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agosto 18, 2015

POEMAS DE POETA EN NUEVA YORK - FEDERICO GARCÍA LORCA



Foto: abc.es



III. Calles y sueños

                                                                              A Rafael R. Rapún

                                                 Un pájaro de papel en el pecho
                                                 dice que el tiempo de los besos no ha llegado
                                                                                          Vicente Aleixandre


1. Danza de la muerte

El mascarón. ¡Mirad el mascarón! 
¡Cómo viene del África a New York!

Se fueron los árboles de la pimienta, 
los pequeños botones de fósforo. 
Se fueron los camellos de carne desgarrada
y los valles de luz que el cisne levantaba con el pico.

Era el momento de las cosas secas,
de la espiga en el ojo y el gato laminado,
del óxido de hierro de los grandes puentes 
y el definitivo silencio del corcho. 

Era la gran reunión de los animales muertos,
traspasados por las espadas de la luz; 
la alegría eterna del hipopótamo con las pezuñas de ceniza
y de la gacela con una siempreviva en la garganta. 

En la marchita soledad sin honda
el abollado mascarón danzaba. 
Medio lado del mundo era de arena,
mercurio y sol dormido el otro medio. 

El mascarón. ¡Mirad el mascarón! 
!Arena, caimán y miedo sobre Nueva York!

Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío 
donde sonaban las voces de los que mueren bajo el guano.
Un cielo mondado y puro, idéntico a sí mismo, 
con el bozo y lirio agudo de sus montañas invisibles, 

acabó con los más leves tallitos del canto
y se fue al diluvio empaquetado de la savia, 
a través del descanso de los últimos desfiles, 
levantando con el rabo pedazos de espejos. 

Cuando el chino lloraba en el tejado
sin encontrar el desnudo de su mujer 
y el director del banco observando el manómetro
que mide el cruel silencio de la moneda, 
el mascarón llegaba al Wall Street. 

No es extraño para la danza
este columbario que pone los ojos amarillos.
De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso
que atraviesa el corazón de todos los niños pobres. 
El ímpetu primitivo baila con el ímpetu mecánico, 
ignorantes en su frenesí de la luz original. 
Porque si la rueda olvida su fórmula, 
ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos:
y si una llama quema los helados proyectos, 
el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.

No es extraño este sitio para la danza, yo lo digo. 
El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números,
entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados 
que aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces, 
¡oh salvaje Norteamérica! ¡oh impúdica! ¡oh salvaje, 
tendida en la frontera de la nieve! 

El mascarón. ¡Mirad el mascarón! 
¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York! 

Yo estaba en la terraza luchando con la luna. 
Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.
En mis ojos bebían las dulces vacas de los cielos. 
Y las brisas de largos remos 
golpeaban los cenicientos cristales de Broadway.

La gota de sangre buscaba la luz de la yema del astro 
para fingir una muerta semilla de manzana. 
El aire de la llanura, empujado por los pastores,
temblaba con un miedo de molusco sin concha. 

Pero no son los muertos los que bailan, 
estoy seguro. 
Los muertos están embebidos, devorando sus propias manos.
Son los otros los que bailan con el mascarón y su vihuela;
son los otros, los borrachos de plata, los hombres fríos, 
los que crecen en el cruce de los muslos y llamas duras,
los que buscan la lombriz en el paisaje de las escaleras,
los que beben en el banco lágrimas de niña muerta 
o los que comen por las esquinas diminutas pirámides del alba.

¡Que no baile el Papa! 
¡No, que no baile el Papa! 
Ni el Rey, 
ni el millonario de dientes azules,
ni las bailarinas secas de las catedrales,
ni constructores, ni esmeraldas, ni locos, ni sodomitas.
Sólo este mascarón, 
este mascarón de vieja escarlatina,
¡sólo este mascarón! 

Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,
que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas, 
que ya la Bolsa será una pirámide de musgo, 
que ya vendrán lianas después de los fusiles 
y muy pronto, muy pronto, muy pronto. 
¡Ay, Wall Street! 

El mascarón. ¡Mirad el mascarón! 
¡Cómo escupe veneno de bosque 
por la angustia imperfecta de Nueva York!


Diciembre, 1929.


2. Paisaje de la multitud que vomita

                                                                                  Anochecer en Coney Island

La mujer gorda venía delante 
arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados 
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido 
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Son los cementerios, lo sé, son los cementerios 
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,
son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora 
los que nos empujan en la garganta.

Llegaban los rumores de la selva del vómito 
con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,
con árboles fermentados y camareros incansables
que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.
Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.
No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,
ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.
Son los muertos que arañan con sus manos de tierra 
las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.

La mujer gorda venía delante
con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.
El vómito agitaba delicadamente sus tambores 
entre algunas niñas de sangre
que pedían protección a la luna.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!
Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía, 
esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol 
y despide barcos increíbles 
por las anémonas de los muelles.
Me defiendo con esta mirada 
que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,
yo, poeta sin brazos, perdido 
entre la multitud que vomita, 
sin caballo efusivo que corte 
los espesos musgos de mis sienes.
Pero la mujer gorda seguía delante 
y la gente buscaba las farmacias 
donde el amargo trópico se fija.
Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes
la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.


New York, 29 de diciembre de 1929.


3. Paisaje de la multitud que orina

                                                                                         Nocturno de Battery Place

Se quedaron solos:
aguardaban la velocidad de las últimas bicicletas.
Se quedaron solas:
esperaban la muerte de un niño en el velero japonés.
Se quedaron solos y solas, 
soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes,
con el agudo quitasol que pincha 
al sapo recién aplastado,
bajo un silencio con mil orejas
y diminutas bocas de agua 
en los desfiladeros que resisten
el ataque violento de la luna.
Lloraba el niño del velero y se quebraban los corazones
angustiados por el testigo y la vigilia de todas las cosas 
y porque todavía en el suelo celeste de negras huellas
gritaban nombres oscuros, salivas y radios de níquel.
No importa que el niño calle cuando le clavan el último alfiler,
no importa la derrota de la brisa en la corola del algodón,
porque hay un mundo de la muerte con marineros definitivos
que se asomarán a los arcos y os helarán por detrás de los árboles.
Es inútil buscar el recodo
donde la noche olvida su viaje
y acechar un silencio que no tenga 
trajes rotos y cáscaras y llanto, 
porque tan sólo el diminuto banquete de la araña
basta para romper el equilibrio de todo el cielo. 
No hay remedio para el gemido del velero japonés,
ni para estas gentes ocultas que tropiezan con las esquinas.
El campo se muerde la cola para unir las raíces en un punto 
y el ovillo busca por la grama su ansia de longitud insatisfecha.
¡La luna! Los policías. ¡Las sirenas de los transatlánticos! 
Fachadas de crin, de humo, anémonas; guantes de goma.
Todo está roto por la noche,
abierta de piernas sobre las terrazas.
Todo está roto por los tibios caños 
de una terrible fuente silenciosa. 
¡Oh gentes! ¡Oh mujercillas! ¡Oh soldados!
Será preciso viajar por los ojos de los idiotas,
campos libres donde silban las mansas cobras deslumbradas,
paisajes llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas,
para que venga la luz desmedida 
que temen los ricos detrás de sus lupas,
el olor de un solo cuerpo con la doble vertiente de lis y rata
y para que se quemen estas gentes que pueden orinar alrededor de un gemido 
o en los cristales donde se comprenden las olas nunca repetidas.


4. Asesinato

                                                            Dos voces de madrugada en Riverside Drive

-¿Cómo fue? 
-Una grieta en la mejilla.
¡Eso es todo! 
Una uña que aprieta el tallo. 
Un alfiler que bucea 
hasta encontrar las raicillas del grito. 
Y el mar deja de moverse. 
-¿Cómo, cómo fue? 
-Así 
-¡Déjame! ¿De esa manera? 
Sí. 
El corazón salió solo.
-¡Ay, ay de mí!


5. Navidad en el rio Hudson

¡Esa esponja gris!
Ese marinero recién degollado.
Ese río grande.
Esa brisa de límites oscuros.
Ese filo, amor, ese filo.
Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo.
con el mundo de aristas que ven todos los ojos,
con el mundo que no se puede recorrer sin caballos.
Estaban uno, cien, mil marineros 
luchando con el mundo de las agudas velocidades,
sin enterarse de que el mundo 
estaba solo por el cielo.

El mundo solo por el cielo solo.
Son las colinas de martillos y el triunfo de la hierba espesa.
Son los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.
El mundo solo por el cielo solo 
y el aire a la salida de todas las aldeas.
Cantaba la lombriz el terror de la rueda 
y el marinero degollado 
cantaba al oso de agua que lo había de estrechar;
y todos cantaban aleluya, 
aleluya. Cielo desierto. 
Es lo mismo, ¡lo mismo!, aleluya.

He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales
dejándome la sangre por la escayola de los proyectos,
ayudando a los marineros a recoger las velas desgarradas.
Y estoy con las manos vacías en el rumor de la desembocadura.
No importa que cada minuto
un niño nuevo agite sus ramitos de venas,
ni que el parto de la víbora, desatado bajo las ramas,
calme la sed de sangre de los que miran el desnudo.
Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura.
Alba no. Fábula inerte.
Sólo esto: desembocadura.
¡Oh esponja mía gris!
¡Oh cuello mío recién degollado!
¡Oh río grande mío!
¡Oh brisa mía de límites que no son míos!
¡Oh filo de mi amor, oh hiriente filo!


New York, 27 de diciembre de 1929.


6. Ciudad sin sueño

                                                                                Nocturno de Brooklyn Bridge

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. 
No duerme nadie. 
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas. 
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie. 
No duerme nadie. 
Hay un muerto en el cementerio más lejano 
que se queja tres años 
porque tiene un paisaje seco en la rodilla; 
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto 
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase. 

No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta! 
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni sueño: 
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes 
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso 
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.

Un día 
los caballos vivirán en las tabernas 
y las hormigas furiosas 
atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas. 

Otro día 
veremos la resurrección de las mariposas disecadas 
y aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta! 
A los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,
a aquel muchacho que llora porque no sabe la invención del puente
o a aquel muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,
hay que llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,
donde espera la dentadura del oso, 
donde espera la mano momificada del niño
y la piel del camello se eriza con un violento escalofrío azul.

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. 
No duerme nadie. 
Pero si alguien cierra los ojos,
¡azotadlo, hijos míos, azotadlo! 
Haya un panorama de ojos abiertos 
y amargas llagas encendidas. 
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
Ya lo he dicho. 
No duerme nadie. 
Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
abrid los escotillones para que vea bajo la luna 
las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.


7. Panorama ciego de Nueva York

Si no son los pájaros 
cubiertos de ceniza,
si no son los gemidos que golpean las ventanas de la boda,
serán las delicadas criaturas del aire 
que manan la sangre nueva por la oscuridad inextinguible.
Pero no, no son los pájaros, 
porque los pájaros están a punto de ser bueyes;
pueden ser rocas blancas con la ayuda de la luna 
y son siempre muchachos heridos
antes de que los jueces levanten la tela.
Todos comprenden el dolor que se relaciona con la muerte,
pero el verdadero dolor no está presente en el espíritu.
No está en el aire ni en nuestra vida,
ni en estas terrazas llenas de humo.
El verdadero dolor que mantiene despiertas las cosas 
es una pequeña quemadura infinita
en los ojos inocentes de los otros sistemas.

Un traje abandonado pesa tanto en los hombros 
que muchas veces el cielo los agrupa en ásperas manadas.
Y las que mueren de parto saben en la última hora 
que todo rumor será piedra y toda huella latido.
Nosotros ignoramos que el pensamiento tiene arrabales
donde el filósofo es devorado por los chinos y las orugas.
Y algunos niños idiotas han encontrado por las cocinas 
pequeñas golondrinas con muletas 
que sabían pronunciar la palabra amor.

No, no son los pájaros.
No es un pájaro el que expresa la turbia fiebre de laguna,
ni el ansia de asesinato que nos oprime cada momento,
ni el metálico rumor de suicidio que nos anima cada madrugada,
Es una cápsula de aire donde nos duele todo el mundo,
es un pequeño espacio vivo al loco unisón de la luz,
es una escala indefinible donde las nubes y rosas olvidan
el griterío chino que bulle por el desembarcadero de la sangre.
Yo muchas veces me he perdido 
para buscar la quemadura que mantiene despiertas las cosas
y sólo he encontrado marineros echados sobre las barandillas 
y pequeñas criaturas del cielo enterradas bajo la nieve.
Pero el verdadero dolor estaba en otras plazas 
donde los peces cristalizados agonizaban dentro de los troncos;
plazas del cielo extraño para las antiguas estatuas ilesas 
y para la tierna intimidad de los volcanes.
No hay dolor en la voz. Sólo existen los dientes,
pero dientes que callarán aislados por el raso negro.
No hay dolor en la voz. Aquí sólo existe la Tierra.
La Tierra con sus puertas de siempre 
que llevan al rubor de los frutos.


8. Nacimiento de Cristo

Un pastor pide teta por la nieve que ondula 
blancos perros tendidos entre linternas sordas. 
El Cristito de barro se ha partido los dedos 
en los tilos eternos de la madera rota. 

¡Ya vienen las hormigas y los pies ateridos! 
Dos hilillos de sangre quiebran el cielo duro. 
Los vientres del demonio resuenan por los valles 
golpes y resonancias de carne de molusco. 

Lobos y sapos cantan en las hogueras verdes 
coronadas por vivos hormigueros del alba. 
La luna tiene un sueño de grandes abanicos 
y el toro sueña un toro de agujeros y de agua. 

El niño llora y mira con un tres en la frente, 
San José ve en el heno tres espinas de bronce. 
Los pañales exhalan un rumor de desierto 
con cítaras sin cuerdas y degolladas voces. 

La nieve de Manhattan empuja los anuncios 
y lleva gracia pura por las falsas ojivas. 
Sacerdotes idiotas y querubes de pluma 
van detrás de Lutero por las altas esquinas.


9. La aurora

La aurora de Nueva York tiene 
cuatro columnas de cieno 
y un huracán de negras palomas
que chapotean en las aguas podridas.

La aurora de Nueva York gime 
por las inmensas escaleras 
buscando entre las aristas 
nardos de angustia dibujada. 

La aurora llega y nadie la recibe en su boca 
porque allí no hay mañana ni esperanza posible. 
A veces las monedas en enjambres furiosos 
taladran y devoran abandonados niños. 

Los primeros que salen comprenden con sus huesos 
que no habrá paraísos ni amores deshojados; 
saben que van al cieno de números y leyes, 
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto. 

La luz es sepultada por cadenas y ruidos 
en impúdico reto de ciencia sin raíces. 
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.




FEDERICO GARCÍA LORCA (ESPAÑA, 1898-1936).