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enero 16, 2012

POEMAS DE ANTONIO GAMONEDA





Existían tus manos

Existían sus manos
Un día el mundo se quedó en silencio; 
los árboles, arriba, eran hondos y majestuosos 
y nosotros sentíamos bajo nuestra piel 
el movimiento de la tierra.

Tus manos fueron suaves en las mías 
y yo sentí la gravedad y la luz 
y que vivías en mi corazón.

Todo era verdad bajo los árboles, 
todo era verdad. Yo comprendía 
todas las cosas como se comprende
un fruto con la boca, una luz con los ojos.


*

Yo me callo, yo espero
hasta que mi pasión
y mi poesía y mi esperanza
sean como la que anda por la calle;
hasta que pueda ver con los ojos cerrados
el dolor que ya veo con los ojos abiertos.




(de Exentos I, 1950-1960).


Incandescencia y ruinas

I

Yo invoco la cabeza
más sagrada que exista
debajo de la nieve.

Mi corazón azul
canta purificado por el silencio.


II

Vándalo de pureza,
hostígame. Si hablas,
yo bajaré mis labios
hasta el agua salvaje.

De aquella gruta donde
abrasa la frescura,
ha de surgir un rey
sucio de profecías.

Oh corazón que ves
en toda oscuridad,
cuándo estaremos ciegos
en luz, cuándo hablarás,
habitante del fuego.


III

Un perro milagroso
come en mi corazón.

Ceremonia salvaje:
mi dolor se incorpora
al perro enamorado.


IV

En la cavidad que sabes,
suena una voz. Lengua fría,
tú, que silbas en la noche,
metal vivo de palabras,
dime, loco ruiseñor
del invierno, dime, tú,
que quizá participas
de una materia luminosa,
a quién anuncias ya
además de a la muerte.


V

Anticanto de amor,
quién te beberá, quién
pondrá la boca en esta
espuma prohibida.
Quién, qué dios, qué
enloquecidas alas
podrán venir, amar
aquí.

Donde no hay nada.



Propongo mi cabeza atormentada...

Propongo mi cabeza atormentada
por la sed y la tumba. Yo quería
despedir un sonido de alegría;
quizá sueno a materia desollada.

Me justifico en el dolor. No hay nada;
yo no encuentro en mis huesos cobardía.
En mi canto se invierte la agonía;
es un caso de luz incorporada.

Propongo mi cabeza por si hubiera
necesidad de soportar un rayo.
No hablo por mí solo. Digo, juro

que la belleza es necesaria. Muera
lo que deba morir; lo que me callo.
No toques, Dios, mi corazón impuro.



Música de cámara


I

Si pudiera tener su nacimiento
en los ojos la música, sería
en los tuyos. El tiempo sonaría
a tensa oscuridad, a mundo lento.

Mezclas la luz en el cristal sediento
a intensidad y amor y sombra fría.
Todavía silencio, todavía
el sonido no tiene movimiento.

Pero llega un relámpago; se anudan
en los ojos lo bello y lo potente.
La fría sombra se convierte en fuego.

La belleza y el ansia se desnudan.
La música se eleva transparente.
Oh, sonido de amor, déjame ciego.


II

Yo, sin ojos, te miro transparente.
En la música estás, de ella has nacido;
de este grito de luz, de este sonido
a mundo amado luminosamente.

Y yo escucho después —agua creciente—
a la música en ti: todo el latido,
todo el pulso del aire convertido
a tu belleza, a tu perfil viviente.

Tumba y madre recíproca, del canto
orientas a tus venas la agonía,
y tus ojos asumen su potencia.

Oh prisión de la luz, después de tanto,
ya veo en el silencio: la armonía
es tu cuerpo, tu amada consistencia.



(De Sublevación inmóvil, 1960).



I

Después de veinte años

Cuando yo tenía catorce años,
me hacían trabajar hasta muy tarde.
Cuando llegaba a casa, me cogía
la cabeza mi madre entre sus manos.

Yo era un muchacho que amaba el sol y la tierra
y los gritos de mis camaradas en el soto
y las hogueras en la noche
y todas las cosas que dan salud y amistad
y hacen crecer el corazón.

A las cinco del día, en el invierno,
mi madre iba hasta el borde de mi cama
y me llamaba por mi nombre
y acariciaba mi rostro hasta despertarme.

Yo salía a la calle y aún no amanecía
y mis ojos parecían endurecerse con el frío.

Esto no es justo, aunque era hermoso
ir por las calles y escuchar mis pasos
y sentir la noche de los que dormían
y comprenderlos como a un solo ser,
como si descansaran de la misma existencia,
todos en el mismo sueño.

Entraba en el trabajo.
                                       La oficina
olía mal y daba pena.
                                       Luego,
llegaban las mujeres.
                                       Se ponían
a fregar en silencio.


Veinte años.
                       He sido
escarnecido y olvidado.
Ya no comprendo la noche
ni el canto de los muchachos sobre las praderas.
Y, sin embargo, sé
que algo más grande y más real que yo
hay en mí, va en mis huesos:

Tierra incansable,
                                firma
la paz que sabes.
                                Danos
nuestra existencia a
                                    nosotros
                                    mismos.


Caigo sobre unas manos

Cuando no sabía
aún que yo vivía en unas manos,
ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón.

Yo sentía que la noche era dulce
como una leche silenciosa. Y grande.
Mucho más grande que mi vida.
                                                         Madre:
era tus manos y la noche juntas.
Por eso aquella oscuridad me amaba.

No lo recuerdo pero está conmigo.
Donde yo existo más, en lo olvidado,
están las manos y la noche.
                                                 A veces,
cuando mi cabeza cuelga sobre la tierra
y ya no puedo más y está vacío
el mundo, alguna vez, sube el olvido
aún al corazón.
                           Y me arrodillo
a respirar sobre tus manos.
                                                  Bajo
y tú escondes mi rostro; y soy pequeño;
y tus manos son grandes; y la noche
viene otra vez, viene otra vez.
                                                      Descanso
de ser hombre, descanso de ser hombre.



Geología


Algunas veces salgo hacia las montañas
a mirar a lo lejos.

Piso unas lomas donde tierra vieja
se pone hermosa con el sol y veo
subir la sombra por los cuestos.
                                                        Ando
mucho tiempo en silencio.


Pero hay días que ando por estas lomas,
y miro hacia las montañas,
y ni allí hay libertad.


Y me vuelvo. Yo sé bien que es inútil
buscarla como a una llave perdida,
y que también es inútil
mirar al fondo de mi corazón.



Agricultura

Qué valdría sin pisadas humanas
esta pobreza que hace crujir la luz.
Qué sería la belleza violenta
del secano sin el corazón cansado
que piensa en él: tierra comida
y mala soledad frente al acero
mural de las montañas.

Mirad, es bello y es verdad: arriba,
el cardo blanco y el centeno, ciegos,
vibran junto a los pájaros, y luego
baja la tierra sobre sombras rojas
hasta el poco de agua y los negrillos.

Baja roída por el sol, quemada
por el hielo como el rostro humano
quieto y tajado de dolor, que pasa,
mil veces pasa por la tierra, duro,
con la herramienta y el caballo viejo,
seco como su amor, mil veces pasa,
toda la vida mientras dura el día.




II

Blues del cementerio


Conozco un pueblo –no lo olvidaré–
que tiene un cementerio demasiado grande.
Hay en mi tierra un pueblo sin ventura
porque el cementerio es demasiado grande.
Sólo hay cuarenta almas en el pueblo.
No sé para qué tanto cementerio.

Cierto año la gente empezó a irse
y en muchas casas no quedaba nadie.
El año que la gente empezó a irse
en muchas casas no quedaba nadie.
Se llevaban los hijos y las camas.
Tenían que matar los animales.

El cementerio ya no tiene puertas
y allí entran y salen las gallinas.
El cementerio ya no tiene puertas
y salen al camino las ortigas.
Parece que saliera el cementerio
a los huertos y a las calles vacías.

Conozco un pueblo. No lo olvidaré.
Ay, en mi tierra sin ventura,
no olvidaré a mi pueblo.

¡Qué mala cosa es haber hecho
un cementerio demasiado grande!



III


Invierno

La nieve cruje como pan caliente
y la luz es limpia como la mirada de algunos seres humanos,
y yo pienso en el pan y en las miradas
mientras camino sobre la nieve.

Hoy es domingo y me parece
que la mañana no está únicamente sobre la tierra
sino que ha entrado suavemente en mi vida.

Yo veo el río como acero oscuro
bajar entre la nieve.
Veo el espino: llamear el rojo,
agrio fruto de enero.
Y el robledal, sobre tierra quemada,
resistir en silencio.

Hoy, domingo, la tierra es semejante
a la belleza y la necesidad
de lo que yo más amo.


Amor

Mi manera de amarte es sencilla:
te aprieto a mí
como si hubiera un poco de justicia en mi corazón
y yo te la pudiese dar con el cuerpo.

Cuando revuelvo tus cabellos
algo hermoso se forma entre mis manos.

Y casi no sé más. Yo sólo aspiro
a estar contigo en paz y a estar en paz
con un deber desconocido
que a veces pesa también en mi corazón.


(De Blues castellano, 1961-966).


En el más resistente, más velado
lugar del corazón, mete sus manos
el silencio del mundo, mas despierta
al pájaro mortal, al destinado.

Habla en dura quietud; habla en la nieve.
La geografía del final es blanca.

Pero desciende, corazón, repasa
yerba secreta y el hayedo oscuro
como la planta antigua del pastor.
Baja a escrutar la transparencia fría,
entra en el bosque de las venas, siente
los arroyos pacíficos, el ruido
denso y materno de la leche, escucha
el paso prodigioso de las bestias.
Cruza la sombra con tu cuerpo, pasa
sobre las huellas comunales, duerme
en el silencio como un dios cansado
y, luego, acude al sobresalto puro,
a la fresca, gloriosa desbandada
de las aguas en júbilo, discierne,
repartida en la luz, pálida espuma.

Pero vuelve a la paz por el camino
prieto y oscuro de Corona; vete
despacio por el Pando; te rodean
las floraciones de la soledad,
los árboles salvajes, los helechos,
los cautelosos manantiales. Piensa
dulcemente en el mundo, pero calla,
exprésate con sola tu existencia,
como el bosque secreto, que se dice
en la ciega madera con el liquen
y la profundidad y la quietud.

Lívida, verde, añil, precipitante
golpea el agua en la afilada estirpe
de la roca fluvial. Su entalladura
come la paz en ti; ya no recuerdas
ningún canto ni el manso y solitario
campanil del ganado. Sólo sientes
un único latido: el tormentoso
del Cares en su caz, y una corona
de piadosa humedad en tu cabeza.

Todo se pierde en el espacio puro,
en el combate de las aguas y
las láminas terribles. Se apodera
la física, orquestal naturaleza
del espacio interior; ya no recuerdas.

Ya no recuerdas en el quicio raudo,
en la inmóvil, hirviente cabellera,
en el abismo azul, en el espanto.

En el espanto y la hermosura como,
al fin de la batalla, un rey envuelto
en la sangre, o la invisible túnica
del huracán, o la feroz escala
del que canta en el rostro de la muerte.




Está tejida con azul la noche
aún crepuscular. La lengua roja
enciende su perfil.
                                Salgo al silencio
y penetro la vida de las cosas
y no sé si el centeno es la hermosura
o es la sed la verdad.
                                     En este ahora
de secreta extensión, cuando no ciega
mis sentidos la furia luminosa
del resol cereal, y están creciendo
el zureo nupcial de las palomas,
los pájaros ocultos, la paciencia
de los robles, aún, salgo a los huertos
y me busco en las aguas y las sombras.




La tarde entra de pronto en la cocina,
enloquece en el cobre, hace gloriosa
la herrumbre de las madres. Como un lienzo
se imparte en las estancias. Cruza, dora
el rostro del varón. Da en las tarimas,
atraviesa el laurel, tiembla en sus hojas.

Ahora volverán por los caminos
las mulas canas y las yuntas rojas
y, cansados, los hombres, sus cabellos
con tamo de trigal.
                                 Cunden las sombras
al borde del tapial. Lenguas de acero
se sumergen en aguas silenciosas.




          El volumen rescata de la tierra
          las oleadas interiores, riza
          áspera, dulce, cereal, corpórea
          la masa solitaria, la pastura
          de los alcores y las navas; pone
          la majestad hendida, aterruñada
          en compacta hermosura y deposita
          agua y semillas en el corazón.




Un bosque inmóvil, sin espacio, pero
alimentado en la profundidad
envolvente del mundo. Su espesura,
de vientos y de pájaros no acoge
sobresalto ni sombra; se despliega
en llano vertical: azul pacífico,
oro pluvial, litúrgicos se traban
con púrpura feroz. Mas nada turba
aquella majestad.
                               Si das tus ojos
a la dominación, sientes cuajarse
un vértigo, un pueblo entreverado:
urdimbre de varones, instrumentos,
bestias, coronas, comunicaciones,
desperdicios de luz. Vértigo, pueblo
establecido donde nunca humana
respiración apagará el chasquido
de una hebra solar sobre la dura
conversión laminar, pueblo aplastado.

Callada tempestad. La vibratoria
existencia del sol, la que tortura
lívidas lomas, parameras turbias
en la tierra exterior, aquí sostiene
un lienzo musical: nervios de sombra,
como un árbol delante del crepúsculo,
no imponen pausa sino negro impulso
en la arbolada vidriería.
                                             Es
un mundo. No músculos, cabellos;
no túnicas redondas, accidentes;
sólo estaturas, transparencias, fuegos.
No libros, atributos, gestos, lomos
hirvientes de corcel, águilas, cetros,
ballesteros y muerte; sólo una
cegadora, bruñida altanería.

En esta soledad, en esta altura
de la materia, la estructura adiestra
los gritos del color como, entre hombres,
una esbelta garganta dispondría
las cantidades de sonido. Canta
pero extiende silencio. No es el canto
que recorre la tierra penetrando
en corazones, multitudes, bóvedas
y sepulcros; no es sino palabra
que se adentra en los ojos: alta fiesta
que despliega los rojos, enardece
el espacio interior, filtra más oro
en densidad azul, hunde los verdes
en sí mismos, agosta el amarillo
hasta hacerlo crujir.
                                    Oh pueblo frío,
oh bosque, oh vidrio, oh lienzo frío:
sólo tú puedes soportar, vivir
siempre en belleza, nunca en libertad.



Espacio siempre frente al tiempo. No
hay mayor lentitud que esta paciencia
que eterniza los labios, endurece
las túnicas, habita en la mirada
de la desolación.
                              Roja, la estepa,
afuera, lejos, en la mansa gleba,
come su viejo sol.
                               Gira la tierra
sobre sí misma, musical, y el agua
desciende azul, eternidad herida.



(De Pasión de la mirada, 1963-1970)


[...]
Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más
arriba de mi cuerpo.

He sentido el grito de los faisanes acorralados en las ramas de
agosto.

Un animal invisible roe las maderas que también están más allá
de mis ojos

y así se aumenta la serenidad y prevalece el olor de la mostaza
que fue derramada por mi madre.

Yo convalezco en sábanas limpias que me preservan de los insectos
y los cristales de mi infancia permiten la imposición de una
luz que les antecede en muchos días desde que existió la
solemnidad y la pureza.

En este espacio me he reunido con tu dulzura, la que traicionaste
delante de mis ojos.

Ahora eres obsequioso y pacífico como el aceite que se reserva
para los agonizantes;

ahora me contienes con tus manos y me descubres todos los gestos
de tu rostro menos los que deben ocultarse:

tantas veces pusiste la boca sobre las heridas, tantas te
desdijiste como una liebre tenebrosa...

Asediado por un azufre que no podías soportar en los alimentos,

¡tantas me recibiste en tu mirada y me participaste una escritura
de carmines abrasados, tantas te desplomaste en mi
existencia...! Fue una época damnificada.

Tú invocabas al chamariz y hacías que los árboles se inclinasen
sobre nosotros en tardes inmóviles mientras la policía
escribía nuestros nombres.

Otros días cantabas poseído por el alcohol y lo que rebosaba era
azul sobre las mesas desgastadas por la lejía.

Una senda de aulagas conducía hasta tu casa donde siempre era
invierno. ¡Ah cómo sentía tus dientes y cuanto tiempo te
escuchaba,

cómo esperaba tu desaparición amándote!

No me dejaste otra señal que tu rostro celebrado por el llanto
de las mujeres.

A tu belleza se inclinaba la serenidad, viuda tuya desde hace
mucho tiempo, viuda desposeída de tus sábanas.

Esto fue cuando, atraído por el acónito, penetraste en sus
cámaras;

esto fue cuando comenzó el silencio.
Tú distribuías la nostalgia de cuanto es honorable y concertado
con la pulsación de los pueblos.

No quisiste ser alabado por ello sino por el horror, tu
ciudadanía en aquel tiempo.

La ceniza de tus uñas se refugiaba en las escrituras y en
aquellos templos cuyas maderas están señaladas a cuchillo y
con la grasa de los animales torturados.

Tú, más veraz que yo porque me excedías en vigilancia,

me conducías a los lugares en que es posible saborear el
cardenillo y el acero.
Durante un instante me visitó un crepúsculo cuya profundidad no
me pertenece.

Regresé. Regresé hasta donde los padres son cautos y perseguidos
en sus huesos,

pero no es éste el armisticio que yo compré sobreviviéndote.

Repito que ahora eres obsequioso y que me acompañas al espacio en
que las hortensias son persistentes.

Más allá, en los desvanes, siento un bramido de palomas: es un
país nupcial. ¿Conoces tú la virtud de las palomas en sus
excrementos?

En aquél y en éste te recibo y sólo así, mirándome en tu rostro,
el que se manifiesta a través de una membrana incorruptible,

no en el furor que predicaban tus dientes aunque me amases dentro
de mi madre.

En aquél y en éste te recibo y mi deseo es alimentarme con tu
bondad, pero también con los aromas que te sobreviven.
Siéntate en medio de las ruinas, siéntate con dulzura en el medio
o al borde de las ruinas.

Son nuestra única propiedad y yo comienzo a distinguir algunas
semillas y láudano y ciertos coágulos obedientes al
ejercicio de la luz.

De esta pasión, de los proverbios posteriores a tu vértigo, del
animal que llora y su piedad está sobre nosotros,

tú deducirías lacre y lo pondrías en mis ojos, o quizá limaduras
de níquel y otras materias aborrecibles.

Sin embargo tú amabas la suntuosidad de las banderas en el azul,
encima de las bodegas.

¿Sabes qué es el olvido? ¿Qué has encontrado tú en la reserva del
olvido?

Todas las enseñanzas se extinguieron como carburo en el fondo de
galerías inacabadas;

todas las enseñanzas menos la palpitación del bosque y algunas
huellas sobre mi carne.

El río desciende aún y yo no siento ahora sino el olor del agua.

Tus hijos y mis hijas se sumergen en el río y los que no
olvidaron no se acercan nunca porque serían recibidos y
quizá entrasen en nuestros cuerpos y morirían.

¿Has pensado en la paciencia, has pensado en la paciencia
semejante a ónice, en la paciencia excavando tumbas en el
sonido, abandonando telas inicuas a los vientos que
llegarán, que llegarán como cada vez después de las
expulsiones?

La ciudad no está limpia, pero en los ejidos hay irritación y el
cornezuelo y el centeno cohabitan y crece un alimento que
será comido por nuestros hijos.
Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre tú no vas a
decirme.

Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre no va a tocar
tus labios.

He cruzado mi infancia y países de morfina y largos bosques en
los que descansé y grandes alas pasaron sobre mis ojos.

En los lugares a los que yo acudo al atardecer hay frutos muy
espesos de los que hago recolección y mis dedos son
abrasados por las luciérnagas, pero yo hago recolección y
me demoro en acudir a otros lugares, a las alcobas donde mi
madre envejece más allá de mi vejez.

Y las palabras, fiebre bajo las tégulas, grumos retrocediendo,
hieles que enloquecían bajo el disfraz del sueño,

¿qué son, qué hacen en mí cuando se ha extinguido la verdad?
De la verdad no ha quedado más que una fetidez de notarios,

una liendre lasciva, lágrima, orinales

y la liturgia de la traición.
Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más
arriba de mi cuerpo.

¿Qué lugar es éste, qué lugar es éste? ¿Cómo estás aún en mi
corazón?
[...]


(De Descripción de la mentira, 1977).







I

Tras asistir a la ejecución de las alondras has
         descendido aún hasta encontrar tu rostro dividido
         entre el agua y la profundidad.

Te has inclinado sobre tu propia belleza y con tus dedos
        ágiles acaricias la piel de la mentira:

ah tempestad de oro en tus oídos, mástiles en tu alma,
        profecías...

Mas las hormigas se dirigen hacia tus llagas y allí
        procrean sin descanso

y hay azufre en las tazas donde debiera hervir la
        misericordia.


Es esbelta la sombra, es hermoso el abismo:

ten cuidado, hijo mío, con ciertas alas que rozan tu
corazón.




Oigo hervir el acero. La exactitud es el vértigo. Ah
         libertad inmóvil, ejecución del día en la materia
         nocturna.

Es tu madre el clamor, pero tus manos abren los párpados
        del abismo.


De resistencias invisibles surge un rumor de límites:

ah exactitud de mar, exactitud sin nombre.




II


Un silencio de hormigas, un frenesí de esparto. Ah
corazón clamando ante los almacenes. Ya no hay sábados;
bajas a las iglesias, a los departamentos de la muerte y
ves la luz de la infelicidad; yaces y las serpientes
pasan sobre las murias derruidas.

Veo la juventud ciega en los atrios, la grasa negra de
las negaciones. Fulge tu lengua entre sarmientos, tu
palabra sobre los mástiles. Mas la pureza no se extiende,
no diluye en las aguas el acero, no deshabita las
comisarías. Ah corazón clamando por una tierra sin
olvido, por un país donde los pájaros se suicidan al
amanecer (como aquel camarada entre la pobreza y el
relámpago), viejo tenaz ante las rastrojeras, viejo que
aún lloras sobre llagas fértiles: dame tu látigo y tus
lágrimas, no me abandones todavía.

Agonizabas sobre los espejos y no arrancaste de tu
rostro el rostro de tu madre. No te pierdas aún,
préstame algo, dame tu incendio, tu piedad estéril, tus
zapatos, tus hernias, tus alondras, el huracán de tu
melancolía y el gran aviso de tu dedo negro, para que
no muera más de mala muerte la criatura del dolor:
España.




III


Aquel aire entre el resplandor y la muerte se hace
sustancia que no alcanzan a borrar los días y los
vientos. El contenido de la edad son estos lienzos
transparentes.

Signos exactos e incomprensibles. Están en mí con el
valor de una llaga; algunas cifras arden en mis ojos.
Eran días atravesados por los símbolos. Tuve un
cordero negro. He olvidado su mirada y su nombre.

Al confluir cerca de mi casa, las sebes definían sendas
que, entrecruzándose sin conducir a ninguna parte,
cerraban minúsculos praderíos a los que yo acudía con
mi cordero. Jugaba a extraviarme en el pequeño
laberinto, pero sólo hasta que el silencio hacía brotar
el temor como una gusanera dentro de mi vientre.
Sucedía una y otra vez; yo sabía que el miedo iba a
entrar en mí, pero yo iba a las praderas.

Finalmente, el cordero fue enviado a la carnicería, y yo
aprendí que quienes me amaban también podían decidir
sobre la administración de la muerte.





En la calle que sube hacia la catedral, bajo rúbricas y
veneras modernistas, bajo otras bóvedas invisibles
creadas cada mañana por la voz otoñal de Pedro el Ciego,
acontecían maravillas frágiles y encarnadas en las manos
del vendedor de serpentinas y flautas de cañabrava:
sobrevenían don Nicanor y su sonido a infancia; cerca,
sobre la opacidad del hambre civil, el olor de las
almendras calientes, y, más arriba, el abanico de
peines, las estilográficas de las que fluye el líquido
de los sueños.

Pedro descansa en la profundidad del otoño y su rostro
se enciende en ramos de sol. La luz baja a su corazón y
allí permanece desleída en aceites y sombras, en aguas
purificadas por recuerdos.

Suavidad de los días, paz del mundo en el corazón de
Pedro: pasan las portadoras de hortalizas, pasan los
sacerdotes en sus túnicas, y Pedro canta ronca y
dulcemente la construcción de las obras públicas, las
profecías traicionadas, la graduación de los muertos.
Canta bajo las ménsulas y en los soportales. Son
noticias de invierno.





Álamos. El fulgor excede y las distancias son
traspasadas por gritos vecinales. Los rebaños
desprendidos de la mesta cardan ácidas hierbas bajo un
friso de azufre. Oigo las campanas de Villabalter como
mastines electrizados por la inminencia.

La osamenta furiosa se abatió sobre los malecones y
los huertos. El otoño se alhajaba fosforescente y aquel
rebaño tuvo miedo bajo las bóvedas de plomo.





La ciudad mira el sílice de las montañas como una
gárgola inmóvil ante los círculos de la eternidad y se
rodea de colinas cárdenas en las que el tomillo es
abrasado por el invierno.

Siento la espesura fluvial; se manifiesta en sílabas
lentísimas. Aún las palomas se pronuncian clamorosas y
los ancianos descansan en la cercanía de las acacias
coronadas de temblor. Hablan y acrecientan la
serenidad de la tarde. A veces, sonríen con un golpe
de sol en el rostro y se encienden bajo los
encanecidos cabellos. Sus ojos se entrecierran y
apenas es visible un filamento de acero y lágrimas.
La vejez es blanca.

Un anciano tiene el hombro abatido y dispar; el otro
ofrece al sol unas manos grandes cuya piel transparenta
largas venas. Hablan con la imprecisión temblorosa de
quien es más débil que sus recuerdos; restablecen una
paz y un espacio: las eras de la ciudad, los labradores
de Renueva, el espesor de los curtientes, la sombra
roja de las herrerías.



IV


Aquellos cálices

¿Quién habla aún al corazón abrasado cuando la cobardía
        ha puesto nombre a todas las cosas?

Silba el adverbio del pasado. El cobre silba en huesos
         juveniles, pero es el día del invierno. Alguien
         prepara grandes sábanas

y restablece la oquedad. Sólo hay sustancia en ti,
         sustancia azul de desaparecidos.


Aquellos gritos. Y las banderas sobre nosotros.


Ah las banderas. Y los balcones incesantes: hierros
entre la luz, hierros más altos que la melancolía,
nuestro alimento.

                                   Cae

la máscara de Dios: no había rostro.

¿Quién habla aún al corazón amarillo?




Soy el que ya comienza a no existir

y el que solloza todavía.


Es horrible ser dos inútilmente.




Edad, edad, tus venenosos líquidos.

Edad, edad, tus animales blancos.


(De Lápidas, 1986).


1

Geórgicas

Tengo frío junto a los manantiales. He subido hasta cansar mi corazón.

Hay yerba negra en las laderas y azucenas cárdenas entre sombras,
pero, ¿qué hago yo delante del abismo?

Bajo las águilas silenciosas, la inmensidad carece de significado.




Un bosque se abre en la memoria y el olor a resina es útil al corazón.
Vi las esferas del sudor y los insectos en la dulzura;

luego, el crepúsculo en sus ojos;

después, el cardo hirviendo ante el centeno y la fatiga de los
pájaros perseguidos por la luz.



2


El vigilante de la nieve


Vigilaba la serenidad adherida a las sombras, los círculos donde se
depositan flores abrasadas, la inclinación de los sarmientos.

Algunas tardes, su mano incomprensible nos conducía al lugar sin
nombre, a la melancolía de las herramientas abandonadas.



Cada mañana ponía en los arroyos acero y lágrimas y adiestraba a los
pájaros en la canción de la ira: el arroyo claro para la hija
dulcemente imbécil; el agua azul para la mujer sin esperanza, la que
olía a vértigo y a luz, sola en el albañal entre banderas blancas,
fría bajo la sarga y los párpados ya amarillos de amor.




Era incesante en la pasión vacía. Los perros olfateaban su pureza y
sus manos heridas por los ácidos. En el amanecer, oculto entre las
sebes blancas, agonizaba ante las carreteras, veía entrar las sombras
en la nieve, hervir la niebla en la ciudad profunda.




3


Aún

Recuerdo el frío del amanecer, los círculos de los insectos sobre las
tazas inmóviles, la posibilidad de un abismo lleno de luz bajo las
ventanas abiertas para la ventilación de la enfermedad, el olor triste
de la sosa cáustica.



Pájaros. Atraviesan lluvias y países en el error de los imanes y los
vientos, pájaros que volaban entre la ira y la luz.

Vuelven incomprensibles bajo leyes de vértigo y olvido.



No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo
una playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo
dolor no me concierne.

Vengo del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.

Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.




Eres sabio y cobarde, estás herido en las mujeres húmedas, tu
pensamiento es sólo recuerdo de la ira.

Ves la rosas temibles.

Ah caminante, ah confusión de párpados.




Hay una hierba cuyo nombre no se sabe; así ha sido mi vida.

Vuelvo a casa atravesando el invierno: olvido y luz sobre las ropas
húmedas. Los espejos están vacíos y en los platos ciega la soledad.

Ah la pureza de los cuchillos abandonados.




Amé todas las pérdidas.

Aún retumba el ruiseñor en el jardín invisible.





4


Pavana impura


La inexistencia es hueca como las máscaras y su visión es lívida,
pero tú oyes el grito de las madres del agua y acaricias los ojos que
vieron la inexistencia.



Llegan los animales del silencio, pero debajo de tu piel arde la
amapola amarilla, la flor del mar ante los muros calcinados por el
viento y el llanto.

Es la impureza y la piedad, el alimento de los cuerpos abandonados
por la esperanza.




5

Sábado


Mi rostro hierve en las manos del escultor ciego.

En la pureza de los patios inmóviles él piensa dulcemente en los
suicidas; está creando la vejez:

ayer y hoy son ya el mismo día en mi corazón.



6


Frío de límites



Huyen heridas por el amanecer, laten sobre las aguas y su blancura se
abre en ti: avefrías.

Viajan de lo visible a lo invisible. Ya

sólo hay invierno en las ramas inmóviles.





¿Es la luz esta sustancia que atraviesan los pájaros?

En el temblor del sílice se depositan cuarzo y espinas pulimentadas
por el vértigo. Sientes

el gemido del mar. Después,

frío de límites.



7



Amé las desapariciones y ahora el último rostro ha salido de mí.

He atravesado las cortinas blancas:

ya sólo hay luz dentro de mis ojos.



(De Libro del frío, 1992)



Hierven bajo las túnicas de la ira;
hierven los números y los ácidos
depositados en su espíritu.

Veo el mercurio en las pupilas, líquidos
negros, la fertilidad
de los cuchillos y las sombras; veo
los agujeros y los párpados.

Siento la herida musical, el llanto
multiplicado por el viento, el sol
en la pared de los agonizantes.

Ésta es la soledad de mil cabezas,
la gárgola que aúlla, la gallina
desesperada.
                       Al fin, surten las fuentes
sangre, vértigo, luz, acero, lágrimas.




El miedo entra en la blancura; aún
sus alas hienden la serenidad
y disciernen la sal y la ceniza.

Lívidas hélices y, en el espesor,
lentitud de los pájaros, augurios
en las venas azules de las aguas.

Ah pétalos temibles, semejantes
a las escamas puras de la cólera.

Ah pena corporal, amor herido,
animal de la luz, pueblo abrasado.




Salen los cuerpos del abismo, ascienden
como azufre solar; su resplandor
atraviesa las aguas.

Hay profecías incesantes. Ved
la transparencia de los signos
y las palomas torturadas.

Éste es el día en que los caballos aprendieron a llorar,
el día horrible y natural de España.

El animal de sombra
enloquece en las pértigas del alba.



(De Mortal 1936, 1994).


Viene el olvido

La luz hierve debajo de mis párpados.

De un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales, surge una tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas, advierto látigos vivientes

y la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.

Todo es presagio. La luz es médula de sombra: van a morir los insectos en las bujías del amanecer. Así

arden en mí los significados.




Hay una astilla de luz en la apariencia de la eternidad, hemos lamido, casi amándolas, membranas invisibles, no hay más que invierno en las ramas inmóviles y todos los signos están vacíos.

Estamos solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que nunca llegarán.

Va a entrar el día en su habitación calcinada. Ha sido inútil la sutura negra.

Queda un placer: ardemos

en palabras incomprensibles.




He tirado al abismo el hueso de la misericordia; no es necesario cuando el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja en mí como un alcohol enloquecido.

Sé que las uñas crecen en la muerte. No

baja nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar la falsedad, nos desollamos y no viene nadie. No

hay sombras ni agonía. Bien:

no haya más que luz. Así es

la última ebriedad: partes iguales

de vértigo y olvido.




Vi las bestias expulsadas del corazón de mi madre. No hay distinción entre mi carne y su tristeza.

Y esto es la vida? No lo sé. Sé que se extingue como los círculos del agua. ¿Qué hacer entonces, indecisos entre la agonía y la serenidad? No sé. Descanso en la ignorancia fría.

Hay una música en mí, esto es cierto, y todavía me pregunto qué significa este placer sin esperanza. Hay música ante el abismo, sí, y , más lejos, otra vez la campana de la nieve y, aún, mi oído ávido sobre el caldero de las penas, pero

¿qué significa finalmente

este placer sin esperanza?

Ya he hablado del que vigila en mí cuando yo duermo, del desconocido oculto en la memoria. ¿También él va a morir?

No sé. Carece

desesperadamente de importancia.




Siento el crepúsculo en mis manos. Llega a través del laurel enfermo. Yo no quiero pensar ni ser amado ni ser feliz ni recordar.

Sólo quiero sentir esta luz en mis manos

y desconocer todos los rostros y que las canciones dejen de pesar en mi corazón

y que los pájaros pasen ante mis ojos y yo no advierta que se han ido


Hay

grietas y sombras en paredes blancas y pronto habrá más grietas y más sombras y finalmente no habrá paredes blancas.

Es la vejez. Fluye en mis venas como agua atravesada por gemidos. Van

a cesar todas las preguntas. Un sol tardío pesa en mis manos inmóviles y a mi quietud vienen a la vez suavemente, como una sola sustancia, el pensamiento y su desaparición.

Es la agonía y la serenidad.

Quizá soy transparente y ya estoy solo sin saberlo. En cualquier caso, ya

la única sabiduría es el olvido.





Palomas. Atraviesan la inexistencia.

Hay huellas de pastor frente al abismo. Cóncavas.

Todo se explica en la imposibilidad.


Hay úlceras en la pureza, vamos
de lo visible a lo invisible.


En este error descansa nuestro corazón.





He atravesado las creencias. Durante mucho tiempo

nevó sin esperanza.

Había madres que enloquecían al amanecer: oigo sus gritos amarillos.





Aún nieva. Creo en la desaparición.

Creo en la ira.





Ira

¿Quién viene

dando gritos, anuncia

aquel verano, enciende

lámparas negras, silba

en la pureza azul de los cuchillos?




Gritan ante los muros calcinados.

Ven el perfil de los cuchillos, ven

el círculo del sol, la cirugía

del animal lleno de sombra.

                                                 Silban

en las fístulas blancas.





Vi

cuerpos al borde de

las acequias frías.


Amortajados

en la luz.





Más allá de la sombra



Veo la sombra en la sustancia roja del crepúsculo.


Cierro los ojos y

arden los límites.






Puse agua y cinabrio en mi corazón y en mis venas

y vi la muerte más allá de la púrpura.


Ahora mis ojos ven en el pasado: grandes flores inmóviles, madres
atormentadas en sus hijos, líquenes fertilizados por la tristeza.




Quizá el silencio dura más allá de sí mismo y la existencia es sólo
un grito negro, un alarido ante la eternidad.


El error pesa en nuestros párpados.





Claridad sin descanso


Quizá me sucedo en mí mismo. No sé quién pero alguien ha muerto en mí.
También ayer olía la desaparición y estaba amenazado por la luz, pero
hoy es otro el cuchillo delante de mis ojos.


No quiero ser mi propio extraño, estoy entorpecido por las visiones.
Es difícil

poner luz todos los días en las venas y trabajar en la retracción
de rostros desconocidos hasta que se convierten en rostros amados
y después llorar porque voy a abandonarlos o porque ellos van a
abandonarme.

                            Qué

estupidez tener miedo al borde de la falsedad, qué cansancio

abandonar la inexistencia y

morir después todos los días.




Sobre la calcificación de las semillas, ante las flores abrasadas,
en la desaparición del pensamiento,

tejen la yerba manos invisibles. Temo su pureza. Veo

lana sangrienta y, en los alimentos, grasa mortal, cánulas negras y,
bajo ramas inmóviles, cuerdas y sombras y preservativos.

¿Soy yo quien mira con mis ojos?

Arden los huesos, oigo la fermentación del rocío: alguien llora bajo
los árboles torturados. Veo las llagas de la luz, altos patíbulos
y serpientes y aceites industriales bajo los lóbulos de las amapolas.

¿Estoy yo en mí y peso sobre la tierra? Es extraño.

En cualquier caso, tengo miedo: los insectos vienen a mi corazón.



(De Arden las pérdidas, 2003).



La prisión transparente (frag.) 


Estoy cansado. 

Cansado de mí mismo; de mi enemistad conmigo mismo. 
O de vivir, o de no 
vivir, no 
sé. 

Hoy, 
esta mañana, he 
considerado lo que queda de mí: 
                                                   apenas 
una fatigada conciencia 
y algunos inservibles 
bártulos carnales. 
                            Hoy, 
algo más tarde, viendo, 
desconociendo 
mi rostro en el espejo: mis ojos inmóviles, 
mi piel oxidada y la turbia 
tempestad de 
mis cabellos, 
                    he 
pronunciado una 
sola sílaba:
                    No. 
  Una sílaba sola. 

                         ¿Qué es de mí?
                                                ¿Soy yo monosílabo, únicamente 
negación? 

No 
sé.





(De La prisión transparente, 2016).






ANTONIO GAMONEDA (ESPAÑA, 1931).

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