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marzo 18, 2013

LAS DOS ORILLAS - CARLOS FUENTES

 

                                                                  Como los planetas en sus órbitas,

                                                                  el mundo de las ideas tiende a la

                                                                  circularidad.

    
                                                                                     Amos Oz, Amor tardío



                                                               Cambien de royaumes nous ignorent!

                                                                                     Pascal, Pensées.



10



Yo vi todo esto. La caída de la gran ciudad azteca, en medio del rumor de atabales, el choque del acero contra el pedernal y el fuego de los cañones castellanos. Vi el agua quemada de la laguna sobre la cual se asentó esta Gran Tenochtitlan, dos veces más grande que Córdoba.

Cayeron los templos, las insignias, los trofeos. Cayeron los mismísimos dioses. Y al día siguiente de la derrota, con las piedras de los templos indios, comenzamos a edificar las iglesias cristianas. Quien sienta curiosidad o sea topo, encontrará en la base de las columnas de la catedral de México las divisas mágicas del Dios de la Noche, el espejo humeante de Tezcatlipoca. ¿Cuánto durarán las nuevas mansiones de nuestro único Dios, construidas sobre las ruinas de no uno, sino mil dioses? Acaso tanto como el nombre de éstos; Lluvia, Agua, Viento, Fuego, Basura...

En realidad, no lo sé. Yo acabo de morir de bubas. Una muerte atroz, dolorosa, sin remedio. Un ramillete de plagas que me regalaron mis propios hermanos indígenas, a cambio de los males que los españoles les trajimos a ellos. Me maravilla ver, de la noche a la mañana, esta ciudad de México poblada de rostros carcarañados, marcados por la viruela, tan devastados como las calzadas de la ciudad conquistada. Se agita, hirviente, el agua de la laguna; los muros han contraído una lepra incurable; los rostros han perdido para siempre su belleza oscura, su perfil perfecto: Europa le ha arañado para siempre el rostro a este Nuevo Mundo que, bien visto, es más viejo que el europeo. Aunque desde esta perspectiva olímpica que me da la muerte, en verdad veo todo lo que ha ocurrido como el encuentro de dos viejos mundos, ambos milenarios, pues las piedras que aquí hemos encontrado son tan antiguas como las del Egipto y el destino de todos los imperios ya estaba escrito, para siempre, en los muros del festín de Baltasar.

Lo he visto todo. Quisiera contarlo todo. Pero mis apariciones en la historia están severamente limitadas a lo que de mí se dijo. Cincuenta y ocho veces soy mencionado por el cronista Bernal Díaz del Castillo en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España. Lo último que se sabe de mí es que ya estaba muerto cuando Hernán Cortés, nuestro capitán, salió en su desventurada expedición a Honduras en octubre de 1524. Así lo describe el cronista y pronto se olvida de mí.

Reaparezco, es cierto, en el desfile final de los fantasmas, cuando Bemal Díaz enumera el destino de los compañeros de la Conquista. El escritor posee una memoria prodigiosa; recuerda todos los nombres, no se le olvida un solo caballo, ni quien lo montaba. Quizás no tiene otra cosa sino el recuerdo con el cual salvarse, él mismo, de la muerte. O de algo peor: la desilusión y la tristeza. No nos engañemos; nadie salió ileso de estas empresas de descubrimiento y conquista, ni los vencidos, que vieron la destrucción de su mundo, ni los vencedores, que jamás alcanzaron la satisfacción total de sus ambiciones, antes sufrieron injusticias y desencantos sin fin. Ambos debieron construir un nuevo mundo a partir de la derrota compartida. Esto lo sé yo porque ya me morí; no lo sabía muy bien el cronista de Medina del Campo al escribir su fabulosa historia, y de allí que le sobre memoria, pero le falte imaginación.

No falta en su lista un solo compañero de la Conquista. Pero la inmensa mayoría son despachados con un lacónico epitafio: "Murió de su muerte". Unos cuantos, es cierto, se distinguen porque murieron "en poder de indios". Los más interesantes son los que tuvieron un destino singular y, casi siempre, violento.

La gloria y la abyección, debo añadir, son igualmente notorias en estas andanzas de la Conquista. A Pedro Escudero y a Juan Cermeño, Cortés los mandó ahorcar porque intentaron escaparse con un navío a Cuba, mientras que a su piloto, Gonzalo de Umbría, sólo le mandó cortar los dedos de los pies y así, mocho y todo, el tal Umbría tuvo el valor de presentarse ante el rey a quejarse, obteniendo rentas en oro y pueblos de indios. Cortés debió arrepentirse de no haberle ahorcado también. Ved así, lectores, auditores, penitentes, o lo que seáis al acercaros a mi tumba, cómo se toman decisiones cuando el tiempo urge y la historia ruge. Siempre pudo ocurrir exactamente lo contrario de lo que la crónica consigna. Siempre.

Además, es para deciros que en esta empresa de todo hubo, desde el deleite personal de un fulano Morón que era gran músico, un Porras muy bermejo y que era gran cantor, o un Ortiz, gran tañedor de vihuela y que enseñaba a danzar, hasta las desgracias de un Enrique, natural de Palencia, que se ahogó de cansado y del peso de las armas y del calor que le daban.

Hay destinos contrastados; a Alfonso de Grado, me lo casa Cortés nada menos que con doña Isabel, hija del emperador azteca Moctezuma; en cambio, un tal Xuárez dicho El Viejo, acaba matando a su mujer con una piedra de moler maíz. ¿Quién gana, quién pierde en una guerra de conquista? Juan Sedeño llegó con fortuna —navío propio, nada menos; con una yegua y un negro para servirle, tocinos y pan cazabe en abundancia y aquí hizo más. —Un tal Burguillos, en cambio, se hizo de riquezas y buenos indios, y lo dejó todo para irse de franciscano. Pero la mayor parte regresó de la Conquista o se quedó en México sin ahorrar un maravedí.

¿Cuánto monta, pues, un destino más, el mío, en medio de esta parada de glorias y miserias? Sólo diré que, en esto de los destinos, yo creo que el más sabio de todos nosotros fue el llamado Solís "Tras-de-la-Puerta", quien se la pasaba en su casa detrás de la puerta viendo a los demás pasar por la calle, sin entrometerse y sin ser entrometido. Ahora creo que en la muerte todos estamos, como Solís, tras de la puerta, viendo pasar sin ser vistos, y leyendo lo que de uno se dice en las crónicas de los sobrevivientes.

Sobre mí, entonces, ésta es la consignación final:



"Pasó otro soldado que se decía Jerónimo de Aguilar; este Aguilar pongo en esta cuenta porque fue el que hallamos en la Punta de Catoche, que estaba en poder de indios e fue nuestra lengua. Murió tullido de bubas".





9



Tengo muchas impresiones finales de la gran empresa de la conquista de México, en la que menos de seiscientos esforzados españoles sometimos a un imperio nueve veces mayor que España en territorio, y tres veces mayor en población. Para no hablar de las fabulosas riquezas que aquí hallamos y que, enviadas a Cádiz y Sevilla, hicieron la fortuna no sólo de las Españas, sino de la Europa entera, por los siglos de los siglos, hasta el día de hoy.

Yo, Jerónimo de Aguilar, veo al Mundo Nuevo antes de cerrar para siempre los ojos y lo último que miro es la costa de Veracruz y los navíos que zarpan llenos del tesoro mexicano, guiados por el más seguro de los compases: un sol de oro y una luna de plata, suspendidos ambos, al mismo tiempo, sobre un cielo azul negro y tormentoso en las alturas, pero ensangrentado, apenas toca la superficie de las aguas.

Me quiero despedir del mundo con esta imagen del poder y la riqueza bien plantada en el fondo de la mirada; cinco navíos bien abastecidos, gran número de soldados y muchos caballos y tiros y escopetas y ballestas, y todo género de armas, cargados hasta los mástiles y lastrados hasta las bodegas: ochenta mil pesos en oro y plata, joyas sin fin, y las recámaras enteras de Moctezuma y Guatemuz, los últimos reyes mexicanos. Limpia operación de conquista, justificada por el tesoro que un esforzado capitán al servicio de la Corona envía a Su Majestad, el rey Carlos.

Pero mis ojos no llegan a cerrarse en paz, pensando ante todo en la abundancia de protección, armas, hombres y caballos, que acompañó de regreso a España el oro y la plata de México, en contraste cruel con la inseguridad de los escasos recursos y bajo número con que Cortés y sus hombres llegaron desde Cuba en la hora primeriza de una incierta gesta. Mirad, sin embargo, lo que son las ironías de la historia.

Quiñones, capitán de la guardia de Cortés, enviado a proteger el tesoro, cruzó la Bahama pero se detuvo en la isla de La Tercera con el botín de México, se enamoró de una mujer allí, y por esta causa, murió acuchillado, en tanto que Alonso de Dávila, quien iba al frente de la expedición, se topó con el pirata francés Jean Fleury, que nosotros llamamos, familiarmente, Juan Florín, y fue quien se robó el oro y la plata y a Dávila lo encarceló en Francia, donde el rey Francisco I había declarado repetidas veces, "Mostradme la cláusula del testamento de Adán en la que se le otorga al rey de España la mitad del mundo", a lo que sus corsarios, en coro, respondieron: "Cuando Dios creó el mar, nos lo regaló a todos sin excepción". Vaya, pues, de moraleja: el propio Florín, o Fleury, fue capturado en alta mar por vizcaínos (Valladolid, Burgos, Vizcaya: ¡el Descubrimiento y la Conquista acabaron por unir y movilizar a toda España!) y ahorcado en el puerto de Pico...

Y no termina allí la cosa, sino que un tal Cárdenas, piloto natural de Triana y miembro de nuestra expedición, denunció a Cortés en Castilla, diciendo que no había visto tierra donde hubiese dos reyes como en la Nueva España, pues Cortés tomaba para sí, sin derecho, tanto como le enviaba a Su Majestad y por su declaración el Rey le dio a este trianero mil pesos de renta y una encomienda de indios.

Lo malo es que tenía razón. Todos fuimos testigos de la manera como nuestro capitán se llevaba la parte del león y nos prometía a los soldados recompensas al terminar la guerra. ¡Tan largo me lo fiáis! Nos quedamos pues, después de sudar los dientes, sin saco ni papo ni nada so el sobaco... Cortés fue juzgado y despojado del poder, sus lugartenientes perdieron la vida, la libertad y lo que es peor, el tesoro, y éste acabó desparramándose por los cuatro rincones de la Europa...

¿Hay justicia, hoy me pregunto, en todo ello? ¿No hicimos más que darle su destino mejor al oro de los aztecas, arrancarlo de un estéril oficio para difundirlo, distribuirlo, otorgarle un propósito económico en vez de ornamental o sagrado, ponerlo a circular, rundirlo para difundirlo?





8



Trato, desde mi tumba, de juzgar serenamente; pero una imagen se impone una y otra vez a mis razones. Veo frente a mí a un hombre joven, de unos veintidós años, de color moreno claro, de muy gentil disposición, así de cuerpo como de facciones.

Estaba casado con una sobrina de Moctezuma. Era llamado Guatemuz o Guatimozín y tenía, sin embargo, una nube de sangre en los ojos y cuando sentía que se le empañaba la mirada, bajaba los párpados y yo se los vi: uno era de oro y el otro de plata. Fue el último emperador de los aztecas, una vez que su tío Moctezuma fue muerto a pedradas por el populacho desencantado. Los españoles matamos algo más que el poder indio: matamos la magia que lo rodeaba. Moctezuma no luchó. Guatemuz se batió como un héroe, sea dicho en su honor.

Capturado junto con sus capitanes y llevado ante Cortés un día 13 de agosto, a hora de vísperas, el día de San Hipólito y en el año de 1521, el Guatemuz dijo que él había hecho en defensa de su pueblo y vasallos todo lo que estaba obligado a hacer por pundonor y también (añadió) por pasión, fuerza y convicción. "Y pues vengo por fuerza y preso —le dijo entonces a Cortés— ante tu persona y poder, toma luego este puñal que traes en la cintura y mátame luego con él."

Este indio joven y valiente, el último emperador de los aztecas, empezó a llorar pero Cortés le contestó que por haber sido tan valiente que viniera en paz a la ciudad caída y que mandase en México y en sus provincias como antes lo solía hacer.

Yo sé todo esto porque fui el traductor en la entrevista de Cortés con Guatemuz, que no podían comprenderse entre sí. Traduje a mi antojo. No le comuniqué al príncipe vencido lo que Cortés realmente le dijo, sino que puse en boca de nuestro jefe una amenaza: —Serás mi prisionero, hoy mismo te torturaré, quemándote los pies igual que a tus compañeros, hasta que confieses dónde está el resto del tesoro de tu tío Moctezuma (la parte que no fue a dar a manos de los piratas franceses).

Añadí, inventando por mi cuenta y burlándome de Cortés: —No podrás caminar nunca más, pero me acompañarás en mis futuras conquistas, baldado y lloroso, como símbolo de la continuidad y fuente de legitimidad para mi empresa/cuyas banderas, bien altas, son oro y fama, poder y religión.

Traduje, traicioné, inventé. En el acto se secó el llanto del Guatemuz y en vez de lágrimas, por una mejilla le rodó el oro y por la otra la plata, surcándolas como cuchilladas y dejando para siempre en ellas una herida que, ojalá, la muerte haya cicatrizado.

Yo, desde la mía, recuerdo aquella víspera de San Hipólito, consignada por Bernal Díaz como una eterna noche de lluvia y relámpagos, y me descubro ante la posteridad y la muerte como un falsario, un traidor a mi capitán Cortés que en vez de hacer un ofrecimiento de paz al príncipe caído, lo hizo de crueldad, de opresión continuada y sin piedad, y de vergüenza eterna para el vencido.

Mas como así sucedió en efecto, convirtiéndose mis falsas palabras en realidad, ¿no tuve razón en traducir al revés al capitán y decirle, con mis mentiras, la verdad al azteca? ¿O fueron mis palabras, acaso, un mero trueque y no fui yo sino el intermediario (el traductor) y el resorte de una fatalidad que transformó el engaño en verdad?

Sólo confirmé, aquella noche de San Hipólito, jugando el papel de lengua entre el conquistador y el vencido, el poder de las palabras cuando las impulsa, como en este caso, la imaginación enemiga, la advertencia implícita en el sesgo crítico del verbo cuando es verdadero, y el conocimiento que yo había adquirido del alma de mi capitán, Hernán Cortés, mezcla deslumbrante de razón y quimera, de voluntad y flaquezas, de escepticismo y de candor fabuloso, de fortuna y mal hado, de gallardía y burlas, de virtud y maldad, pues todo esto fue el hombre de Extremadura y conquistador de México, a quien yo acompañé desde Yucatán hasta la corte de Moctezuma.

Tales son, sin embargo, los poderes de la quimera y la burla, de la maldad y la fortuna cuando no casan bien sino que se confían de las palabras para existir, que la historia del último rey Guatemuz se resolvió, no en el cauce del poder prometido por Cortés, ni en el honor con que se rindió el indio, sino en una comedia cruel, la misma que yo inventé y volví fatal con mis mentiras. El joven emperador fue el rey de burlas, arrastrado sin pies por la carroza del vencedor, coronado de nopales y al cabo colgado de cabeza, desde las ramas de una ceiba sagrada, como un animal cazado. Sucedió exactamente lo que yo, mentirosamente, inventé.

Por todo ello no duermo en paz. Las posibilidades incumplidas, las alternativas de la libertad, me quitan el sueño.

La culpable fue una mujer.





7



Entre todas las novedades producidas por mi capitán don Hernán Cortés para impresionar a los indios —fuego de arcabuces, espadas de fierro, abalorios de cristal— ninguna importó tanto como los caballos de la Conquista. Una escopeta lanza un estallido que se desvanece en humo; una tizona puede ser vencida por una espada india de dos manos; el vidrio engaña, pero la esmeralda también. En cambio, el caballo es, está allí, tiene vida propia, se mueve, tiene la suma de poder del nervio, el lustre, el músculo, el belfo babeante y las pezuñas como alianza del terreno, resortes del trueno y gemelas del acero. Los ojos hipnóticos. El jinete que la monta y desmonta, añadiendo a la metamorfosis perpetua de la bestia vista ahora y jamás imaginada antes, no digamos por los indios, ni siquiera por uno solo de sus dioses.

—¿Será el caballo el sueño de un dios que nunca nos comunicó su pesadilla secreta?

Nunca pudo un indio encontrar la manera de vencer a un jinete castellano armado y éste es el verdadero secreto de la Conquista, no sueño o profecía alguna. Cortés explotó hasta el límite a su menguada caballería, no sólo en el ataque o en la carrera de combate a campo traviesa, sino en cabalgatas especialmente preparadas a orillas del mar, donde los corceles parecían agitar las olas —al grado de que nosotros mismos, los españoles, imaginamos que estas costas, sin caballos, serian plácidas como un espejo de agua.

Miramos con asombro una fraternidad nunca pensada entre la espuma de los océanos y la espuma de los hocicos.

Y cuando el capitán Cortés quiso asombrar en Tabasco a los enviados del Gran Moctezuma, juntó a un garañón con una yegua en celo y los escondió, instruyéndome a mí mismo para que los hiciera relinchar en el momento oportuno. Los enviados del Rey jamás habían escuchado ese ruido y sucumbieron, espantados, a los poderes del Teúl o Dios español, como lo llamaron a Cortés desde entonces.

Lo cierto es que ni yo, ni nadie, había escuchado salir del silencio un relincho que, despojado de sus cuerpos, revelara el deseo animal, la lujuria bestial, con tan cruda fuerza. El teatro de mi capitán se superó a sí mismo y nos impresionó a los propios españoles. Nos hizo, un poco, sentimos bestias a todos...

Pero los emisarios del Gran Moctezuma habían visto, además, todos los portentos de ese año previsto por sus magos para el regreso de un Dios rubio y barbado. Nuestras maravillas —los caballos, los cañones— sólo confirmaron las que ellos traían en la mirada:

Cometas a mediodía, aguas en llamas, torres desplomadas, griterío nocturno de mujeres errantes, ni­ños secuestrados por el aire...

Hételas aquí que llega en ese preciso instante don Hernán Cortés blanco como los inviernos en la sierra de Gredos, duro como la tierra de Medellín y Trujillo, y con una barba más vieja que él. Que esperan el regreso de los dioses y en cambio les cae gente como Rodrigo Jara El Corcovado o Juan Pérez que mató a su mujer llamada La Hija de la Vaquera, o Pedro Perón de Toledo, de turbulenta descendencia, o un tal Izquierdo natural de Castromocho. Vaya dioses, que hasta en la tumba me carcajeo de pensarlo.

Una imagen me corta la risa. Es el caballo.

Pues hasta Valladolid El Gordo se veía bien a caballo; digo: inspiraba respeto y asombro. La mortalidad del hombre era salvada por la inmortalidad del caballo. Con razón Cortés nos dijo desde la primera hora:

—Enterremos a los muertos de noche y en sigilo. Que nuestros enemigos nos crean inmortales.

Caía el jinete; nunca, el corcel. Nunca, el castaño zaino de Cortés, ni la yegua rucia de buena carrera de Alonso Hernández, ni el alazán de Montejo, ni el overo, labrado de las manos, de Moran. No fuimos, pues, sólo hombres quienes entramos a la Gran Tenochtitlan en el 3 de noviembre de 1520, sino centauros: seres mitológicos, con dos cabezas y seis patas, armados de trueno y vestidos de roca. Y además, gracias a las coincidencias del calendario, confundidos con el Dios que regresaba, Quetzalcóatl.

Con razón Moctezuma nos recibió, de pie, en la mitad de la calzada que unía al valle con la ciudad lacustre, diciendo:

—Bienvenidos. Han llegado a su casa. Ahora descansen.

Nadie, entre nosotros, ni en el Viejo ni en el Nuevo Mundo, había visto ciudad más espléndida que la capital de Moctezuma, los canales, las canoas, las torres y amplias plazas, los mercados tan bien abastecidos, y las novedades que mostraban, jamás vistas por nosotros ni mencionadas en la Biblia: el tomate y el pavo, el ají y el chocolate, el maíz y la patata, el tabaco y el alcohol del agave; esmeraldas, jades, oro y plata en abundancia, obrajes de pluma y suaves cánticos adoloridos...

Lindas mujeres, recámaras bien barridas, patios llenos de aves, y jaulas repletas de tigres; jardines y enanos albinos a nuestro servicio. Como Alejandro en Capua, nos amenazaban las delicias del triunfo. Éramos recompensados por nuestro esfuerzo. Los caballos eran bien cuidados.

Hasta que una mañana, estando Moctezuma, el gran rey que con tanta hospitalidad nos había recibido en su ciudad y en su palacio, rodeado de todos nosotros en una recámara real, sucedió algo que cambió el curso de nuestra empresa.

Pedro de Alvarado, el audaz y galante, cruel y sinvergüenza lugarteniente de Cortés, era rojo de cabellera y barba, razón por la cual los indios lo llamaban El Tonatío, que quiere decir El Sol. Simpático y caradura, el Tonatío tenía entretenido al rey Moctezuma en un juego de dados —otra novedad para estos indios— y el monarca se encontraba distraído e incapaz, por el momento, de adivinar su suerte más allá de la siguiente tirada de dados, aun cuando le hiciera trampa, como en ese momento, el irreprimible Alvarado. Se veía irritado el Rey, porque solía cambiar de ropas varias veces al día y en éste sus doncellas andaban retrasadas y la túnica ya le hedía o picaba, vaya usted a saber...

Hete aquí que en ese momento cuatro tamemes o cargadores indios entran al aposento, seguidos por el alboroto natural de nuestra guardia, y con impasible ademán dejan caer frente a Cortés y el emperador la cabeza cortada de un caballo.

Fue entonces que la segunda lengua del conquistador, una princesa esclava de Tabasco bautizada doña Marina, pero apodada La Malinche, interpretó velozmente a los mensajeros que, llegados de la costa, traían noticia de un levantamiento de mexicanos en Veracruz contra la guarnición dejada allí por Cortés. La tropa azteca logró matar a Juan de Escalante, alguacil mayor del puerto, y a seis españoles.

Sobre todo, mataron al caballo. Aquí estaba la prueba.

Noté que Alvarado se quedó con la mano llena de dados en el aire, mirando los ojos vidriosos, entreabiertos, del caballo, como si en ellos se reconociera y como si en el cuello cortado a pedernal, como con rabia, el rabioso y colorado capitán advirtiese su propio final.

Moctezuma perdió interés en el juego, encogiéndose un poco de hombros, y miró fijamente la cabeza del caballo. Su elocuente mirada, empero, nos decía en silencio a los españoles: —¿De manera que sois teúles? Mirad la mortalidad de vuestros poderes, entonces. ¿Sois dioses o no? ¿Mortales o inmortales? ¿Qué me conviene más a mí? Veo una cabeza cortada de caballo, y, me digo en verdad que soy yo el que tiene el poder de vida o muerte sobre vosotros.

Cortés, en cambio, se quedó mirando a Moctezuma con una cara de traición tal que yo sólo pude leer en ella lo que nuestro capitán quería ver en la del Rey.

Jamás he sentido que tantas cosas eran dichas sin pronunciar palabra, pues Moctezuma, acercándose en actitud devota, casi humillada, a la cabeza del caballo, decía sin decir nada que así como el caballo murió podían morir los españoles, si él lo decidía; y él lo decidiría, si los extranjeros no se retiraban en paz. Los dioses habían regresado, cumpliendo la profecía. Ahora debían retirarse a fin de que los reinos se gobernasen solos, con voluntad renovada de honrar a los dioses.

Cortés, sin decir palabra, le advertía al Rey que no le convenía comenzar una guerra que acabaría destruyéndoles a él y a su ciudad.

Pedro de Alvarado, que no sabía de discursos sutiles, dichos o no dichos, arrojó con violencia los dados contra la cara de la espantosa divinidad que presidía el aposento, la diosa llamada de la falda de serpientes, pero antes de que pudiera decir nada. Cortés se adelantó y le ordenó al Rey dejar su palacio y venirse a vivir al de los españoles. Nuestro capitán había leído la amenaza, pero también la duda, en los movimientos y el rostro de Moctezuma.

—Si alboroto o voces dáis, seréis muerto por mis capitanes —dijo con tono parejo Cortés, impresionando más a Moctezuma con ello que la furia física de Alvarado. Sin embargo, a su espanto y desmayo iniciales, respondió el Rey quitándose del brazo y muñeca el sello de Huichilobos, dios de la guerra, como si fuese a mandar nuestra carnicería; pero sólo se excusó:

—Nunca ordené el ataque en la Veracruz. Castigaré a mis capitanes por haberlo hecho.

Entraron las doncellas con las ropas nuevas. Parecían azoradas por el ambiente de fonda barata que hallaron. Moctezuma recuperó la dignidad y dijo que no saldría de su palacio. Alvarado se enfrentó entonces a Cortés:

—¿Qué haces con tantas palabras? O le llevamos preso o le daremos de estocadas.

Una vez más, fue la intérprete doña Marina la que decidió la contienda, aconsejándole con fuerza al Rey: —Señor Moctezuma, lo que yo os recomiendo es que vayáis luego con ellos a su aposento sin ruido alguno. Sé que os harán honra, como gran señor que sois. De otra manera, aquí quedarás muerto.

Ustedes entienden que esto se lo dijo la mujer al emperador por su propia iniciativa, no traduciendo a Cortés, sino hablando con fluidez la lengua mexicana de Moctezuma. El Rey parecía un animal acorralado, sólo que en vez de girar sobre cuatro patas, se tambaleaba sobre sus dos pies. Ofreció a sus hijos en rehenes. Repitió varias veces estas palabras: —"No me hagáis esta afrenta; ¿qué dirán mis principales si me ven llevar preso?; esta afrenta no".

¿Era este ser pusilánime el gran señor que tenía sometidas por el terror a todas las tribus desde Xalisco hasta Nicaragua? ¿Era el déspota cruel que un día mandó matar a los que soñaban el fin de su reino, para que al morir los soñadores muriesen los sueños también? El enigma de la debilidad de Moctezuma ante los españoles sólo lo puedo entender mediante la explicación de las palabras. Llamado el Tlatoani o Señor de la Gran Voz, Moctezuma estaba perdiendo poco a poco el dominio sobre las palabras, más que sobre los hombres. Fue ésta, creo yo, la novedad que lo desconcertó, y doña Marina acababa de demostrarle, argumentando con él cara a cara, que las palabras del Rey ya no eran soberanas. Entonces, tampoco lo era él mismo. Otros, los extranjeros, pero también esta tabasqueña traidora, eran dueños de un vocabulario vedado por Moctezuma. ¿A cuántos más acabaría por extenderse el poder de la palabra?

En esta segunda oportunidad entre el dicho, el hecho y las consecuencias imprevisibles de ambos, vi la mía y esa noche, bajo manto de sigilo, le hablé en mexicano al Rey y le dije en secreto los peligros que acechaban a los españoles. ¿Sabía Moctezuma que el gobernador de Cuba había enviado una expedición a detener a Cortés, a quien consideraba un sublevado vil que actuaba sin autorización y digno, él mismo, de ser encarcelado, en vez de andar cogiendo prisionero a tan alto señor como Moctezuma, el igual tan sólo de otro rey, don Carlos, al que Cortés pretendía, sin credenciales, representar?

Repito estas palabras como las dije, de un solo tiro, sin aliento ni matiz ni sutileza, odiándome a mí mismo por mi traición pero, sobre todo, por mi inferioridad en las artes del disimulo, la treta y la pausa, en la que excedían mis rivales, Cortés y La Malinche.

Terminé tan abruptamente como empecé, yéndome, como se dice, al grano:

—Esta expedición contra Cortés la encabeza Panfilo de Narváez, un capitán tan esforzado como el propio Cortés, sólo que con cinco veces más hombres.

—¿Son cristianos también? —preguntó Moctezuma.

Le dije que sí, y que representaban al rey Carlos, de quien Cortés huía.

Moctezuma me acarició la mano y me ofreció un anillo verde como un loro. Yo se lo regresé y le dije que mi amor por este pueblo era premio suficiente. El Rey me miró con incomprensión, como si él mismo jamás hubiese entendido que encabezaba a un conjunto de seres humanos. Me pregunté entonces y me pregunto ahora, ¿qué clase de poder creía tener Moctezuma, y sobre quiénes? Quizás sólo cumplía una pantomima frente a los dioses, agotándose en el esfuerzo de escucharles y hacerse oír de ellos. Pues no eran joyas ni caricias lo que ahí se trocaba, sino palabras que podían darle más fuerza a Moctezuma que todos los caballos y arcabuces de los españoles, si el rey azteca, tan sólo, se decidiese a hablarles a los hombres, su pueblo, en vez de a los dioses, su panteón.

Le di al Rey el secreto de la debilidad de Cortés, como doña Marina le había dado a Cortés el secreto de la debilidad azteca: la división, la discordia, la envidia, la pugna entre hermanos, que lo mismo afectaba a España que a México: una mitad del país perpetuamente muriéndose de la otra mitad.



6



Me asocié de este modo a la esperanza de una victoria indígena. Todos mis actos, ya lo habéis adivinado y yo os lo puedo decir desde mi sudario intangible, iban dirigidos a esta meta: el triunfo de los indios contra los españoles. Moctezuma desaprovechó, una vez más, la oportunidad. Se adelantó a los acontecimientos, se jactó ante Cortés de saberlo amenazado por Narváez, en vez de apresurarse a pactar con Narváez contra Cortés, derrotar al extremeño, y luego lanzar a la nación azteca contra el fatigado regimiento de Narváez. De esta manera, México se hubiera salvado...

Debo decir a estas alturas que siempre, en Moctezuma, la vanidad fue más fuerte que la astucia, aunque aún más fuerte que la vanidad, fue el sentimiento de que todo estaba predicho, por lo cual al Rey sólo le correspondía desempeñar el papel determinado por el ceremonial religioso y político. Esta fidelidad a las formas acarreaba, en el espíritu del Rey, su propia recompensa. Así había sucedido siempre, ¿no era verdad?

Yo no supe decir que no, argumentar con él. Quizás mi vocabulario mexicano era insuficiente y desconocía las formas más sutiles del razonamiento filosófico y moral de los aztecas. Lo que sí quise fue frustrar el designio fatal, si tal cosa existía, mediante las palabras, la imaginación, la mentira. Pero cuando palabra, imaginación y mentira se confunden, su producto es la verdad...

El rey azteca esperaba que Cortés fuese vencido por la expedición punitiva del gobernador de Cuba, pero nada hizo para apresurar la derrota de nuestro capitán. Su certeza es comprensible. Si Cortés, con sólo quinientos hombres, había derrotado a los caciques de Tabasco y de Cempoala, así como a los fieros tlaxcaltecas, ¿cómo no iban a derrotarlo a él más de dos mil españoles armados también con fuego y caballos?

Mas el habilísimo Cortés, acompañado de sus nuevos aliados indios, derrotó a la gente de Narváez y capturó a su jefe. Ved la ironía de este asunto: ahora teníamos dos prisioneros de enjundia, uno azteca y el otro español, Moctezuma y Narváez. ¿No tenían límite nuestras victorias?

—En verdad que no os entiendo —nos dijo, secuestrado, pero bañándose muy regalado por sus lindas doncellas, el Gran Moctezuma.

¿Lo entendíamos nosotros a él?

Esta pregunta, lector, me obliga a una pausa reflexiva antes de que los acontecimientos, una vez más, se precipiten, siempre más veloces que la pluma del narrador, aunque en esta ocasión se escriban desde la muerte.

Moctezuma: ¿Entendíamos hasta qué grado le era ajena la práctica política engañosa y familiar, en cambio, la vecindad de un mundo religioso impenetrable para los europeos? Impenetrable por olvidado: nuestro contacto con Dios y sus emanaciones primeras se había perdido hacía muchísimo tiempo. En esto sí que se parecían Moctezuma y su pueblo, sin saberlo ni él ni éste: los humedecía aún el barro de la creación, la proximidad de los dioses.

¿Lo entendíamos, cobijado como estaba en otro tiempo, el del origen, que para él era tiempo actual, inmediato, refugio y amenaza portentosos?

Comparélo con bestia acorralada. Más bien, este hombre refinado se me parece, ahora que la muerte nos iguala, no sólo como el individuo escrupuloso y de infinitas cortesías que conocimos al entrar a México, sino como el primer hombre, siempre el primero, azorado de que el mundo existiese y la luz avanzara diariamente antes de disiparse en la crueldad de cada noche. Su obligación consistía en ser siempre, en nombre de todos, ese primer hombre que pregunta:

—¿Volverá a amanecer?

Ésta era una pregunta más urgente para Moctezuma y los aztecas, que saber si Narváez derrotaba a Cortés, Cortés a Narváez, los tlaxcaltecas a Cortés, o si Moctezuma sucumbía ante todos ellos: con tal de que no sucumbiese ante los dioses.

¿Volvería a llover, a crecer el maíz, a correr el río, a bramar la fiera?

Todo el poder, la elegancia, la lejanía misma de Moctezuma, eran el disfraz de un hombre recién llegado a las regiones de la aurora. Era testigo del primer grito y el primer terror. Miedo y gratitud de ser se confundían en él, detrás del aparato de penachos y collares, doncellas, caballeros tigres y sacerdotes sangrientos.

Una mujer indígena como él, Marina, fue quien en realidad lo venció desde su tierra, aunque con dos lenguas. Fue ella la que le reveló a Cortés que el imperio azteca estaba dividido, los pueblos sujetos a Moctezuma lo odiaban, pero también se odiaban entre sí y los españoles podían pescar en el río revuelto; fue ella la que entendió el secreto que unía a nuestras dos tierras, el odio fratricida, la división, ya lo dije: dos países, cada uno muñéndose de la otra mitad...

Demasiado tarde, pues, le comuniqué a Moctezuma que Cortés también era odiado y asediado desde una España imperial tan contenciosa como el imperio mexicano que estaba conquistando.

Me olvidé de dos cosas.

Cortés escuchaba a Marina no sólo como lengua, sino como amante. Y como lengua y amante, prestaba atención a las voces humanas de esta tierra. Moctezuma sólo escuchaba a los dioses; yo no lo era; y la atención que me prestaba era una manifestación más de su cortesía, rica como una esmeralda, pero volátil como la voz de un loro.

Yo, que también poseía las dos voces, las de Europa y América, había sido derrotado. Pues tenía también dos patrias; y ésta, quizás, fue mi debilidad más que mi fuerza. Marina, La Malinche, acarreaba el dolor y el rencor profundos, pero también la esperanza, de su estado; tuvo que jugarse toda entera para salvar la vida y tener descendencia. Su arma fue la misma que la mía: la lengua. Pero yo me encontraba dividido entre España y el Nuevo Mundo. Yo conocía las dos orillas.

Marina no; pudo entregarse entera al Nuevo Mundo, no a su pasado sometido, cierto, sino a su futuro ambiguo, incierto y por ello, invicto. Acaso merecí mi derrota. No pude salvar, contándole un secreto, una verdad, una infidencia, al pobre rey de mi patria adoptiva, México.

Luego vino la derrota que ya conté.



5



Doña Marina y yo nos medimos, verdaderamente, en el drama de Cholula. No siempre poseí el idioma mexicano. Mi ventaja inicial era saber español y maya, después de mi larga temporada entre los indios de Yucatán. Doña Marina —La Malinche— sólo hablaba maya y mexicano cuando le fue entregada como esclava a Cortés. De modo que durante un tiempo yo era el único que podía traducir al idioma de Castilla. Los mayas de la costa me decían lo que yo traducía al español, o se lo decían a La Malinche, pero ella dependía de mí para hacérselo saber a Cortés. O bien, los mexicanos le decían a la mujer las cosas que ella me decía a mí en maya para que yo las tradujera al español. Y aunque ésta era ya una ventaja para ella, pues podía inventar lo que quisiera al pasar del náhuatl al maya, yo seguía siendo el amo de la lengua. La versión castellana que llegaba a oídos del conquistador, era siempre la mía.

Llegamos entonces a Cholula, después de las vicisitudes de la costa, la fundación de la Veracruz, la toma de Cempoala y su cacique gordo, quien nos reveló, bufando, desde su litera, que los pueblos sometidos se unirían a nosotros contra Moctezuma. Llegamos tras de nuestro combate con los altivos tlaxcaltecas, que aunque enemigos mortales de Moctezuma, no querían cambiar el poder de México por la nueva opresión de los españoles.

Se dirá durante siglos que la culpa de todo la tienen siempre los tlaxcaltecas; el orgullo y la traición pueden ser fíeles compañeros, disimulándose entre sí. El hecho es que, presentándonos con los batallones de los feroces guerreros de Tlaxcala ante las puertas de Cholula, Cortés y nuestra pequeña banda española fuimos detenidos por los sacerdotes de esos santos lugares, ya que Cholula era el panteón de todos los dioses de estas tierras, admitidos como en Roma, sin distinción de origen, en el gran templo colectivo de las divinidades. Los cholultecas levantaron para ello la pirámide más grande de todas, un panal de siete estructuras contenidas una dentro de la otra y comunicadas entre sí por hondos laberintos de reverberaciones rojas y amarillas.

Yo ya sabía que en esta tierra todo lo rigen los astros, el Sol y la Luna, Venus que es preciosa gemela de sí misma en la aurora y el crepúsculo, y un calendario que da cuenta exacta del año agrícola y sus 360 días de bonanza, más cinco días aciagos: los días enmascarados.

En uno de éstos debimos llegar allí los españoles, pues mandando por delante a la hueste de Tlaxcala, nos topamos con un valladar de sacerdotes vestidos de negro, negras túnicas, negras cabelleras, pieles prietas, todo negro como los lobos nocturnos de estas comarcas, y con un solo brillo encendido en los mechones, los ojos y las togas, que era el lustre de la sangre como un sudor pegajoso y brillante, propio de su oficio.

Alto y recio hablaron estos papas, negando la entrada de los violentos tlaxcaltecas, a lo cual accedió Cortés, pero a cambio de que los de Cholula presto abandonaran a sus ídolos.

—¡Aún no entran y ya nos piden traicionar a los dioses! —exclamaron los papas, con un tono difícil de definir, entre lamento y desafío, entre suspiro y cólera, entre fatalidad y disimulo, como si estuvieran dispuestos a morir por sus divinidades, pero resignándose, también, a darlas por perdidas.

Todo esto lo tradujo del mexicano al español La Malinche, y yo, Jerónimo de Aguilar, el primero entre todos los intérpretes, me quedé en una suerte de limbo, esperando mi turno para traducir al castellano hasta que, aturdido acaso por los insoportables hedores de sangre embarrada y copal sahumante, mierda de caballo andaluz, sudores excedentes de Cáceres, cocinas disímiles de ají y tocino, de ajo y guajolote, indistinguibles de la cocina sacrificial que despedía sus humos y salmodias desde la pirámide, aturdido por todo ello, digo, me di cuenta de que Jerónimo de Aguilar ya no hacía falta, la hembra diabólica lo estaba traduciendo todo, la tal Marina hideputa y puta ella misma había aprendido a hablar el español, la malandrína, la mohatrera, la experta en mamonas, la coima del conquistador, me había arrebatado mi singularidad profesional, mi insustituible función, vamos, por acuñar un vocablo, mi monopolio de la lengua castellana... La Malinche le había arrancado la lengua española al sexo de Cortés, se la había chupado, se la había castrado sin que él lo supiera, confundiendo la mutilación con el placer...

Ya no era, esta lengua, sólo mía. Ahora era de ella y esa noche me torturé, en mi propia soledad resguardada dentro del clamor de Cholula con su gente apiñonada en calles y azoteas viéndonos pasar con caballos y escopetas y cascos y barbas, imaginando las noches de amor del extremeño y su barragana, el cuerpo de ella, lampiño y canela, con los rosetones excitables con los que estas mujeres embisten y el recogido y profundo sexo que esconden, escaso en vello, abundante en jugos, entre sus anchas caderas; imaginé la tersura inigualable de los muslos de india, acostumbrados a que les escurra el agua y les lave las costras del tiempo, el pasado y el dolor que se emplastan entre las piernas de nuestras madres españolas. Lisura de hembra, la imaginé en mi soledad, recónditos hoyuelos por donde mi señor don Hernán Cortés ha metido los dedos, la lengua y la verga, atrapados aquellos entre anillos para la hora del sarao y manoplas para la hora de la guerra: las manos del conquistador, entre la joya y el fierro, uñas de metal, yemas de sangre y líneas de fuego: fortuna, amor, inteligencia en llamas, guiando hacia el níspero perfumado de la india primero el sexo enfundado en una barba púbica que debe ser huraña como la vegetación de Extremadura y un par de cojones que me imagino tensos, duros, como las pelotas de nuestros arcabuces.

Pero el sexo de Cortés resultaba menos sexual al cabo que su boca y su barba, esa barba que parece demasiado antigua para un hombre de treinta y cuatro años, como si se la hubieran heredado, desde los tiempos de Viriato y sus bosques de heno incendiado contra el invasor romano, desde los tiempos de la asediada ciudad de Numancia y sus escuadrones vestidos de luto, desde los tiempos de Pelayo y sus lanzas hechas de pura bruma asturiana: una barba más vieja que el hombre sobre cuyas quijadas crecía. Quizás los mexicanos tenían razón y el imberbe Cortés se ponía, prestada, la luenga barba del mismísimo dios Quetzalcóatl, con el cual le confundieron estos naturales...

Lo más terrible, lo escandaloso, sin embargo, no era el sexo de Cortés, sino que desde el fondo del bosque, del luto, de la bruma, emergiese la lengua, que era el sexo verdadero del conquistador, y se la clavase en la boca a la india, con más fuerza, más germen y más gravidez, ¡Dios mío, deliro!, ¡sufro, Señor!, con más fecundidad que el propio sexo. Lengua corbacho, fustigante, dura y dúctil a la vez: pobre de mí, Jerónimo de Aguilar, muerto todo este tiempo, con la lengua cortada a la mitad, bífida, como la serpiente emplumada. ¿Quién soy, para qué sirvo?



4



Dijeron los de Cholula que podíamos entrar sin los tlaxcaltecas; que a sus dioses no podían renunciar; pero que con gusto obedecerían al rey de España. Lo dijeron a través de La Malinche, que lo tradujo del mexicano al español mientras yo me quedaba como un soberano papanatas, meditando sobre el siguiente paso para recuperar mi dignidad maltrecha. (Me quedo corto: la lengua era más que la dignidad, era el poder; y más que el poder, era la vida misma que animaba mis propósitos, mi propia empresa de descubrimiento, único, sorprendente, irrepetible...)

Pero como no podía acostarme con Cortés, mejor se me ocurrió devolverle al diablo el hato y el garabato y decidir que por esta vez, la muerte no se asustaría de la degollada.

Los primeros días, los cholultecas nos dieron comida y fardaje abastadamente. Mas sucedió que luego comenzaron a faltar los víveres y los de Cholula a hacerse los necios y rejegos y yo a mirar a doña Marina con sospechas y ella a mí inmutable, apoyada en su intimidad camal con nuestro capitán.

Una nube perpetua se cernía sobre la ciudad sagrada; el humo se volvió tan espeso que no pudimos ver las cimas de los templos, ni la proximidad de las calles. La cabeza y los pies de Cholula se disolvieron en la niebla, siendo imposible saber si ésta provenía, como dije al llegar, de los escaños de la pirámide, de los culos de los caballos o de las entrañas de los montes. La rareza es que Cholula está en llano, pero ahora nada lo era aquí, sino que todo parecía insondable y abrupto.

Ved así como las palabras transformaban hasta el paisaje, pues la nueva geografía de Cholula no era sino el reflejo del sinuoso combate de palabras, abismal a veces como una barranca, abrupto otras, como un monte de espinas; rumoroso y sedante como un gran río, o agitado y ruidoso como un océano que arrastrase piedras sueltas: un griterío de sirenas heridas por la marea.

Yo les dije a los papas: He vivido ocho años en Yucatán. Allí tengo a mis verdaderos amigos. Si los abandoné, fue para seguir a estos dioses blancos y averiguar sus secretos, pues ellos no vienen en son de hermandad, sino a sujetar esta tierra y quebrar vuestros dioses.

Oídme bien, les dije a los sacerdotes: estos extranjeros sí son dioses, pero son dioses enemigos de los vuestros.

Yo le dije a Cortés: No hay peligro. Están convencidos de que somos dioses y como tales nos honrarán.

Cortés dijo: ¿Entonces por qué nos niegan la comida y el forraje?

Marina le dijo a Cortés: La ciudad está llena de estacas muy agudas para matar a tus caballos si los lanzas a correr; precávete, señor; las azoteas están llenas de piedras y mamparas de adobes y albarradas de maderos gruesos las calles.

Yo les dije a los papas: Son dioses malos, pero dioses al cabo. No les hace falta comer.

Los papas me dijeron: ¿Cómo que no comen? ¿Pues qué clase de dioses serán? Los teúles comen. Exigen sacrificios.

Yo insistí: Son teúles distintos. No quieren sacrificio.

Lo dije y me mordí la lengua, pues vi en mi argumento una inadvertente justificación de la religión cristiana. Los papas se miraron entre sí y yo sufrí un escalofrío. Se habían dado cuenta. Los dioses aztecas exigían el sacrificio de los hombres. El dios cristiano, clavado en la cruz, se sacrificaba a sí mismo. Los papas miraron el crucifijo levantado a la entrada de la casa tomada por los españoles y sintieron que su razón se les venía abajo. Yo, en ese momento, hubiera cambiado gustoso el lugar con Jesús crucificado, aceptando sus heridas, con tal de que este pueblo no hiciese el trueque invencible entre una religión que pedía el sacrificio humano y otra que otorgaba el sacrificio divino.

No hay peligro, le dije a Cortés, sabiendo que lo había.

Hay peligro, le dijo Marina a Cortés, sabiendo que no lo había.

Yo quería perder al conquistador para que nunca llegara a las puertas de la Gran Tenochtitlan: que Cholula fuese su tumba, el final de su audaz jomada.

Marina quería un escarmiento contra Cholula para excluir futuras traiciones. Ella tenía que inventar el peligro. Trajo a cuento el testimonio de una vieja y de su hijo, que aseguraron que una gran celada se preparaba contra los españoles y que los indios tenían aparejadas las ollas con sal, ají y tomates para hartarse de nuestras carnes. ¿Es cierto, o inventaba doña Marina tanto como yo?

No hay peligro, le dije a Cortés y a Marina.

Hay peligro, nos dijo Marina a todos.

Esa noche, la matanza española cayó sobre la ciudad de los dioses a la señal de una escopeta, y los que no sucumbieron atravesados por nuestras espadas o despedazados por nuestros arcabuces, se quemaron vivos y los tlaxcaltecas, cuando entraron, cruzaron la ciudad como una pestilencia bárbara, robando y violando, sin que los pudiéramos detener.

No quedó en Cholula ídolo de pie ni altar incólume. Los 365 adoratorios indios fueron encalados para desterrar a los demonios y dedicados a 365 santos, vírgenes y mártires de nuestro santoral, pasando para siempre al servicio de Dios Nuestro Señor.

El castigo de Cholula presto fue sabido en todas las provincias de México. En la duda, los españoles optarían por la fuerza.

Mi derrota, menos conocida, la consigno hoy aquí.

Pues entonces entendí que en la duda, Cortés le creería a La Malinche, su mujer, y no a mí, su coterráneo.



3



No siempre fue así. En las costas de Tabasco, yo fui la única lengua. Con qué alegría recuerdo nuestro desembarco en Champotón, cuando Cortés dependía totalmente de mí y nuestras almadías cursaron el rio frente a los escuadrones indios alineados en las orillas y Cortés proclamó en español que veníamos en paz, como hermanos, mientras yo traducía al maya, pero también al idioma de las sombras:

—¡Miente! Viene a conquistarnos, defiéndanse, no le crean...

¡Qué impunidad la mía, cómo me regocija recordarla desde el lecho de una eternidad aún más sombría que mi traición!

—¡Somos hermanos!

—¡Somos enemigos!

—¡Venimos en paz!

—¡Venimos en guerra!

Nadie, nadie en la espesura de Tabasco, su río, su selva, sus raíces hundidas para siempre en la oscuridad donde sólo las guacamayas parecen tocadas por el sol; Tabasco del primer día de la creación, cuna del silencio roto por el chirrido del pájaro, Tabasco eco de la aurora inicial: nadie allí, digo, podía saber que traduciendo al conquistador yo mentía y sin embargo yo decía la verdad.

Las palabras de paz de Hernán Cortés, traducidas por mí al vocabulario de la guerra, provocaron una lluvia de flechas indias. Desconcertado, el capitán vio el cielo herido por las flechas y reaccionó empeñando el combate sobre las orillas mismas del río... Al desembarcar, perdió una alpargata en el lodo y por recuperársela yo mismo recibí un flechazo en el muslo; catorce españoles fueron heridos, en gran medida gracias a mí, pero dieciocho indios cayeron muertos... Allí dormimos aquella noche, tras de la victoria que yo no quise, con grandes velas y escuchas, sobre la tierra mojada, y si mis sueños fueron inquietos, pues los indios a los que lancé al combate habían sido derrotados, también fueron placenteros, pues comprobé mi poder para decidir la paz o la guerra gracias a la posesión de las palabras.

Necio de mí: Viví en un falso paraíso en el cual, por un instante, la lengua y el poder coincidieron para mi fortuna, pues al unirme yo en Yucatán a los españoles, el anterior intérprete, un indio bizco llamado Melchorejo, me dijo al oído, como si adivinase mis intenciones:

—Son invencibles. Hablan con los animales.

A la mañana siguiente, el tal Melchorejo había desaparecido, dejando sus ropas españolas colgadas de la misma ceiba donde Cortés, para significar la posesión española, había dado tres cuchilladas.

Alguien vio al primer intérprete huir desnudo en una canoa. Yo me quedé pensando en lo que dijo. Todos dirían que los españoles eran dioses y con los dioses hablaban. Sólo Melchorejo adivinó que su fuerza era hablar con los caballos. ¿Estaría en lo cierto?

Días más tarde, los caciques derrotados de esta región nos entregaron veinte mujeres como esclavas a los españoles. Una de ellas llamó mi atención, no sólo por su belleza, sino por su altivez que se imponía a las otras esclavas, e incluso a los propios caciques. Es decir, que tenía lo que se llama mucho ser y mandaba absolutamente.

Nuestras miradas se cruzaron y yo le dije sin hablar, se mía, yo hablo tu lengua maya y quiero a tu pueblo, no sé cómo combatir la fatalidad de cuanto ocurre, no puedo impedirlo, pero acaso tú y yo juntos, india y español, podamos salvar algo, si nos ponemos de acuerdo y sobre todo, si nos queremos un poco...

—¿Quieres que te enseñe a hablar la castilla?— le pregunté.

La sangre me pulsaba cerca de ella; uno de esos casos en los que la simple vista provoca el placer y la excitación, aumentadas, quizás, porque volvía a usar bragas españolas por primera vez en mucho tiempo, después de andar con camisa suelta y nada debajo, dejando que el calor y la brisa me ventilaran libremente los cojones. Ahora la tela me acariciaba y el cuero me apretaba y la mirada me enganchaba a la mujer que vi como mi pareja ideal para hacerle frente a lo que ocurría. Imaginé que juntos podríamos cambiar el curso de las cosas.

Se llamaba Malintzin, que quiere decir "Penitencia".

Ese mismo día el mercedario Olmedo la bautizó "Marina", convirtiéndola en la primera cristiana de la Nueva España.

Pero su pueblo le puso "La Malinche", la traidora.

Le hablé. No me contestó nada. Me dejó, sin embargo, admirarla.

—¿Quieres que te enseñe a hablar...? Esa tarde de marzo del año 1519, ella se desnudó ante mí, entre los manglares, y un coro simultáneo de colibríes, libélulas, serpientes de cascabel, lagartos y perros lampiños, se desató en tomo a su desnudez transfigurada, pues la india cautiva, en ese instante, era esbelta y abultada, grávida y etérea, animal y humana, loca y razonable. Era todo esto, como si fuese no sólo inseparable de la tierra que la rodeaba, sino su resumen y símbolo. Y también como si me dijera que lo que esa noche yo veía, no lo vería nunca más. Se desnudó para negarse.

Soñé toda la noche con su nombre, Marina, Malintzin, soñé con un hijo nuestro, soñé que juntos ella y yo, Marina y Jerónimo, dueños de las lenguas, seríamos también dueños de las tierras, pareja invencible porque entendíamos las dos voces de México, la de los hombres pero también la de los dioses.

La imaginé revolcándose entre mis sábanas.

Al día siguiente, Cortés la escogió como su concubina y su lengua.

Yo ya era lo segundo para el capitán español. Lo primero, no podía serlo.

—Tú hablas español y maya —me dijo ella en la lengua de Yucatán. Yo hablo maya y mexicano. Enséñame el español.

—Que te lo enseñe tu amo —le contesté con rencor.

Desde la tumba, os lo aseguro, vemos nuestros rencores como la parte más estéril de nuestras vidas. El rencor, y la envidia también, que es desgracia del bien ajeno, sigue de cerca al resentimiento como desgracia que hiere más al que lo sufre que a quien lo provoca. El celo no, que puede ser origen de agonías exquisitas y excitaciones incomparables. La vanidad tampoco, pues es condición mortal que nos hermana a todos, gran igualadora de pobres y ricos, de fuertes y débiles. En ello, se parece a la crueldad que es lo mejor distribuido del mundo. Pero rencor y envidia —¿cómo iba yo a triunfar sobre quienes me los provocaban, él y ella, la pareja de la Conquista, Cortés y La Malinche, la pareja que pudimos ser ella y yo? —Pobre Marina, abandonada al cabo por su conquistador, cargada con un hijo sin padre, estigmatizada por su pueblo con el mote de la traición y, sin embargo, por todo ello, madre y origen de una nación nueva, que acaso sólo podía nacer y crecer en contra de las cargas del abandono, la bastardía y la traición...

Pobre Malinche, pero rica Malinche también, que con su hombre determinó la historia pero que conmigo, el pobre soldado muerto de bubas que no de indios, no hubiese pasado del anonimato que rodeó a las indias barraganas de Francisco de Barco, natural de Ávila, o de Juan Álvarez Chico, natural de Fregenal...

¿Me rebajo demasiado a mí mismo? La muerte me autoriza a decir que me parece poco frente a la humillación y el fracaso que entonces sentí. Privado de la hembra deseada, la sustituí por el poder de la lengua. Mas ya habéis visto, hasta eso me lo quitó La Malinche, antes de que los gusanos me la merendaran para siempre.

La crueldad de Cortés fue refinada. Me encargó que, pues ella y yo hablábamos las lenguas indias, yo me encargara de comunicarle las verdades y misterios de nuestra santa religión. Jamás ha tenido el demonio catequizador más desgraciado.





2



Digo que hablo el español. Es hora de confesar que yo también debí aprenderlo de vuelta, pues en ocho años de vida entre los indios por poco lo pierdo. Ahora con la tropa de Cortés, redescubrí mi propia lengua, la que fluyó hacia mis labios desde los pechos de mi madre castellana, y enseguida aprendí el mexicano, para poder hablarle a los aztecas. La Malinche siempre se me adelantó.

La pregunta persistente, sin embargo, es otra: ¿Me redescubrí a mí mismo al regresar a la compañía y la lengua de los españoles?

Cuando me encontraron entre los indios de Yucatán, creyeron que yo mismo era un indio.

Así me vieron; Moreno, trasquilado, remo al hombro, calzando viejísimas cotaras irreparables, manta vieja muy ruin y una tela para cubrir mis vergüenzas.

Así me vieron, pues: Tostado por el sol, la melena enredada y la barba cortada con flechas, mi sexo añoso e incierto bajo el taparrabos, mis viejos zapatos y mi lengua perdida.

Cortés, como era su costumbre, dictó órdenes precisas para sobrevolar toda duda u obstáculo. Me mandó dar de vestir camisa y jubón, zaragüelles, caperuza y alpargatas, y me mandó decir cómo había llegado hasta aquí. Se lo conté lo más sencillamente posible.

"Soy natural de Écija. Hace ocho años nos perdimos quince hombres más dos mujeres que íbamos del Darién a la isla de Santo Domingo. Nuestros capitanes se pelearon entre sí por cuestiones de dinero, ya que llevábamos diez mil pesos en oro de Panamá a La Española y el navío, desgobernado, fue a estrellarse contra unos arrecifes en Los Alacranes. Mis compañeros y yo abandonamos a nuestros torpes e infieles jefes, tomando el batel del mismo navío naufragado. Creímos coger la dirección de Cuba, pero las grandes corrientes nos echaron lejos de allí hacia esta tierra llamada Yucatán."

No pude dejar de mirar, en ese instante, hacia un hombre con la cara labrada y horadadas las orejas y el bozo de abajo, rodeado de mujer y tres niños, cuya mirada me suplicaba lo que yo ya sabía. Proseguí devolviendo la mirada a Cortés y mirando que él todo lo mirara.

"Llegamos aquí diez hombres. Nueve fueron matados y sólo sobreviví yo. ¿Por qué me dejaron a mi con vida? Me moriré sin saberlo. Hay misterios que más vale no cuestionar. Éste es uno de ellos... Imaginaos a un náufrago casi ahogado, desnudo y arrojado a una playa dura como la cal, con una sola choza y en ella un perro que al verme no ladró. Quizás eso me salvó, pues me acogí a ese refugio mientras el perro salía a ladrarles a mis compañeros, provocando así la alarma y el ataque de indios. Cuando me encontraron escondido en la choza, con el perro lamiéndome la mano, se rieron y dijeron cosas animadas. El perro movió gozoso la cola y fui llevado, no con honores, sino camaradería, al conjunto de chozas rústicas levantadas al lado de las grandes construcciones piramidales, ahora cubiertas de vegetación..."

"Desde entonces he sido útil. He ayudado a construir. Les he ayudado a plantar sus pobres cultivos. Y en cambio, yo planté las semillas de un naranjo que venían, junto con un saco de trigo y una barrica de tinto, en el batel que nos arrojó a estas costas."

Me preguntó Cortés por los otros compañeros, mirando fijamente al indio de cara labrada acompañado de una mujer y tres niños.

—No me has dicho qué pasó con tus compañeros.

A fin de distraer la insistente mirada de Cortés, proseguí mi relato, cosa que no deseaba hacer, por verme obligado a decir lo que entonces dije.

—Los caciques de estas comarcas nos repartieron entre sí.

—Eran diez. Sólo te veo a ti. Volví a caer en al trampa: —La mayoría fueron sacrificados a los ídolos.

—¿Y las dos mujeres?

—También se murieron porque las hacían moler y no estaban acostumbradas a pasársela de hinojos bajo el sol.

—¿Y tú?

—Me tienen por esclavo. No hago más que traer leña y cavar en los maíces.

—¿Quieres venir con nosotros? Esto me lo preguntó Cortés mirando otra vez al indio de cara labrada.

—Jerónimo de Aguilar, natural de Écija— espeté atropellado, para distraer la atención del capitán.

Cortés se acercó al indio de cara labrada, le sonrió y acarició la cabeza de uno de los niños, rizada y rubia a pesar de la piel oscura y los ojos negros: —Canibalismo, esclavitud y costumbres bárbaras —dijo Cortés haciendo lo que digo—. ¿En esto queréis permanecer?

Mi afán era distraerle, llamar su atención. Por fortuna, en mi vieja manta traía guardada una de las naranjas, fruto del árbol que aquí plantamos Guerrero y yo. La mostré como si por un minuto yo fuese el rey de oros: tenía el sol en mis manos. ¿Hay imagen que mejor refrende nuestra identidad que un español comiendo una naranja? Mordí con alborozo la cascara amarga, hasta que mis dientes desnudos encontraron la carne oculta de la naranja, ella, la mujer-fruta, la fruta-fémina. El jugo me escurrió por la barbilla. Reí, como diciéndole a Cortés: —¿Quieres mejor prueba de que soy español?

El capitán no me contestó, pero alabó el hecho de que aquí crecieran naranjas. Me preguntó si nosotros las habíamos traído y yo, para distraerlo de su atención puesta en el irreconocible Guerrero le dije que sí, pero que en estas tierras la naranja se daba más grande, menos colorada y más agria, casi como una toronja. Dije a los mayas que le juntaran un saco de semillas de naranja al capitán español, pero él no renunció a su pertinaz pregunta, mirando al imperturbable Guerrero:

—¿En esto queréis permanecer?

Se lo dijo al de la cara labrada, pero yo me apresuré a contestar que no, yo renunciaba a vivir entre paganos y me unía gozoso a la tropa española para erradicar toda costumbre o creencia nefanda e implantar aquí nuestra Santa Religión... Cortés se rió y dejó de acariciar la cabeza del niño. Me dijo entonces que pues yo hablaba la lengua de los naturales y un español ruin aunque comprensible, me uniría a él como su lengua para interpretar del español al maya y de éste a la lengua castellana. Le dio la espalda al indio de cara labrada.

Yo le había prometido a mi amigo Gonzalo Guerrero, el otro náufrago superviviente, no revelar su identidad. De todos modos era difícil penetrarla. La cara labrada y las orejas horadadas. La mujer india. Y los tres niños mestizos, que Cortés acarició y miró con tanta curiosidad retenida.

—Hermano Aguilar —me dijo Guerrero cuando llegaron los españoles— Yo soy casado, tengo tres hijos, y aquí me tienen por cacique y capitán cuando hay guerras. Idos vos con Dios; pero yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. ¿Qué dirán de mí cuando me vean los españoles de esta manera? Y ya veis mis tres hijitos cuánto bonicos son, y gustosa mi hembra...

Ésta también me increpó muy enojada, diciéndome que me largara ya con los españoles y dejara en paz a su marido...

No era otro mi propósito. Era indispensable que Gonzalo Guerrero permaneciese aquí, para que mi propia y grande empresa de descubrimiento y conquista se cumpliese. Pues desde que llegamos aquí, ocho años antes, Guerrero y yo nos deleitábamos viendo las grandes torres mayas de noche, cuando parecían regresar a la vida y revelar, a la luz de la luna, el primoroso trabajo de greguerías que Guerrero, original de Palos, decía haber visto en misquitas árabes y aun en la recién reconquistada Granada. Mas de día el sol blanqueaba hasta la ceguera a las grandes moles y la vida se concentraba en la minucia del fuego, la resina, el tinte y la lavandería, el llanto de los niños y el sápido sabor del venado crudo: la vida de la aldea que vivía a orillas de los templos muertos.

Entramos a esa vida naturalmente, porque no teníamos otro horizonte, es cierto, pero sobre todo porque la dulzura y dignidad de esta gente nos conquistó. Tenían tan poco y sin embargo no querían más. Nunca nos dijeron qué había sucedido con los pobladores de las espléndidas ciudades, parecidas a las bíblicas descripciones de la Babilonia, que como centinelas vigilaban la minucia del quehacer diario en la aldea; nosotros sentimos que era un respeto como el que se le reserva a los muertos.

Sólo poco a poco nos dimos cuenta, pegando trozos de relatos aquí y allá, a medida que aprendíamos la lengua de nuestros captores, que una vez hubo aquí grandes poderes que, como todos, dependían de la debilidad del pueblo y necesitaban, para convencerse de su propio poder, combatir a otras fuertes naciones. Pudimos deducir que las naciones indias se destruyeron entre sí en tanto que el débil pueblo, en cambio, sobrevivió, más fuerte que los poderosos. La grandeza del poder sucumbió; la pequeñez de la gente sobrevivió. ¿Por qué? Tendremos tiempo de entenderlo.

Gonzalo Guerrero, como llevo dicho, se casó con india y tuvo tres hijos. Él era hombre de mar, y había trabajado en astilleros de Palos. De manera que cuando, un año antes de Cortés, vino a esta tierra la expedición de Francisco Hernández de Córdoba, Guerrero organizó el contrataque de indios que causó, en las costas, el descalabro de la expedición. Gracias a ello fue elevado a cacique y capitán, convirtiéndose en parte de la organización defensiva de estos indios. Gracias a ello, también, determinó quedarse entre ellos cuando yo salí de allí con Cortés.

¿Por qué lo dejó Cortés, habiendo adivinado —todos sus gestos lo revelaban— que sabía de quién se trataba? Acaso, he pensado después, porque no quería cargar con un traidor. Pudo haberlo matado en el acto: pero entonces no hubiera contado con la paz y buena voluntad de los mayas de Catoche. Quizás pensó que era mejor abandonarlo a un destino sin destino: la gue­rra bárbara del sacrificio. A Cortés le gustaba, es cierto, aplazar las revanchas para saborearlas más.

En cambio, me llevó a mí con él, sin sospechar siquiera que el verdadero traidor era yo. Pues si yo me fui con Cortés y Guerrero se quedó en Yucatán, fue por común acuerdo. Queríamos aseguramos, yo cerca de los extranjeros, Guerrero cerca de los naturales, que el mundo indio triunfase sobre el europeo. Os diré, en resumen, y con el escaso aliento que me va quedando, por qué.

Mientras viví entre los mayas, permanecí célibe, como si esperase a una mujer que fuese perfectamente mía en complemento de carácter, pasión y cariño. Me enamoré de mi nuevo pueblo, de su sencillez para tratar los asuntos de la vida, dando cauce natural a las necesidades diarias sin disminuir la importancia de las cosas graves. Sobre todo, cuidaban su tierra, su aire, su agua preciosa y escasa, escondida en hondos pozos, pues esta llanura de Yucatán no tiene ríos visibles, sino un panal de flujos subterráneos.

Cuidar la tierra; era su misión fundamental; eran servidores de la tierra, para eso habían nacido. Sus cuentos mágicos, sus ceremonias, sus oraciones, no tenían, me di cuenta, más propósito que mantener viva y fecunda la tierra, honrar a los antepasados que la habían, a su vez, mantenido y heredado, y pasarla en seguida, pródiga o dura, pero viva, a los descendientes.

Obligación sin fin, larga sucesión que al principio pudo parecemos tarea de hormigas, fatal y repetitiva, hasta que nos dimos cuenta de que hacer lo que hacían era su propia recompensa. Era el obsequio cotidiano que los indios, al servir a la naturaleza, se hacían a sí mismos. Vivían para sobrevivir, es cierto; pero también vivían para que el mundo continuara alimentando a sus descendientes cuando ellos muriesen. La muerte, para ellos, era el premio para la vida de sus descendientes.

Nacimiento y muerte eran por ello celebraciones parejas para estos naturales, hechos igualmente dignos de alegría y honor. Recordaré siempre la primera ceremonia fúnebre a la que asistimos, pues en ella distinguimos una celebración del principio y continuidad de todas las cosas, idéntico a lo que celebramos al nacer. La muerte, proclamaban los rostros, los gestos, los ritmos musicales, es el origen de la vida, la muerte es el primer nacimiento. Venimos de la muerte. No nacemos si antes alguien no muere por nosotros, para nosotros.

Nada poseían, todo era común; pero había guerras, rivalidades incomprensibles para nosotros, como si nuestra inocencia sólo mereciese las bondades de la paz y no las crueldades de la guerra. Guerrero, animado por su mujer, decidió unirse a las guerras entre pueblos, admitiendo que no las comprendía. Pero una vez que empleó su habilidad de armador para rechazar la expedición de Hernández de Córdoba, su voluntad y la mía, el arte de armar barcos —y el de ordenar palabras—, se juntaron y juramentaron en silencio, con una inteligencia compartida y una meta definitiva...



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Poco a poco —ocho años nos tomó saberlo — reunimos Gonzalo Guerrero y yo, Jerónimo de Aguilar, la información suficiente para adivinar —jamás lo sabríamos con certeza— el destino de los pueblos mayas, la contigüidad de la grandeza caída y de la miseria sobreviviente. ¿Por qué se derrumbó aquélla, por qué sobrevivió ésta?

Vimos, en ocho años, la fragilidad de la tierra y nos preguntamos, hijos al cabo de agricultores castellanos y andaluces, cómo pudo sostenerse la vida de las grandes ciudades abandonadas sobre suelo tan magro y selvas tan impenetrables. Teníamos las respuestas de nuestros propios abuelos: explotad poco la riqueza de la selva, explotad bien la fragilidad del llano, cuidad de ambas. Ésta era la conducta inmemorial de los campesinos. Cuando coincidió con la de las dinastías, Yucatán vivió. Cuando las dinastías pusieron la grandeza del poder por encima de la grandeza de la vida, la delgada tierra y la tupida selva no bastaron para alimentar, tanto y tan rápidamente, las exigencias de reyes, sacerdotes, guerreros y funcionarios. Vinieron las guerras, el abandono de las tierras, la fuga a las ciudades primero, y de las ciudades después. La tierra ya no pudo mantener al poder. Cayó el poder. Permaneció la tierra. Permanecieron los hombres sin más poder que el de la tierra.

Permanecieron las palabras.

En sus ceremonias públicas, pero también en sus oraciones privadas, repetían incesantemente el siguiente cuento:

El mundo fue creado por dos dioses, el uno llamado Corazón de los Cielos y el otro Corazón de la Tierra. Al encontrarse, entrambos fertilizaron todas las cosas al nombrarlas. Nombraron a la tierra, y la tierra fue hecha. La creación, a medida que fue nombrada, se disolvió y multiplicó, llamándose niebla, nube o remolino de polvo. Nombradas, las montañas se dispararon desde el fondo del mar, se formaron mágicos valles y en ellos crecieron pinares y cipreses.

Los dioses se llenaron de alegría cuando dividieron las aguas y dieron nacimiento a los animales. Pero nada de esto poseía lo mismo que lo había creado, esto es la palabra. Bruma, ocelote, pino y agua, mudos. Entonces los dioses decidieron crear los únicos seres capaces de hablar y de nombrar a todas las cosas creadas por la palabra de los dioses.

Y así nacieron los hombres, con el propósito de mantener día con día la creación divina mediante lo mismo que dio origen a la tierra, el cielo y cuanto en ellos se halla: la palabra. Al entender estas cosas, Guerrero y yo supimos que la verdadera grandeza de este pueblo no estaba ni en sus magníficos templos ni en sus hazañas guerreras, sino en la más humilde vocación de repetir, a cada minuto, en todas las actividades de la vida, lo más grande y heroico de todo, que era la creación misma del mundo por los dioses.

Nos empeñamos desde entonces en fortalecer esta misión y en devolverle a nuestra tierra española de origen el tiempo, la belleza, el candor y la humanidad que encontramos entre estos indios... Pues la palabra era, al cabo, el poder gemelo que compartían los dioses y los hombres. Supimos que la caída de los imperios liberaba a la palabra y a los hombres de una servidumbre falsificada. Pobres, limpios, dueños de sus palabras, los mayas podían renovar sus vidas y las del mundo entero, más allá del mar...

En el lugar llamado Bahía de la Mala Pelea, allí mismo donde los conocimientos de Gonzalo Guerrero permitieron a los indios derrotar a los españoles, fueron talados los bosques, serradas las planchas, fabricados los utensilios y levantados los armazones para nuestra escuadra india...

Desde mi tumba mexicana, yo animé a mi compañero, el otro español sobreviviente, para que contestase a la conquista con la conquista; yo fracasé en mi intento de hacer fracasar a Cortés, tú, Gonzalo, no debes fracasar, haz lo que me juraste que harías, mira que te estoy observando desde mi lecho en el fondo del antiguo lago de Tenochtitlan, yo, el cincuenta y ocho veces nombrado Jerónimo de Aguilar, el hombre que fue amo transitorio de las palabras y las perdió en desigual combate con una mujer...



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Yo vi todo esto. La caída de la gran ciudad andaluza, en medio del rumor de atabales, el choque del acero contra el pedernal y el fuego de los lanzallamas mayas. Vi el agua quemada del Guadalquivir y el incendio de la Torre del Oro.

Cayeron los templos, de Cádiz a Sevilla; las insignias, las torres, los trofeos. Y al día siguiente de la derrota, con las piedras de la Giralda, comenzamos a edificar el templo de las cuatro religiones, inscrito con el verbo de Cristo, Mahoma, Abraham y Quetzalcóatl, donde todos los poderes de la imaginación y la palabra tendrían cupo, sin excepción, durando acaso tanto como los nombres de los mil dioses de un mundo súbitamente animado por el encuentro con todo lo olvidado, prohibido, mutilado...

Cometimos, algunos, crímenes,.. es cierto. A los miembros de la Santa Inquisición les dimos una sopa de su propio chocolate, quemándoles en las plazas públicas de Logroño a Barcelona y de Oviedo a Córdoba... Sus archivos los quemamos también, junto con las leyes de pureza de la sangre y cristianismo antiguo. Viejos judíos, viejos musulmanes y ahora viejos mayas, abrazamos a cristianos viejos y nuevos, y si algunos conventos y sus inquilinas fueron violados, el resultado, al cabo, fue un mestizaje acrecentado, indio y español, pero también árabe y judío, que en pocos años cruzó los Pirineos y se desparramó por toda Europa... La pigmentación del viejo continente se hizo en seguida más oscura, como ya lo era la de la España levantina y árabe.

Pues derogamos los decretos de expulsión de judíos y moriscos. Aquéllos regresaron con las llaves heladas de sus casas abandonadas en Toledo y Sevilla /para abrir de nuevo las puertas de madera y clavar de nuevo en los roperos, con manos ardientes, el viejo canto de su amor a España, la madre cruel que los expulsó y a la que ellos, los hijos de Israel, nunca dejaron de amar a pesar de todas las crueldades... Y el regreso de los moros llenó el aire de cantes a veces profundos como un gemido sexual, a veces tan altos como la voz de la puntual adoración del Muecín. Dulces cantos mayas se unieron al de los trovadores provenzales, la flauta a la vihuela, la chirimía a la mandolina, y del mar cerca del Puerto de Santa María emergieron sirenas de todos los colores, que nos habían acompañado desde las islas del Caribe... Cuantos contribuimos a la conquista india de España sentimos de inmediato que un universo a la vez nuevo y recuperado, permeable, complejo, fecundo, nació del contacto entre las culturas, frustrando el fatal designio purificador de los Reyes Católicos.

No creáis, sin embargo, que el descubrimiento de España por los indios mayas fue un idilio. No pudimos frenar los atavismos religiosos de algunos de nuestros capitanes. Lo cierto, empero, es que los españoles sacrificados por los mayas en los altares de Valladolid y Burgos, en las plazas de Cáceres y Jaén, tuvieron la distinción de morir ingresando a un rito cósmico y no, como pudo sucederles, por una de esas riñas callejeras tan habituales en España. O, para decirlo con símil más gastronómico, por una indigestión de cocido. Es cierto que esta razón fue mal comprendida por todos los humanistas, poetas, filósofos y erasmianos españoles, que al principio celebraron nuestra llegada, considerándola una liberación, pero que ahora se preguntaban si no habían cambiado, simplemente, la opresión de los Reyes Católicos por la de unos sanguinarios papas y caciques indios...

Mas me preguntaréis a mí, Jerónimo de Aguilar natural de Écija, muerto de bubas al caer la Gran Tenochtitlan y que ahora acompaño como una estrella lejana a mi amigo y compañero Gonzalo de Guerrero, natural de Palos, en la conquista de España, ¿cuál fue nuestra arma principal?

Y aunque primeramente cabe hablar de un ejército de dos mil mayas partidos de la Bahía de la Mala Pelea en Yucatán, al cual se añadieron escuadras de marineros caribes recogidos y adiestrados por Guerrero en Cuba, Borinquen, Caicos y el Gran Abaco, enseguida debe añadirse otra razón.

Desembarcados en Cádiz en medio del asombro más absoluto, la respuesta (ya la habéis adivinado) fue la misma que la de los indios en México, es decir, la sorpresa.

Sólo que en México, los españoles, es decir, los dioses blancos, barbados y rubios, eran esperados. Aquí, en cambio, nadie esperaba a nadie. La sorpresa fue total, pues todos los dioses ya estaban en España. Lo que pasa es que habían sido olvidados. Los indios llegaron a reanimar a los propios dioses españoles y el asombro mayor que hoy comparto con ustedes, lectores de este manuscrito que al alimón hemos pergeñado dos náufragos españoles abandonados durante ocho años en la costa de Yucatán, es que estéis leyendo esta memoria en la lengua española de Cortés que Marina, La Malinche, debió aprender, y no en la lengua maya que Marina debió olvidar o en la lengua mexicana que yo debí aprender para comunicarme a traición con el grande pero abúlico rey Moctezuma.

La razón es clara. La lengua española ya había aprendido, antes, a hablar en fenicio, griego, latín, árabe y hebreo; estaba lista para recibir, ahora, los aportes mayas y aztecas, enriquecerse con ellos, enriquecerlos, darles flexibilidad, imaginación, comunicabilidad y escritura, convirtiéndolas a todas en lenguas vivas, no lenguas de los imperios, sino de los hombres y sus encuentros, contagios, sueños, y pesadillas también.

Quizás el propio Hernán Cortés lo supo, y por eso se hizo el disimulado el día que nos descubrió a Guerrero y a mí viviendo entre los mayas, entiznados y trasquilados; yo con un remo al hombro, una cotara vieja calzada y la otra atada a la cintura, y una manta muy ruin, y un braguero peor; y Guerrero con la cara labrada y horadadas las orejas... Quizás, como si adivinara su propio destino, el capitán español dejó a Guerrero entre los indios para que un día acometiese esta empresa, réplica de la suya, y conquistara a España con el mismo ánimo que él conquistó a México, que era el de traer otra civilización a una que consideraba admirable pero manchada por excesos, aquí y allá: sacrificio y hoguera, opresión y represión, la humanidad sacrificada siempre al poder de los fuertes y al pretexto de los dioses... Sacrificado el propio Hernán Cortés al juego de la ambición política, necesariamente reducido a la impotencia para que ningún conquistador soñara con colocarse por encima del poder de la Corona y humillado por los mediocres, sofocado por la burocracia, recompensado con dinero y títulos cuando su ambición había sido exterminada, ¿tuvo Hernán Cortés la brillante intuición de que, perdonado, Gonzalo de Guerrero, regresaría con una armada maya y caribe a vengarlo a él en su propia tierra?

No lo sé. Porque el propio Hernán Cortés, con toda su maliciosa inteligencia, careció siempre de la imaginación mágica que me, por un lado, la flaqueza del mundo indígena, pero, por el otro, puede ser un día su fuerza: su aporte para el futuro, su resurrección...

Digo esto porque, acompañando con mi alma a Gonzalo de Guerrero, de la Bahama a Cádiz, yo mismo me convertí en estrella a fin de poder hacer el viaje. Mi luz antigua (toda estrella luminosa, lo sé ahora, es estrella muerta) es sólo la de las preguntas.

¿Qué habría pasado si lo que sucedió, no sucede?

¿Qué habría pasado si lo que no sucedió, sucede?

Hablo y pregunto desde la muerte, porque sospecho que mi amigo el otro náufrago, Gonzalo Guerrero, está demasiado ocupado combatiendo y conquistando. No tiene tiempo de narrar. Es más: se niega a narrar. Tiene que actuar, decidir, ordenar, castigar... En cambio, desde la muerte, yo tengo todo el tiempo del mundo para narrar. Incluso (sobre todo) las hazañas de mi amigo Guerrero en esta gran empresa de la conquista de España.

Temo por él y por la acción que con tanto éxito ha acometido. Me pregunto si un evento que no es narrado, ocurre en realidad. Pues lo que no se inventa, sólo se consigna. Algo más: una catástrofe (y toda guerra lo es) sólo es disputada si es narrada. La narración la sobrepasa. La narración disputa el orden de las cosas. El silencio lo confirma.

Por ello, al narrar, por fuerza me pregunto dónde está el orden, la moral, la ley de todo esto.

No sé. Y tampoco lo sabe mi hermano Guerrero porque le he contagiado un doloroso sueño. Se acuesta en su nueva sede, que es el Alcázar de Sevilla, y sus noches son inquietas; las atraviesa como un fantasma la mirada dolorosa del último rey azteca, Guatemuz. Una nube de sangre le cubre los ojos. Cuando siente que se le empaña la mirada, baja los párpados. Uno es de oro, el otro de plata.

Cuando despierta, llorando por la suerte de la nación azteca, se da cuenta de que en vez de lágrimas, por una mejilla le rueda el oro y por la otra la plata, surcándolas como cuchilladas y dejando para siempre en ellas una herida que, ojalá, la muerte cicatrice un día.

Ésta es, ya lo sé, una incertidumbre. En cambio, mi única certeza, ya lo veis, es que la lengua y las palabras triunfaron en las dos orillas. Lo sé porque la forma de este relato, que es una cuenta al revés, ha sido identificada demasiadas veces con explosiones mortales, vencimientos de un contendiente, u ocurrencias apocalípticas. Me gusta emplearla hoy, partiendo de diez para llegar a cero, a fin de indicar, en vez, un perpetuo reinicio de historias perpetuamente inacabadas, pero sólo a condición de que las presida, como en el cuento maya de los Dioses de los Cielos y de la Tierra, la palabra.

Ésa es quizás la verdadera estrella que cruza el mar y hermana a las dos orillas. Los españoles, debo aclararlo a tiempo, no lo entendieron al principio. Cuando llegué a Sevilla montado en mi estrella verbal, confundieron su fugacidad y su luz con la de un pájaro terrible, suma de todas las aves de presa que vuelan en la oscuridad más profunda, pero menos aterradora por su vuelo que por su aterrizaje, su capacidad de arrastrarse por la tierra con la mercúrea destrucción de un veneno: buitre de las alturas, serpiente del suelo, este ser mitológico que voló sobre Sevilla y se arrastró por Extremadura cegó a los santos y sedujo a los demonios de España, a todos espantó con su novedad y fue, como los caballos españoles en México, invencible.

Transformada en monstruo, esta bestia, sin embargo, era sólo una palabra. Y la palabra se despliega, en el aire de escamas, en la tierra de plumas, como una sola pregunta;

¿Cuánto faltará para que llegue el presente? Gemela de Dios, gemela del hombre: sobre la laguna de México, cabe el rio de Sevilla, se abren al mismo tiempo los párpados del Sol y los de la Luna. Nuestros rostros están rayados por el fuego, pero al mismo tiempo nuestras lenguas están surcadas por la memoria y el deseo. Las palabras viven en las dos orillas. Y no cicatrizan.



Londres-México, invierno de 1991-1992.
 
 
(de "El Naranjo", Ed. Alfaguara, 1993.)





CARLOS FUENTES (PANAMÁ/MÉXICO, 1928-2012)