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junio 16, 2017

LA MÁQUINA DEL TIEMPO - H. G. WELLS

Foto cortesía de The H.G. Wells Society



CAPÍTULO SIETE

De hecho, parecía que estaba en peor situación que antes. Hasta entonces, salvo por mi noche de angustia por haber perdido la Máquina del Tiempo, había mantenido la esperanza de que al final iba a poder escaparme, pero con los nuevos descubrimientos esa esperanza tambaleaba. Hasta ese momento solamente me había sentido obstaculizado por la simplicidad infantil de esas personitas y por el poder de algunas fuerzas desconocidas con las que iba a tener que familiarizarme si quería vencer. Pero en la cualidad repugnante de los Morlocks había un elemento nuevo, algo inhumano y maligno. Instintivamente, los aborrecí. Antes me sentía como un hombre que se había caído al fondo de un pozo: mi preocupación era cómo salir. Ahora me sentía como un animal en una trampa, cuyo enemigo no iba a tardar en caerle encima.

A lo mejor a ustedes les sorprenda saber cuál era el enemigo que me asustaba: la oscuridad de la luna nueva. Weena me lo había metido en la cabeza haciéndome comentarios, al principio incomprensibles, sobre las Noches Oscuras. Y no era tan difícil adivinar lo que significaban esas noches oscuras que se acercaban. Había luna menguante: cada noche el lapso de oscuridad era más largo. Entendía, por lo menos hasta cierto punto, la razón del miedo a la oscuridad que experimentaban las personitas del Mundo Superior. Me preguntaba sin demasiada preocupación qué vilezas criminales perpetrarían los Morlocks bajo esa luna nueva. Y caí en la cuenta de que, casi con total seguridad, mi segunda hipótesis estaba equivocada. La gente del Mundo Superior alguna vez pudo haber sido la aristocracia privilegiada y los Morlocks, sus sirvientes mecánicos: pero eso había pasado hacía mucho tiempo. Las dos especies resultantes de la evolución humana se acercaban, o ya habían llegado, a establecer un tipo de relación completamente nuevo. Como los reyes Carolingios, los Elois se habían rebajado a un estado de inutilidad hermosa. Mal que mal, todavía eran los dueños de la tierra: puesto que los Morlocks, después de haber sido subterráneos por innumerables generaciones, no toleraban la luz de la superficie. Ellos confeccionaban sus prendas, infiero, y se ocupaban de sus necesidades, quizás gracias a cierto hábito antiguo y heredado de servidumbre. Lo hacían como un caballo que golpea la tierra con sus cascos, o como un hombre que se entretiene matando animales por deporte: porque esas necesidades antiguas e inmemoriales se habían grabado así en su organismo. Pero estaba claro que el viejo orden en parte ya se había revertido. El destino de los más débiles se ensombrecía rápidamente. Muchos siglos antes, miles de generaciones antes, el hombre había expulsado a su hermano de la luz y el calor del sol... ¡Y ahora ese hermano volvía cambiado! Los Elois ya habían empezado a reaprender una lección vieja. Volvían a familiarizarse con el Miedo.

Y de pronto me vino a la mente la carne que había visto en el Mundo Inferior. Era extraño cómo me llegaba flotando ese recuerdo, no revuelto por la corriente de mis reflexiones sino como un interrogante de afuera. Intenté acordarme de la forma. Tenía la sensación de que se trataba de algo familiar, aunque en ese momento no podía decir qué era.

Pero, aunque las personitas temblaran y se sintieran indefensas frente a ese miedo misterioso, yo estaba hecho de un material distinto. Yo venía de esta época nuestra, de esta plenitud de la raza humana, en la que el miedo no paraliza y el misterio perdió sus terrores. Yo por lo menos me iba a defender. Sin perder el tiempo, decidí fabricarme armas y un refugio donde dormir. Con ese albergue como base, iba a poder hacerle frente a este mundo extraño, recuperando un poco la confianza que había perdido cuando me di cuenta a qué clase de criaturas me había expuesto noche tras noche. Pensaba que nunca iba a volver a conciliar el sueño mientras mi cama no estuviese a salvo de ellos. Me estremecía de horror al pensar cómo habrían estado observándome.

Anduve dando vueltas toda la tarde por el valle del Támesis, pero no encontré nada que se me figurase inaccesible. Todos los edificios y los árboles eran viables para trepadores tan diestros como debían ser los Morlocks, a juzgar por sus pozos.

Después me volvieron a la memoria los altos pináculos del Palacio de Porcelana Verde y el lustre brillante de sus muros y esa noche cargué a Weena sobre el hombro, como si fuese una nena, y subí por la ladera hacia el sudeste. Según mis cálculos, debían ser diez o doce kilómetros; pero resultaron casi treinta. La primera vez que había visto el lugar era una tarde húmeda, lo que acorta engañosamente las distancias. Para colmo, se me había soltado el taco de un zapato y un clavo le atravesaba la suela —eran zapatos viejos y cómodos para andar por la casa— así que estaba rengo. Ya hacía tiempo que había caído el sol cuando vi recortarse a lo lejos la silueta negra del palacio contra el amarillo pálido del cielo.

Al principio, Wenna había estado encantada de que la llevase a cuestas, pero después de un rato ya quería que la volviera a poner en el suelo para poder ir corriendo al lado mío y salir disparada de vez en cuando a arrancar alguna flor y metérmela en los bolsillos. Mis bolsillos siempre la habían intrigado, pero al final debió haber llegado a la conclusión de que eran una especie de vasos extraños para decorar con flores. Por lo menos, ella los usaba para eso. ¡Y ahora que me acuerdo! Al cambiarme el saco, encontré...

El Viajero del Tiempo hizo una pausa, metió la mano en el bolsillo, sacó en silencio dos flores marchitas parecidas a grandes malvas blancas, y las puso encima de la mesita. Después retomó su relato.

Cuando el silencio de la noche se arrastraba sobre el mundo y nosotros remontábamos la pendiente hacia Wimbledon, Weena se cansó y quiso volver a la casa de piedra gris. Pero le señalé con el dedo los pináculos lejanos del Palacio de Porcelana Verde y logré hacerle entender que íbamos allá, a buscar refugio contra el Miedo.

¿Vieron esa pausa que se cierne sobre las cosas antes de que oscurezca? Hasta la brisa se detiene en los árboles. Para mí en esa quietud del crepúsculo siempre hay un aire de expectación. El cielo estaba limpio, distante y vacío excepto por unas cuantas bandas horizontales que se divisaban a lo lejos, en el poniente. Bien, esa noche la expectación se tiñó del color de mis temores. En aquella calma a oscuras mis sentidos parecían haberse agudizado prodigiosamente. Me imaginaba que podía sentir inclusive lo hueco del terreno debajo de mis pies: y que era capaz de distinguir a través de él a los Morlocks,  yendo y viniendo en sus hormigueros  a la espera de la oscuridad. En la excitación se me figuraba que podían haber interpretado mi intromisión en su madriguera como una declaración de guerra. ¿Pero por qué me habrían robado la Máquina del Tiempo?

Seguimos avanzando así, en el silencio, y la luz del crepúsculo fue adentrándose en la noche. El azul claro de la distancia se disipó, y una por una salieron las estrellas. El terreno era cada vez más oscuro y los árboles se volvieron negros. Los miedos y la fatiga de Weena aumentaban. La tomé en mis brazos, le hablé y la acaricié. Después, a medida que la oscuridad fue haciéndose más intensa, ella me rodeó el cuello con sus brazos y, cerrando los ojos, pegó la cara contra mi hombro. Así descendimos por una larga pendiente hasta un valle y, en medio de tanta oscuridad, casi me meto en un riacho. Lo vadeé y subí por el lado opuesto del valle, pasé frente a un grupo de casas dormidas y una estatua —una especie de fauno, o una figura por el estilo— sin cabeza. También había acacias. Hasta ese momento no había visto a ningún Morlock, pero recién eran las primeras horas de la noche y las de más oscuridad, que son las que preceden a la salida de la luna menguante, todavía estaban por llegar.

Desde la cima de la colina siguiente vi un bosque espeso que se extendía, ancho y negro, delante de mí. Entonces, dudé. No podía ver dónde terminaba, ni a la derecha ni a la izquierda. Como estaba cansado —sobre todo, me dolían mucho los pies—, bajé con cuidado a Weena de mi hombro, mientras paraba y me sentaba en el pasto. Ya no podía ver el Palacio de Porcelana Verde y no sabía bien qué dirección tomar.

Miré hacia la espesura del bosque y me puse a pensar qué podría esconder. Bajo esa maraña de ramas uno estaba lejos de la mirada de las estrellas. Aunque no hubiese ningún otro peligro al acecho —peligro hacia el cual no dejé que volara mi imaginación—, ahí estaban todas las raíces y los troncos con los que se podía tropezar.

Además estaba muy cansado después de las emociones del día, así que decidí no enfrentarme y, en lugar de eso, pasar la noche a la intemperie sobre la colina.
Me alegró ver que Weena ya se había dormido. Con cuidado, la tapé con mi saco y me senté al lado de ella a esperar que saliera la luna.

La ladera estaba desierta y silenciosa, pero de lo más negro del bosque surgía de vez en cuando un revuelo de seres vivos. Sobre mi cabeza brillaban las estrellas, porque la noche era muy clara. En su parpadeo encontraba cierto consuelo amistoso. Sin embargo, todas las constelaciones antiguas habían desaparecido del cielo: ese movimiento, que es imperceptible en cien vidas humanas, las había reacomodado en grupos que a mí me resultaban poco familiares. Pero la Vía Láctea me parecía que seguía siendo la misma serpentina deshilachada de polvo de estrellas de siempre. Al sur (según creí), había una estrella roja fulgurante que para mí era nueva y todavía más espléndida que nuestra verde Sirio. Y entre todos esos puntos centellantes de luz brillaba un planeta, amable y persistente como la cara de un viejo amigo.

Al contemplar estas estrellas de pronto se minimizaron mis problemas y las preocupaciones de la vida terrestre. Pensé en esa distancia inconmensurable y en el lento e indefectible devenir de sus movimientos, de un pasado desconocido a un futuro desconocido. Pensé en el gran ciclo procesional que describe el polo de la Tierra. Esa revolución silenciosa se había producido solo cuarenta veces durante los años que viví. Y durante esas pocas revoluciones, habían desaparecido todas las actividades del hombre tal como yo lo conocía, todas las tradiciones, las organizaciones más complejas, los países, los idiomas, las literaturas, las aspiraciones y hasta la propia memoria del ser humano. En lugar de eso quedaban estas criaturas frágiles, que se habían olvidado por completo de sus ancestros. Y las otras Cosas blancas, de las que estaba huyendo despavorido. Entonces pensé en el Gran Miedo que separaba a las dos especies y por primera vez, con un escalofrío, comprendí claramente lo que podía ser aquel pedazo de carne que había visto. ¡Era demasiado horrible! Miré a la pequeña Weena que dormía al lado mío, su carita blanca que parecía una estrella bajo las estrellas, y enseguida descarté ese pensamiento.
Durante esa noche tan larga intenté mantener la cabeza lo más lejos posible de los Morlocks, y para pasar el rato traté de encontrar algún indicio de las viejas constelaciones en la confusión nueva. El cielo seguía muy claro, excepto por una que otra nube difusa. No dudo de que de a ratos debo haber cabeceado. A medida que transcurría mi vigilia, fue surgiendo un resplandor en la parte oriental del cielo, como el reflejo de una fogata sin color, y apareció la luna vieja, pálida y menguante. Enseguida, como siguiéndola de cerca, sobrepasándola y desbordante, llegó el amanecer, al principio desteñido pero después rosado y cálido.
No se nos había acercado ningún Morlock, de hecho no había visto a ninguno esa noche en la colina. Y con la confianza del día nuevo casi me pareció que mis miedos habían sido irracionales. Me levanté y vi que el pie del taco roto se me había hinchado a la altura del tobillo y me dolía en el talón, así que volví a sentarme, me saqué los zapatos y los tiré bien lejos.

Desperté a Weena y bajamos al bosque, que ahora era verde y acogedor en vez de negro y prohibido. Encontramos algunas frutas para desayunar. Y no tardamos en toparnos con otros seres delicados que reían y correteaban al sol, como si en la naturaleza no existieran las noches. Y me volví a acordar de aquella carne que había visto. Ahora estaba seguro de lo que era y desde el fondo de mi corazón sentí lástima por ese último riachuelo débil que quedaba de la gran corriente de la humanidad. Estaba claro que, en algún punto distante de la decadencia humana, los Morlocks habían estado escasos de alimento. Es posible que hubieran tenido que vivir de ratas y de gusanos o algo por el estilo. Incluso hoy en día el hombre es mucho menos selectivo y exquisito para elegir su alimento de lo que fue antaño, mucho menos que cualquier mono. El prejuicio contra la antropofagia no es un instinto arraigado. De modo que, ¡esos hijos inhumanos de los hombres..! Traté de ver las cosas con espíritu científico. Después de todo, eran menos humanos y más lejanos que nuestros ancestros caníbales de hace tres o cuatro mil años. Y la inteligencia que pudo haber hecho un tormento de este estado de cosas ya había desaparecido. ¿Por qué iba a tener que preocuparme yo? Para los Morlocks, que vivían como  hormigas, estos Elois eran nada más que ganado para engorde, que ellos cazaban y conservaban probablemente con vistas a la cría. Y ahí estaba Weena, ¡bailando al lado mío!
Traté de protegerme del espanto que se cernía sobre mí, tomándolo como un castigo severo por el egoísmo humano. El hombre se había acostumbrado a vivir en la comodidad y el deleite gracias al trabajo de sus congéneres, había hecho de la Necesidad una excusa y una palabra mágica, y con el correr del tiempo la Necesidad había caído sobre el hombre. Hasta intenté burlarme al estilo de Carlyle de esta aristocracia miserable y venida a menos, pero me resultaba imposible mantener esa postura mental. A pesar de la enorme degradación intelectual, los Elois habían conservado demasiado la forma humana como para no despertar mi empatía y hacerme copartícipe forzoso de su degradación y su Miedo.
Para entonces tenía ideas muy vagas sobre el camino a seguir. Lo primero era asegurarme un lugar donde estar a salvo, un refugio, y fabricarme las armas de metal o de piedra que pudiera concebir. Esa necesidad era inminente. Después, esperaba encontrar alguna forma de producir fuego de manera que pudiera tener una antorcha siempre a mano, ya que por lo que sabía nada iba a ser más eficaz contra los Morlocks. Por último, quería idear un artilugio para abrir las puertas de bronce de la base de la Esfinge Blanca. Tenía en mente un ariete. Estaba convencido de que si lograba atravesar esas puertas llevando una antorcha, iba a descubrir dónde estaba la Máquina del Tiempo y podría escapar. No me podía imaginar que los Morlocks fueran lo suficientemente fuertes como para haberla transportado muy lejos. Había decidido llevar a Weena a nuestra época conmigo. Y. con los planes así de trastocados en mente, emprendí el camino hacia el edificio que mi imaginación había elegido como nuestra morada.


(de The Time Machine, 1898. Traducción de Sandra Toro).



H.G. WELLS (Reino Unido, 1866-1946).