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marzo 25, 2012

Incesto - Diarios de Anaïs Nin (Fragmento)

Foto: Brassai

Hay una fisura en mi visión, en mi cuerpo, en mis deseos, una fisura permanente, y la locura la empuja adentro y afuera, adentro y afuera. Los libros están sumergidos, las páginas arrugadas; cada perfección piramidal arde totalmente al impulso de la sangre.

El esfuerzo que hago para perfilar, cincelar, demarcar, separar y simplificar es una idiotez. Debo dejarme fluir multilateralmente. Por lo menos, he aprendido algo grande: a pensar, pero no demasiado, de modo que pueda dejarme ir, sin que haya levantado una barrera intelectual que se oponga a los acontecimientos que puedan venir y sin interferir con una preparación crítica en el movimiento de la vida. Pienso sólo lo suficiente para mantener vivo un estrato superior de inteligencia vigilante, igual que cuando me cepillo el cabello, me arreglo la cara, me pinto las uñas o escribo mi diario. Nada más. El resto del tiempo, trabajo, escribo, trabajo. Y me dejo llevar por el impulso. Canturreo; protesto contra los taxistas que se enfrentan a las oleadas del tráfico; escribo una nota a Henry media hora después de haberlo dejado, y atosigo a Hugh a medianoche para que vaya en coche al centro de París y entregue la nota a Fred Perlés para Henry... ¡Una nota de amor para su trabajo!

Es este divino deslizamiento el que permite que Henry me tire sobre la cama de June y lance al aire, como un sedal de pesca, la conversación sobre Lawrence y Joyce mientras nos mecemos sobre la Tierra.

Hugh me tiene apretadamente entre sus brazos, como una gran pepita de oro, y su horizonte es celestialmente esperanzador porque le he traído un compás.

J'ai présagé des cercles. El motivo del círculo en mi novela de John. La fascinación de la astrología El círculo marca la rotación de la Tierra, y todo lo que me importa es el supremo gozo de girar con la Tierra y morir ebria, morir mientras se gira, que no morir retirada, mirando la Tierra que gira sobre mi mesa, como uno de esos globos terráqueos de cartón que venden en los almacenes Printemps por 120 francos. No iluminado. Esos son más caros. Quiero ser la luz dentro del globo y la dinamita que explota sobre la máquina del impresor justo antes de poner el precio sobre la página. Cuando la Tierra gira, mis piernas se, abren a la lava emergente y mi cerebro se congela en el Ártico —o viceversa—, pero debo girar, y mis piernas siempre se abrirán, incluso en la región del sol de medianoche, porque no espero a la noche —no puedo esperar a la noche—, no quiero perder ni un solo ritmo de su curso, ni un solo laudo de su ritmo.

Sueño: Hugh y yo caminamos en la niebla nocturna. Juntos. Lo dejo. Entro en la casa y me echo en la cama. Sé que me busca, que se vuelve frenético, que corre como un loco en medio de la niebla, flotando en ella. Estoy inerte. Sé que estoy en casa. No se le ha ocurrido pensar que estoy en la cama. Yazco intocada por su desesperación. Soy al mismo tiempo la niebla. Soy la noche que envuelve a Hugh; mi cuerpo yace sobre la cama. Soy el espacio que rodea a Hugh. Corre en este espacio, y me busca.

Por la mañana. Mi amor más tierno es para Hugh, algo inalterable, que no cambia, fijo: el niño. Tiene el lugar más seguro, el más suave.

Querría darle a June todo cuanto Henry ama en mí, añadirme a ella. No puedo creer que le he arrebatado al único hombre que ha amado de verdad.

Siento una piedad abrumadora por el sufrimiento histérico y primitivo de June, por la gran confusión de su mente. Pero nunca es un sufrimiento como el mío, nunca el dolor por perder a Henry, sino el dolor por el fracaso.

Fue terrible que me diera cuenta de mi fortaleza mientras recordaba mi lealtad siempre que hablo de June a Henry.


Pobrecita June, ¡es tan vulnerable! No tengo otra cosa que darle salvo mi amor, que necesita. Invento mi amor por ella, como un regalo. La mantengo viva fingiendo mi amor, que no es sino lástima. Escucho su charla rudimentaria, busco pacientemente relámpagos de verdad, esperando que se encuentre a sí misma, que en mí encuentre fuerzas, aunque, al hacer esto, siento que soy la mayor traidora sobre la Tierra. Confía en mí y soy quien la deja sin Henry.

Al mismo tiempo, no sabe lo que hago por ella para expiar mi culpa. ¡Me niego a que Henry le cuente, le pida su libertad para casarse conmigo! Ayer, media hora antes de verme con June, estaba sentada en un café con Henry. Me dijo: «Cuando salga el libro, rompemos con todo, se acabaron los compromisos. Arreglaré las cosas con June y me caso contigo».

Me eché a reír: «No quiero casarme otra vez». Y luego: «Sería terrible privarla de su última fe en dos seres humanos».


June me ha presentado a Dick, el escritor homosexual con ojos de niño desvalido, que habla como escribe Aldous Huxley. Visitamos a Ossip Zadkine, el escultor (un personaje del Trópico de Cáncer de Henry).

Dick y yo retrocedimos ante la perspectiva desagradable de un nuevo contacto, cada cual a su manera. El, con su ligereza; yo, con mi silencio. Pero nos agradamos mutuamente. Estaba predispuesto en mi contra porque soy amiga de Henry y él lo aborrece.

Henry hizo un monstruo de June porque tiene una mente creadora de monstruos. Es un loco. Ha sufrido con June las torturas que él mismo se ha inventado, porque el amor que June sintió por Henry no fue en absoluto monstruoso, sino, probablemente, tan simple como el que,yo siento por ella. Yo sí que adopté la creencia de Henry en la monstruosidad de June. Ahora veo el sufrimiento del ser humano que es June; y veo el fracaso de los dos en entenderse... aunque June es la más débil, porque los fantasmas de Henry la han vuelto loca. Los fantasmas de Henry no me confunden; me interesan objetivamente. Fascinan mi inteligencia y mi imaginación.

Me di cuenta del proceso de deformación cuando Henry explicó mis páginas sobre June y me revistió de grandes misterios y monstruosidades. Su imaginación es incansable y fértil; capta a un ser humano y lo deforma, lo realza, lo magnifica y lo mata. Es un demonio que anda suelto por el mundo, laberíntico, que conduce a la locura. Henry podría volver loca a la gente.

Hasta ahora no me he extraviado; he sido más fuerte que June. Sólo me vuelvo loca cuando quiero, como cuando deseo emborracharme, así que puedo trabajar. Igual que Henry se excita con el odio y la crueldad, yo me excito y me estimulo cuando me libero de la presa excesivamente estricta de la lógica implacable. Giro como una peonza para ser menos lúcida y más alucinada, para escuchar mis intuiciones.

Me seduce jugar con Henry a este peligroso juego de la deformación imaginativa. Gracias a que Allendy me ha integrado y me ha revelado mi modelo de conducta fundamental, Henry y yo somos dignos adversarios.

Despojadme de las exteriorizaciones, de la teatralidad y del masoquismo, y encontraréis la simiente, el núcleo, la artista, la mujer. Pero despojad a June de sus galas y encontraréis a una mujer bella y corriente que cree en ilusiones, sacrificios, ideales y cuentos de hadas... pero sin contenido.

Debe seguir siendo el personaje, la curiosidad, la rareza, una forma ilusoria de la personalidad.

Pero, cuando llora, siento que merece la felicidad de cualquier ser humano.

Después de todo, también mi imaginación ha jugado a su capricho con los dos, con Henry y con June. Con una diferencia: necesito por encima de todo la verdad y sucumbo a la piedad. La verdad me impide distorsionar, porque comprendo. Tan pronto como comprendí a Henry, dejé de hacer un «personaje» de él (el submundo brutal de mi segundo concepto de él, hinchado por sus libros). Mi primer concepto es verdadero siempre: mi primera descripción de Henry en el diario le sigue correspondiendo hoy, y mi primera descripción de June es más verdadera que mi composición literaria. Cuando empiezo a amar como un ser humano el juego cesa.

Para un escritor, un personaje es un ser con quien no se siente ligado por el sentimiento. El verdadero amor destruye la «literatura». Por eso, también, Henry no puede escribir sobre mí, y quizá nunca escriba sobre mí —por lo menos, hasta que nuestro amor se acabe y, entonces, yo me convierta en un «personaje», es decir, en una personalidad alejada, no fundida con él.


Me pongo triste cuando miro la fotografía de Allendy... Estoy siempre entre dos deseos, siempre en conflicto. Pertenezco a Henry, a June y a Allendy. Hay veces que me gustaría descansar, estar en paz, elegir un refugio, un amor, para resguardarme en él... hacer una selección final. No puedo. Algunas noches, como ésta, a la hora del decaimiento, me gustaría sentir la totalidad.

La característica de mi lealtad con Hugh es fácilmente definible: consiste en no causarle daño. Incluso en cuestiones relacionadas con Henry (podría obligar a Hugh a ayudar a Henry), sigo siendo leal a Hugh, tanto que ni siquiera le impido que alcance su propia masculinidad, cosa que podría hacer interfiriendo en su nueva agresividad, en su nueva codicia, cautela, celos y posesividad.

Es extraño contemplar el amor de otro por una y conservarse intacta. Los bellos sueños de Hugh sobre mí. Los escucho, pero jamás pienso en ellos cuando Henry me acaricia. Es absolutamente cierto que nunca pienso en Hugh cuando estoy con Allendy o con Henry, como tampoco pienso en Henry cuando estoy con Allendy. Una especie de separación tiene lugar en ese momento —una totalidad pasajera—, que impide cualquier duda o parálisis. Es sólo después, cuando se revela la mezcla y el conflicto. No veo nada malo en acostarme con Henry en la cama de Hugh, como tampoco vería nada malo en entregarme a Allendy en la misma cama. No tengo ninguna moralidad. Sé que la gente se horroriza, pero no yo. Ninguna moralidad mientras el daño hecho no se manifieste por sí mismo. Mi moralidad no se reafirma cuando me enfrento con el dolor de un ser humano... Le devolvería Henry a June si ella me lo pidiera. Al mismo tiempo, soy consciente de la estupidez de mi capitulación, porque June puede pasar sin Henry mucho mejor que yo, y ella es dañina para Henry. Del mismo modo que sería infinitamente estúpido que, por mor de Hugh, volviera a mi vida neurótica, vacía y desasosegada de los años anteriores a mi encuentro con Henry.

Ahora experimento una continua plenitud que también me permite dar plenitud a Hugh. Deseo que Hugh pudiera creerme, entenderme, perdonarme. Ve mi contento, mi salud, mi productividad. Y estoy aún más preocupada por su felicidad que por la de cualquier otra persona.


(de "Incesto. Diario amoroso", Editorial Siruela. Madrid, 1995.)





ANAÏS NIN (FRANCIA, 1903-1977)






marzo 08, 2012

DOS CUENTOS DE CLARICE LISPECTOR



AMOR

Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.
Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.
En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.
El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.
El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.
¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego masticaba chicle.
Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír -como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada -el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.
Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.
La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero... El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.
Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.
Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.
Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.
Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.
La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.
De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.
A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los "cipós". Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.
Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.
En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.
Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.
Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada... Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón... El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.
Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo* pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.
Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.
Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal -¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?- se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola... Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos...
-Tengo miedo -dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.
-Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.
-No dejes que mamá te olvide -le dijo.
El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.
Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?
No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.
Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo -¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.
Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.
Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua -estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.
Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.
Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.
Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.
Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.
¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.
-¿Qué fue? -gritó vibrando toda.
Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:
-No fue nada -dijo-, soy un descuidado -parecía cansado, con ojeras.
Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.
-¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.
-Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.
Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.
-Es hora de dormir -dijo él-, es tarde.
En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.
Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.

*Pequeño mamífero roedor.



FELICIDAD CLANDESTINA


Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.



CLARICE LISPECTOR (BRASIL, 1920-1977)




marzo 04, 2012

UN CUENTO DE HARUKI MURAKAMI



SOBRE ENCONTRARSE A LA CHICA 100% PERFECTA UNA BELLA MAÑANA DE ABRIL


Una bonita mañana de Abril, en una estrecha calle del barrio chic de Harujuku en Tokio, me crucé andando con la chica 100% perfecta.
Diciendo la verdad, ella no era tan guapa.
No destaca de una manera concreta. Sus ropas no tienen nada especial. La parte de atrás de su pelo todavía está aplastada por haber dormido. No es joven, tampoco. Debe estar cerca de los treinta, nada cercano a una chica, hablando con propiedad. Pero aún así, lo sé desde 50 metros a la distancia: Ella es la mujer 100% perfecta para mí.
En el momento en que la veo, siento un retumbar en mi pecho y mi boca está tan seca como un desierto.
Quizás ustedes tengan su particular tipo favorito de chica – perfecta con tobillos delgados, digamos, o grandes ojos, o dedos graciosos, o se vean atraídos sin una razón, por aquellas que se toman su tiempo con cada comida.
Yo tengo mis propias preferencias, por supuesto. Algunas veces en un restaurante, cuando me doy cuenta, estoy mirando a una chica de la mesa de al lado a la mía porque me gusta la forma de su nariz.
Pero nadie puede insistir en que la chica perfecta se corresponde con algún modelo preconcebido. Aunque me gustan mucho las narices, no puedo recordar la forma de la nariz de ella, o incluso si ella tenía una. Todo lo que puedo recordar con certeza es que ella no era una gran belleza. Es extraño.
“Ayer en la calle me crucé con una chica perfecta”, le digo a alguien.
“¿Sí?” el dice. “¿Guapa?”
“No realmente”
“¿Tu tipo favorito, entonces?”
“No lo sé. No parece que recuerde algo de ella: la forma de sus ojos o el tamaño de su pecho”
“Extraño”
“Sí. Extraño”
“De cualquier manera”, él dice ya aburrido, “¿que hiciste, hablaste con ella? ¿La seguiste?”
“No. Solo me crucé con ella en la calle”.
Ella iba hacia el Oeste, y yo hacia el Este. Era una bonita mañana de Abril.
Hubiera deseado hablar con ella. Media hora hubiera sido todo: sólo preguntarle por ella, hablarle de mí, y – lo que más me habría gustado hacer -, explicarle las complejidades del destino que condujo a nuestro encuentro en una estrecha calle en Harajuku una bonita mañana de Abril de 1981.
Después de hablar, habríamos comido en cualquier sitio, quizás visto una película de Woody Allen, o parado en un bar de hotel para tomar unos cocktails. Con algo de suerte, podríamos haber acabado en la cama.
La potencialidad llama a la puerta de mi corazón.
¿Cómo me puedo aproximar a ella? ¿Qué le debería decir?
“Buenos días, señora. ¿Piensa que podría compartir media hora de conversación conmigo?”. Ridículo. Hubiera sonado como un vendedor de seguros.
“Perdóneme, ¿sabría por casualidad si hay una tintorería abierta las 24 horas en el barrio?”. No, igual de ridículo. No llevo ni ropa sucia, en primer lugar. ¿Quién va a creerse una cosa así?
Quizás, la simple verdad lo haría. ”Buenos días. Usted es la chica perfecta para mí.”
No, ella no lo creería. Incluso si lo creyese, ella no querría hablar conmigo.
“Perdón”, podría decir, “puede ser que sea la mujer perfecta para ti, pero tu no eres el hombre perfecto para mí.” Podría pasar. Y si me encontrase en esa situación, probablemente me querría morir. Nunca me recuperaría de ese shock. Tengo 32 y esto es lo que significa hacerse mayor.
Pasamos frente a una floristería. Una cálida, y suave brisa de aire toca mi piel. El asfalto está húmedo y siento el olor de las rosas. No me atrevo a hablarle. Ella viste un jersey blanco, y en su mano derecha sostiene un sobre blanco que carece de sello. Por lo que deduzco que ha escrito a alguien una carta, quizás estuvo toda la noche escribiendo, a juzgar por las ojeras en sus ojos. El sobre podría contener todos los secretos que ella hubiese tenido siempre.
Avanzo un poco más y me doy la vuelta. Ella se pierde entre la multitud.
Ahora, por supuesto, sé exactamente que debería haberle dicho. Habría sido un discurso largo, demasiado quizás para haberlo desarrollado adecuadamente. Las ideas que se pasan por la cabeza no son nunca muy prácticas.
Bien. Hubiera comenzado “Erase una vez” y terminado “Una triste historia, ¿no cree?”
Erase una vez, un chico y una chica. El chico tenia 18 años y la chica 16. Él no era especialmente guapo, y ella tampoco. Solo eran un hombre y una mujer solitarios como todos los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en alguna parte del mundo había un hombre y una mujer perfectos para ellos. Sí, ellos creían en un milagro. Y ese milagro ocurrió realmente.
Un día los dos se encontraron en una esquina de una calle.
“Esto es increíble,” él dijo “Te he estado buscando toda mi vida. No lo creerás, pero tú eres la mujer perfecta para mí.”
“Y tú”, dijo ella, “eres el hombre perfecto para mí, exactamente como te había soñado en cada detalle. Es como un sueño.”
Se sentaron en un banco del parque, se cogieron de las manos, y se contaron sus historias el uno al otro hora tras hora. Ellos ya no estaban más solos. Habían encontrado y sido encontrados por su pareja perfecta. Qué cosa maravillosa es encontrar y ser encontrado por tu pareja perfecta. Es un milagro, Un milagro cósmico.
Mientras conversaban sentados, sin embargo, una pequeña, pequeña sombra de duda enraizó en sus corazones: ¿Estaba bien que los sueños de alguien se hicieran realidad tan fácilmente?
Y así, cuando se produjo una pausa momentánea en su conversación, el chico le dijo a la chica: “Vamos a probarlo para nosotros una vez. Si realmente somos el amor perfecto del otro, entonces alguna vez, en algún lugar, nos encontraremos otra vez sin duda. Y cuando pase, sabremos que somos la pareja perfecta, y nos casaremos. ¿Qué piensas?”
“Sí,” dijo ella, “eso es exactamente lo que deberíamos hacer.”
Y entonces se separaron, ella fue al Este, y él al Oeste.
La prueba que habían acordado, sin embargo, era innecesaria. No la deberían haber realizado, porque eran real y verdaderamente la pareja perfecta, y era un milagro que se hubiesen encontrado Pero era imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran.
Las frías, indiferentes olas del destino continuaron sacudiéndolos despiadadamente.
Un invierno, el chico y la chica cayeron enfermos de una terrible gripe, y después de luchar entre la vida y la muerte, perdieron la memoria de sus años más tempranos. Cuando se dieron cuenta sus cabezas estaban vacías.
Fueron dos brillantes y decididos jóvenes, sin embargo, y gracias a sus esfuerzos constantes fueron capaces de adquirir otra vez el conocimiento y el sentimiento que les posibilitó volver como miembros hechos y derechos a la sociedad. Gracias a Dios, se convirtieron en ciudadanos que sabían como utilizar el metro, o ser capaces de enviar una carta especial al correo.
También experimentaron el amor otra vez; algunas veces, como mucho al 75% u 85%.
El tiempo pasó con una rapidez espantosa, y pronto el muchacho tuvo 32 años, la muchacha 30.
Una preciosa mañana de Abril, en busca de una taza de café para comenzar el día, el muchacho andaba del Oeste al Este, mientras la muchacha, teniendo la intención de enviar una carta, andaba del Este al Oeste, los dos sobre la misma estrecha calle del barrio de Harajuku en Tokio.
Se cruzaron en el centro mismo de la calle.
El destello más débil de sus memorias perdidas brilló tenuemente por un breve momento en sus corazones. Cada uno sintió un retumbar en su pecho. Y ellos supieron:
Ella es la mujer perfecta para mí
Él es el hombre perfecto para mí.
Pero el brillo de sus memorias era demasiado débil, y sus pensamientos ya no tenían la claridad de catorce años antes.
Sin una palabra, se cruzaron, desapareciendo entre la multitud. Para siempre.
Una triste historia, ¿no cree?
Si, eso es, eso es lo que debería haberle dicho.

HARUKI MURAKAMI (JAPÓN, 1949)