro; Apolodoro lloraba como los niños, sorbiendo sus lágrimas; mi pecho oprimido contenía los suspiros; Platón se hallaba ausente. Simmias, con un estilete en la mano, anotaba a toda prisa las últimas palabras del hombre irreemplazable. Mas ya las palabras no se escapaban, sino con pesar, de aquella boca serena: sin duda, el sabio comprendía que la única razón de ser de sus paseos por el Discurso, que él había recorrido incansablemente durante toda su vida, era conducir hasta el borde del silencio donde late el corazón de los dioses. Siempre llega un momento en que se aprende a callar, tal vez porque al fin uno es digno de escuchar por haber aprendido a mirar fijamente algo inmóvil, y esa sabiduría debe de ser la de los muertos. Yo estaba de rodillas al lado de la cama: mi Maestro puso la mano sobre mi cabellera suelta. Yo sabía que su existencia consagrada a un fracaso sublime extraía sus principales virtudes de los presagios amorosos que sólo pretendía alcanzar para superarlos. Puesto que la carne es, después de todo, el más hermoso traje en que puede envolverse el alma, ¿qué sería de Sócrates sin la sonrisa de Alcibíades y los cabellos de Fedón? A aquel anciano, que sólo conocía del mundo los barrios de Atenas, algunos dulces cuerpos amados le habían enseñado lo Absoluto y también el Universo. Sus manos un poco temblorosas se perdían por mi nuca como por un valle en donde palpita la primavera: adivinando al fin que la eternidad se compone de una serie de instantes, único cada uno de ellos, sentía huir bajo sus dedos la forma sedosa y rubia de la vida eterna. Entró el carcelero con la copa llena del jugo fatal de la inocente planta; mi maestro la vació; le quitaron los grilletes; di un suave masaje a sus piernas congestionadas de cansancio y sus últimas palabras fueron para decir que la voluptuosidad es idéntica a su hermano el dolor. Lloré al oírlo, pues justificaba mi vida. Cuando se acostó, le ayudé a taparse la cara con los pliegues de su viejo manto. Sentí pesar sobre mi rostro por última vez la bondadosa mirada miope de sus salientes ojos de perro triste. Fue entonces, Cebes, cuando él nos ordenó que sacrificáramos un gallo a la Medicina: partió llevándose el secreto de esta broma suprema. Más yo creí entender que aquel hombre cansado de medio siglo de cordura quería echar un buen sueño antes de arriesgarse a correr la suerte de una Resurrección; incierto del porvenir, satisfecho de haber sido Sócrates, deseaba torcerle el cuello al mensajero de la eterna mañana. Se ocultó el sol; la helada le llegó al corazón; enfriarse es la verdadera muerte del Sabio. Nosotros, sus discípulos, dispuestos a separarnos para no volvernos a ver, sólo sentíamos indiferencia unos hacia otros, aburrimiento, rencor quizá: ya no éramos más que los miembros dispersos del filósofo muerto. Todos desarrollaron rápidamente los gérmenes de muerte que sus vidas contenían: Alcibiades sucumbió en el umbral de la edad madura, taladrado por las flechas del Tiempo; Simmias se pudrió en vida sentado en el banco de una taberna y el rico Critón murió de apoplejia. Tan sólo yo, invisible a fuerza de velocidad, continúo cerrando en torno a algunas tumbas mi inmensa parábola. Danzar sobre la sabiduría es danzar sobre la arena. El mar del movimiento se lleva cada día una parcela de ese suelo árido donde no nace vida alguna. La inmovilidad de la muerte sólo puede ser para mí un estado último de la velocidad suprema: la presión del vacío hará estallar mi corazón. Ya mi baile rebasa las fortificaciones de las ciudades, el terraplén de las Acrópolis, y mi cuerpo, dando vueltas como el huso de las Parcas, devana su propia Muerte. Mis pies cubiertos de espuma aún se posan en la cresta -sin cesar destruida- de las olas, pero mi frente toca los astros y el viento de los espacios me arranca los escasos recuerdos que me impiden estar desnudo. Sócrates y Alcibiades ya no son más que nombres, cifras, vanas figuras trazadas en la nada por el roce de mis pies. La ambición no es sino engaño; la sabiduría se equivocaba; hasta el vicio mintió. No hay ni virtud, ni piedad, ni amor, ni pudor, ni tampoco sus poderosos contrarios, sino sólo una cáscara vacía bailando en lo alto de una alegría que es también un Dolor, un rayo de belleza en una tempestad de formas. La cabellera de Fedón se destaca en la noche del universo como un meteoro triste.

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El amor es un castigo. Somos castigados por no haber podido quedarnos solos.

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Hay que amar mucho a una persona para arriesgarse a padecer. Tengo que amarte mucho para ser capaz de padecerte.

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Me es imposible no ver en mi amor una forma refinada del libertinaje, una estratagema para pasar el tiempo, para prescindir del Tiempo. El placer efectúa en pleno cielo un aterrizaje forzoso, envuelto en el ruido de motor loco de los últimos estremecimientos del corazón. La oración se eleva en vuelo planeado; el alma arrastra al cuerpo en la asunción del amor. Para que una asunción sea posible hace falta un Dios. Tú posees precisamente la belleza justa, la ceguera y las exigencias convenientes para ocupar el lugar de un Todopoderoso. He hecho de ti, a falta de algo mejor, la piedra angular de mi universo.
Tus cabellos, tus manos, tu sonrisa recuerdan desde lejos a alguien que yo adoro. ¿Y a quién? A ti.
*

Las dos de la madrugada. Las ratas roen en los cubos de basura los restos de un día muerto: la ciudad pertenece a los fantasmas, a los asesinos, a los sonámbulos. ¿Dónde estás tú, en qué cama, en qué sueño? Si tropezara contigo, pasarías sin verme, pues no somos percibidos por nuestros sueños. No tengo hambre: no consigo digerir mi vida esta noche. Estoy cansada: anduve toda la noche para escapar de tu recuerdo. No tengo sueño: ni siquiera siento apetito de la muerte. Sentada en un banco, embrutecida a pesar mío por la llegada de la mañana, dejo de recordar que trato de olvidarte. Cierro los ojos... Los ladrones sólo desean nuestras sortijas; los amantes, la carne; los predicadores, nuestras almas; los asesinos, la vida. Pueden quitarme la mía: los desafío a que cambien algo en ella. Echo hacia atrás la cabeza para sentir por encima de mí el murmullo de las hojas... Estoy en el bosque, en un campo... Es la hora en que el Tiempo se disfraza de barrendero y Dios tal vez de trapero. El, el avaro, el testarudo; él, que no consiente ver perderse una perla entre el montón de conchas de ostras a las puertas de las tabernas. Padre nuestro que estás en los cielos... ¿Veré yo venir alguna vez a un hombre viejo, con un abrigo pardo, con los pies llenos de barro por haber atravesado Dios sabe qué río para reunirse conmigo? Se dejaría caer en el banco, apretando en su puño cerrado un valioso regalo que bastaría para cambiarlo todo. Separaría los dedos lentamente, uno tras otro, con prudencia, pues el regalo podría echarse a volar... ¿Qué llevaría en su mano? ¿Un pájaro, una semilla, un cuchillo, una llave para abrir la lata de conserva del corazón?

*
¿Ingenio? ¿En el dolor? Puede ser, pues hay sal en las lágrimas..

¿Miedo de nada? Tengo miedo de ti.


CLITEMNESTRA O EL CRIMEN

Voy a explicarles, señores jueces... Tengo ante mí innumerables órbitas de ojos; líneas circulares de manos puestas en las rodillas, de pies descalzos descansando en la piedra, de pupilas fijas de donde mana la mirada, de bocas cerradas donde el silencio madura un juicio. Tengo ante mí audiencias de piedra. Maté a aquel hombre con un cuchillo, dentro de la bañera, con ayuda de mi miserable amante que ni siquiera era capaz de sujetarle los pies. Ya conocéis mi historia: no hay ni uno de vosotros que no la haya repetido veinte veces al acabar la copiosa comida, acompañada del bostezo de las sirvientas; ni una de vuestras mujeres que no haya soñado alguna vez con ser Clitemnestra. Vuestros pensamientos criminales, vuestras ansias inconfesadas ruedan por los escalones y vienen a derramarse en mí, de suerte que una especie de horrible vaivén hace de vosotros mi conciencia y de mí vuestro grito. Habéis acudido aquí para que la escena del asesinato se repita ante vuestros ojos un poco más rápidamente que en la realidad, pues os espera el hogar y la cena y sólo podéis dedicar unas cuantas horas a oírme llorar. Y en ese corto espacio de tiempo es preciso que no sólo mis actos, sino también sus motivos estallen a plena luz, aun cuando para afirmarse han necesitado cuarenta años. Esperé a aquel hombre antes de que tuviera un nombre, un rostro, cuando aún no era sino mi lejana desgracia. Busqué entre la multitud de los vivos a ese ser necesario a mis futuras delicias: miré a los hombres sólo como se mira a los transeúntes que pasan por la taquilla de una estación, para asegurarse de que no son la persona que uno está esperando. Si mi nodriza me envolvió en pañales al salir de mi madre, fue para él; si aprendí a contar en la pizarra del colegio, fue para poder llevar las cuentas de su casa de hombre rico. Para alfombrar el camino donde tal vez se posaría el pie del desconocido que haría de mí su sierva, tejí sábanas y estandartes de oro; de tanto afanarme, dejé caer de cuando en cuando en el blando tejido unas gotas de mi sangre. Mis padres me lo escogieron, y aunque él me hubiera raptado a espaldas de mi familia, yo hubiera seguido obedeciendo al deseo de mis padres, puesto que nuestros gustos de ellos provienen y el hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan nuestras abuelas. Le dejé sacrificar el porvenir de nuestros hijos a sus ambiciones de hombre: ni siquiera lloré cuando murió mi hija. Consentí en deshacerme en su destino como una fruta en una boca, para aportarle sólo una sensación de dulzura. Señores jueces, vosotros lo conocisteis ya ajado por la gloria, envejecido por diez años de guerra, convertido en una especie de ídolo enorme desgastado por las caricias de las mujeres asiáticas, salpicado por el barro de las trincheras. Sólo yo estuve con él en su época de dios. Era muy dulce para mí llevarle, en una bandeja grande de cobre, el vaso de agua que derramaría en él sus reservas de frescor; era dulce para mí, en la ardiente cocina, prepararle los platos que colmarían su hambre y alimentarían su sangre. Era muy dulce para mí, entorpecida por el peso de la simiente humana, poner las manos sobre mi vientre hinchado donde fermentaban mis hijos. Por la noche, cuando volvía de la caza, yo me arrojaba con alegría sobre su pecho de oro. Pero los hombres no están hechos para pasar toda la vida calentándose las manos al fuego del mismo hogar: partió hacia nuevas conquistas y me dejó allí, abandonada como una casa enorme y vacía que oye latir un inútil reloj. El tiempo pasado lejos de él se perdía, gota a gota o a chorros, como sangre desperdiciada, dejándome más pobre de porvenir cada día. Algunos soldados ebrios que venían con permiso me contaban la vida que él llevaba en los campamentos de retaguardia. El ejército de Oriente se hallaba infestado de mujeres: judías de Salónica, armenias de Tiflis cuyos ojos azules engarzados en sombríos párpados recuerdan el fondo de una gruta oscura, turcas pesadas y dulzonas como los pasteles en cuya composición entra la miel. Recibía carta los días de aniversario; mi vida transcurría espiando por el camino el paso del cartero cojo. De día, luchaba contra la angustia; de noche, luchaba contra el deseo; sin cesar, luchaba contra el vacío, forma cobarde de la desgracia. Pasaban los años uno tras otro por las calles desiertas como una procesión de viudas; la plaza del pueblo parecía negra con tantas mujeres de luto. Yo envidiaba a aquellas desgraciadas por no tener más rival que la tierra y por saber, al menos, que su hombre dormía solo. Yo vigilaba en lugar del mío los trabajos del campo y los caminos del mar; recogía las cosechas; mandaba clavar la cabeza de los bandidos en el poste del mercado; utilizaba su fusil para dispararle a las cornejas; azotaba los flancos de su yegua de caza con mis polainas de tela parda. Poco a poco, yo iba ocupando el lugar del hombre que me faltaba y que me invadía. Acabé por contemplar, con los mismos ojos que él, el cuello blanco de las sirvientas. Egisto galopaba a mi lado por los eriales; tenía casi la edad de ir a reunirse con los hombres; me devolvía la época de los besos entre primos perdidos en el bosque, durante las vacaciones de verano. Yo lo miraba menos como un amante que como a un niño que hubiera engendrado en mí la ausencia; pagaba sus gastos de guarnicioneros y caballos. Infiel a mi hombre, seguía imitándolo: Egisto no era para mí sino lo equivalente a las mujeres asiáticas o a la innoble Arginia. Señores jueces, no existe más que un hombre en el mundo: los demás no son más que un error o un triste consuelo, y el adulterio es a menudo una forma desesperada de la fidelidad. Si yo engañé a alguien, fue con toda seguridad al pobre Egisto. Lo necesitaba para percatarme de hasta qué punto el que yo amaba me era irreemplazable. Cansada de acariciarlo, subía yo a la torre para compartir el insomnio del centinela. Una noche, el horizonte del Este empezó a arder tres horas antes de llegar la aurora. Troya ardía: el viento que soplaba de Asia transportaba sobre el mar pavesas y nubes de cenizas; las fogatas de los centinelas se encendieron en las cimas: el monte Athos y el Olimpo, el Pindo y el Erimanto parecían hogueras; la lengua de la última llama se posaba frente a mí en la pequeña colina que desde hacía veinticinco años me tapaba el horizonte. Yo veía inclinarse la frente del vigilante, cubierta por el casco, para recibir el susurro de las olas: por el mar, en alguna parte, un hombre engalanado de oro se acodaba en la proa y cada vuelta de hélice lo acercaba más y más a su mujer y a su hogar ausente. Al bajar de la torre, cogí un cuchillo. Quería matar a Egisto, mandar lavar las maderas de la cama y el pavimento de la habitación, sacar del fondo del baúl el vestido que llevaba puesto cuando él se marchó, y suprimir finalmente aquellos diez años como si fueran un simple «cero» en el total de mis días. Al pasar por delante del espejo, me detuve a sonreír: de repente, me vi y al verme me di cuenta de que tenía el pelo gris. Señores jueces, diez años es mucho tiempo: es más largo que la distancia entre la ciudad de Troya y el castillo de Micenas; el rincón del pasado está asimismo más alto que el lugar en donde nos encontramos, pues sólo podemos bajar y no subir las escaleras del Tiempo. Sucede como en las pesadillas: cada paso que damos nos aleja más de nuestra meta en vez de acercarnos a ella. En lugar de una mujer joven, el rey encontraría en la puerta a una especie de cocinera obesa; la felicitaría por el buen estado de los corrales y bodegas: sólo podía esperar unos cuantos besos fríos. Si hubiera tenido valor, me hubiese matado antes de que él llegara, para no leer en su rostro la decepción al encontrarme ajada. Pero quería, al menos, verlo antes de morir. Egisto lloraba en mi lecho, asustado como un niño culpable que siente llegar el castigo del padre; me acerqué a él y adopté mi voz más suavemente mentirosa para decirle que nada sabía de nuestras citas nocturnas y que su tío no tenía ninguna razón para dejarlo de querer. Yo esperaba que, al contrario, él estuviera enterado de todo, y que la cólera y el afán de venganza me devolvieran un lugar en su pensamiento. Para estar más segura de ello, entregué al correo, junto con las demás cartas, una anónima en donde exageraba mis culpas: afilaba el cuchillo que debía abrirme el corazón. Pensaba que tal vez me estrangularía con sus propias manos que yo tan a menudo había besado: por lo menos, moriría envuelta en una especie de abrazo. Llegó por fin el día en que el barco de guerra atracó en el puerto de Nauplia, en medio de una algarabía de vivas y fanfarrias; los terraplenes cubiertos de rojas amapolas parecían pavimentados por orden del verano; el maestro dio un día de asueto a los chicos del pueblo; tocaban las campanas de la Iglesia. Yo lo esperaba en el umbral de la Puerta de los Leones; una sombrilla rosa maquillaba mi palidez. Chirriaron las ruedas del coche por la empinada cuesta; los aldeanos se engancharon al varal para ayudar a los caballos. Al volver un recodo, divisé, por fin, la parte más alta del coche, que asomaba por encima de un seto vivo, y advertí que mi hombre no venía solo. A su lado llevaba a la hechicera que él había escogido como parte del botín, aun estando algo estropeada por los juegos de los soldados. Era casi una niña; unos hermosos ojos oscuros le llenaban el rostro amarillento y tatuado de cardenales. Él le acariciaba el brazo para que no llorase. La ayudó a bajar del coche, me besó con frialdad y me dijo que contaba con mi generosidad para tratar amablemente a la muchacha cuyos padres habían muerto. Apretó la mano de Egisto. Él también había cambiado. Resoplaba al andar y su cuello enorme y colorado desbordaba del cuello de la camisa; su barba teñida de rojo se perdía por entre los pliegues de su pecho. Era hermoso, sin embargo, pero hermoso como un toro en lugar de serlo como un dios. Subió con nosotros los escalones del vestíbulo que yo había mandado alfombrar de púrpura, para que no se notaran las manchas de sangre. Apenas me miraba; en la cena, ni siquiera se dio cuenta de que yo había preparado sus platos favoritos; bebió dos vasos, tres vasos de alcohol. El sobre abierto de la carta anónima asomaba por uno de sus bolsillos. Le guiñó un ojo a Egisto y farfulló unas cuantas bromas de borracho sobre las mujeres que buscan consuelo. La velada, interminablemente larga, se prolongó aún más en la terraza infestada de mosquitos. Hablaba en turco con su compañera. Según parece, ella era hija del jefe de una tribu; al moverse, me di cuenta de que llevaba un hijo en su seno. ¿Sería de él o de alguno de los soldados que la habían arrastrado riendo fuera del campamento y arrojado a latigazos de nuestras trincheras? Decían que poseía el don de adivinar el porvenir. Para distraernos, nos leyó las líneas de la mano. Entonces palideció y empezó a castañetear los dientes. También yo, señores jueces, conocía el porvenir. Todas las mujeres lo conocen: siempre esperan que todo acabe mal. El tenía por costumbre tomar un baño caliente antes de irse a acostar. Subí a preparárselo: el ruido del agua que salía del grifo me permitía llorar en voz alta. Calentábamos con leña el agua del baño; el hacha que utilizábamos para cortar los troncos se hallaba tirada en el suelo; no sé por qué la escondí en el toallero. Durante un instante, pensé en disponerlo todo para simular un accidente que no dejara huella, de suerte qug la lámpara de petróleo cargara con las culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente por lo menos al morir: por eso lo iba a matar, para que se diera cuenta de que yo no era una cosa sin importancia que se puede dejar o ceder al primero que llega. Llamé a Egisto en voz baja: se puso pálido cuando abrí la boca. Le ordené que me esperase en el rellano. El otro subía pesadamente las escaleras; se quitó la camisa; la piel, con el agua del baño, se le puso toda violeta. Yo le enjabonaba la nuca y temblaba tanto como el jabón que continuamente se me resbalaba de las manos. El estaba un poco sofocado y me mandó con rudeza que abriese la ventana, demasiado alta para mí. Le grité a Egisto que viniera a ayudarme. En cuanto entró, cerré la puerta con llave. El otro no me vio, pues nos daba la espalda. Le dí torpemente un primer golpe que sólo le hizo un corte en el hombro; se puso de pie; su rostro abotargado se iba llenando de manchas negras; mugía como un buey. Egisto, aterrorizado, le sujetó las rodillas, acaso para pedirle perdón. El perdió el equilibrio y cayó como una masa, con la cara dentro del agua, con un gorgoteo que parecía un estertor. Entonces fue cuando le di el segundo golpe que le cortó la frente en dos. Pero creo que ya estaba muerto: no era más que un pingajo blando y caliente. Se habló de rojas oleadas: en realidad, sangró muy poco. Yo sangraba más cuando di a luz a mis hijos. Después de morir él, matamos a su amante: fuimos generosos, si ella lo amaba. Los aldeanos se pusieron de nuestra parte y callaron. Mi hijo era demasiado pequeño para dar rienda suelta a su odio contra Egisto. Han pasado unas semanas: yo hubiera debido tranquilizarme pero ya sabéis, señores jueces, que nunca acaba nada y que todo vuelve a empezar. Me he puesto a esperarlo otra vez y ha vuelto. No mováis la cabeza: os digo que ha vuelto. El, que durante diez años ni se dignó tomar un permiso de ocho días para volver de Troya, ha vuelto de la Muerte. A pesar de que yo le corté los pies, para impedirle salir del cementerio... Pero esto no evitó que él se deslizara por la noche en mi cuarto, llevando sus pies debajo del brazo, como los ladrones cuando cogen de este modo sus zapatos para no hacer ruido. Me cubría con su sombra; ni siquiera parecía darse cuenta de que Egisto estaba allí. Después, mi hijo me ha denunciado en el puesto de policía, pero mi hijo es también un fantasma, el suyo, su espectro de carne. Yo creía que por lo menos en la prisión estaría tranquila, pero sigue volviendo: parece como si prefiriese mi calabozo a su tumba. Sé que mi cabeza acabará por rodar en la plaza del pueblo y que la de Egisto caerá cortada por el mismo cuchillo. Es extraño, señores jueces, se diría que ya me habéis juzgado otras veces. Pero tengo la experiencia suficiente para saber que los muertos no permanecen en reposo: me levantaré, arrastrando a Egisto tras de mí como a un galgo triste. Y erraré por las noches a lo largo de los caminos, a la búsqueda de la justicia de Dios. Volveré a hallar a ese hombre en algún rincón de mi infierno y gritaré de nuevo con alegría con sus primeros besos. Luego, me abandonará para irse a conquistar alguna provincia de la Muerte. Ya que el Tiempo es la sangre de los vivos, la Eternidad debe de ser la sangre de las sombras. Mi eternidad, la mía, se perderá esperando su regreso, de suerte que me convertiré en el más lívido de los fantasmas. Entonces volverá, para burlarse de mí, y acariciará ante mis ojos a la amarilla hechicera turca acostumbrada a jugar con los huesecillos de las tumbas. ¿Qué puedo hacer? Es imposible matar a un muerto...

*

Dejar de ser amada es convertirse en invisible. Tú ya no te das cuenta de que poseo un cuerpo.

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Entre la muerte y nosotros no hay, en ocasiones, sino la densidad de un único ser.

Una vez desaparecido ese ser, ya no queda más que la muerte.

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¡Qué insípido hubiera sido ser feliz!

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Debo cada uno de mis gustos a la influencia de amigos de paso, como si yo no pudiera aceptar al mundo, sino por mediación de unas manos humanas. De Hyacinthe me quedó el amor a las flores, de Philippe la afición a los viajes, de Celeste el amor a la medicina, de Alexis el gusto por los encajes. Y de tí ¿por qué no el amor a la Muerte?


SAFO O EL SUICIDIO

Acabo de ver, reflejada en los espejos de un palco, a una mujer que se llama Safo. Está tan pálida como la nieve, como la muerte o como el rostro blanco de las leprosas. Y como se pinta para disimular su palidez, parece el cadáver de una mujer asesinada que lleve en las mejillas un poco de su propia sangre. Sus ojos son como cuevas que se hunden para escapar de la luz del día, lejos de unos áridos párpados que ya ni sombra le proporcionan. Sus largos bucles se le caen a puñados, como las hojas del bosque en precoces tempestades. Todos los días se arranca una nueva cana y estos hilos de seda pálida pronto serán tan numerosos como para tejerle una mortaja. Llora su juventud, como si fuera una mujer que la hubiese traicionado. Llora su infancia, como si se tratara de una niña que hubiera muerto. Está muy flaca: cuando se baña, se da la vuelta para no ver sus senos tristes en el espejo. Va errante de ciudad en ciudad, con tres grandes maletas llenas de perlas falsas y de restos de pájaros. Es acróbata, como en otros tiempos fue poetisa, pues la índole especial de sus pulmones le obliga a escoger un oficio que pueda ejercerse entre la tierra y el cielo. Todas las noches, entregada a las fieras del Circo que la devoran con los ojos, mantiene sus promesas de estrella en un espacio repleto de poleas y mástiles. Su cuerpo pegado a la pared, cortado en menudos trocitos por las letras luminosas, forma parte de ese grupo de fantasmas de moda que planean por las ciudades grises. Criatura imantada, con demasiadas alas para estar en la tierra y demasiado carnal para estar en el cielo, sus pies untados de cera han roto el pacto que nos une al suelo; la Muerte agita por debajo de ella los chales del vértigo, sin conseguir jamás enturbiarle los ojos. Desde lejos, desnuda, cubierta de lentejuelas de astros, parece un atleta que se negara a ser ángel para no restarle mérito a sus saltos prodigiosos; de cerca, envuelta en largos albornoces que le restituyen sus alas, parece haberse disfrazado de mujer. Sólo ella sabe que su pecho contiene un corazón demasiado pesado y grande para alojarse en sitio distinto de un pecho ensanchado por unos senos; ese peso escondido en la jaula de huesos proporciona -a cada uno de sus saltos en el vacío- el sabor mortal de la inseguridad. Medio devorada por esa fiera implacable, trata de ser en secreto la domadora de su corazón. Nació en una isla, lo que ya es un principio de soledad; luego, intervino su oficio para obligarla cada noche a una especie de aislamiento en la altura; tendida en el tablado de su destino de estrella, expuesta medio desnuda a todos los vientos del abismo, la falta de dulzura le hace sufrir como la falta de almohadas. Los hombres de su vida sólo fueron escalones que ella subió no sin mancharse los pies. El director, el músico que tocaba el trombón, el agente de publicidad, terminaron por hacerle sentir asco de los bigotes engomados, de las corbatas rayadas, de las carteras de cuero y de todos los atributos exteriores de la virilidad que hacen soñar a las mujeres. Sólo el cuerpo de las muchachas jóvenes sería lo bastante suave, lo bastante flexible, lo bastante fluido para dejarse manejar por las manos de aquel ángel, que fingiría por juego soltarlas en el vacío. No consiguió que ellas permanecieran durante mucho tiempo en aquel espacio abstracto, limitado por las barras de los trapecios. En seguida se asustaban de aquella geometría que se transformaba en batir de alas, y todas renunciaron a ser sus compañeras en el cielo. Tuvo que bajar de nuevo a la tierra para hallarse a la misma altura que la vida de ellas, remendada con trapos que ni siquiera son pañales, de manera que aqúella ternura infinita acabó por adquirir el aspecto de un permiso de sábado, de un día de asueto que el gaviero pasa en compañía de las mujeres. Ahogándose en aquellas habitaciones que no son más que una alcoba, abre al vacío la puerta de la desesperación, con el gesto de un hombre obligado por amor a vivir con las muñecas. Todas las mujeres aman a una mujer: se aman apasionadamente a sí mismas, y su propio cuerpo suele ser la única forma que ellas consienten en hallar hermosa. Los penetrantes ojos de Safo van mucho más lejos, presbitas del dolor. Pregunta a las jóvenes qué esperan de los espejos esas coquetas ocupadas en ataviar a su ídolo: una sonrisa que responda a la suya temblorosa, hasta que el aliento de los labios cada vez más cercanos empañen el reflejo y calienten el cristal. Narciso ama lo que él es. Safo, en sus compañeras, adora amargamente lo que ella no ha sido. Pobre, cargada con el desprecio que es para el artista el envés de la gloria, sin más futuro que las perspectivas del abismo, acaricia la dicha en el cuerpo de sus amigas menos amenazadas. Los velos de las niñas de primera comunión que llevan su alma al exterior de sí mismas le hacen soñar con una infancia más límpida de lo que fue la suya, pues aun agotadas las ilusiones, continuamos imaginando en otros una infancia sin pecado. La blancura de las muchachas despierta en ella el recuerdo casi increíble de la virginidad. Amó el orgullo de Gyrinno y acabó por rebajarse hasta besarle los pies. El amor de Anactoria le reveló el sabor de los buñuelos que se comen a mordisco limpio en las ferias, de los caballitos de madera y del heno de los almiares cosquilleando la nuca de una bella tumbada. Attys le enseñó a amar la desgracia. Encontró a Attys perdida en una gran ciudad, asfixiada por el aliento de las multitudes y la niebla del río; su boca aún conservaba el olor a caramelo de jengibre que acababa de chupar; los churretes de hollín se pegaban a sus mejillas escarchadas de lágrimas; corría por un puente, vestida con pieles falsas y calzada con unos zapatos agujereados. Su rostro de cabritilla rebosaba de despavorida dulzura. Para explicar sus labios apretados, pálidos como la cicatriz de una herida, y sus ojos semejantes a turquesas enfermas, Attys poseía en el fondo de su memoria tres relatos diferentes que no eran sino las tres caras de una misma desgracia. Su amigo, con quien ella acostumbraba a salir los domingos, la había abandonado, porque una noche, en un taxi al volver del teatro, no había consentido en dejarse acariciar. Una amiga que le prestaba su diván para dormir en un rincón de su cuarto de estudiante, la había echado tras acusarla falsamente de haber querido robar el corazón de su prometido. Finalmente, su padre le pegaba. Todo le daba miedo: los fantasmas, los hombres, el número trece y los ojos verdes de los gatos. El comedor del hotel la deslumbró como un templo donde ella se creía obligada a hablar en voz baja; tanto la impresionó el cuarto de baño que se puso a aplaudir. Safo derrocha por aquella niña fantástica el capital acumulado en sus años de flexibilidad y temeridad. Impone a los directores de circo a la mediocre artista que no sabe hacer más que juegos malabares con ramos de flores. Ambas mujeres dan vueltas por las pistas y tablados de todas las capitales, con esa regularidad en el cambio propia de los artistas nómadas y de los libertinos tristes. Por las mañanas, en los cuartos donde se hospedan, arreglan sus trajes de teatro y las carreras de sus medias demasiado estrechas. A fuerza de cuidar de aquella muchacha enfermiza, de apartar de su camino a los hombres que pudieran tentarla, el taciturno amor de Safo adquiere, sin que ella se de cuenta, una forma maternal, como si quince años de voluptuosidades estériles hubieran dado como resultado el nacerle aquella niña. Los jóvenes vestidos de smoking con los que tropiezan por los pasillos de los camerinos le recuerdan a Attys al amigo cuyos besos en un tiempo rechazó y que ahora echa de menos: Safo la ha oído hablar tan a menudo de la hermosa ropa blanca de Philippe, de sus gemelos azules y de la estantería llena de libros licenciosos que adornaba su habitación de Chelsea ... que acaba por tener de aquel hombre correctamente vestido una imagen tan neta como la de algunos amantes que ella admitió en su vida sin poder evitarlo: lo archiva distraídamente entre sus recuerdos. Los párpados de Attys van adquiriendo poco a poco reflejos color violeta; va a buscar a Correos unas cartas que acaba por romper tras haberlas leído. Parece extrañamente bien informada sobre los viajes de negocios que podrían obligar al joven a cruzarse por casualidad en su camino de nómadas pobres. Safo sufre al no poder darle a Attys más que un refugio apartado de la vida, y porque sólo el miedo mantiene apoyada contra su fuerte hombro la cabecita frágil. Esta mujer, amargada por todas las lágrimas que con valor no derramó jamás, se da cuenta de que sólo puede ofrecer a sus amigas un acariciador desamparo; su única disculpa es decirse que el amor, en todas sus formas, no tiene nada mejor que ofrecer a las temblorosas criaturas, y que Attys, al alejarse de ella, tendría muy pocas probabilidades de dirigirse hacia una mayor felicidad. Una noche, Safo regresa del circo más pronto que de costumbre, cargada con unos manojos de flores que ha recogido para dárselas a Attys. La portera, al verla pasar, hace una mueca distinta de la de todos los días; la espiral de la escalera se parece de repente a los anillos de una serpiente. Safo se percata de que la botella de leche no está en la esterilla que hay delante de la puerta, en el sitio de costumbre; ya en el vestíbulo, olfatea el olor a colonia y a tabaco rubio. Comprueba en la cocina la ausencia de una Attys ocupada en freír los tomates; en el cuarto de baño la ausencia de una muchacha que juega con el agua; en el dormitorio, el rapto de una Attys dispuesta a dejarse mecer. Al abrir de par en par las puertas del armario de luna, llora por la ropa desaparecida de la joven amada. Un gemelo de color azul yace en el suelo como una rúbrica del autor de aquel rapto, de aquella partida que Safo se obstina en no creer eterna por miedo a no poder soportarlo sin morir. Vuelve a recorrer ella sola la pista de las ciudades, y busca ávidamente en todos los palcos un rostro que su delirio prefiere a cualquier cuerpo. Al cabo de unos años, una de las giras por Levante la devuelve a su tierra natal; se entera de que Philippe dirige ahora en Esmirna una manufactura de tabacos de Oriente; acaba de casarse con una mujer rica e importante que no puede ser Attys: se cree que la joven abandonada ha entrado a formar parte de una compañía de bailarinas. Safo recorre otra vez todos los hoteles de Levante, cada uno de cuyos porteros posee su peculiar manera de ser insolente, desvergonzado o servil; los tugurios del placer donde el olor a sudor envenena los perfumes; los bares donde una hora de embrutecimiento en el alcohol y en el calor humano no deja más huella que el redondel de un vaso en una mesa de madera oscura; registra hasta los asilos del Ejército de Salvación, con la vana esperanza de recuperar a una Attys empobrecida y dispuesta a dejarse amar. En Estambul, la casualidad hace que se siente todas las noches al lado de un joven descuidadamente vestido, que dice ser empleado de una agencia de viajes; su mano más bien sucia sostiene perezosamente la carga de su frente triste. Intercambian unas cuantas palabras banales que en ocasiones sirven de pasarela al amor entre dos criaturas. Él dice llamarse Faon y pretende ser hijo de una griega de Esmirna y de un marino de la flota británica: el corazón de Safo torna a latir de nuevo al oír el acento delicioso que ella besaba en los labios de Attys. El arrastra tras de sí recuerdos de huida, de miseria y de peligros independientes de las guerras y más secretamente emparentados con las leyes de su propio corazón. También él parece pertenecer a una raza amenazada, a quien una indulgencia precaria y siempre provisional permite permanecer con vida. Aquel muchacho sin permiso de residencia está lleno de preocupaciones; es defraudador, traficante de morfina, tal vez agente de la policía secreta; vive en un mundo de conciliábulos y de consignas donde no entra Safo. No necesita contarle su historia para establecer entre ellos una fraternidad en la desgracia. Ella le confiesa sus lágrimas; se detiene a hablarle de Attys. El cree haber conocido a ésta: recuerda vagamente haber visto en un cabaret de Pera a una mujer desnuda haciendo juegos malabares con las flores. Él tiene un barquito de vela con el que pasea por el Bósforo los domingos; ambos buscan por todos los cafés pasados de moda que hay en las orillas, por los restaurantes de las islas, por las pensiones de la costa de Asia donde viven modestamente algunos extranjeros pobres... Sentada en la popa, Safo contempla, a la luz de un farol, cómo tiembla aquel hermoso rostro de hombre joven que es ahora su único sol humano. Descubre en sus facciones ciertas características antaño amadas en la muchacha desaparecida: la misma boca tumefacta como si la hubiera picado una misteriosa abeja, la misma frente pequeña y dura bajo unos cabellos diferentes y que ahora parecen empapados de miel, los mismos ojos semejantes a dos largas turquesas turbias, pero engarzadas en un rostro tostado en lugar de ser blanco, de suerte que la pálida joven de cabellos oscuros le parece haber sido una simple reproducción de aquel dios de bronce y oro. Safo, sorprendida, comienza a preferir lentamente aquellos hombros rígidos como la barra del trapecio, aquellas manos endurecidas por el contacto de los remos, todo aquel cuerpo en el que subsiste la suficiente dulzura femenina para que ella lo ame. Tendida en el fondo de la barca, se abandona a las nuevas pulsaciones de las olas por donde se abre paso aquel barquero. Ya no le habla de Attys sino para decirle que la muchacha perdida se le parece, aunque es menos bella: Fáon acepta estos homenajes con una alegría inquieta mezclada de ironía. Ella rompe ante sus ojos una carta donde Attys le anuncia su regreso, y cuya dirección ni siquiera se ha molestado en descifrar. Él la mira con una sonrisa en sus labios temblorosos. Por primera vez, descuida ella las disciplinas de su oficio severo; interrumpe sus ejercicios que ponen cada músculo bajo el control del alma; cenan juntos y, cosa inaudita para ella, come demasiado. Sólo le quedan unos días de estar con él en aquella ciudad de donde la echan los contratos que la obligan a planear por otros cielos. El consiente por fin en pasar con ella esa última noche, en el pisito que ella habita en el puerto. Safo mira cómo pasea de un lado a otro de la habitación aquel ser semejante a una voz en que las notas claras se mezclan con otras profundas. Inseguro de sus ademanes, como si temiera romper una ilusión frágil, Faon se inclina con curiosidad para ver los retratos de Attys. Safo se sienta en el diván vienés cubierto de bordados turcos; se aprieta la cara entre las manos como si se esforzara por borrar las huellas de los recuerdos. Aquella mujer que, hasta ahora, tomaba sobre sí la opción, la oferta, la seducción, la protección de sus amigas más frágiles, se relaja y naufraga por fin, blandamente abandonada al peso de su propio sexo y de su propio corazón, dichosa por no tener que hacer en lo sucesivo, sino el gesto de aceptación. Oye moverse al joven en la habitación contigua, donde la blancura de una cama se extiende como una esperanza, pese a todo maravillosamente abierta; oye cómo destapa unos frascos en el tocador, cómo registra en los cajones con el aplomo de un ladrón o de un amigo íntimo que piensa que todo le está permitido, cómo abre al fin las dos puertas del armario donde cuelgan los vestidos como si fueran suicidas, mezclados con algunas fruslerías que aún le quedan de Attys. De repente, un ruido sedoso, parecido al estremecimiento de los fantasmas, se acerca como una caricia que podría hacer gritar. Ella se levanta, se da la vuelta: el ser amado aparece envuelto en una bata que Attys dejó al marcharse. La muselina, que se pega a la carne desnuda, acusa la gracia casi femenina de las largas piernas de bailarín. Sin sus estrictos trajes de hombre, aquel cuerpo flexible y liso es casi un cuerpo de mujer. Aquel Faon que tan cómodo se encuentra con su disfraz no es sino un sustituto de la bella ninfa ausente; es una mnjer la que llega hasta ella con risa de manantial. Safo, loca, corre con la cabeza desnuda hacia la puerta, huye de aquel espectro de carne que sólo podrá darle los mismos tristes besos de siempre. Baja corriendo por las calles sembradas de desechos y de basuras que conducen al mar, irrumpe en la marejada de los cuerpos. Sabe que ningún encuentro llevará dentro de sí la salvación, puesto que allí donde ella vaya siempre encontrará a Attys. Aquel rostro desmesurado le tapa todas las salidas que no dan a la muerte. Cae la noche, semejante a un cansancio que borrase su memoria; aún persiste un poco de sangre por el lado de poniente. De repente, suenan los címbalos como si la fiebre los entrechocara en su corazón: sin darse cuenta, la costumbre la ha llevado hasta el circo a la hora en que ella lucha cada noche con el ángel del vértigo. Por última vez se embriaga con el olor a fiera que acompañó su vida, con aquella música desafinada y enorme como el amor. Una camarera le abre a Safo su camerino de condenada a muerte: se desnuda como para ofrecerse a Dios. Se frota con un color blanco grasiento que la transforma ya en fantasma; se ata apresuradamente al cuello el collar de un recuerdo. Un empleado vestido de negro viene a avisarla que ha llegado su hora. Trepa por la escala de cuerda de su patíbulo celeste. Huye hacia las alturas de la irrisión de haber creído que existía un hombre joven. Deja a un lado la perorata de los vendedores de naranjada, las risas desgarradoras de los niños de color de rosa, las faldas de las bailarinas, las mil mallas de las redes humanas. Sube de un solo impulso por el único punto de apoyo que le consiente su amor al suicidio: la barra del trapecio, que se balancea en el vacío y cambia en pájaro a la criatura cansada de no ser más que medio mujer; flota, alción de su propio abismo, suspendida por un pie ante los ojos del público que no sabe su desgracia. Su habilidad la perjudica: a pesar de sus esfuerzos, no consigue perder el equilibrio. Como un turbio profesor de equitación, la Muerte vuelve a sentarla en la silla del próximo trapecio. Sube cada vez más arriba, a la región de los focos: los espectadores se cansan de aplaudirla, pues ya no la ven. Colgada de la cuerda que domina la bóveda tatuada de estrellas pintadas, su único recurso para superarse es reventar su cielo. El viento del vértigo hace chirriar bajo sus pies cuerdas, poleas y cabrestantes de un destino ya superado. El espacio oscila y cabecea como en la mar, cuando sopla el cierzo, se tambalea el firmamento cuajado de estrellas entre las vergas de los mástiles. La música allá abajo se ha convertido en una ola grande y lisa que lava todos los recuerdos. Sus ojos ya no distinguen las luces rojas de las luces verdes; los focos azules que barren la negra multitud hacen brillar a un lado y a otro los hombros desnudos de las mujeres que semejan dulces rocas. Safo, agarrada a su Muerte como a un promontorio, escoge para caer el lugar donde las mallas de la red no puedan detenerla. Pues su suerte de acróbata sólo ocupa la mitad del inmenso circo: en la otra parte de la arena, donde se desarrollan los juegos de foca de los payasos, no hay nada preparado para impedirla morir. Safo se sumerge, con los brazos abiertos como si quisiera abrazar la mitad del infinito, dejando tras de sí el balanceo de una cuerda como prueba de su partida al cielo. Pero los que fracasan en sus vidas corren asimismo el riesgo de malograr su suicidio. Su caída oblicua choca con uno de los focos que parece una gran medusa azul. Aturdida, pero intacta, el choque rechaza a la inútil suicida hacia las redes que prenden y se desprenden de las espumas de luz; las mallas se hunden sin ceder bajo el peso de aquella estatua repescada de las profundidades del cielo. Y pronto los peones no tendrán más que halar sobre la arena ese cuerpo de mármol pálido, chorreando sudor como una ahogada en el agua del mar.

*

No me mataré. Se olvidan tan pronto de los muertos...

*
No puede construirse una felicidad sino sobre unos cimientos de desesperación. Creo que voy a poder ponerme a construir.

*
Que no se acuse a nadie de mi vida.

*
No se trata de un suicidio. Sólo se trata de batir un record.

***


Traducción de Emma Calatayud




MARGUERITE YOURCENAR (BÉLGICA, 1903-1987)







3 comentarios:

  1. Gracias por compartirlo... lo estaba buscando en internet, en especial este fragmento:


    "Soledad. . . Yo no creo como ellos creen, no vivo como ellos viven, no amo como
    ellos aman... Moriré como ellos mueren."

    Yourcenar es tan introspectiva, sublime.

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  2. No tengo palabras para este libro. Lo busqué luego de leer la frase " Existe entre nosotros algo mejor que un amor, una complicidad" y me encuentro con otras tales como la del comentario de arriba. Realmente es sublime, quiero conseguir el libro para leerlo en papel como me gusta

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