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agosto 30, 2011

LA MALADIE DE LA MORT - MARGUERITE DURAS






Debiera no conocerla, haber-
la encontrado en todas partes a 
la vez, en un hotel, en una ca-
lle, en un bar, en un libro, en 
una película, en usted mismo, 
en usted, en ti, al capricho de tu 
sexo enhiesto en la noche que 
grita por un cobijo, por un lu-
gar en el que desprenderse de 
los llantos que lo colman.

Pudiera haberla pagado.
Hubiera dicho: Tendría que 
venir cada noche durante mu-
chos días.


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Ella le hubiera mirado larga-
mente, y después le hubiera di-
cho que en ese caso era caro.

Y después ella pregunta: 
¿Qué es lo que quiere?

Usted dice que quiere probar, 
intentarlo, intentar conocer eso, 
acostumbrarse a eso, a ese cuer-
po, a esos pechos, a ese perfu-
me, a la belleza, a ese peligro 
de alumbramiento de niños que 
representa ese cuerpo, a esa for-
ma imberbe sin accidentes mus-
culares ni de fuerza, a ese ros-
tro, a esa piel desnuda, a esa 
coincidencia entre esa piel y la 
vida que encubre.

Usted dice que quiere probar, 
probar muchos días quizás.

Quizás muchas semanas.
Quizás hasta toda la vida.
Ella pregunta: ¿Probar el
qué?
Usted dice: Amar.

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Ella pregunta: ¿Por qué otra
vez?
Usted dice para dormir enci-
ma del sexo quieto, allí donde 
usted no conoce.

Usted dice que quiere probar, 
llorar allí, en ese preciso rincón 
del mundo.

Ella sonríe, pregunta: ¿Tam-
bién querría de mí?
Usted dice: Sí. Aún no co-
nozco, quisiera penetrar ahí 
también. Y con tanta violencia 
como tengo por costumbre. Di-
cen que se resiste más aún, que 
es un terciopelo que se resiste 
más aún que el vacío.

Ella dice que no tiene opi-
nión, que no puede saber.



Ella pregunta: ¿Cuáles serían
las otras condiciones?
Usted dice que debiera callar-

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se como las mujeres de sus an-
tepasados, doblegarse completa-
mente a usted, a su voluntad, 
serle enteramente sumisa al 
igual que las campesinas en las 
granjas tras la cosecha cuando 
derrengadas dejaban acercarse a 
ellas a los hombres, mientras 
dormían -todo ello para que us-
ted pueda acostumbrarse poco a 
poco a esa forma que se amol-
daría a la suya, que estaría a su 
merced como las devotas lo es-
tán a la de Dios- esto también, 
para que poco a poco, con el 
día creciente, tenga menos mie-
do de no saber dónde colocar su 
cuerpo ni hacia qué vacío amar.

Ella le mira. Y luego deja de 
mirarle, mira a otro lado. Y des-
pués responde.

Ella dice que en ese caso es 
aún más caro. Dice la cifra a pa-
gar.

Usted acepta.

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Ella vendría cada día. Viene 
cada día.

El primer día se desnuda y se 
tumba en el lugar que usted le 
señala en la cama.

Usted la mira dormirse. Ella 
calla. Se duerme. Usted 1a mira.

Toda la noche.


Ella llegaría con la noche. 
Llega con la noche.

Toda la noche usted la mira. 
La mira durante dos noches.

Durante dos noches ella casi 
no habla.

Luego, una tarde, al anoche-
cer, lo hace. Habla.

Ella le pregunta si le es útil 
para hacer que su cuerpo esté 
menos solo. Usted dice que no 
comprende muy bien esta pala-
bra cuando designa su estado. 
Que está en un punto en que


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confunde entre creer estar solo y 
por el contrario llegar a estarlo, 
y añade: Como con usted.

Y luego una vez más en me-
dio de la noche ella pregunta: 
¿En qué época del año estamos 
en este momento?

Usted dice: Antes del invier-
no, todavía en otoño.

Ella pregunta también: ¿Qué
es lo que se oye?
Usted dice: El mar.
Ella pregunta: ¿Dónde está?
Usted dice: Allí, detrás del 
muro de la habitación.

Ella vuelve a dormirse.


Joven, ella sería joven. En sus 
prendas, en sus cabellos, habría 
un olor estancado, usted procu-
raría saber cuál, y terminaría 
por nombrarlo como usted sabe 
hacerlo. Usted diría: Un olor a

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heliotropo y a cidro. Ella res-
ponde: Como quiera.



Otra tarde usted lo hace, 
como estaba previsto, duerme 
con el rostro en lo alto de sus 
piernas separadas, contra su se-
xo, ya en la humedad de su cuer-
po, allí donde ella se abre. Ella 
le deja hacer.

Otra tarde, por distracción, 
usted la hace gozar y ella grita.

Usted le dice que no grite. 
Ella dice que ya no gritará más.

No grita más.
Jamás de ahora en adelante 
ninguna otra gritará por usted.



Quizás obtenga usted de ella 
un placer hasta entonces desco-
nocido para usted, no lo sé.



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Tampoco sé si percibe el sordo y 
lejano zumbido de su goce en su 
respiración, en ese suavísimo es-
tertor que va y viene de su boca 
al aire exterior. No lo creo.

Ella abre los ojos, dice: Cuán-
ta felicidad.

Usted le pone la mano en la 
boca para que se calle, le dice 
que no se dicen esas cosas.

Ella cierra los ojos.
Ella dice que ya no lo dirá 
más.

Ella pregunta si ellos sí ha-
blan de eso. Usted dice que no.

Pregunta ella de qué hablan. 
Usted dice que hablan de todo 
lo demás, que hablan de todo, 
excepto de eso.

Ríe, vuelve a dormirse.


A veces usted se pasea por la 
alcoba alrededor de la cama o a

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lo largo de las paredes que dan 
al mar.

A veces llora.
A veces sale a la terraza en el 
frío incipiente.

No sabe qué contiene el sueño 
de ésa que está en la cama.

De ese cuerpo quisiera usted 
alejarse, quisiera volver a los 
cuerpos de los demás, al suyo, 
volver hacia usted mismo y a la 
vez es precisamente por tener 
que hacerlo por lo que llora.



Ella, en la alcoba, duerme. 
Duerme. Usted no la despierta. 
La desdicha aumenta en la alco-
ba a medida que invade su sue-
ño. En cierta ocasión usted duer-
me en el suelo al pie de la cama 
de ella.

Ella se mantiene siempre en 
un sueño uniforme. De dormir



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tan bien a veces sonríe. Tan sólo 
se despierta cuando usted le toca 
el cuerpo, los pechos, los ojos. A 
veces también se despierta sin 
razón, excepto para preguntarle 
si es el ruido del viento o el de la 
marea alta.

Se despierta. Le mira. Dice: El 
mal se apodera siempre más de 
usted, se ha apoderado de sus 
ojos, de su voz.

Usted pregunta: ¿Qué mal?
Ella dice que todavía no sabe 
decirlo.



Noche tras noche se introduce 
usted en la oscuridad de su sexo, 
se adentra casi sin saberlo en ese 
callejón sin salida. A veces se 
queda allí, duerme allí, en ella, 
toda la noche con el fin de estar 
dispuesto por si, al capricho de 
un movimiento involuntario por



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parte de ella o por la suya, le en-
traran ganas de poseerla otra 
vez, de llenarla aún más y de go-
zar de puro placer como siempre, 
cegado por las lágrimas.



Ella estaría siempre dispuesta, 
quisiéralo o no. Precisamente 
sobre esto usted nunca sabría 
nada. Ella es más misteriosa que 
todas las evidencias exteriores 
que usted jamás ha conocido 
hasta ahora.

Tampoco nunca sabría usted 
nada, ni usted ni nadie, nunca, 
cómo ve ella, qué piensa ella de 
usted y del mundo, y de su cuer-
po y de su espíritu, y de ese mal 
que ella dice que le invade. Ella 
misma no lo sabe. No sabría de-
círselo, de ella nada podría usted 
saber.

Nunca sabría usted, nada ni


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usted ni nadie, de lo que ella 
piensa de usted, de esta historia. 
Por muchos que fueran los siglos 
que cubrieran el olvido de sus 
existencias, nadie lo sabría. En 
cuanto ella, no sabe saberlo.



Porque no sabe nada de ella 
diría que ella no sabe nada de 
usted. Se empeñaría en ello.



Ella habría sido alta. El cuer-
po habría sido esbelto, hecho de 
una sola vaciada, de una vez 
como por Dios él mismo, con la 
perfección indeleble del acciden-
te personal.

Ella no se habría parecido de 
hecho a nadie.

El cuerpo no tiene defensa al-
guna, es liso desde el rostro has-




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ta los pies. Incita al estrangula-
miento, a la violación, las veja-
ciones, los insultos, los gritos de 
odio, el desencadenamiento de 
las pasiones cabales, mortales.

Usted la mira.
Es muy delgada, grácil casi, 
sus piernas son de una belleza 
que no participa de la del cuer-
po. No entroncan realmente con 
el resto del cuerpo.

Usted le dice: Usted debe ser 
muy hermosa.

Ella dice: Estoy aquí, mire, es-
toy ante usted.

Usted dice: No veo nada.
Ella dice: Procure ver, está in-
cluido en el precio que ha pagado.

Toma el cuerpo, mira sus di-
ferentes espacios, le da la vuelta, 
le da otra vez la vuelta, lo mira, 
lo mira otra vez.

Renuncia.
Renuncia. Deja de tocar el 
cuerpo.


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Hasta esa noche usted no ha-
bía entendido cómo se podía ig-
norar lo que ven los ojos, lo que 
tocan las manos, lo que toca el 
cuerpo. Descubre esa ignoran-
cia.

Usted dice: No veo nada. 
Ella no responde.

Duerme.


Usted la despierta. Le pregun-
ta si es una prostituta. Con una 
señal de que no.

Le pregunta por qué ha acep-
tado el contrato de las noches 
pagadas.

Ella responde con una voz 
aún adormecida, casi inaudible: 
Porque en cuanto me habló vi 
que le invadía el mal de la 
muerte. Durante los primeros 
días no supe nombrar ese mal. 
Luego, más tarde, pude hacerlo.


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Le pide que repita otra vez 
esas palabras. Ella lo hace, repi-
te las palabras: El mal de la 
muerte.

Le pregunta cómo lo sabe. 
Ella dice que lo sabe. Dice que 
se sabe sin saber cómo se sabe.

Usted le pregunta: ¿En qué el 
mal de la muerte es mortal? Ella 
responde: En que el que lo pade-
ce no sabe que es portador de 
ella, de la muerte. También en 
que estaría muerto sin vida pre-
via a la que morir, sin conoci-
miento alguno de morir a vida 
alguna.



Los ojos están siempre cerra-
dos. Se diría que descansa de 
una fatiga inmemorial. Cuando 
ella duerme usted ha olvidado el 
color de sus ojos, así como el 
nombre que usted le dio la pri-


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mera noche. Después descubre 
que no sería el color de los ojos 
la frontera infranqueable entre 
ella y usted. No, no el color, us-
ted sabe que éste navegaría entre 
el verde y el gris, no, no el color, 
no, sino la mirada.

La mirada.
Usted descubre que ella le 
mira.

Usted grita. Ella se vuelve ha-
cia la pared.

Ella dice: Pronto será el fin no 
tema.



Con un solo brazo la levanta 
contra usted tan ligera es. Usted 
mira.

Curiosamente los pechos son 
morenos, sus aureolas, casi ne-
gras. Usted los come, los sorbe y 
nada en el cuerpo se mueve, ella 
deja hacer, deja. Quizás en un


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momento dado usted grita una 
vez más. En otro usted le dice 
que pronuncie una palabra, una 
sola, la que le nombra a usted, 
usted le dice esa palabra, ese 
nombre. Ella no responde, en-
tonces usted grita otra vez. Es 
entonces cuando ella sonríe. Y 
es entonces cuando usted se en-
tera de que ella está viva.

La sonrisa desaparece. Ella no 
ha dicho el nombre.

Sigue usted mirando. El rostro 
está entregado al sueño, está 
mudo, duerme como las manos. 
Pero el espíritu aflora siempre a la 
superficie del cuerpo, lo recorre 
por entero, y de tal manera que 
cada una de las partes de ese cuer-
po es por sí sola testigo de su tota-
lidad, la mano y los ojos, el abom-
bamiento del vientre y el rostro, 
los pechos y el sexo, las piernas y 
los brazos, la respiración, el cora-
zón, las sienes y el sino.



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Vuelve usted a la terraza ante 
el mar negro.

Hay en usted sollozos de los 
que ignora el porqué. Están rete-
nidos al borde mismo de usted 
como exteriores a usted, no pue-
den alcanzarle para ser llorados 
por usted. Frente al mar negro, 
contra el muro de la habitación 
en la que ella duerme, usted llo-
ra por usted mismo como lo ha-
ría un desconocido.



Vuelve a la alcoba. Ella duer-
me. Usted no lo entiende. Ella 
duerme, desnuda, en el lugar 
que usted ocupa en la cama. No 
entiende cómo puede ser que 
ella ignore sus llantos, que de 
por sí quede protegida de usted, 
que ignore hasta ese extremo 
que ocupa el mundo entero.

Usted se tiende a su lado. Si-
gue llorando por usted mismo.


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Pronto se acerca el alba. 
Pronto hay en la alcoba una 
sombría claridad de color inde-
ciso. Pronto enciende algunas 
lámparas para verla. Para verla a 
ella. Para ver lo que nunca co-
noció, el sexo soterrado, ver 
aquello que engulle y retiene sin 
parecer hacerlo, al verlo así ensi-
mismado en su sueño, dormido. 
Para ver también las pecas es-
parcidas por ella desde la orilla 
del cabello hasta el nacimiento 
de los pechos, allí donde ceden 
bajo su peso, engarzados a las bi-
sagras de los brazos, y también 
hasta los párpados cerrados y los 
labios entreabiertos y pálidos. 
Usted se dice: en los lugares del 
sol del verano, en los lugares 
abiertos, ofrecidos a la vista.

Ella duerme.
Usted apaga las lámparas. 
Está casi claro.

Todavía se acerca el alba. Son

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esas horas tan vastas como los 
espacios del cielo. Es demasiado, 
el tiempo ya no encuentra por 
dónde pasar. El tiempo ya no 
pasa. Usted se dice que ella de-
bería morir. Usted se dice que si 
ahora en ese momento de la no-
che ella muriera, sería más fácil, 
usted sin duda quiere decir: para 
usted, pero no termina la frase.



Usted escucha el ruido del 
mar que empieza a subir. Esa 
extraña está ahí en la cama, en 
su lugar, en el charco blanco de 
las sábanas blancas. Esa blancu-
ra vuelve más oscura su forma, 
más evidente que lo sería una 
evidencia animal bruscamente 
abandonada por la vida, que lo 
sería la de la muerte.

Mira esta forma, descubre a la 
vez en ella su poder infernal, la



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abominable fragilidad, la debili-
dad, la fuerza invencible de la 
debilidad sin par.



Sale de la alcoba, vuelve a la 
terraza frente al mar, lejos de su 
olor.

Hay una lluvia menuda, el 
mar aún está negro bajo el cielo 
descolorido de luz. Oye su ruido. 
El agua negra sigue subiendo, se 
acerca. Se mueve. No deja de 
moverse. Largas oías blancas lo 
atraviesan, un ancho mar de 
fondo que vuelve a caer en estré-
pitos de blancura. El mar negro 
está fuerte. Hay una tormenta a 
lo lejos, es frecuente, por la no-
che. Se queda mucho tiempo 
mirando.

Se le ocurre la idea de que el 
mar negro se mueve en lugar de 
otra cosa, de usted, y de esa for-
ma sombría en la cama.


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Termina su frase. Se dice que 
si ahora a esa hora de la noche 
ella muriera le sería a usted más 
fácil hacerla desaparecer de la 
faz de la tierra, arrojarla a las 
aguas negras, que bastarían unos 
minutos para arrojar un cuerpo 
de ese peso a la mar creciente 
con el fin de eliminar de la cama 
ese olor hediondo de heliotropo 
y cidro.

A la habitación vuelve de 
nuevo. Allí está ella, durmiendo, 
abandonada en sus propias tinie-
blas, en su magnificencia.

Descubre que está hecha de 
tal modo que en cualquier mo-
mento, se diría, por su propio 
deseo, su cuerpo podría dejar de 
vivir, derramarse a su alrededor, 
desaparecer ante sus mismos 
ojos, y que es bajo semejante 
amenaza cómo duerme, cómo se 
expone a ser vista por usted. 
Que es con el peligro que corre


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a partir del momento en que el 
mar está tan cerca, desierto, tan 
negro todavía, con lo que ella 
duerme.



Alrededor del cuerpo, la habita-
ción. Sería su propia habitación. 
Una mujer, ella, la habita. Usted 
ya no reconoce la habitación. 
Ha quedado vacía de vida, está 
sin usted, sin su semejante. La 
ocupa únicamente vaciado flexi-
ble y largo de la forma ajena en 
la cama.



Ella se mueve, se le entrea-
bren los ojos. Pregunta: ¿Cuán-

tas noches pagadas aún? Usted 
dice: Tres.

Ella pregunta: ¿No ha querido 
nunca a una mujer? Usted dice 
que no, nunca.



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Ella pregunta: ¿No ha deseado 
nunca a una mujer? Usted dice 
que no, nunca.

Ella pregunta: ¿Ni una sola
vez, ni un instante? Usted dice 
que no, nunca.

Ella dice: ¿Nunca? ¿Nunca?
Usted repite: Nunca.
Ella sonríe, dice: Es raro un 
muerto.

Y vuelve a empezar: ¿Y mirar 
a una mujer, no ha mirado nun-
ca a una mujer? Usted dice que 
no, nunca.

Ella pregunta: ¿Usted qué
mira? Usted dice: Todo lo de-
más.
Ella se despereza, se calla. 
Sonríe, vuelve a dormirse.



Vuelve usted a la habitación. 
Ella no se ha movido en el char-
co blanco de las sábanas. Mira a


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ésa a quien nunca había abor-
dado, nunca, ni a través de sus 
semejantes ni a través de ella 
misma.

Mira la forma sospechosa des-
de hace siglos. Abandona.



Ya no mira usted. Ya no mira 
nada más. Cierra los ojos para 
reconocerse en su diferencia, en 
su muerte.

Cuando abre los ojos, ella está 
ahí, todavía, ella aún está ahí.

Vuelve usted hacia el cuerpo 
extraño. Duerme.

Mira el mal de su vida, el mal 
de la muerte. Es en ella, en su 
cuerpo dormido, donde lo ve. 
Usted mira los rincones del 
cuerpo, mira el rostro, los pe-
chos, el rincón impreciso de su 
sexo.

Mira el lugar del corazón. En-


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cuentra que el latido es diferen-
te, más lejano, le viene la pala-
bra: más ajeno. Es regular, pare-
cería no tener que cesar nunca. 
Acerca su cuerpo al objeto de su 
cuerpo. Está tibio, está fresco. 
Ella vive todavía. Incita al asesi-
nato en tanto que vive. Se pre-
gunta cómo matarla y quién la 
matará. Usted no quiere nada, a 
nadie, incluso esa diferencia que 
usted cree vivir usted no la quie-
re. Usted no conoce sino la gra-
cia del cuerpo de los muertos, la 
de sus semejantes. De pronto si-
túa la diferencia entre esa gracia 
del cuerpo de los muertos y ésa 
ahí presente hecha de debilidad 
última que podría aplastarse con 
un gesto, esa realeza.



Descubre que es ahí, en ella, 
donde se cultiva el mal de la



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muerte, que es esta forma ante 
usted desplegada la que decreta 
el mal de la muerte.



De la boca entreabierta sale una 
respiración, vuelve, se retrotrae, 
vuelve otra vez. La máquina de 
carne es prodigiosamente exacta. 
Inclinado sobre ella, inmóvil, la 
mira. Sabe que podría disponer 
de ella a su antojo, de la forma 
la más peligrosa. No lo hace. 
Por el contrario acaricia el cuer-
po con la misma suavidad que si 
incurriera en el peligro de la feli-
cidad. Su mano se encuentra so-
bre el sexo, entre los labios que 
se rajan, allí es donde ella acari-
cia. Usted mira la hendidura de 
los labios y lo que los rodea, el 
cuerpo entero. No ve nada.

Quisiera verlo todo de una 
mujer, hasta donde eso pudiera



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hacerse. No ve que esto le es im-
posible.

Usted mira la forma cerrada.
Ve primero inscribirse en la 
piel ligeros estremecimientos, 
precisamente como los del dolor. 
Y luego temblar los párpados 
como si los ojos quisieran ver. Y 
luego abrirse la boca como si la 
boca quisiera decir. Y luego per-
cibe que bajo sus caricias los la-
bios del sexo se hinchan y que 
de su terciopelo brota un agua 
viscosa y cálida como la sangre. 
Entonces hace más rápidas sus 
caricias. Percibe que los muslos 
se separan para dejar su mano 
moverse a sus anchas, para que 
usted lo haga aún mejor.



Y de pronto, en una queja, us-
ted ve invadirla el goce, apode-
rarse de ella por entero, levan-


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tarla del lecho. Mira intensa-
mente lo que acaba de realizar 
en ese cuerpo. Lo ve luego re-
caer, inerte, sobre la blancura 
del lecho. Respira aprisa en so-
bresaltos siempre más espacia-
dos. Y luego los ojos se cierran 
aún más, y después se sellan aún 
más al rostro. Y luego se abren, 
y después se cierran.

Se cierran.
Usted lo ha mirado todo. A su 
vez cierra por fin los ojos. Per-
manece así mucho tiempo los 
ojos cerrados, como ella.



Piensa en el exterior de su ha-
bitación, en las calles de la ciu-
dad, en esas pequeñas plazas ale-
jadas del lado de la estación. En 
esos sábados de invierno seme-
jantes unos a otros.




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Y luego oye ese ruido que se 
acerca, oye el mar.

Oye el mar. Está muy cerca de 
las paredes de la habitación. Por 
las ventanas, siempre esa luz 
descolorida, esa lentitud del día 
en alcanzar el cielo, siempre el 
mar negro, el cuerpo que duer-
me, la extraña de la habitación.

Y después usted lo hace. No 
sabría decir por qué lo hace. Veo 
que lo hace sin saberlo. Usted 
podría salir de la alcoba, alejarse 
del cuerpo, de la forma dormida. 
Pero no, usted lo hace, como 
aparentemente otro lo haría, con 
esa diferencia integral, que le se-
para de ella. Usted lo hace, vuel-
ve hacia el cuerpo.

Lo cubre por entero con el 
suyo, lo atrae hacia usted para 
no aplastarlo con su fuerza, para 
evitar matarlo, y luego lo hace, 
vuelve al cobijo nocturno, en él 
se encenaga.


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Permanece aún en ese abrigo. 
Llora una vez más. Cree saber 
no sabe qué, no puede con ese 
saber, cree ser el único hecho a 
imagen de la desdicha del mun-
do, a imagen de un destino pri-
vilegiado. Cree ser el rey de ese 
acontecimiento en curso, cree 
que existe.

Ella duerme, la sonrisa en los 
labios, como para matarla.

Permanece usted aún al abri-
go de su cuerpo.

Ella está llena de usted mien-
tras duerme. Los estremecimien-
tos ligeramente gritados que re-
corren su cuerpo se hacen cada 
vez más evidentes. Ella habita 
una dicha soñada de estar llena 
de un hombre, de usted, o de 
otro, o de otro aún.

Usted llora.




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Los llantos la despiertan. Ella 
le mira. Mira la alcoba. Y de 
nuevo le mira. Le acaricia la 
mano. Pregunta: ¿Por qué llora?

Usted dice que ella es quien 
debe decir por qué llora, que ella 
es quien debiera saberlo.

Ella responde muy bajo, con 
dulzura: Porque usted no ama. 
Usted responde que así es.

Ella le pide que se lo diga clara-
mente. Usted se lo dice: No amo.

Ella dice: ¿Nunca?
Usted dice: Nunca.
Ella dice: El deseo de estar a 
punto de matar a un amante, de 
guardarlo para usted, para usted 
solo, de poseerlo, de robarlo 
contra todas las leyes, contra to-
dos los imperios de la moral, ¿no 
lo conoce, no lo ha conocido 
nunca?

Usted dice: Nunca.
Ella le mira, repite: Es raro un 
muerto.

40


Ella le pregunta si ha visto us-
ted el mar, le pregunta si ya es 
de día, si el tiempo claro.

Usted dice que despunta el 
día, pero que en esta época del 
año es muy lento en invadir el 
espacio que ilumina.

Ella le pregunta por el color 
del mar.

Usted dice: Negro.
Ella responde que el mar nun-
ca es negro, que usted debe de 
confundirse.



Usted le pregunta si ella cree 
que se le puede amar.

Ella dice que no se puede de 
ninguna manera. Usted le pre-
gunta: ¿Por culpa de la muerte? 
Ella dice: Sí, por culpa de esa in-
sipidez de esa inmovilidad de su 
sentimiento, por culpa de esa 
mentira al decir que el mar es 
negro.


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Y luego ella se calla.
Teme usted que ella vuelva a 
dormirse, la despierta, le dice: 
Hable más. Ella dice: Entonces, 
hágame preguntas, por mí mis-
ma no puedo. De nuevo le pre-
gunta usted si se le puede amar. 
Ella dice una vez más: No.

Ella dice que poco antes usted 
tuvo ganas de matarla cuando 
volvió de la terraza y entró por 
segunda vez en la habitación, 
que ella lo comprendió en su 
sueño por su mirada sobre ella. 
Ella le pide que le diga por qué.

Usted le dice que no puede sa-
ber por qué, que no tiene la inte-
ligencia de su mal.

Ella sonríe, dice que es la pri-
mera vez, que no sabía antes de 
conocerle que la muerte podía 
vivirse.





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Ella le mira a través del verde 
filtrado de sus pupilas. Dice: Us-
ted anuncia el reino de la muer-
te. No se puede amar la muerte 
si le viene impuesta desde fuera. 
Usted cree llorar por no amar. 
Usted llora por no imponer la 
muerte.

Ella ya está en el sueño. Le 
dice de un modo apenas inteligi-
ble: Ya usted a morir de muerte. 
Su muerte ha comenzado ya.

Usted llora. Ella le dice: No 
llore, no merece la pena, deje 
esta costumbre de llorar por us-
ted mismo, no merece la pena.



Insensiblemente la habitación 
se ilumina con una luz solar, 
aún sombría.

Ella abre los ojos, vuelve a ce-
rrarlos. Dice: Aún dos noches 
pagadas, pronto se acabará esto.


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Sonríe y con la mano le acaricia 
los ojos. Se burla durmiendo.

Usted sigue hablando, solo en 
el mundo como usted desea. Us-
ted dice que el amor siempre 
le ha parecido fuera de lugar, 
que no ha comprendido nunca, 
que siempre ha evitado amar, que 
siempre ha querido ser libre de 
no amar. Dice que está perdido. 
Dice que no sabe de qué, en qué 
está perdido.

Ella no escucha, duerme.
Usted cuenta la historia de un 
niño.

El día se asoma por las ven-
tanas.

Ella abre los ojos, dice: Deje 
de mentir. Ella dice que espera 
no saber nunca nada de la forma 
en que usted, usted sí sabe, por 
nada del mundo. Dice: No qui-
siera saber nada de la forma en 
que usted, usted sí sabe, con esa 
certeza que proviene de la muer-


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te, esa monotonía irremediable, 
igual a sí misma cada día de su 
vida, cada noche, con esa fun-
ción mortal de la falta de amar.

Dice: Ya es de día, todo va a 
empezar, excepto usted. Usted, 
usted no empieza nunca.

Vuelve a dormirse. Usted le 
pregunta por qué duerme, de 
qué fatiga debe descansar, mo-
numental. Ella levanta la mano 
y de nuevo le acaricia el rostro, 
la boca quizás. Vuelve a burlarse 
durmiendo. Dice: Usted no pue-
de comprender ya que es usted 
quien hace la pregunta. Dice 
que así también descansa de us-
ted, de la muerte.

Usted continúa la historia del 
niño, la grita. Dice que no sabe 
toda la historia del niño, de us-
ted. Dice que ha oído contar esa 
historia. Ella sonríe, dice que 
también ha oído y leído muchas 
veces esa historia, en todas


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partes, en muchos libros. Usted 
pregunta cómo podría surgir el 
sentimiento de amar. Ella le 
responde: Quizás de un fallo re-
pentino en la lógica del univer-
so. Dice: Por ejemplo de un 
error. Dice: Nunca por quererlo. 
Usted pregunta: ¿El sentimiento

de amar podría surgir de otras 
cosas aún? Usted le suplica que 
diga. Ella dice: De todo, de un 
vuelo de pájaro nocturno, de 
un sueño, del sueño de un sue-
ño, de la cercanía de la muerte, 
de una palabra, de un crimen, de 
uno, de uno mismo, de pronto 
sin saber cómo. Dice: Mire. 
Abre las piernas y en el hueco 
de sus piernas separadas ve usted 
por fin la negra noche. Usted 
dice: Era ahí, la noche negra, es 
ahí.

Ella dice: Ven. Usted va. Den-
tro de ella, usted llora otra vez. 
Ella dice: No llores más. Dice:


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Tómame para que todo quede 
consumado.

Usted lo hace, la toma. 
Queda consumado. 
Ella vuelve a dormirse.



Un día ella ya no está. Usted 
se despierta y ella ya no está. Se 
ha ido durante la noche. La hue-
lla del cuerpo está aún en las sá-
banas, está fría.

Es la aurora hoy. Aún no el 
sol, pero los contornos del cielo 
ya están claros mientras del cen-
tro de ese cielo cae aún la oscu-
ridad sobre la tierra, densa.

Ya no queda nada más que 
usted en la alcoba. Su cuerpo ha 
desaparecido. Su súbita ausencia 
confirma la diferencia entre ella 
y usted.

A lo lejos, en las playas, algu-
nas gaviotas gritarían en la oscu-


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ridad feneciente, empezarían ya 
a nutrirse de gusanos de fango, a 
rebuscar en las arenas abando-
nadas por la marea baja. En la 
oscuridad, el grito demente de 
las gaviotas hambrientas le pare-
ce de repente no haberlo oído 
nunca.



Ella no volvería nunca.
La noche de su partida, en un 
bar, usted cuenta la historia. Pri-
mero la cuenta como si fuera 
posible hacerlo, y luego renun-
cia a ello. Después la cuenta 
riéndose como si fuera imposible 
que hubiera ocurrido o como si 
fuera posible que usted la hubie-
ra inventado.

Al día siguiente, de pronto, 
usted notaría quizás su ausencia 
en la habitación. Al día siguien-
te, quizás experimentaría un de-


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seo de verla de nuevo allí, en la 
extrañeza de la soledad, en su es-
tado de desconocida de usted.

Quizás la buscaría fuera de su 
habitación, en las playas, en las 
terrazas, en las calles. Pero no 
podría encontrarla porque en la 
luz del día no reconoce a nadie. 
No la reconocería. No conoce de 
ella más que su cuerpo dormido 
bajo sus ojos entreabiertos o ce-
rrados. La penetración de los 
cuerpos usted no puede recono-
cerla, no puede nunca reco-
nocerla. Usted no podrá nunca.

Cuando usted lloró, fue sólo 
por usted y no por la admirable 
imposibilidad de alcanzarla a 
través de la diferencia que les 
separa.



De toda la historia usted no 
conserva más que ciertas pala-


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bras que ella pronunció en el 
sueño, esas palabras que nom-
bran aquello de lo que usted pa-
dece: Mal de la muerte.

Muy pronto usted renuncia, 
deja de buscarla, ni en la ciudad, 
ni en la noche, ni en el día.

Con todo así pudo usted vivir 
este amor de la única forma po-
sible para usted, perdiéndolo an-
tes de que se diera.
























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El mal de la muerte podría representarse en el teatro.
La joven de las noches pagadas debería estar acostada entre sábanas blancas en medio del escenario. Podría estar desnuda. A su alrededor, un hombre caminaría contando la historia.
Sólo la mujer diría su papel de memoria. El
hombre, nunca, El hombre leería el texto, ya
sea parado, ya sea andando alrededor de la
joven.
No se representaría nunca aquel de quien trata la historia. Aun cuando se dirigiera a la joven, lo haría por el intermedio del hombre que lee su historia.
Aquí, la lectura reemplazaría la actuación. Sigo creyendo que nada suple la lectura de un texto, que nada suple la falta de memoria de un texto, nada, ninguna actuación.
Los dos actores deberían por tanto hablar como si estuvieran escribiendo el texto en habitaciones separadas, aislados uno del otro.
Se invalidaría el texto si fuera dicho teatralmente.

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La voz del hombre debería ser alta, la de la mujer debería ser baja, casi descuidada.
Quisiera que los recorridos del hombre al-
rededor del cuerpo de la joven fueran largos,
que se perdiera de vista al hombre, que se
perdiera en el teatro como en el tiempo para
volver después hacia la luz, hacia nosotros.
El escenario debería ser bajo, casi a ras del suelo, para que se viera por entero a la joven.
Deberían guardarse grandes espacios de silencio entre las noches pagadas durante los cuales no ocurriría otra cosa que el paso del tiempo.
El hombre que lee la historia estaría aquejado de una debilidad esencial y mortal que debería ser la del otro hombre -el que no es representado.
La mujer sería bella, personal.
Por un amplio hueco sombrío, llegaría el ruido de la mar. Se vería siempre el mismo rectángulo negro, no se iluminaría nunca. El ruido del mar sería más o menos fuerte.
No se vería la partida de la joven. Habría
un apagón durante el cual desaparecería, y,
cuando la luz volviera, no quedarían más que
las sábanas blancas en medio del escenario y
el ruido del mar que irrumpiría por la puerta
negra.
No habría música.

Si tuviera que filmar el texto, quisiera que
los llantos sobre la mar fueran montados de
tal manera que se vieran el estruendo de la
blancura de la mar y el rostro del hombre casi

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al mismo tiempo. Que hubiera una relación
entre la blancura de las sábanas y la del mar.
Que las sábanas fueran ya una imagen del
mar. Esto, simplemente a modo de indicación
general.


























MARGUERITE DURAS (VIETNAM/FRANCIA, 1914-1996)