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diciembre 25, 2015

MÁSCARAS MEXICANAS - OCTAVIO PAZ

Imagen: José Guadalupe Posadas




Corazón apasionado
disimula tu tristeza.
Canción popular



Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen entendedor pocas palabras". En suma, entre la realidad y su persona se establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.

El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la "hombría" consiste en no "rajarse" nunca. Los que se "abren" son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, "agacharse", pero no "rajarse", esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El "rajado" es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su "rajada", herida que jamás cicatriza.

El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y la hostilidad del ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire— nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa. Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad masculina corre tanto peligro ante la benevolencia como ante la hostilidad. Toda abertura de nuestro ser entraña una disminución de nuestra hombría.

Nuestras relaciones con los otros hombres también están teñidas de recelo. Cada vez que el mexicano se confía a un amigo o a un conocido, cada vez que se "abre", abdica. Y teme que el desprecio del confidente siga a su entrega. Por eso la confidencia deshonra y es tan peligrosa para el que la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en la fuente que nos refleja, como Narciso, sino que la cegamos. Nuestra cólera no se nutre nada más del temor de ser utilizados por nuestros confidentes —temor general a todos los hombres— sino de la vergüenza de haber renunciado a nuestra soledad. El que se confía, se enajena; "me he vendido con Fulano", decimos cuando nos confiamos a alguien que no lo merece. Esto es, nos hemos "rajado", alguien ha penetrado en el castillo fuerte. La distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y la mutua seguridad, ha desaparecido. No solamente estamos a merced del intruso, sino que hemos abdicado.

Todas esas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría para los otros pueblos consiste en una abierta y agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo, listos a repeler el ataque. El "macho" es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía. La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como Juárez y Cuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad.

La preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto no se manifiesta sólo como impasibilidad y desconfianza, ironía y recelo, sino como el amor a la forma. Ésta contiene y encierra a la intimidad, impide sus excesos, reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva. La doble influencia indígena y española se conjugan en nuestra predilección por la ceremonia, las fórmulas y el orden. EL mexicano, contra lo que supone una superficial interpretación de nuestra historia, aspira a crear un mundo ordenado conforme a principios claros. La agitación y encono de nuestras luchas políticas prueba hasta que punto las nociones jurídicas juegan un papel importante en nuestra vida pública. Y en la de todos los días el mexicano es un hombre que se esfuerza por ser formal y que muy fácilmente se convierte en formulista. Y es explicable. El orden —jurídico, social, religioso o artístico— constituye una esfera segura y estable. En su ámbito basta con ajustarse a los modelos y principios que regulan la vida; nadie, para manifestarse, necesita recurrir a la continua invención que exige una sociedad libre. Quizá nuestro tradicionalismo —que es una de las constantes de nuestro ser y lo que le da coherencia y antigüedad a nuestro pueblo— parte del amor que profesamos a la forma.

Las complicaciones rituales de la cortesía, la persistencia del humanismo clásico, el gusto por las formas cerradas en la poesía (el soneto y la décima por ejemplo), nuestro amor por la geometría en las artes decorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza de nuestro romanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco, el formalismo de nuestras instituciones políticas y, en fin, la peligrosa inclinación que mostramos por la fórmulas —sociales, morales y burocráticas—, son otras tantas excepciones de esta tendencia de nuestro carácter. El mexicano no sólo no se abre; tampoco se derrama.

A veces las formas nos ahogan. Durante el siglo pasado los liberales vanamente intentaron someter la realidad del país a la camisa de fuerza de la Constitución de 1857. Los resultados fueron la Dictadura de Porfirio Díaz y la Revolución de 1857. En cierto sentido la historia de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas y fórmulas en que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones con que nuestra espontaneidad se venga. Poca veces la forma ha sido una creación original, un equilibrio alcanzado no a expensas sino gracias a la expresión de nuestros instintos y quereres. Nuestras formas jurídicas y morales, por el contrario, mutilan con frecuencia a nuestro ser, nos impiden expresarnos y niegan satisfacción a nuestros apetitos vitales.

La preferencia por la forma, inclusive vacía de su contenido, se manifiesta a lo largo de la historia de nuestro arte, desde la época precortesiana hasta nuestros días. Antonio Castro Leal, en su excelente estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón, muestra cómo la reserva frente al romanticismo —que es, por definición, expansivo y abierto— se expresa ya en el siglo XVIII, esto es, antes de que siquiera tuviésemos conciencia de nacionalidad. Tenían razón los contemporáneos de Juan Ruiz de Alarcón al acusarlo de entrometido, aunque más bien hablasen de la deformidad de su cuerpo que de la singularidad de su obra. En efecto, la porción más característica de su teatro niega al de sus contemporáneos españoles. Y su negación contiene, en cifra, la que México ha opuesto siempre a España. El teatro de Alarcón es una respuesta a la vitalidad española, afirmativa y deslumbrante en esa época, y que se expresa a través de un gran  a la historia y a las pasiones. Lope exalta el amor, lo heroico, lo sobrehumano, lo increíble; Alarcón opone a estas virtudes desmesuradas otras más sutiles y burguesas: la dignidad, la cortesía, el estoicismo melancólico, un pudor sonriente. Los problemas morales interesan poco a Lope, que ama la acción, como todos sus contemporáneos. Más tarde Calderón mostrará el mismo desdén por la psicología; los conflictos morales y las oscilaciones, caídas y cambios del alma humana sólo son metáforas que transparentan un drama teológico cuyos dos personajes son el pecado original y la Gracia divina. En las comedias más representativas de Alarcón, en cambio, el cielo cuenta poco, tan poco como el viento pasional que arrebata a los personajes lopescos. El hombre, nos dice el mexicano, es un compuesto y el mal y el bien se mezclan sutilmente en su alma. En lugar de proceder por síntesis, utiliza el análisis: el héroe se vuelve problema, En varias comedias se plantea la cuestión de la mentira; ¿hasta qué punto el mentiroso de veras miente, de veras se propone engañar?; ¿no es él la primera víctima de sus engaños y no es a sí mismo a quien engaña? El mentiroso se miente a sí mismo: tiene miedo de sí. Al plantearse el problema de la autenticidad, Alarcón anticipa uno de los temas constantes de reflexión del mexicano, que más tarde recogerá Rodolfo Usigli en El gesticulador.

En el mundo de Alarcón no triunfan la pasión ni la Gracia; todo se subordina a lo razonable; sus arquetipos son los de la moral que sonríe y perdona. Al substituir los valores vitales y románticos de Lope por los abstractos de una moral universal y razonable, ¿no se evade, no nos escamotea su propio ser? Su negación, como la de México, no afirma nuestra singularidad frente a la de los españoles. Los valores que postula Alarcón pertenecen a todos los hombres y son una herencia grecorromana tanto como una profecía de la moral que impondrá el mundo burgués. No expresan nuestra espontaneidad, ni resuelven nuestros conflictos; son formas que no hemos creado ni sufrido, máscaras. Sólo hasta nuestros días hemos sido capaces de enfrentar al  español un  mexicano y no una afirmación intelectual, vacía de nuestras peculiaridades. La Revolución mexicana, al descubrir las artes populares, dio origen a la pintura moderna; al descubrir el lenguaje de los mexicanos, creó la nueva poesía.

Si en la política y el arte el mexicano aspira a crear mundos cerrados, en la esfera de las relaciones cotidianas procura que imperen el pudor, el recato y la reserva ceremoniosa. El pudor, que nace de la vergüenza ante la desnudez propia o ajena, es un reflejo casi físico entre nosotros. Nada más alejado de esta actitud que el miedo al cuerpo, característico de la vida norteamericana. No nos da miedo ni vergüenza nuestro cuerpo; lo afrontamos con naturalidad y lo vivimos con cierta plenitud —a la inversa de lo que ocurre con los puritanos. Para nosotros el cuerpo existe; da gravedad y límites a nuestro ser. Lo sufrimos y gozamos; no es un traje que estamos acostumbrados a habitar, ni algo ajeno a nosotros: somos nuestro cuerpo. Pero las miradas extrañas nos sobresaltan, porque el cuerpo no vela la intimidad, sino la descubre. El pudor, así, tiene un carácter defensivo, como la muralla china de la cortesía o las cercas de los órganos y cactus que separan en el campo a los jacales de los campesinos. Y por eso la virtud que más estimamos en las mujeres es el recato, como en los hombres la reserva. Ellas también deben defender su intimidad.

Sin duda en nuestra concepción del recato femenino interviene la vanidad masculina del señor —que hemos heredado de indios y españoles. Como casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asignan la ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre los que nunca se le ha pedido su consentimiento y en cuya realización participa sólo pasivamente, en tanto que "depositaria" de ciertos valores. Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos. Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y virgen; activa, es siempre función, medio, canal. La feminidad nunca es un fin en sí mismo, como lo es la hombría.

En otros países estas funciones se realizan a la luz pública y con brillo. En algunos se reverencia a las prostitutas o a las vírgenes; en otros, se premia a las madres; en casi todos, se adula y respeta a la gran señora. Nosotros preferimos ocultar esas gracias y virtudes. El secreto debe acompañar a la mujer. Pero la mujer no sólo debe ocultarse sino que, además, debe ofrecer cierta impasibilidad sonriente al mundo exterior. Ante el escarceo erótico, debe ser "decente"; ante la adversidad, "sufrida". En ambos casos su respuesta no es instintiva ni personal, sino conforme a un modelo genérico. Y ese modelo, como en el caso del "macho", tiende a subrayar los aspectos defensivos y pasivos, en una gama que va desde el pudor y la "decencia" hasta el estoicismo, la resignación y la impasibilidad.

La herencia hispanoárabe no explica completamente esta conducta. La actitud de los españoles frente a las mujeres es muy simple y se expresa, con brutalidad y concisión, en dos refranes: "la mujer en la casa y con la pata rota" y "entre santa y santo, pared de cal y canto". La mujer es una fiera doméstica, lujuriosa y pecadora de nacimiento, a quien hay que someter con el palo y conducir con el "freno de la religión". De ahí que muchos españoles consideren a las extranjeras —y especialmente a las que pertenecen a países de raza o religión diversas a las suyas— como presa fácil. Para los mexicanos la mujer es un ser obscuro, secreto y pasivo. No se le atribuyen malos instintos: se pretende que ni siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de la especie; la mujer encarna la voluntad de la vida, que es por esencia impersonal. Ser ella misma, dueña de su deseo, su pasión o su capricho, es ser infiel a sí misma. Bastante más libre y pagano que el español —como heredero de las grandes religiones naturalistas precolombinas— el mexicano no condena al mundo natural. Tampoco el amor sexual está teñido de luto y horror, como en España. La peligrosidad no radica en el instinto sino en asumirlo personalmente. Reaparece así la idea de pasividad: tendida o erguida, vestida o desnuda, la mujer nunca es ella misma. Manifestación indiferenciada de la vida, es el canal del apetito cósmico. En ese sentido, no tiene deseos propios.

Las norteamericanas proclaman también la ausencia de instintos y deseos, pero la raíz de su pretensión es distinta y hasta contraria. La norteamericana oculta o niega ciertas partes de su cuerpo —y, con más frecuencia, de su psiquis: son inmorales y, por lo tanto, no existen. Al negarse, se reprime su espontaneidad. La mexicana simplemente no tiene voluntad. Su cuerpo duerme y sólo se enciende si alguien lo despierta. Nunca es pregunta, sino respuesta, materia fácil y vibrante que la imaginación y la sensualidad masculina esculpen. Frente a la actividad que despliegan las otras mujeres, que desean cautivar a los hombres a través de la agilidad de su espíritu o del movimiento de su cuerpo, la mexicana opone un cierto hieratismo, un reposo hecho al mismo tiempo de espera y desdén. El hombre revolotea a su alrededor, la festeja, la canta, hace caracolear su caballo o su imaginación. Ella se vela en el recato y la inmovilidad. Es un ídolo. Como todos los ídolos, es dueña de fuerzas magnéticas, cuya efectividad y poder crecen a medida que el foco emisor es más pasivo y secreto. Analogía cósmica: la mujer no busca, atrae. Y el centro de su atracción es su sexo, oculto, pasivo. Inmóvil sol secreto.

Esta concepción —bastante falsa si se piensa que la mexicana es muy sensible e inquieta— no la convierte en mero objeto, en cosa. La mujer mexicana, como todas las otras, es un símbolo que representa la estabilidad y continuidad de la raza. A su significación cósmica se alía la social: en la vida diaria su función consiste en hacer imperar la ley y el orden, la piedad y la dulzura. Todos cuidamos que nadie "falte al respeto a las señoras", noción universal, sin duda, pero que en México se lleva hasta sus últimas consecuencias. Gracias a ella se suavizan muchas de las asperezas de nuestras relaciones de "hombre a hombre". Naturalmente habría que preguntar a las mexicanas su opinión; ese "respeto" es a veces una hipócrita manera de sujetarlas e impedirles que se expresen. Quizá muchas preferirían ser tratadas con menos "respeto" (que, por lo demás, se les concede solamente en público) y con más libertad y autenticidad. Esto es, como seres humanos y no como símbolos o funciones. Pero, ¿cómo vamos a consentir que ellas se expresen, si toda nuestra vida tiende a paralizarse en una máscara que oculte nuestra identidad?

Ni la modestia propia, ni la vigilancia social, hacen invulnerable a la mujer. Tanto por la fatalidad de su anatomía "abierta" como por su situación social —depositaria de la honra, a la española— está expuesta a toda clase de peligros, contra los que nada pueden la moral personal ni la protección masculina. El mal radica en ella misma; por naturaleza es un ser "rajado", abierto. Más, en virtud de un mecanismo de compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza original y se crea el mito de la "sufrida mujer mexicana". El ídolo —siempre vulnerable, siempre en trance de convertirse en ser humano— se transforma en víctima endurecida e insensible al sufrimiento, encallecida a fuerza de sufrir. (Una persona "sufrida" es menos sensible al dolor que las que apenas si han sido tocadas por la adversidad.) Por obra del sufrimiento, las mujeres se vuelven como los hombres: invulnerables, impasibles y estoicas.

Se dirá que al transformar en virtud algo que debería ser motivo de vergüenza, sólo pretendemos descargar nuestra conciencia y encubrir con una imagen una realidad atroz. Es cierto, pero también lo es que al atribuir a la mujer la misma invulnerabilidad a que aspiramos, recubrimos con una inmunidad moral su fatalidad anatómica, abierta al exterior. Gracias al sufrimiento, y a su capacidad para resistirlo sin protesta, la mujer trasciende su condición y adquiere los mismos atributos del hombre.

Es curioso advertir que la imagen de la "mala mujer" casi siempre se presenta acompañada de la idea de actividad. A la inversa de la "abnegada madre", de la "novia que espera" y del ídolo hermético, seres estáticos, la "mala" va y viene, busca a los hombres, los abandona. Por un mecanismo análogo al descrito más arriba, su extrema movilidad la vuelve invulnerable. Actividad e impudicia se alían en ella y acaban por petrificar su alma. La "mala" es dura, impía, independiente, como el "macho". Por caminos distintos, ella también transciende su fisiología y se cierra al mundo.

Es significativo, por otra parte, que el homosexualismo masculino sea considerado con cierta indulgencia, por lo que toca al agente activo. El pasivo, al contrario, es un ser degrado y abyecto. El juego de los "albures" —esto es, el combate verbal hecho de alusiones obscenas y de doble sentido, que tanto se practica en la ciudad de México— transparenta esta ambigua concepción. Cada uno de los interlocutores, a través de trampas verbales y de ingeniosas combinaciones lingüísticas, procura anonadar a su adversario; el vencido es el que no puede contestar, el que se traga las palabras de su enemigo. Y esas palabras están teñidas de alusiones sexualmente agresivas: el perdidoso (sic) es poseído, violado, por el otro. Sobre él caen las burlas y escarnios de los espectadores. Así pues, el homosexualismo masculino es tolerado, a condición de que se trate de una violación del agente pasivo. Como en el caso de las relaciones heterosexuales, lo importante es "no abrirse" y, simultáneamente, rajar, herir al contrario.

Me parece que todas estas actitudes, por diversas que sean sus raíces, confirman el carácter "cerrado" de nuestras reacciones frente al mundo o frente a nuestros semejantes. Pero no nos bastan los mecanismos de preservación y defensa. La simulación, que no acude a nuestra pasividad sino que exige una invención activa y que se recrea a sí misma a cada instante, es una de nuestras formas de conducta habituales. Mentimos por placer y fantasía, sí, como todos los pueblos imaginativos, pero también para ocultarnos y ponernos al abrigo de intrusos. La mentira posee una importancia decisiva en nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su fertilidad y lo que distingue a nuestras mentiras de las groseras invenciones de otros pueblos, La mentira es un juego trágico, en el que arriesgamos parte de nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia.

El simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama una constante improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que fingimos, hasta que llega el momento en que realidad y apariencia, mentira y verdad, se confunden. De tejido de invenciones para deslumbrar al prójimo, la simulación se trueca en una forma superior, por artística, de la realidad. Nuestras mentiras reflejan, simultáneamente, nuestras carencias y nuestros apetitos, lo que no somos y lo que deseamos ser. Simulando, nos acercamos a nuestro modelo y a veces el gesticulador, como ha visto con hondura Usigli, se funde con sus gestos, los hace auténticos. La muerte del profesor Rubio lo convierte en lo que deseaba ser: el general Rubio, un revolucionario sincero y un hombre capaz de impulsar y purificar a la Revolución estancada. En la obra de Usigli el profesor Rubio se inventa a sí mismo y se transforma en general; su mentira es tan verdadera que Navarro, el corrompido, no tiene más remedio que volver a matar en él a su antiguo jefe, el general Rubio. Mata en él la verdad de la Revolución.

Si por el camino de la mentira podemos llegar a la autenticidad, un exceso de sinceridad puede conducirnos a formas más refinadas de la mentira. Cuando nos enamoramos nos "abrimos", mostramos nuestra intimidad, ya que una vieja tradición quiere que el que sufre de amor exhiba sus heridas ante la que ama. Pero al descubrir sus llagas de amor, el enamorado transforma su ser en una imagen, en un objeto que entrega a la contemplación de la mujer —y de sí mismo. Al mostrarse, invita a que lo contemplen con los mismos ojos piadosos con que él se contempla. La mirada ajena ya no lo desnuda: lo recubre de piedad. Y al presentarse como espectáculo y pretender que se le mire con los mismos ojos con que él se ve, se evade del juego erótico, pone a salvo su verdadero ser, lo substituye por una imagen. Substrae su intimidad, que se refugia en sus ojos, esos ojos que son nada más contemplación y piedad de sí mismo. Se vuelve su imagen y la mirada que lo contempla.

En todos los tiempos y en todos los climas, las relaciones humanas —y especialmente las amorosas— corren el riesgo de volverse equívocas. Narcisismo y masoquismo no son tendencias exclusivas del mexicano. Pero es notable la frecuencia con que canciones populares, refranes y conductas cotidianas aluden al amor como falsedad y mentira. Casi siempre eludimos los riesgos de una relación desnuda a través de una exageración, en su origen sincera, de nuestros sentimientos. Asimismo, es revelador cómo el carácter combativo del erotismo se acentúa entre nosotros y se encona. El amor es una tentativa de penetrar en otro ser, pero sólo puede realizarse a condición de que la entrega sea mutua. En todas partes es difícil este abandono de sí mismo; pocos coinciden en la entrega y más pocos aún logran trascender esa etapa posesiva y gozar del amor como lo que realmente es: un perpetuo descubrimiento, una inmersión en las aguas de la realidad y una recreación constante. Nosotros concebimos el amor como conquista y como lucha. No se trata tanto de penetrar la realidad, a través de un cuerpo, como de violarla. De ahí que la imagen del amante afortunado —herencia, acaso, del Don Juan español— se confunda con la del hombre que se vale de sus sentimientos —reales o inventados— para obtener a la mujer.

La simulación es una actividad parecida a la de los actores y puede expresarse en tantas formas como personajes fingimos. Pero el actor, si lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna plenamente, aunque después, terminada la representación, lo abandone como su piel la serpiente. El simulador jamás se entrega y se olvida de sí, pues dejaría de simular si se fundiera con su imagen. Al mismo tiempo, esa ficción se convierte en una parte inseparable —y espuria— de su ser: está condenado a representar toda su vida, porque entre su personaje y él se ha establecido una complicidad que nada puede romper, excepto la muerte o el sacrificio. La mentira se instala en su ser y se convierte en el fondo último de su personalidad.

Simular es inventar o, mejor, aparentar y así eludir nuestra condición. La disimulación exige mayor sutileza: el que disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido, sin renunciar a su ser. El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo. Temeroso de la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y fantasma, eco. No camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica, rezonga; no se queja, sonríe; hasta cuando canta —si no estalla y se abre el pecho— lo hace entre dientes y a media voz, disimulando su cantar:

Y es tanta la tiranía
de esta disimulación
que aunque de raros anhelos
se me hincha el corazón,
tengo miradas de reto
y voz de resignación.


Quizá el disimulo nació durante la Colonia. Indios y mestizos tenían, como en el poema de Reyes, que cantar quedo, pues "entre dientes mal se oyen las palabras de rebelión". El mundo colonial ha desaparecido, pero no el temor, la desconfianza y el recelo. Y ahora no solamente disimulamos nuestra cólera sino nuestra ternura. Cuando pide disculpas, la gente del campo suele decir: "Disimule usted, señor". Y disimulamos. Nos disimulamos con tal ahínco que casi no existimos.

En sus formas radicales el disimulo llega al mimetismo. El indio se funde con el paisaje, se confunde con la barda blanca en que se apoya por la tarde, con la tierra obscura en que se tiende a mediodía, con el silencio que lo rodea. Se disimula tanto su humana singularidad que acaba por abolirla y se vuelve piedra, pirú, muro, silencio: espacio. No quiero decir que comulgue con el Todo, a la manera panteísta, ni que en un árbol aprehenda todos los árboles, sino que efectivamente, esto es, de una manera concreta y particular, se confunde con un objeto determinado.

Roger Caillois observa que el mimetismo no implica siempre una tentativa de protección contra las amenazas virtuales que pululan en el mundo externo. A veces los insectos "se hacen los muertos" o imitan las formas de la materia en descomposición, fascinados por la muerte, por la inercia del espacio. Esta fascinación —fuerza de gravedad, diría yo, de la vida— es común a todos los seres y el hecho de que se exprese como mimetismo confirma que no debemos considerar a éste exclusivamente como un recurso del instinto vital para escapar del peligro y la muerte.

Defensa frente al exterior o fascinación ante la muerte, el mimetismo no consiste tanto en cambiar de naturaleza como de apariencia. Es revelador que la apariencia escogida sea la muerte o la del espacio inerte, en reposo. Extenderse, confundirse con el espacio, ser espacio, es una manera de rehusarse a las apariencias, pero también es una manera de ser sólo Apariencia. El mexicano tiene tanto horror a las apariencias, como amor le profesan sus demagogos y dirigentes. Por eso se disimula su propio existir hasta confundirse con los objetos que lo rodean. Y así, por medio de las apariencias, se vuelve sólo Apariencia. Aparenta ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la muerte o del no ser antes que abrir su intimidad y cambiar. La disimulación mimética, en fin, es una de tantas manifestaciones de nuestro hermetismo. Si el gesticulador acude al disfraz, los demás queremos pasar desapercibidos. En ambos casos ocultamos nuestro ser. Y a veces lo negamos. Recuerdo que una tarde, como oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío, pregunté en voz alta: "¿Quién anda por ahí?". Y la voz de una criada recién llegada de su pueblo contestó: "No es nadie señor, soy yo".

No sólo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos transparentes y fantasmales; también disimulamos la existencia de nuestros semejantes. No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos deliberados y soberbios. Los disimulamos de manera más definitiva y radical: los ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de Alguien, Ninguno. La nada de pronto se individualiza, se hace cuerpo y ojos, se hace Ninguno.

Don Nadie, padre español de Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta en el banco y habla con voz fuerte y segura. Don Nadie llena al mundo con su vacía y vocinglera presencia. Está en todas partes y en todos los sitios tiene amigos. Es banquero, embajador, hombre de empresa. Se pasea por todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en Estocolmo y en Londres. Don Nadie es funcionario o influyente y tiene una agresiva y engreída manera de no ser. Ninguno es silencioso y tímido, resignado. Es sensible e inteligente. Sonríe siempre, Espera siempre. Y cada vez que quiere hablar, tropieza con un muro de silencio; si saluda encuentra una espalda glacial; si suplica, llora o grita, sus gestos y gritos se pierden en el vacío que don Nadie crea con su vozarrón. Ninguno no se atreve a no ser: oscila, intenta una vez y otra vez ser Alguien. Al fin, entre vanos gestos, se pierde en el limbo de donde surgió.

Sería un error pensar que los demás le impiden existir. Simplemente disimulan su existencia, obran como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan, lo ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte cuadros, se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el nombre que olvidamos siempre por una extraña fatalidad. el eterno ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una omisión. Y sin embargo, Ninguno está presente siempre. Es nuestro secreto, nuestro crimen y nuestro remordimiento. Por eso el Ninguneador también se ningunea; él es la omisión de Alguien. Y si todos somos Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la sombra de Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador y lo cubre todo. En nuestro territorio, más fuerte que las pirámides y los sacrificios, que las iglesias, los motines y los campos populares, vuelve a imperar el silencio, anterior a la historia.


(El laberinto de la soledad. Ediciones Cuadernos Americanos, México, 1950).


OCTAVIO PAZ (MÉXICO, 1914-1998).


diciembre 24, 2015

POEMAS DE BATALLA DE FRANCISCO URONDO


Foto: Diario Uno


El ocaso de los dioses 


No hay nadie en la calle, en los ruidos húmedos,
     en el vuelo de las hojas y mis pasos quieren
     reiniciar las maderas de la adolescencia.

Pero todo está abandonado, no hay nada que
    pueda favorecernos; ningún aire de
    inconsciencia, ningún reino de libertad. Sólo
    hábitos tolerantes haciendo crujir nuestra
    memoria. "Ha estado bien", decimos.

Dueños del incendio, de la bondad del
    crepúsculo, de nuestro hacer, de nuestra
    música, del único amor incoherente; soberanos
    de esa calle donde los tactos y la impresión
    hicieron su universo.

Las sombras acarician aún sus veredas, tu mismo
    nombre y tu gesto son una forma nocturna que
    en esa constelación crece y sabe enrostrar
    nuestra culpa.

Y todo termina con una esperanza, con una
    dilación —"ha estado bien"—, o en un bostezo,
    o en otro lugar donde es menester el coraje.


Ojos grandes, serenos



Andando, el barro nos llega a las caderas.

    Calmando algunas inquietudes, han nacido
    otras. Rodamos sobre nuevos remansos.

Nadie vuelve; es ahora el momento del amor. El
    deseo es una ola suave; aquí en la orilla, con la
    mano firme, detrás de los juncos, frente al sol.

Volarán los pájaros silvestres, las islas vencerán
    a las palabras: el silencio sagrado sobre el mundo.

Iremos a la hoguera con los grandes herejes.




(de Historia Antigua, 1950-1957)


B.A. Argentine


a Clara Fernández Moreno

tiemblan en silencio
retumba y crece el desafío
de un dolor común y distinto sumado en el tiempo
los hombres significan y conforman
los enigmas del tiempo
y se deslumbran y desisten
de los resplandores que esos misterios establecen

altos vuelos
pequeños gemidos de la ciudad que cruje y cede
ante tantas cosas que vienen
a golpear sus flancos prematuramente envejecidos

cosas inútiles difíciles de nombrar
es el antiguo sol
es la soltura del río
es el agua abatida en su ancha extensión

es el riesgo que incita a decidirse
la certidumbre que asusta y demora
el desenlace que hace posibles otros riesgos
o descalifica para siempre
es alguna palabra sobre el amor
que se pone en movimiento
y complica con el mundo
es el lenguaje la relación
es la vida que el amor modifica


Una mujer ha cambiado
el mundo parece derrumbarse
sólo quedan las marcas de la desolación
corazón débil
ves con tristeza el ritmo y la turgencia de ese cuerpo
que se dibuja en el tiempo para sumarse a otro dolor
para reforzar aquel viejo desafío
aquella atmósfera densa y provisoria
donde nada parece crecer
donde todo se aleja o se arrincona

en la penumbra de la boite algo se oculta
y no se oye ruido que no sea el roce de los cuerpos
el latigazo de los encendedores
el cigarrillo peligrosamente oportuno
la fragancia de un humo de abandono y de fiebre
su memorable elegancia dispuesta a la huida más inmediata
sus canciones a las rondas
y a las tinieblas
sus maneras
para empuñar copetines de bellos colores
y evaporarse también con el humo alucinado que apresura
la partida
que las pone tristes
o las hace reír

delicadeza airada o aparente
que se abandona
o no se entrega al rumor del nombre amado
y no se deja olvidar
suave desdicha que vendrá o que se pierde

una dureza imprevista le hace clavar la mirada
cierta melancolía
subir los peldaños del bar la escalerita
salir sometida de tucumán
buscando el norte
para el lado de retiro
y trepar por los vapores de la cortada tres sargentos
y bajar a los grill de los hoteles de raza
o sumergirse en 25 de mayo
como los peces en la soltura abatida del agua
y andar con un aire un desgano
con los ojos crispados por el mismo humo
haciendo señas hospitalarias o procaces
persiguiendo la estela de un espléndido sueño

ha cambiado la que murió joven
dejando criaturas pequeñas
la buena madre y la siniestra
y la generosa y la dueña del amor
del amor que muere y parte el alma vulnerable
abismos cansados en la memoria
el amor áspero y encantador


el amor furiosamente trazado

el que repugna y renueva el deseo
y el temor de no sentir más sus aullidos
ni divisar su rastro
ni imaginar siquiera cuál será su nueva forma
su nueva alegría y su nuevo fracaso
sus técnicas desconocidas
sus sombras
los aspectos ignorados del amor que vendrá
porque había un tiempo
en que creímos que aquerenciado se acercaría 
     para siempre
que había un tiempo de esperanza
como hubo otro tiempo de protección
y como existe este nervioso tiempo de desamparo

ella ha cambiado
y tenía el lustre de la lujuria
ya no hay amor
es otra
son otras marcas del tiempo
distintos signos del lenguaje
distintas lágrimas distinto odio
distinta manera de rebelarse
o soportar

llegan rostros desconocidos
el destino yace en la piel asediada de tu mano
tu-delicada-mano-de-mujer
tu mano culpable y temerosa y surcada por los hechos
sin forma

planetas enemigos
dioses propicios
la sota con sus armas hacia abajo
o hacia la suerte
y el tiempo que arrima los pálpitos
alerta en todas partes
en todo asfalto de toda ciudad

el tránsito está prevenido y teme
en la madrugada del sacrificio y el miedo
la gente no quiere morir
no quiere sufrir
quiere seguir
quiere defenderse

su coraje y su miedo
es una misma vibración
un resentimiento acumulado
una venganza creciendo pacientemente
un odio subrepticio y agorero
la madrugada áspera de barracas
y la aceitosa de valentín alsina
la madrugada de la insurrección posible

philips humea feliz como un trasatlántico
la chimenea lanza un grito de gozo
y los pasajeros se inquietan
entonces la borda se aleja suavemente
la proa enfila hacia las gordas naranjas
hacia las redondas mujeres paraguayas
suena el canto de las sirenas
el trasatlántico se pierde
en las brumas que también se alejan a mediodía

los hombres forman una dolorosa columna
es la hora del valor y de la subordinación
—un hombre joven ha salido barbudo del calabozo
el calabozo era estrecho
húmedo
son las tardes forzadas
asediadas por las aves que merodean el sustento
que rinden honores a la enarbolada
a la-gloriosa-bandera-de-la-patria

es la fiebre de los niños en la madrugada
una fatiga
quebrantando las intenciones más perfectas
es el amor ahogado en el cansancio
la ternura derrotada para siempre
la espera sin ilusiones
la desdicha

son los dioses exilados
adán arrojado del paraíso
la salvación que no llega
el incienso que nos abandona
es la revolución que huye por las ramas
apenas se distingue su forma
su aroma ha cedido lugar
al penetrante jazmín de lluvia
hace un momento
que se ha desencadenado el trajín
en el mercado de liniers
un viejo se toma de la cintura
otro afloja un arnés
una mujer levantó un cajón de doradas frutas 
    correntinas
y bostezó
un colectivo trepa y huye por la avenida general 
    paz

hace un momento en liniers llovía suavemente
los jazmines gozaron del agua
y acrecentaron-su-belleza
ella estaba a tu lado tomándote de la mano
y esa tibieza de aquella mano
es un insoportable dolor
que crece junto a nuevas desdichas
que otra mujer
otra mano sin duda podrá desencadenar

has andado por un lejano arrabal
estás en el mundo
la gente camina a tu lado
en la calle los hombres no se conocen
es el lugar del desencuentro
no pueden conversar
caminan a veces por corrientes
allí iniciaban otro amor al amanecer
y la fatalidad cubría a la mujer del tango

nada podía evitarlo
estaría descalza
sin el raso efímero
que ajusta ahora su pie experto de bailarina
su melena armada por los aires del mundo
y su humillación
“el motivo”
los ornamentos que disfrazan su amor
que postergan su venganza o su realidad
ese aparente amor sin país y sin alternativas
esa tonada que la hace de otra tierra
de distinto signo
de un abuso de la fatalidad
del designio del pueblo o del barrio
la exageración del tango
su certeza

caminan como antaño
por esas calles arrasadas
no quieren hablar
ninguno recuerda o reconoce ya la orfandad del amor
que en la calle corrientes permanece algo cambiado
y suele estallar en la gran vía del norte
y desfallece al tercer día
en la madrugada de palermo chico

una heladera se abre
y una mano vuelve a la salita en penumbras
un brazo agita el último cocktail
un opel se detiene
dos rostros se acercan
dos cuerpos descorren los siete velos de nylon
y se ocupan de hacer algo muy viejo
además de tomar el último trago
además de consolidar la madrugada
en la cual se desconfía
como se puede dudar de todo
de los ideales
del sabor
de las ganas también se duda
hasta tocar la madrugada
en la que alguien parte o regresa para siempre
un chorro de vapor trepida en el amanecer
la grappa humea junto al café
la locomotora humea como un potro
el tren está empañado y quieto
san martín se arropa y mira tristemente
los maderos que flotan
y la brisa encrespa su capa de bronce

el héroe parte solo hacia la pampa
hacia el viento
hacia el alcohol de los hoteles desconocidos
es general pico o catriló
realicó o general villegas
es bernasconi
es villa iris y el hotel irreal del cognac
y las mucamas ariscas y cortesanas
es santa rosa de la pampa
es cora que reabre el amor y entorna el silencio
es el mar de bahía
y el duro “bon voyage” a los barcos que se alejan
es el “corazón oprimido”
la sucia melancolía

los barcos han partido vacíos de culpa
los trenes también se alejan
y su rápida y prolongada figura
alumbra nuevos o corrompidos horizontes
los relámpagos desvisten la noche impúdica
caen entre los cerros apartados
la luz corta la noche puntana que se deshace
y se transforma
el sol y el vino dan un lustre dorado
a la ficción y a las grietas de las tierras de cuyo
la tierra se niega
se abre
la tierra engaña
la tierra tiembla como tus manos

ella encendía un cigarrillo a tu lado
y te miraba desde el fondo del agua más serena
los animales gritaban y enloquecían
y era la tierra culpable del desorden
las habitaciones crujían
el mundo se movía demasiado
y en la confusión
pudo no obstante
sin mezquindad
dar fuego a tu cigarrillo y a tu vida
pudo ofrecerse
y esconder su riqueza
como a veces
con naturalidad
paseaba a tu lado por el sólido parque
y te amaba y se interesaba por tu salud
y por el destino que nos tocaría en suerte
y no habíamos cambiado mucho
con esa tierra inquieta
con esos terremotos

ellos pudieron ahuyentarla demasiado pronto
o con toda facilidad cambiarla para siempre
o consolidar la imprevisible ternura
que la luz de chacras de coria en ella desencadenaba
allí veía con temor el tibet silencioso
y los monjes irreales la miraban
ella estaba a tu lado en la madrugada de rodeo del medio
todavía era la misma y jugaba con la nieve
tomaba aguardiente en la hostería del cerro
rodeada de sombras que la amaban
desde un mundo sin forma
eran los que han muerto hace mucho
aquellos a quienes no atribuimos ninguna desgracia
los abuelos sonrientes
que miran más allá del cansancio
del lugar de su dicha aparente y antigua

la desdicha cambia con el tiempo
y toma los aires de la felicidad
y nos toca
y suspiramos por el tiempo pasado
por los momentos ajenos
por todo aquello que no podrá pertenecernos nunca
que no podremos imaginar
o que se impondrá
en nuestra saturada memoria

su piel era tersa
sin quejidos
tocada por el silencio y el fuego
bordeada por antiguos temores
aquellas sombras daban miedo con su amor injusto
o la dejaban insegura
o un poco sola
y se cruzaba de brazos para esperar
sus brazos eran sólidos
como el agua impaciente de guaymallén

el agua que miraba sin rabia
no era el miedo ni la esperanza
era un relámpago de vino
que se derramaba sobre pie de palo
un grito que brilla y se olvida
en el contorno de las sierras chepes
en el filo de los penitentes
era el suyo como el brazo seguro de puente del inca
era el aconcagua erguido como el amor
era la nieve más helada de los andes
la ternura más tibia
la materia más blanca y silenciosa del universo
era el calor de tucumán
y los helechos
y los hongos que ella acariciaba
era el sudor y el andar de algunas mujeres

sus sienes brillaban
sus ojos buscaron el calor de la tierra
un cuerpo rodó por esa ladera
y su fragancia fue creciendo
mientras el cuerpo y el sudor
maduraban
era el fuego
era villa quinteros y sus borrachos
y la presencia de su extensa bondad
pero también el mundo que se oculta y se olvida
era el azúcar
y la madrugada negra de los ingenios
era el sudor
corrompido por una riqueza que faltaba
que no quisieron distribuir
era el clavel del aire
flotando en la quebrada y en el olvido
era belén sin redentores y arrasada por nadie
era el polvo y la sal de santiago
nuestro triste y apartado mundo

aquí se deshojan las tierras demoradas
los hombres olvidados
los amores perdidos
aquí se lucha contra la autocompasión
es el agua abandonada de las siete corrientes
es la madera ajena del chaco
es el blanco algodón de los otros
y la roja palmera de los amores

es la soledad del tartagal
la angustia del tanino que se pierde
es la blanca
la impura madrugada del arroz

es la blanca madrugada
y la roja
y la negra
la terrible madrugada del que espera y acecha

se coloca al margen de esta vida
en el centro de sus sueños-dorados
por un abrurrimiento que nada soporta
por una rabia que no aguanta y se disimula

el tiempo se va
la vida escapa
y los proyectos han quedado intactos
es la rebelión traicionada o estéril
el itinerario hermético de los celulares

empezamos diciendo que no
y hemos terminado asintiendo
queríamos ir para allí
y nos hemos dejado llevar en un sentido totalmente opuesto
nos han tenido de aquí para allá
algunos prefieren quedarse al margen
y otros admiten la abyección
y todos

los volubles y los mártires
caen
sufren
miran sin remedio ese orden ajeno
este tiempo raro
sus vuelcos
sus caprichos
la hora ordenada
el derrumbe de los ídolos
que su propio resplandor pudo imponer

sufren desalentados o convencidos
el signo de nuestra américa de abajo
cobijan el amor o el odio
son aguerridos
blandos
pierden la pista
reencuentran un viejo gemido
crujen con la ciudad
soportan los enigmas de su tiempo
se desbarrancan con algunas ideas sin desenlace
la solidaridad grita y se defiende
entre las piernas ágiles de los alazanes
el fervor los sostiene
caminan toda la noche
y llegan al confín del puente donde ellos esperan

los sables brillan sobre sus cabezas
era como el resplandor de una estrella
la que conducía al lugar preciso
donde nuestro-señor-jesucristo
había nacido

una muchacha fue pisoteada por un caballo
tuvo poca suerte
su piel nueva y tirante no fue tocada por la bondad de
    el redentor 
sonia lejana
lugar incesante y quieto
en el rincón más secreto de la memoria
casi líquida
ausente
como ofelia en los últimos gestos—

fue enarbolado entre dos caballos
apuntan con una portátil
están cansados de caminar
y defenderse siempre en desventaja
un guardia pelirrojo galopa hacia el desaliento
un hombre abatido trata de huir sin convicción
y salta por los aires
como una inobjetable bailarina
como una cachiporra decidida y alegre

un winchester se escurre por la ventana
el delgado brazo de dulcinea
ha llamado a su amante
su boca suelta un escueto disparo
nadie puede insultar
y vuelven las miradas furtivas
de tu primera seducción

no te quedes allí
se agolpan demasiadas memorias
ceden los flancos prematuramente envejecidos
la ciudad cruje
gime en el tiempo un dolor común y diverso
el aire es irrespirable
la gente grita
los hombres tienen miedo y se demoran
el trapecista salta
y el gloster meteor cae en picada
a morir entre los escombros como-un-delicado-pétalo

han bombardeado sin orden
sin método aparente
han destruido con torpeza
dejaron lo mejor intacto
nadie pensó que algo pudiera salvarse
en el aire se ha extraviado el velo de la favorita
no quedan misterios
el desatino y el amor se han perdido 
    irremediablemente
los gritos de libertad se confunden con el desaliento
alguien saluda
las proclamas de las aparentes revoluciones
entusiasman y espantan
bandadas alegres de avestruces
trotan para esconderse
en la tierra temblorosa y caliente

suena la voz inexperta de los nuevos mandatarios
los receptores levantan la cabeza
es la voz de los jefes
el clarín de las soluciones
entre aplausos llega el último arturo de la dinastía
flamean los blasones de downing street
vibran las trompetas de rockefeller center
huye en la llanura
cuando esas sombras aparecen
cuando toman el aspecto carnívoro
de los grandes pájaros
tiembla ante el petróleo
ante la tierra arrebatada
temblorosa como una doncella

han raptado a las sabinas
lentamente irán creciendo
los gritos de venganza
el clamor subirá con un nuevo temblor
una fragancia nueva calmará sus cabellos
una nueva sonrisa abrirá su rostro
iluminará su cuerpo
acariciará sus manos postergadas

tiembla ante el signo
de esta triste parte de américa
de este penoso sector de la desesperanza
huye de la quietud y la misericordia
del amor de nuestra santa madre
que así nos ama
de macarthy el romano
construyendo las estrofas más bellas
a la luz del incendio

el sol ha dejado de brillar
no hay calor
no hay energías en esta temblorosa tierra
hay gemidos en la ciudad
tiembla un dolor mudo y expectante
una tierna vacilación
una certidumbre que demora
un riesgo que incita y escapa
aquel titubeante desafío
otro lenguaje otro amor
otro enigma
otro tiempo

merecías estar lejos de este destino y esta tristeza
de esta autocompasión
de los estragos del alcohol
quisieras otra tibieza sin errores
una mano sin contradicciones abiertas
palabras sin dolor
sin culpa de otras memorias
una tregua
una irremediable venganza

perdón por los que nacen
por los que caen para siempre sin probar una 
    ternura breve o amarga
por la urgencia
por el amor que no supimos ejercitar
por las ideas que no pudimos imponer
por las mujeres que no entendimos
por el fracaso
por los éxitos de esta vida
perdón por hacer el amor
con los resplandores de este mal tiempo
con este signo impropicio y viejo
por gustar de la mujer
especialmente en la espesura de la siesta
y tocarla buscando el vigor amplio y sin nombre
que estalla en su forma
perdón por no aguardarla
por la resonancia que esperabas de su carne
por olvidarla fácilmente
y confundirla
por una torpeza inútil o por pereza o por falta de 
    volundad 
o cansancio
o por designio o fatalidad o capricho de este 
    mundo
donde no hay un momento para ganar
ni nada bueno que perder
ni tiempo de darse cuenta de los vientos que soplan
esperábamos otra cosa de los aires del mundo
que un milagro impusiera un nuevo destino
un destino que no ganamos que no pudo 
    correspondernos

toda la noche pasó sobre nosotros
sin que ella llegara
desfalleció el champagne
evaporándose con las notas de la última balalaika
sobre la calle brilló una luz imprecisa
con el estallido del póstumo souvenir
su ausencia era leve
un departamento dejaba filtrar
un pálido resplandor
y toda suposición fue posible
y el mundo se rehizo sin lamentos
de sus propios despojos

se inventaron los-sueños-dorados
entre las perfumadas basuras
de la calle donde estuvimos esperando
voló por los aires
un camisón perfectamente frágil y rosado
voló como un hada protectora
a la hora triste y perfecta de la tarde
es éste un país en el cual se fornica a toda hora
en la hora de la serenidad y en la del peligro
se fornica con esposas propias y ajenas
con parientes
en grupos de toda edad
hombres entre sí mujeres entre ellas
fornican como pueden en este país
en este país se fornica sin alegría
no se ama como uno quisiera
en este país estamos muy tristes
nos ha ocurrido una desgracia
y ahora no hay sosiego en el corazón desorientado
y se tiene miedo
y todos quisieran abandonarse
y claman por una tregua
y no pueden amar como soñaron
ni reconocer que otros vendrán
sin nuestro señorío sin nuestra incapacidad

un camisón puro y eterno
se nos escapa siempre de las manos
se nos vuela
y ahora sentimos el luto de las mujeres
ocultas para sufrir su dolor inexcusable

una lengua rosada
se introduce en un rosado orificio
y se conmueve una pálida noche sin horizontes


De Nombres (1956-1959)


Fin y principios

Estoy en los ruidos de la tristeza,
en las tablas de la perdición, 
en el aire de este tiempo maldito, infortunado;
llovizna criminal y sucia.

En aventuras, en la queja
del muerto y el terror de los vivos y el soplo
de los convalecientes. 

Estoy en el clamor encontrado, fuera
de la felicidad y el fascismo y el olvido sin escuchar
la clausura y la ausencia,
sin tolerar la conmiseración, o desconocer
la alegría o la bondad o el dolor del caído.

Sin sentir resignaciones, sufriendo con rabia
la esperanza, viviendo a mi manera.


Del otro lado

Cuando estuvimos desesperados, alguien
contó la historia.

No se la puede escuchar serenamente, tiemblan
las manos, el corazón se encoge de dolor;
da un poco de miedo mirar a la gente, detenerse.

Ocurre lo de siempre.

Estábamos perdidos y la historia era confusa. Nada 
tenía que ver con la certeza, ni
con el muslo de la bataclana. No
intervinieron traiciones; no es
una vulgar historia de fervores o de mantenidas.

Tu mano es necesaria para sobrellevarla. También
aquella vez (siempre aquella vez) apagaron
las luces y fue necesaria la presencia de tu mano.

Nos apretamos las manos en la sala impenetrable, 
    temblamos
ante la cólera que aún no se había manifestado
    que nunca
llegaría a marcarnos como sospechábamos, sino
de otra manera. Nuestras manos
procuraban ordenar el temblor, dominar el
    doloroso pánico;
y todo porque Humphrey Bogart había resucitado.

Estábamos perdidos en aquel
cine y él no era como el redentor; su cruz
no era un mandato, era
la inteligencia del hombre, era la resurrección
de la ciencia y de nuestros queridos finados.

Hace mucho que nos pasó esto; la mano
fría del cadáver impenitente
rozaba los sueños,
acariciaba nuestros tiernos rostros despavoridos.

Desde aquella vez no sabemos qué hacer con las 
    historias
con los muertos que no aceptan su desdichada 
    condición, no
sabemos qué hacer con el miedo; no sabemos
encontrar nuestras manos, nuestra
tristeza. El mundo inconsistente.

Hubo muchas anécdotas como ésta ¿Quién
no tiene cosas horribles que contar? ¿Quién no tiene
su historia? Pero nadie supo qué decir, nadie supo
qué hacer, cuando alguien contó la historia.

Seguramente al escucharla buscarás una mano; será
como antes, pero enseguida
intentará olvidar que estuvimos tristes o asustados.

Tampoco sabrás qué decir cuando se haga tarde;
    lo de siempre:
tendrás ganas de llorar, y nada más.

Nadie esperaba una historia como ésta, tan
    lamentable ¿Por qué
no llorar entonces? ¿Por qué no perderse en la
    espesura de la sala?

Se derramará sobre tu memoria,
como el alcohol que se vuelca entre los nervios y
    la madrugada;
la historia sobrevolará tu linda cabecita,
será un cuervo que sacudirá tus entrañas
    corrompidas,
que despeinará cariñosamente tu pelo


La pura verdad

Si ustedes lo permiten,
prefiero seguir viviendo.

Después de todo y de pensarlo bien, no tengo
motivos para quejarme o protestar:

siempre he vivido en la gloria: nada
importante me ha faltado.

Es cierto que nunca quise imposibles; enamorado
de las cosas de este mundo con inconsciencia 
    y dolor y miedo y apremio.

Muy de cerca he conocido la imperdonable alegría; 
    tuve
sueños espantosos y buenos amores, ligeros y 
    culpables.

Me avergüenza verme cubierto de pretensiones; 
    una gallina torpe,
melancólica, débil, poco interesante,

un abanico de plumas que el viento desprecia,
caminito que el tiempo ha borrado.

Los impulsos mordieron mi juventud y ahora, sin
    darme cuenta, voy iniciando
una madurez equilibrada, capaz de enloquecer a
    cualquiera o aburrir de golpe.

Mis errores han sido olvidados definitivamente; 
    mi memoria ha muerto y se queja
con otros dioses varados en el sueño y los malos sentimientos.

El perecedero, el sucio, el futuro, supo acobardarme,
    pero lo he derrotado
para siempre; sé que futuro y memoria se vengarán 
    algún día.
Pasaré desapercibido, con falsa humildad, como 
    la Cenicienta, aunque algunos

me recuerden con cariño o descubran mi zapatito
    y también vayan muriendo.

No descarto la posibilidad
de la fama y del dinero; las bajas pasiones y la 
    inclemencia.

La crueldad no me asusta y siempre viví 
    deslumbrado
por el puro alcohol, el libro bien escrito, la carne 
    perfecta.

Suelo confiar en mis fuerzas y en mi salud
y en mi destino y en la buena suerte:

sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido
y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra 
    desidia.

Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de 
    una palabra;
compartir este calor, esta fatalidad que quieta no
    sirve y se corrompe.

Puedo hablar y escuchar la luz
y el color de la piel amada y enemiga y cercana.

Tocar el sueño y la impureza,
nacer con cada temblor gastado en la huida

Tropiezos heridos de muerte;
esperanza y dolor y cansancio y ganas.

Estar hablando, sostener
esta victoria, este puño; saludar, despedirme

Sin jactancias puedo decir
que la vida es lo mejor que conozco.



De Del otro lado (1960-965)


Milonga del marginado paranoico

Parece mentira
que haya llegado a tener
la culpa de todo lo que ocurre
en el mundo; pero es así. Han tratado
de disuadirme psicólogos y sociólogos de mi tiempo,
me han dado razones de peso técnico largamente
formuladas y
parcialmente ciertas. Pero
yo sé que soy culpable de los dolores
que aquí siento y recorren el mundo; de las 
    soledades
que lo van vaciando: quisiera saltar
como Juan L. Ortiz, vociferar
como Oliverio Girondo, pero: primero, ellos me 
    ganaron
de mano; segundo, no me sale bien y aquí
empieza todo nuevamente: otro sufrimiento
igual a diapasones y recursos
que conozco perfectamente y que no vale la pena
repetir: primero, para no emularlos; segundo, 
    porque tendré que ir
reconociendo que no he sabido
hacerme entender. Y esto es agudo como un ataque
que nos traga la lengua; pido entonces disculpas

por la mala impresión, por las exageraciones.



De Poemas póstumos (1970-1972)


La verdad es la única realidad

Del otro lado de la reja está la realidad, de
este lado de la reja también está
la realidad; la única irreal
es la reja; la libertad es real aunque no se sabe 
    bien
si pertenece al mundo de los vivos, al
mundo de los muertos, al mundo de las
fantasías o al mundo de la vigilia, al de la 
    explotación o de la producción.
Los sueños, sueños son; los recuerdos, aquel
cuerpo, ese vaso de vino, el amor y
las flaquezas del amor, por supuesto, forman
parte de la realidad; un disparo en
la noche, en la frente de estos hermanos, de estos 
    hijos, aquellos
gritos irreales de dolor real de los torturados en
el angelus eterno y siniestro en una brigada de 
    policía
cualquiera
son parte de la memoria, no suponen 
    necesariamente el presente, pero pertenecen a 
    la realidad. La única aparente
es la reja cuadriculando el cielo, el canto
perdido de un preso, ladrón o combatiente, la voz
fusilada, resucitada al tercer día en un vuelo 
    inmenso cubriendo la Patagonia
porque las 
masacres, las redenciones, pertenecen a la realidad, 
    como
la esperanza rescatada de la pólvora, de la inocencia
estival: son la realidad, como el coraje y la 
    convalecencia
del miedo, ese aire que se resiste a volver 
    después del peligro
como los designios de todo un pueblo que 
    marcha hacia la victoria
o hacia la muerte, que tropieza, que aprende a 
    defenderse, a rescatar lo suyo, su
realidad.
Aunque parezca a veces una mentira, la única
mentira no es siquiera la traición, es
simplemente una reja que no pertenece a la 
    realidad.


Cárcel de Villa Devoto, abril de 1973.


Por soledades

Un hombre es perseguido, una
familia entera, una organización, un pueblo. La 
responsable de esta situación no es la codicia, 
    sino un
comerciante con sus precios, con la imposición 
de las reglas del juego. Los empresarios, la policía 
con la imposición de las reglas del juego. Por eso 
ese hombre, ese pueblo, esa familia, esa 
    organización, se
siente perseguida. Es más, comienzan
a perseguirse entre ellos, a delatarse,
a difamarse, y juntos, a su vez, se lanzan a perseguir
quimeras, a olvidarse de las legítimas,
de las costosas pero realizables aspiraciones;
marginan la penosa esperanza. Entonces
toda la familia, todo el pueblo, entra
en el nivel más alto de la persecución: la 
    paranoia, esa
refinada búsqueda de los
    perseguidos históricos y culturales.
    Y ésta
es la triste historia de los pueblos
derrotados, de las familias envilecidas
de las organizaciones inútiles, de los hombres
    solitarios, la
llama que se consume sin el viento, los aires
que soplan sin amor, los amores que se marchitan
sobre la memoria del amor o sus fatuas
    presunciones.


De Cuentos de batalla (1973-1976).




 (Fuente: Poemas de batalla, Buenos Aires, Planeta, 1999).






FRANCISCO URONDO (ARGENTINA, 1930-1976).