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junio 01, 2015

PAPELES DE RECIENVENIDO (Fragm.) - MACEDONIO FERNÁNDEZ



Confesiones de un recién llegado al mundo literario
(Esforzados estudios y brillantes primeras equivocaciones)

Tengo que asentar las siguientes observaciones y otras no menos siguientes que me comprometo a que se me ocurran.
Con motivo de la carestía de los cigarrillos, éstos se han puesto más baratos, y para que parezcan menos cortos, los hacen más largos. Para una persona que por primera vez es un recién llegado, esto le confunde de tal manera que le entra el sentimiento de que lo están viendo por la calle desnudo saliendo de una sastrería.
No es menos cierto que existen insomnios que afectan al mismo tiempo la facultad de dormir y la de estar despierto; y, lo digo con toda la seriedad del hombre durmiendo, para elegir entre dos coqueterías, óptese por la peculiaridad de ser un gran dormilón, porque es factible aparentar dormir -aunque fatigoso-, y no es fácil aparentar estar despierto. Aquí se sabe (por los diarios, como todo) que una persona que ha sido despertada durante un simple cuarto de hora, por la caída del techo sobre su cama, o por el paso sigiloso de un gato por la pared que debería tener el terreno de enfrente, y continúa durmiendo de seguida hasta que la desayune alguna sirvienta, no dejará de proclamar por todo el día siguiente, el infalible día que cuelga de cada noche por su extremo Este; "No he pegado los ojos esta noche". Obsérvese lo que es la obra de insomnio: quita el sueño en torno nuestro y a veces al mismo paciente.
Cuando un día anterior es precedido de un siguiente, contando desde adelante, ocurre una separación entre los dos practicada mediante una noche, intervalo de faroles, tropezones y comisarías, que muchas personas ocupan en preparar un conversación sobre insomnio, para las personas de su familia; hay quienes hasta durmiendo piensan en los suyos.
Recién llegado por definición es: aquella diferente persona notada en seguida por todos, que llegado recién a un país de la clase de los diferentes, tiene el aire digno de un hombre que no sabe si se ha puesto los pantalones al revés, o el sombrero derecho en la cabeza izquierda, y no se decide a cerciorarse del desperfecto en público, sino que se concentra en una meditación sobre eclipses, ceguera de los transeúntes, huelga de los repartidores de luz, invisibilidad de los átomos y del dinero de papá, y así logra no ser visto.


("Proa", 1922) 

[...]

Cómo pudo llegar el caso
de un brindis oral de faltante

No es éste el brindis desmontable de mi invención, ha tiempo patentada, ni "el de otro banquete" que barnizado se aprovecha luego por segunda vez. Este no es, tampoco, el brindis aprovechado ahora clandestinamente, de faltar a otro banquete, al que llegué tarde y a otro restaurante, y el día antes, caso de puntualidad relativa, disminuida por exceso, en el que comprendí que el campo de la impuntualidad no está solo en lo después de lo puntual, zona de lo tardío, sino en lo prematuro, zona del "estar verde" todavía. (Y no recordaré aquí la conducta sensata del hombre que no faltaba a ningún entierro, extrema diligencia en esto que admiraba a todos; y requiriéndosele para que explicase cómo había sido siempre tan puntual, manifestó que lo era en todo sepelio de otros para que en agradecimiento de ello se le disculpara si por acaso llegaba tarde al propio, pues, dijo, sólo se permitía ser perezoso en cosas propias). Sin embargo, quizá, con mi ir el día antes, conseguí un resultado perverso de despojo de la puntualidad ajena, pues hice al momento inasistentes a todos.
Pero, como digo, no es éste ese brindis; ahora es el profundo desahogo de haber faltado a todo aquello a que asistí, por mi condición delgada y pequeña de físico, de inadvertible, a quien por extraña arbitrariedad no le fue dada nunca la presencia completa, haciéndome el perpetuo impresenciado; mi minusculidad hízome parecer en cualquier lugar que no estaba allí todavía, como un existente con pero, un "ya, pero", siempre un "recién" de llegar de la Nada; aún menos que llegar: un no quedado en la Nada, llegar es demasiado positivo.
Así como nadie, aunque sea alguno, despiértase sin creer haber estado despierto algo antes —obsérvense ustedes y lo notarán así: es estrictamente psicológica la impresión en todos los despertares de haber estado despierto desde unos momento antes. En estado de expectativa de un hecho cierto ocurre también lo mismo: noten ustedes que cuando se aguarda, preocupado, un llamamiento telefónico y oímos sonar la campanilla, parécenos que desde algunos segundos antes ya la estábamos oyendo—, así yo no conseguía empezar a estar presente, ni más ni menos que les ocurría a los primeros trenes, tan lentos y torpes, que hasta después de un rato no estaban en la estación a que habían llegado. Advertía siempre que había en torno mío incredulidad; amable pero incrédulamente se me recibía siempre; a veces, el que me saludaba y me tendía la mano creía estar en el ridículo de hablar y gesticular solo, y para disimular su confusión se dirigía a los circunstantes alegando que había intentado cazar una polilla, lo que aumentaba su ridículo porque es sabido que las polillas se cazan con un aplauso de dos manos, a diferencia de los mosquitos que se matan sin aplaudirlos, con una sola mano.
Las presentaciones son mi tortura; y mi envidia de toda la vida es la obesidad de todas las cosas, el extravolumen que, por contragolpe, hacía comparable, como veis, a una presencia de polilla la mía.
Sin embargo, mi educación, mi ambiente, mi género de vida, mi inadvertido género de vida, me habían hecho extremadamente sociable, con horror de la soledad, de la cual, empero, no podía escapar ni en compañía. Todos estos sentimientos y resentimientos de esta terrible negación del destino para acordarme presencia, calidad de concurrente, como cualquier mortal, me han constreñido a este desahogo en que hago la oratoria de un faltante irremediable. En mi condición de inadvertible, pues ahora pienso que vosotros no me advertís y me resigno a este irremediable mío, concluiré diciendo: Señores obsequiados y señores invitantes al banquete cuya circular he recibido: siéndome imposible la presencia, por causas misteriosas que nada tienen que ver con la falta de puntualidad de la planchadora en traerme la camisa recién planchada ni con la perversidad del objeto: el botón que se ha corrido debajo de la cama, sino con una puntualidad de faltar adherida a mi vida con misteriosa inherencia, os ruego disculpéis mi inasistencia al homenaje a que me he asociado de todo corazón, perdonándome plenamente como si hubiera alegado no poder asistir a él por no tener noticia alguna de tal homenaje o por haber llegado tarde a la verdad que trae en horario aquí.
Lo más concentrado de lo doloroso de esta preocupación de no tener presencia en un mundo en que la hay hasta para la "presencia" de ánimo, es la imposibilidad deprimente de lograr alguna vez "estorbar" algo a alguien. Sólo me han halagado las situaciones, en fiestas de convite y danza muy concurridas y agitadas, que me deparaban los atareados mozos, justamente exigentes e irritables que cruzan entre movibles parejas y mesas apiñadas con la abundante todollevabilidad de su luciente bandeja cargada de fragilidades e inestabilidades, temblorosa de líquidos en vasos estremecidos, indicándome con un violento ademán apartarme y no molestar. ¡Molestar a ojos vistas, en un inadvertible! ¡Qué buen recuerdo y amistad guardo a los mozos de mal humor!

Fin

Nótese que algunos artículos llevan al pie la palabra Fin, porque los más de mis lectores se quejan de que escribo muy corto, sin darme cuenta de que son ellos los que dejan de leerme cerca del principio.
La palabra Fin hace constar que no he sido yo el que abandonó la compañía del lector. Que los lectores no se fíen y sigan; que no es auténtico ningún "acabado" —como dicen los vendedores de relucientes coches— de mis colaboraciones sin esa palabra, y faltando ella deberéis seguir leyendo. Les aconsejo, pues, sospechar de su impulso toda vez que crean concluido el artículo muy cerca de su comienzo.


Lo que sólo deben saber quienes esto escuchen

Seré el primer perorador que secreta con el público. Pero se entiende que al secreto que voy a confiaros no le haréis dar una vuelta tan grande que me alcance de retorno y me lo cuenten a mí mismo en el bar de allí enfrente, que es el de mi séptimo café de la tarde.
Los consagrados artistas que acaban de exponeros elogiosamente mis méritos han tenido razón. Bien sabía que para escribir ¡como yo escribo! debe tenerse quien nos dé de palos si escribimos mal. (Felices los lectores, ellos no me leyeron a la fuerza, como yo compuse, y mis libros están por venderse.) Por eso nos lastima mucho pensar en el destino de los que fueron universalmente señalados en el escribir bien: Quevedo, Poe, Cervantes, Steme, hoy mismo Kafka, Rilke, Supervielle, pues sabemos que alguien seguramente los esperaba, o los espera, en su casa, con un ceño y una ronquera terribles, si vienen del escribir mal.
Ahora el secreto. "Si Juanita no retorna mañana antes de las 8, pasado mañana la caso a la fuerza con su novio si hay registro civil. —¡Pero si hay todos los días registro civil!— Lo malo abunda." (Aquí el autor parece que ya sabía que se iba a equivocar porque habría de sacar un papel previstamente confundido. Y así, leído en alta voz ese papelito, seguiría impávidamente improvisando sin ése ni otro apunte.)
El secreto que iba a deciros, bien lo recuerdo, es éste: los consagrados artistas que han encomiado en este acto mi figura literaria, bien saben por qué lo han hecho, bien sé yo la carga que comienza para mí ahora que han terminado la suya.
Con el uno, me comprometí a que poco tiempo después de este elogio lo libraría de una vecina de balcón de enfrente de muy desairada persona que lo saetea con miradas, lo molesta con llamadas telefónicas y, en suma, todo lo hace menos ser bonita en su balcón. Con el otro, me obligué —es empleado público importante— a procurarle certificado médico mío para toda inasistencia que le conviniera justificar en su oficina; es sabido que nadie hasta hoy ha conseguido la condescendencia de obtener tal certificación de ninguno de los abogados de Buenos Aires: podéis, por tanto, juzgarla de preciosa. (Os dejo con lo que tampoco yo pude averiguar: por qué los abogados no otorgamos certificados médicos).
Con un tercero, me sometí a un pedido que me pareció muy raro: que usara siempre paraguas nuevos y lujosos y que con ellos concurriera todos los días de lluvia a su casa. Me imaginé que había elegido esos días para sus reuniones y quería ostentar no que en su casa también llueve como en las demás, lo que quizá algunos no le creerían, sino que tiene amigos dueños de ricos paraguas; se lo prometí. Mas parecía tener algo más que pedirme. Así es que me exigió también, y lo acepté, que en el momento de retirarme de cada una de esas visitas olvidara mi paraguas, por haberles dicho a sus amigos que él conocía al hombre más desmemoriado del mundo; y yo debía ser el amigo que era, al mismo tiempo, el hombre más desmemoriado del mundo.
Ya ven lo que he perdido por obtener el favor de opiniones sobre mi inteligencia; se le caen a uno del alma hasta las ganas de vivir mucho tiempo; poetas que sientan en pureza la poesía de la lluvia son muy pocos: lo que los más sentimos es el exquisito egoísmo de oír lluvia en nuestro techo en el día en que los otros la soportan por la calle, y yo quedo comprometido a dejar mi techo por el ajeno, para la música de lluvia, y ser transeúnte bajo el chaparrón. Y además, a olvidar un buen paraguas comprado para una sola vez, como cañón Bertha, en cada día de lluvia, sin contar mudarse del ser envidiado al ser compadecido, cuando llueve.
Y así, para cada uno de estos notables artistas me he obligado pesadamente; por tanto, mi deber de agradecimiento, que hondamente siento y acato, es para con nosotros, el público, único no sólo exento de todo interés, sino exento también de toda escasez de tiempo, pues que ha acudido aquí por un par de horas.
Para despedirme, voy a exponer una sintética confrontación entre la poesía de las grandes almas no literarias y la de los grandes artistas; o sea, entre lo estético artístico que hay en muy pocos y lo ético que hay en muchos.
Ramón Gómez de la Serna dijo, captando una exquisita sensación decorativa, un resorte urbanjartístico, que en los galgos de bronce del trayecto a Palermo (que han gustado tanto) se daba a Buenos Aires la más decisiva nota de empaque de gran ciudad. Le opongo la respuesta de una sensibilidad femenina de suprema percepción emocional: "Pues esos galgos me dieron pena: no pude sentir su belleza ni la resonancia ornamental o significativa que dispensan a la mole urbanística, porque lo que me conmovió contemplándolos fue el desesperante nada sentir de esos perros de metal, tan gráciles, que no tenían ni la vida de los pastitos que pisaban en su aparente correr."
¿Haría Gómez de la Sema la comparación justa entre ambos diferentes impulsos interpretativos del sentimiento?
Propondría a ese inmenso poeta, todavía, que se enfrentara el problema emocional (de Gusto), de cuál sería en él, cuál debería ser en el mayor poeta, la emoción de perfecta justeza ante un espectáculo que la misma mujer presenció. Habiendo llevado un nido a un deslumbrador circo, fue presentado en la arena un elefante pruebístico al que en el transcurso se le hizo erguirse sobre las dos patas, con lo que se vieron en su vientre unos letrerones con una propaganda sobre el mejor jabón de Buenos Aires. Se sublevó su sentimiento ante el humillante uso que se hacía de animal tan consagrado convivente con los humanos de todo el mundo, tan legendario; sintió hasta las lágrimas la sorpresa de tal insensibilidad hacia aquel pobre ser tantos años mansamente mártir de los fieros aprendizajes de circo.
¿Qué habría sentido Gómez de la Sema de esta villana ridiculización?*
Un ilustre tercer caso: alabóse a Wordsworth por haber dicho: Me repugnan las cópulas de las moscas en vuelo. En cambio, una hermosa argentina, no obstante su vejez, la pobreza en que había caído y el largo martirio de una parálisis que la tenía siempre en cama, decía: Me gustan las moscas, las moscas son alegría.
¿Quién de ambos poseía más imaginación y poesía en el alma?
Yo quiero decirle a este público generoso, que tampoco consienta que en su espíritu ceda la piedad a lo artístico, sino que se fíe y afirme en la impulsión ética aunque ejercite su percepción y su sensibilidad al par en la estética.
Aferrémonos a la piedad y entonados por ella el goce de lo bello y de lo artístico lo disfrutaremos con el sentimiento aditivo de merecerlo.



Le di al Editor en un solo libro 10 oportunidades de páginas en blanco: quedó tan enamorado de esta liberalidad con él que, metido en ánimos, previno a toda su clientela que su imprenta no aceptaba sino libro con 10 o más páginas en blanco. Sabido es que éstas son las originales páginas de editor en todo libro de páginas de autor. 




*Si las dos emociones referidas no son de estricta incumbencia artística, porque están rebasadas de la pulsación o compulsión de lo ético, ocurre que en ambas hay algo de lo impráctico o no eticoteleológico de la emoción estética, porque ni los galgos sentían la falta de vida ni el elefante la humillación. ¿Puede lo estético mantenerse incomprometido o debe ceder a la piedad?
Hay, a su vez, una diferencia parcial entre los dos ejemplos (aparte de la versión artística en cuanto al primero) y es que la piedad que despertaron los galgos esculturales está falta de un elemento esencial a la piedad: el impulso de acción para mitigar o remediar la carencia de vida de esos seres, mientras que para con el elefante cabe el impulso ético puesto en un esfuerzo para que el espectáculo no se repita. Pero no es alivio directo en favor de la víctima porque el elefante no siente esa humillación. 



MACEDONIO FERNÁNDEZ (ARGENTINA, 1874-1952).